HÉROES DE LA CIVILIZACIÓN
Alemania, Gran Bretaña, Estados Unidos y el mundo,
entonces, ahora y para siempre
La reconstrucción de Europa después de la segunda guerra mundial fue una de las empresas internacionales más vastas y complejas de la historia contemporánea. Había que reconstruir la identidad y las infraestructuras de las naciones de Europa, y la devolución de los bienes culturales representaba una parte significativa de dicho proceso. En total, los Aliados occidentales descubrieron más de mil depósitos sólo en el sur de Alemania, donde se guardaban millones de obras de arte y otros tesoros culturales, entre ellos campanas, vidrieras, objetos religiosos, archivos municipales, manuscritos, libros, bibliotecas, vino, oro, diamantes e incluso colecciones de insectos. La labor de embalaje, transporte, catalogación, fotografía, archivo y devolución del expolio a sus países de origen —los distintos estados serían los responsables de restituírselos a los dueños individuales— recayó casi exclusivamente sobre la MFAA. Se tardarían seis largos años.
A pesar de los esfuerzos de los hombres y mujeres de la MFAA, cientos de miles de obras de arte, documentos y libros siguen sin aparecer. El caso más conocido es tal vez el del Retrato de un joven de Rafael, robado de la colección Czartoryski en Cracovia, del cual lo último que se sabe es que se encontraba en posesión del infame gobernador general nazi Hans Frank. Decenas de miles de obras fueron sin duda destruidas. Entre éstas, la colección personal del jefe de las SS, Heinrich Himmler, que fue quemada por las tropas de asalto de las SS antes de que las tropas británicas pudieran intervenir. Los célebres paneles de ámbar de Pedro el Grande, robados del palacio de Catalina en las afueras de San Petersburgo (antes Leningrado), son seguramente otra de las víctimas de la guerra, pues lo más probable es que fueran destruidos por la artillería durante los combates de Königsberg, con la excepción de algún que otro mosaico de menor tamaño, como el que apareció en Bremen en 1997. Miles de pinturas y demás obras de arte nunca han sido reclamadas, ya porque no se puede determinar su procedencia o porque sus dueños se cuentan entre los millones de personas que murieron o fueron asesinadas durante la cruzada militar y racial de Hitler. Hay que lamentar que no todos los museos, depositarios en el ínterin de algunas de esas obras de arte, hayan mostrado la determinación de los oficiales de Monumentos a la hora de localizar a los legítimos propietarios o herederos.
Transcurridos más de sesenta años desde la muerte de Adolf Hitler, seguimos viviendo en un mundo alterado por su legado. Sus posesiones personales están dispersas, aunque muchas hayan pasado a formar parte de colecciones y museos públicos. La mayoría de sus libros se encuentran en la División de Libros Raros y Colecciones Especiales de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, y otros ochenta han pasado a la colección de Libros Raros de la Biblioteca John Hay de la Universidad Brown. Muchas de sus pinturas y acuarelas se guardan en la Colección de Arte del Ejército del Museo Nacional del Ejército Estadounidense. Los duplicados originales de su testamento político se encuentran en los Archivos Nacionales de College Park, Maryland, y en el Museo Imperial de la Guerra de Londres. Su querida Haus der Deutschen Kunst (Casa del Arte Alemán) sigue en pie en Múnich, aunque hoy se llama Haus der Kunst y alberga exposiciones temporales de arte contemporáneo. Pero el perdurable impacto de su amargo gobierno se mide mejor con datos más efímeros: cincuenta millones de seres queridos que nunca regresaron de la guerra para reunirse con sus familias o crear las suyas propias; brillantes y creativas contribuciones que nunca vieron la luz porque un gran número de científicos, artistas e inventores perdieron la vida demasiado jóvenes o nunca llegaron a nacer; culturas cimentadas a lo largo de generaciones reducidas a ceniza y polvo por culpa de un ser humano que decidió que comunidades enteras de otros seres humanos valían menos que la suya.
Los altos cargos del gobierno de Hitler fueron juzgados por crímenes contra la humanidad en los procesos iniciados en Núremberg en octubre de 1945. El futuro sucesor de Hitler, y su competidor por los tesoros de Europa, el Reichsmarschall Hermann Göring, fue arrestado por los soldados norteamericanos el 9 de mayo de 1945. Ataviado con su mejor uniforme y bastón de mando en mano, pretendía entrevistarse con el comandante supremo Eisenhower, pero en vez de ello ingresó en una prisión de Augsburgo. Al igual que otros dirigentes del partido enjuiciados en Núremberg, en un primer momento negó su papel en el Holocausto asegurando que «siento veneración por las mujeres y me parece muy poco deportivo matar niños. […] Por lo que a mí respecta, no me siento en absoluto responsable de los asesinatos en masa».[299] Al final, no obstante, fue uno de los pocos encausados en reconocer su participación en las acciones más truculentas del Reich.
Sí negó en todo momento las acusaciones relacionadas con su colección artística: «De todos los cargos de que se me acusa —leemos en Las entrevistas de Núremberg—, el llamado saqueo de obras de arte es el que me causa más angustia».[300]
En otra sección de Las entrevistas de Núremberg, expresa su punto de vista:
Han tratado de dar de mí una imagen de saqueador de tesoros artísticos. En primer lugar, en una guerra todos saquean un poco. Sin embargo, nada de lo que me acusan era ilegal. […] Siempre pagué por ellos o me llegaron por conductos oficiales, a través de la División Hermann Göring, que, junto con la Comisión Rosenberg, fue la que me suministró la colección de arte. Quizá una de mis debilidades haya sido que amo estar rodeado de lujo y que poseo un temperamento tan artístico que las obras de arte hacen que me sienta vivo y radiante en mi interior. Pero siempre tuve la intención de donar esos tesoros artísticos […] a un museo estatal después de fallecer o antes a mayor gloria de la cultura alemana. Considerándolo desde ese punto de vista, no veo qué tiene de reprochable éticamente.[301]
Para el Reichsmarschall, el golpe más duro fue enterarse en prisión de que una de sus posesiones más preciadas, el Cristo y la mujer adúltera de Jan Vermeer, a cambio del cual había entregado ciento cincuenta pinturas, era una falsificación. (El falsificador, Han Van Meegeren, había sido arrestado en Holanda por colaboración con los nazis y por el expolio del patrimonio holandés. Al saberse que había embaucado al odiado Reichsmarschall, algunos lo jalearon como a un héroe). Stewart Leonard, de la sección de Monumentos, fue quien le dio la noticia a Göring; más tarde diría que «pareció darse cuenta por primera vez de que en el mundo hay maldad».[302] Al final, se demostró que el Reichsmarschall, que se tenía por un hombre del Renacimiento, no era más que un loco inculto y avaricioso.
Hermann Göring no apeló la sentencia del tribunal de Núremberg. Pidió tan sólo que lo ejecutaran con dignidad, frente a un pelotón de fusilamiento, y no ahorcado como un vulgar delincuente. La petición fue denegada. El 15 de octubre de 1946, la noche previa al ahorcamiento, el consternado Reichsmarschall se suicidó con una cápsula de cianuro potásico. Sigue sin estar claro cómo llegó el veneno a su celda.
Alfred Rosenberg, jefe del ERR y principal ideólogo racial de Hitler, no dio muestras de arrepentimiento y negó su complicidad en cualquier fechoría. Fue declarado culpable y ejecutado en la horca el 16 de octubre de 1946.
Ernst Kaltenbrunner, el jefe de la Gestapo, fue declarado culpable del asesinato en masa de civiles, de segregación y ejecución por motivos raciales y políticos, de crear campos de concentración, de ejecutar e infligir trabajos forzados a prisioneros de guerra y multitud de otros atroces e inconcebibles crímenes. También él fue ejecutado en la horca el 16 de octubre de 1946. Su intercesión a favor de los tesoros artísticos de Altaussee resultó ser la única acción virtuosa de una vida por lo demás abyecta y miserable.
Hans Frank, el infame gobernador general nazi detenido en posesión de obras maestras robadas al final de la guerra, recuperó su fe católica y expresó algún remordimiento por su reinado de terror en Polonia. Dio muestras de alivio al ser ahorcado junto a otros líderes nazis, pero nunca reveló la localización del Rafael desaparecido.
Albert Speer, el arquitecto personal y amigo de Hitler que intentó oponerse al Decreto Nerón del Führer, fue el único alto cargo nazi que expresó arrepentimiento por las acciones cometidas. Fue declarado culpable de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad y, tras agrias disputas entre el jurado, sentenciado a veinte años de prisión. Tras su puesta en libertad en 1966, se dedicó a escribir. Sus tres libros acerca de la vida en tiempos del gobierno de Hitler y, sobre todo, sus Memorias son documentos de incalculable valor para los historiadores. Speer murió de apoplejía en 1981.
August Eigruber fue arrestado en mayo de 1945 y juzgado en Mauthausen en marzo de 1946. Lo declararon culpable de cometer crímenes de guerra en el campo de concentración de Mauthausen, entre otras cosas por la ejecución de prisioneros de guerra. Muchas de las pruebas utilizadas para su condena procedían de los archivos hallados en la mina de sal de Altaussee, tal vez otra de las razones por las cuales se había mostrado tan obstinado en destruir la mina. El 28 de mayo de 1947 subió a la horca sin mostrar arrepentimiento. Sus últimas palabras antes de abrirse la trampilla fueron: «Heil Hitler!».
Hermann Bunjes, el historiador del arte que vendió su alma en París e intentó recuperarla revelando la existencia de Altaussee a Posey y Kirstein, se colgó de la ventana de su celda el 25 de julio de 1945. Lincoln Kirstein añadiría más tarde, y multitud de libros de historia se harían eco de ello, que Bunjes no sólo se había suicidado sino que había acabado a tiros con la vida de su mujer y sus hijos. El dato no es cierto. Su familia se empobreció y pasó hambre y miedo en una Alemania hundida, pero siguió con vida. De hecho, su esposa, Hildegard, vivió hasta agosto de 2005. Se fue a la tumba asegurando que «mi marido no era un nazi activo, sino un idealista».[303]
Bruno Lohse, el representante de Göring ante el ERR en París, fue arrestado por James Rorimer el 4 de mayo de 1945. Rorimer encontró su nombre en el libro de registros de Neuschwanstein y averiguó que se encontraba en una clínica de una aldea cercana. Al encontrarse cara a cara con él, Lohse intentó hacerse pasar por un simple cabo de la Luftwaffe (que de hecho era su rango). Rorimer, advertido por Valland de que Lohse era un «sinvergüenza traicionero y muy poco de fiar» no se dejó burlar[304] y puso al «cabo» bajo arresto.
Lohse admitió su implicación en el operativo ERR en el Jeu de Paume, pero insistió en que no había cometido falta alguna. Alegó que por estar al servicio de Göring todas sus acciones habían sido legítimas. A medida que sus interrogadores fueron dándole detalles sobre los negocios de Göring, se fue desmoronando, sobre todo al saber que el Reichsmarschall nunca se molestó en saldar su deuda con el ERR. Lohse había sido un ferviente admirador de Göring y se llevó un gran disgusto al saber que su jefe era tan mezquino que ni siquiera había pagado el bajo precio al que los temerosos asesores de París tasaban las obras saqueadas.
A cambio de una reducción de la pena, Bruno Lohse testificó contra sus compañeros de saqueo y ayudó a los franceses a localizar varios alijos de arte robado. (El suicidio de sus compañeros de conspiración, Kurt von Behr y Hermann Bunjes, obró en su beneficio). En 1950 salió de prisión y poco después se estableció como marchante «legal» de arte en Múnich. Mediada la década, negó públicamente haber cometido cualquier delito y trabajó con ahínco por recuperar la reputación perdida. Muchos de sus esfuerzos fueron encaminados a intimidar y acosar a su denunciante principal, Rose Valland. En una carta de 1957, Valland advirtió a James Rorimer, con quien siguió manteniendo una buena amistad, de que
… Lohse, que ante ustedes adopta el papel de víctima, se comporta de forma muy distinta cuando está en Múnich, a juzgar por ciertas conversaciones que han llegado a mi conocimiento, y se convierte de nuevo en un nazi ávido de venganza y de desacreditar a las instituciones. Por ejemplo, lamenta no haber seguido las órdenes de Von Behr y haberme hecho desaparecer (deportándome y ejecutándome), de acuerdo con los planes de Von Behr. En Alemania se ha convertido en el valedor de toda la pobre gente que se vio obligada a obedecer las órdenes de la policía nazi y cuyos sentimientos hemos herido al exigirles que respondieran de sus acciones.[305]
Lohse murió en marzo de 2007 a la edad de noventa y cinco años, tras vivir sus últimas décadas en una calma y un anonimato relativos. En mayo de ese año, se descubrió en un banco de Zúrich una caja fuerte a su nombre. Dentro había un cuadro de Camille Pissarro sustraído por la Gestapo en 1938, así como algunas pinturas de Monet y Renoir. Según los registros, al menos otros catorce cuadros habían salido de dicha caja a partir de 1983. La investigación a escala internacional sigue abierta.
Aparte están quienes desempeñaron papeles menores en Altaussee, gente corriente, desconocida de las autoridades, que encontró el modo de reintegrarse aprovechando el caos reinante en la Austria y la Alemania de la posguerra. La búsqueda era complicada ya que, aunque por lo visto pertenecían al Partido Nazi, ninguno de ellos era un miembro activo. En la Austria y la Alemania de los años treinta, la afiliación al partido era obligatoria para ocupar cualquier puesto, por lo que la «desnazificación» de Alemania en los años de posguerra se llevó por delante tanto a culpables como a inocentes y, en ocasiones, incluso a algunos héroes.
Uno de éstos fue Otto Högler, el capataz de la mina cuya ayuda y experiencia hizo posible ejecutar el plan de Pöchmüller en Altaussee. Högler fue arrestado el 9 de mayo de 1945, al día siguiente de la llegada de los estadounidenses. Resulta interesante una copia del parte de detención remitido al doctor Michel junto con una nota en la que se comunica a éste que «el parte ha sido firmado tan sólo por quienes están claramente comprometidos con la causa». ¿Se facilitó la detención de Högler para que Michel pudiera atribuirse el rescate de Altaussee? Imposible saberlo. Högler pasó ocho meses detenido. Fue puesto en libertad en diciembre de 1945, pero volvieron a detenerlo tres meses más tarde. Lo habían despedido de la mina y se había puesto a trabajar como exterminador de ratas.
Högler salió de prisión en 1947 y, tras años de solicitudes, logró que la empresa adjudicataria de la mina lo readmitiera en 1951, a condición de no mencionar nunca más una palabra acerca del rescate de las obras de arte. No obstante, tras jubilarse en 1963, dedicó grandes esfuerzos a esclarecer los hechos. No lo consiguió. En 1971, resumió la situación en una carta a una revista en la cual había aparecido hacía poco información errónea acerca del rescate: «Su artículo dice una cosa que es cierta: nadie mostró gratitud hacia la persona que salvó los tesoros artísticos (tal vez por culpa de uno o dos impostores), y posiblemente sea éste el motivo por el cual algunos se han apropiado de una acción tan meritoria para pergeñar toda clase de novelas de gánsteres». En 1972, en un último intento, elaboró un informe con la ayuda de varios mineros en el que daba cuenta de lo sucedido de verdad entre abril y mayo de 1945. El gobierno austríaco acogió el informe con cordialidad pero no lo examinó nunca. Otto Högler murió en 1973.[306]
El doctor Herbert Seiberl, el funcionario de arte austríaco que inició la conspiración con Pöchmüller, perdió su empleo y se le prohibió volver a trabajar en su campo por su afiliación al Partido Nazi. Intentó trabajar como fabricante de postales navideñas, pintor, restaurador y escritor, aunque sin éxito. Murió en 1952 a la edad de cuarenta y ocho años, dejando mujer y cuatro hijos. Su familia se salvó de acabar en la indigencia gracias a las atenciones de una tal señora Biondi y un tal señor Oppenheimer, propietarios ambos de algunas de las obras de arte rescatadas en Altaussee.[307]
Karl Sieber, el restaurador, se quedó en la mina y se convirtió en una valiosa fuente de información para los estadounidenses. Aunque nunca habló en público de su papel, su versión de lo ocurrido en la mina quedó recogida en el libro Salt Mines and Castles, de Thomas Carr Howe Jr., el ayudante de George Stout. El libro dio pie a algunas teorías que atribuían la salvación de las obras al discreto restaurador. Los estadounidenses lo ayudarían a volver a Alemania y lo salvarían más tarde de un arresto domiciliario, pero Sieber nunca volvió a ejercer como restaurador. Murió en 1953.[308]
Por desgracia, el peor destino fue el que le tocó en suerte al héroe anónimo de Altaussee, Emmerich Pöchmüller. El director de la mina fue arrestado en Altaussee el 17 de junio de 1945, acusado de intentar volar las obras. Durante el interrogatorio, recibió una brutal paliza de un oficial estadounidense, perdió seis dientes y no pudo caminar durante todo un día. En noviembre de 1945, su hermana consiguió entrevistarse con el ministro de Educación austríaco. Le mostró el diario de su hermano, donde se detallaba su actividad en la mina. La respuesta del letrado fue que «lo que su hermano escribe es correcto. Lo hemos comprobado. Pero no podemos ejercer ninguna influencia para eximirlo».[309]
Pöchmüller salió por fin en libertad en julio de 1947 y enseguida se puso manos a la obra para rehabilitar su imagen. En otoño de 1947 se enfrentó al doctor Michel por las falsas declaraciones vertidas en la prensa durante los dos últimos años. El 15 de diciembre de 1947, Michel escribió al ministerio austríaco detallando el verdadero papel de Pöchmüller en Altaussee. (Más tarde, Michel se retractaría de estas afirmaciones, las únicas veraces que hizo nunca sobre el asunto de Altaussee.)[310] Mayerhoffer, el ingeniero con quien planeó la «parálisis», confirmó que Pöchmüller era un patriota y un héroe. La investigación policial en la mina no halló indicios de abuso de poder ni de actividad nazi por parte de su director. El arzobispo de Viena intercedió a su favor y su expediente oficial en el gobierno austríaco reconocía que había «realizado una labor inestimable en la salvación de los tesoros artísticos».[311] No obstante, la solicitud de medidas de clemencia (desestimación de los cargos por actividades nazis ilícitas) de Pöchmüller fue rechazada en 1949. La solicitud contó con avales suficientes para llegar al despacho del presidente, pero éste la refutó de forma sumaria. Los grandes beneficiados con las mentiras de Altaussee trabajaron desde la sombra para oponerse a su petición.
Sin dichas medidas de clemencia, Pöchmüller no podría volver a trabajar. Se había afiliado al Partido Nazi en 1932 y en 1934 lo nombraron miembro honorario del Cuerpo de Motoristas Nacionalsocialistas, una rama más bien apolítica de industriales y hombres de negocios. La afiliación al partido le vetaba cualquier oportunidad de empleo en Austria y Alemania. En 1950, los tribunales alemanes resolvieron que los titulares de puestos honorarios como ése quedaban fuera de las listas de ex nazis, permitiendo así la reincorporación de Pöchmüller al mercado laboral. Con todo, el estigma seguía ahí y no le fue posible encontrar trabajo. Sin empleo, vilipendiado y arruinado, su salud fue deteriorándose.
Por fin, una pequeña editorial accedió a publicar su libro, Welt-Kunstschätze in Gefahr (Los tesoros artísticos mundiales en peligro), aparecido a expensas del autor en 1948. Karl Sieber acudió en su ayuda escribiendo que «todos los hechos descritos en este informe son, por lo que yo mismo pude ver, verídicos. Considerando los hechos que no pude ver, pero que corresponden con el testimonio de distintas personas a las que conozco, concluyo que el ingeniero E. Pöchmüller ha puesto el máximo cuidado en escribir un testimonio absolutamente objetivo y veraz».[312] Nadie le escuchó. Del libro se imprimieron pocos ejemplares y a día de hoy resulta muy difícil encontrarlo (aunque no imposible, como al fin hemos descubierto).
Abatido y amargado, Pöchmüller presentó un pleito amparándose en una ley austríaca según la cual quien hubiera salvado obras de arte en beneficio de un tercero podía reclamar el diez por ciento de su valor en concepto de recompensa. Pese a declarar públicamente que no deseaba el dinero, sino la medida de clemencia y el reconocimiento público de su rol en el rescate de las obras, la prensa y algunas partes interesadas —como el doctor Michel— lo tacharon de codicioso y egoísta.
A lo largo de la década de 1950 siguió presentando pleitos en un intento de limpiar su nombre, con resultados más bien limitados. En 1954, se lo declaró «menos culpable», con lo que pudo empezar a buscar trabajo en su antigua profesión. Por fin, en 1955, obtuvo un empleo, pero en Alemania, no en su querida Austria. En 1959 emprendió un último intento para lavar su imagen escribiendo al gobierno austríaco que «quisiera que mi lucha por salvar los tesoros artísticos fuera reconocida de forma oficial, a fin y efecto de que se cumpla mi deseo (por motivos familiares) de poder volver a ocupar un puesto apropiado en Austria. A cambio, estoy dispuesto a renunciar a todo lo demás». Nunca hubo respuesta.
El doctor Emmerich Pöchmüller murió de infarto en 1963, sin que su tarea fuera nunca reconocida y sin ver disipadas las sospechas y censuras que sobre él recaían. Su larga lucha por la justicia terminó venciéndolo.
Mientras, el doctor Hermann Michel tampoco salió del todo bien parado. Aunque recuperó su antiguo puesto de director del Museo de Historia Natural de Viena, pendió siempre sobre él la sombra de la sospecha. En 1945, convenció al ministro de Educación de que había ingresado en el Partido Nazi «para poder realizar con mayor facilidad su trabajo a favor de la Resistencia en el museo».[313] El ministro de Interior no quedó convencido e incluyó su nombre en la lista de ex nazis en 1947.
En 1948, cuando las declaraciones de Pöchmüller salieron a la luz, Michel tuvo que rendir cuentas por escrito de sus actividades en Altaussee. Michel retrasó la redacción de su testimonio hasta 1950, y aun entonces entregó tan sólo un esbozo parcial. Al preguntársele el porqué, alegó haber recibido amenazas de Pöchmüller, quien según él iba detrás del dinero del rescate.
El informe nunca llegó a manos del gobierno y su tupida red de mentiras comenzó a tambalearse. Empezó a atacar a sus compañeros e incluso llegó a demandar a uno de sus conservadores acusándolo de haber robado al museo. El juez declaró inocente al encausado y dijo que «en cuanto al testigo, el doctor Michel, hay algo que debe quedar bien claro. Es evidente que el testigo ha declarado con falsedad. Además, ha intentado influenciar a otro testigo, por lo que resulta culpable de incitación al perjurio».
Michel se acogió a un permiso administrativo en diciembre de 1951 mientras se investigaban las acusaciones. En mayo de 1952 se vio obligado a aceptar la jubilación anticipada. Murió en octubre de 1965. A pesar de su salida poco honorable, el Museo de Historia Natural —en un intento desesperado por sacudirse de encima el sambenito de su pasado nazi— declaró en 1987 que «el doctor Michel, junto con los luchadores por la libertad, evitó la destrucción de los tesoros artísticos [de Altaussee]».[314]
Mientras, en Francia, Jacques Jaujard era saludado como un héroe nacional por su papel en la protección de las colecciones nacionales de manos de los nazis. Lo nombraron comandante de la Legión de Honor, recibió la Medalla de la Resistencia y fue promovido a secretario general de asuntos culturales por el gobierno francés durante el ministerio de André Malraux. Cuando se retiró a la Academia de Bellas Artes en 1955, su predecesor lo elogió como salvador de las artes diciendo que «encara el futuro siguiendo la formidable estela de todas las obras maestras que ha salvado».[315]
A diferencia de muchas otras figuras prominentes del entorno museístico francés, Jaujard nunca escribió acerca de su época como director de los museos nacionales del país durante la segunda guerra mundial ni acerca de su papel en la salvación del patrimonio francés. Prefirió mostrarse discreto, convencido de que tal vez quienes guardaban silencio habían hecho más que quienes exponían sus proezas en público. El único testimonio escrito de que se tiene noticia es una descripción de siete páginas de los servicios prestados por Rose Valland durante la ocupación alemana de París. Si lo escribió a petición de Valland o con el fin de contestar a quienes ponían en duda el heroísmo de ésta, no se sabe. Lo que sí queda claro es que se erigió en valedor suyo.
Jacques Jaujard murió improvisamente de un infarto en 1967. Tenía setenta y dos años. Su amigo, el célebre historiador André Chamson, escribió en su elogio fúnebre:
[Su] momento trascendental llegó con los años de la ocupación, [un] interminable momento de la verdad, en el que todo dependía, sin excepciones ni matices, del valor y la lucidez […]. Luchó como un soldado, con la cabeza fría, con hábil persuasión, al servicio de los deberes que había sumado a las obligaciones propias de su cargo, responsable ya frente a la patria liberada de la República que había de renacer.[316]
En 1974, se publicó en edición limitada un libro donde se exponía la forma de pensar de Jaujard. Uno de sus principios era: «Poco importa si tienes miedo, siempre y cuando consigas ocultarlo». Otro: «Hay luchas que se pierden sin menoscabo del propio honor; no es la lucha lo que le hace perder el honor a uno».[317] Y su amigo Albert Henraux, el líder de la Resistencia francesa, citaba el modesto lema que tantas veces oyeron los empleados de Jaujard en el Louvre: «Mantenir». Conservar.[318]
El conde Franz von Wolff-Metternich, el funcionario de la Kunstschutz que ayudó a Jaujard a desbaratar los planes de los nazis, también fue calificado de héroe por parte de Francia. Terminada la guerra, ayudó a los Aliados occidentales a devolver las obras alemanas. Luego pasó al Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania Occidental, desde donde siguió el rastro de las obras saqueadas. En 1952, Metternich fue nombrado director de la importante Biblioteca Hertziana de Roma, que Hitler había confiscado. Murió en 1978.
Rose Valland, la colaboradora de Jaujard, siguió adelante con su defensa del patrimonio cultural francés mucho después de que James Rorimer hubiera dejado París. El 4 de mayo de 1945, casi un mes después de la incorporación de Rorimer al 7.º Ejército estadounidense, Valland recibió un encargo del 1.er Ejército francés, sobre el cual escribió:
En las carreteras [de Alemania] asistí a desgarradoras procesiones de refugiados que desfilaban frente a mí como los fantasmas de cinco años atrás [cuando la evacuación de París de 1940] […]. Su sufrimiento era el mismo […]. Fue entonces cuando desapareció de mí aquella idea tan clara del enemigo que hasta entonces me había guiado. Aprendí que la victoria sólo puede saborearse de veras cuando se han dejado atrás los horrores de la guerra.[319]
Valland llegó a Neuschwanstein en algún momento entre el 14 y el 16 de mayo de 1945, apenas una semana y media después que Rorimer. Allí, al parecer, terminaba su trayecto, en aquel lugar inaccesible que había adquirido proporciones míticas durante sus años en el Jeu de Paume, pero por el cual había puesto su vida en juego en un sinfín de ocasiones. Llegó hasta la entrada, donde el centinela estadounidense, ignorando quién era, le denegó el acceso. Rorimer había ordenado que no debía pasar nadie, sin excepciones. Y como Rorimer se encontraba ausente, ocupado sin duda en otros asuntos, de nada habría valido discutir. Así fue como Rose Valland se despidió de su mayor conquista.
Podría volver a intentarlo en el futuro. Permaneció varios años en Alemania como oficial de bellas artes adjunta al 1.er Ejército francés. Le encantaba la compañía de los hombres y se conservan varias fotografías suyas en los puntos de recolección de la MFAA con su uniforme de capitana junto al resto de oficiales varones. Normalmente aparece con una sonrisa en la cara y un cigarrillo en la mano.
Lejos de ser la «conservadora tímida y apocada» que nos pinta la historia, Rose Valland fue una mujer que luchó sin descanso por la restitución de las obras de arte. Cuando convenía, sabía cómo pasar desapercibida, pero no temía cuestionar ni los métodos ni las acciones de nadie en cualquier momento; prueba de ello es que Bruno Lohse la amenazó diciendo que «cualquier indiscreción podría costarle un balazo».[320] Al regresar de Alemania en 1951, Valland siguió con la búsqueda de obras de arte francesas expoliadas. Su éxito en ésta y en otras empresas demuestra que no era ninguna mosquita muerta, sino una mujer audaz, decidida, valerosa e inteligente a la que espoleaba la pasión por cumplir el destino que Jaujard le había reservado en 1940.
Todos estos esfuerzos le valieron a Rose Valland la Legión de Honor y la Medalla de la Resistencia. Fue nombrada comandante de la Orden de las Artes y la Letras, convirtiéndose así en una de las mujeres más condecoradas de Francia. También recibió la Medalla de la Libertad de los Estados Unidos en 1948 y la Cruz de Oficial de la Orden del Mérito de la República Federal de Alemania. En 1953, tras veinte años al servicio de la cultura francesa, ascendió por fin al cargo de «conservadora». Su libro de 1961, Le front de l’art, fue adaptado al cine en 1965 con la película El tren, protagonizada por Burt Lancaster. La película es el relato ficticio del rescate del tren del arte; tanto el Jeu de Paume como el personaje de «mademoiselle Villard», supuesto trasunto de Rose Valland, apenas aparecen.
A pesar de sus medallas y condecoraciones, las hazañas de Rose Valland nunca fueron ampliamente conocidas ni admiradas en Francia. Esto puede deberse en parte a sus orígenes: fue una mujer de medios modestos, procedía de una pequeña ciudad de provincias y se dedicó a un campo dominado por varones aristocráticos. El hecho de que, en palabras de Jaujard, «la señorita Valland, con el fin de salvar miles de obras de arte de la guerra y recuperarlas después, asumió el riesgo de ceder su información directamente a un estadounidense»,[321] fue interpretado por algunos sectores de Francia como un grave error de protocolo lindante con la traición a la patria. Además, su infatigable búsqueda de información acerca de los nazis y las restituciones de arte robado incomodó a muchos de sus contemporáneos. Durante cierto período, fueron muchos quienes prefirieron olvidar las penosas vivencias de la guerra; Valland decidió no olvidar. Es posible que, pese al apoyo de Jaujard, el destino le tuviera reservada una posición secundaria.
Rose Valland pasó las últimas dos décadas de su vida con relativa calma y murió el 18 de septiembre de 1980. Tras una ceremonia en los Inválidos, fue enterrada en una modesta tumba en su población natal, Saint-Étienne-de-Saint-Geoirs. Magdeleine Hours, compañera suya en el Louvre, afirmaría más tarde:
No siempre gozó de la comprensión de sus colegas; desató envidias y pasiones, y fuimos pocos quienes la admiramos. El día de su funeral en los Inválidos, el director de la administración de los museos de Francia, el conservador jefe del departamento de dibujo y yo misma, junto con unos cuantos guardas del museo, fuimos casi los únicos que acudimos a presentarle nuestros respetos, tal como se merecía. Esta mujer, que arriesgó su vida en tantas ocasiones y con tanta persistencia, que honró al cuerpo de conservadores y salvó las propiedades de tantos coleccionistas, recibió de muchos un trato indiferente, cuando no hostil.[322]
El 27 de abril de 2005, pasados cincuenta años de la finalización de la guerra, se colocó por fin una placa en la pared sur del Jeu de Paume para conmemorar los extraordinarios servicios de Rose Valland y su compromiso «por salvar una parte de la belleza del mundo».[323]
Si bien la historia y el pueblo de Francia nunca acabaron de entender ni de reconocer el heroísmo de Valland, no ocurrió lo mismo con los hombres de Monumentos. En los años siguientes no se cansarían de describir a Rose Valland como una gran heroína durante la guerra y una de las personas indispensables en la operación de preservación de monumentos. Es posible que sin ella, la MFAA no hubiera encontrado nunca los miles de obras de arte robadas en Francia ni los importantísimos archivos del ERR.
Como Valland, los miembros de la sección de Monumentos siguieron ocupándose de preservar las obras de arte aun después del fin de las hostilidades, aunque por lo general sirvieron por períodos más bien breves.
El 21 de agosto de 1945, el retablo de Gante salió del Punto de Recolección de Múnich con destino a Bélgica. Era la obra de arte de mayor valor robada por los alemanes y fue, por lo tanto, la primera en devolverse. Se fletó un avión especial y se colocaron los doce paneles del retablo en el compartimento de pasajeros. Sólo quedaba espacio para un pasajero más: Robert Posey.
A las dos de la madrugada del 22 de agosto, el avión tocó tierra en un aeródromo militar de Bélgica. Debía haber aterrizado horas antes en el aeropuerto de Bruselas, pero una fuerte tormenta obligó a hacer un cambio de planes. El aeródromo estaba desierto, ni rastro de la gran recepción planificada por el gobierno belga. Posey telefoneó a un oficial estadounidense que hizo salir por la fuerza de los bares a una veintena de soldados. Se procedió a descargar los paneles bajo un fuerte aguacero y a las tres y media de la madrugada llegaban al Palacio Real de Bruselas. Horas después, Posey abandonaba el lugar con un resguardo de entrega. Al llegar de nuevo al cuartel del 3.er Ejército tras una breve estancia en París, el oficial de mando le entregó su recompensa: la Orden de Leopoldo, uno de los máximos honores de Bélgica. El gobierno belga tenía previsto entregársela durante la ceremonia de bienvenida, pero no hubo ocasión. Más tarde, recibiría también la Legión de Honor de Francia.
Fue la última gran hazaña militar de Posey; con el tiempo terminaría aborreciendo las labores de posguerra y tendría algún que otro encontronazo con los nuevos hombres de Monumentos. A principios de mayo, antes del fin de las hostilidades, se burlaba de quienes abandonaban la zona de combate diciendo que «no son merecedores de nuestra consideración. Estando en Inglaterra, no son más que civiles de uniforme». En cuanto Alemania se convirtió en un país «civil», se quedó desorientado. Estaba de acuerdo con la rígida disciplina de su jefe, el general Patton, que insistía en que los hombres del 3.er Ejército, incluida la sección de Monumentos, desayunaran a primera hora de la mañana, como antes de la capitulación. Los nuevos hombres de Monumentos, sin embargo, querían dormir hasta tarde. Es más, incluso contrataron a una exuberante secretaria alemana sabiendo que estaba prohibido dar empleo a ciudadanos alemanes (incluidas las rubias de generoso busto); Posey la despidió.
Posey dejó Europa en septiembre de 1945, un mes después de la devolución del retablo de Gante y tres meses antes de que su ídolo y mentor, el general George Patton Jr., falleciera a causa de las heridas sufridas en un accidente automovilístico cerca de Mannheim, en diciembre. En 1946, Posey retomó su trabajo de arquitecto y empezó a labrarse una carrera en la importante firma Skidmore, Owings & Merrill. Siendo ya socio, participó en proyectos tan notables como el edificio de Union Carbide y la Lever House de Nueva York, o la torre Sears de Chicago. Se jubiló en 1974 y murió en 1977.
Su compañero Lincoln Kirstein, que ya casi daba por hecho que no se iría «antes de que empiecen a pagarme la jubilación»,[324] regresó a Estados Unidos en septiembre de 1945 gracias a un permiso por causa de fuerza mayor al diagnosticársele un cáncer a su madre. En 1946, él y su socio, el coreógrafo George Balanchine, formaron una compañía de danza, la Sociedad de Ballet (que cambió su nombre a Ballet de la Ciudad de Nueva York en 1948), una de las compañías de danza más influyentes del siglo XX. Kirstein ejerció de director general hasta 1989. Los poemas que compuso durante su estancia en el ejército se publicaron en 1964 con el título de Rhymes of a PFC (Versos de un soldado de primera). Aparte de esto, rara vez se manifestó acerca de su presencia en Europa, si bien mantuvo correspondencia con Posey durante varios años y hasta barajaron la idea de escribir un libro a cuatro manos. Incluso intentó convencer a George Stout para escribir juntos un libro acerca de la sección de Monumentos, aduciendo que «no es un álbum de fotos, sino una historia».[325] Lejos de vanagloriarse de su papel durante la guerra, a menudo Kirstein se sentía culpable por no haber vivido el peligro más de cerca. Era de esas personas a las que les cuesta sentirse satisfechas aun a pesar de los considerables triunfos obtenidos.
Al final de su vida, a Lincoln Kirstein se lo consideraba una de las figuras más sobresalientes de su generación dentro del mundo cultural y tal vez el mecenas artístico más destacado. «Fue uno de esos raros portentos que alcanzan a tocar todo el abanico de la vida artística de su tiempo —escribió el crítico Clement Crisp—. Ballet, cine, literatura, teatro, pintura, escultura, fotografía, todo fue objeto de su atención.»[326] En 1984, Ronald Reagan le hizo entrega de la Medalla Presidencial de la Libertad. Además, recibió también la Medalla Nacional de las Artes (1985) y, junto con Balanchine, la Medalla de Oro Nacional al Mérito de la Sociedad Nacional de las Artes y las Letras. Lincoln Kirstein murió en 1996 a la edad de ochenta y ocho años.
Walker Hancock abandonó Europa a finales de 1945, tras el establecimiento del Punto de Recolección de Marburgo. Volvió a Estados Unidos y construyó la casa que durante tantos meses había soñado; él y su esposa Saima vivieron y trabajaron en Gloucester, Massachusetts, el resto de sus vidas. Se reincorporó a la enseñanza en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania y permaneció allí hasta 1967. Siguió siendo un escultor de éxito, y entre sus obras se cuentan piezas monumentales como el famoso relieve de los generales confederados en la montaña de Piedra, en las afueras de Atlanta, Georgia. Tal vez su obra más imperecedera sea el Memorial de la Guerra de Pensilvania, situado en la estación de ferrocarril de la calle 30 de Filadelfia. Terminada en 1952, la obra es un homenaje a los mil trescientos empleados de ferrocarril que perdieron la vida en la segunda guerra mundial y en él se ve a un soldado en brazos de san Miguel, el arcángel de la resurrección. Una de sus últimas piezas fue el busto oficial del presidente George H. W. Bush.
Hancock recibió la Medalla Nacional de las Artes (concedida por el primer presidente Bush) en 1989 y la Medalla Presidencial de la Libertad en 1990. Su querida Saima falleció en 1984; Walker Hancock la sobrevivió catorce años, hasta que en 1998 murió a la edad de noventa y siete años, estimado hasta el final por cuantos tuvieron ocasión de conocerlo. Su carácter optimista lo acompañó hasta el último instante; en 1997, con noventa y seis años, escribía: «Aunque he vivido una vida excepcionalmente feliz y en todo momento me ha acompañado la buena estrella, tengo, como es natural, mi lista de recuerdos dolorosos, algunos de ellos trágicos de veras. No obstante, me he atenido al precepto —con la vejez, quizá, la necesidad— de pensar lo menos posible en tales cuestiones».[327]
James Rorimer se quedó en Europa hasta principios de 1946 con el cargo de jefe de la MFAA del 7.º Ejército/Distrito Militar Occidental. Luego volvió al Museo Metropolitano de Nueva York para ocupar, en 1949, el puesto de director de los Claustros, la sede de las colecciones de arte medieval del Met que él mismo, de joven, había contribuido a crear. En las cartas a su familia había dejado entrever que estaba interesado en escribir un libro; tras varios inicios infructuosos, Survival (Supervivencia), recuerdo de sus vivencias en la MFAA, se publicó en 1950. Por entonces el país estaba inundado de memorias de la guerra y el libro no acabó de calar entre el público. Fue uno de los pocos desencantos de una vida por lo demás llena de satisfacciones. En 1955, James Rorimer, tenaz y trabajador como de costumbre, sucedió a Francis Henry Taylor, miembro de la Comisión Roberts, en uno de los máximos escalafones del entorno museístico estadounidense: la dirección del Museo Metropolitano de Arte.
En muchos aspectos, James Rorimer estuvo siempre en el lugar adecuado en el momento adecuado, lo cual tampoco debe atribuirse por entero al azar, pues hombres de la energía, ambición e inteligencia de James Rorimer casi siempre terminan encontrando su lugar en el mundo. Entre finales de la década de los cuarenta y principios de la de los cincuenta, Estados Unidos dejó de ser un páramo cultural para convertirse en el escenario principal del mundo de la cultura y las artes. La segunda guerra mundial sirvió para que millones de jóvenes hombres y mujeres de Estados Unidos descubrieran el arte y la arquitectura de Europa y Asia y, prácticamente de la noche a la mañana, surgió un interés y una estima por las artes que, en condiciones normales, habría requerido una gestación de varias generaciones. La «nueva» nación gozaba por vez primera —y de forma repentina— de un gran público dispuesto a conocer, descubrir, asombrarse y disfrutar con la pintura, la música y la escultura. Los propios miembros de la sección de Monumentos, iluminados por sus experiencias al otro lado del océano, fueron de los primeros en brindarles esa oportunidad a sus compatriotas. Valiéndose de la perspicacia y las habilidades diplomáticas que de tanto le habían servido en la guerra, James Rorimer aprovechó el clima de efervescencia del país para aumentar la proyección del Met como uno de los mejores museos del mundo, convertir la Biblioteca Watson en una de las mayores bibliotecas de arte del país y adquirir algunas de las obras más famosas de la colección del museo, como el Aristóteles contemplando el busto de Homero de Rembrandt y la Anunciación (conocida también como el retablo de Mérode) del antiguo maestro neerlandés Robert Campin. Durante su mandato, el Met experimentó un enorme incremento en el número de visitantes, que aumentaron de dos a seis millones anuales.
Orgulloso de su paso por la MFAA, Rorimer se calzaba sus botas de combate casi todos los días, hasta para ir a trabajar e incluso cuando vestía de traje o esmoquin. En 1966, su inesperada muerte, de infarto durante el sueño, fue una terrible pérdida tanto para la memoria de la sección de Monumentos como para el mundo del arte. Tenía tan sólo sesenta años.
Sus funerales se celebraron en los Claustros; era la primera vez que un servicio de esa clase tenía lugar en el museo. Acudieron más de mil de sus muchos amigos y admiradores, pues la fama de James Rorimer daba la vuelta al mundo. «Hizo historia —dijo de él su compañero en la sección de Monumentos Sherman Lee—, cultivó las virtudes de la paciencia y la mesura. Dotado del don de la calidad y la erudición, conoció y sopesó el valor del legado humano y decidió, en medio de continuos cambios, preservar y difundir dicho legado para que quien quisiera pudiera acceder a él.»[328]
Pero tal vez sean las palabras del propio Rorimer las más indicadas para resumir su vida. Preguntado por la fórmula de su éxito respondió: «Un buen comienzo, voluntad —incluso vocación— para trabajar más de lo estrictamente necesario y saber ver las oportunidades antes de que se presenten. En otras palabras, lo importante es encontrar el camino y recorrerlo».[329] Se diría que estaba describiendo la MFAA y el papel que tuvo en ella.
En verano de 1946, sólo dos de los miembros originales de la sección de Monumentos seguían en el continente: los dos que allí habían dejado la vida.
Walter Huchthausen, muerto en Alemania occidental, fue enterrado en el cementerio militar estadounidense de Margraten, en Holanda. En octubre de 1945, la Universidad de Harvard recibió una carta de Frieda Van Schaïk, que había trabado amistad con Hutch durante la estancia de éste en Maastricht con el 9.º Ejército estadounidense y se ocupaba de su tumba:
Después de nuestro primer encuentro, nos visitó en repetidas ocasiones y terminamos siendo buenos amigos […], la noticia de su repentina muerte nos provocó una honda pena […]. Sería mi deseo ponerme en contacto con su familia. Está enterrado en el gran cementerio militar estadounidense de Margraten, en Holanda (a nueve kilómetros y medio de donde vivo), y durante este tiempo he estado cuidando de su tumba […]. Les estaría muy agradecida si me hicieran llegar la dirección de la madre de Walter Huchthausen, si la conocen.[330]
Uno de sus superiores en el SHAEF escribió a su madre diciendo que, «cuando lo visité en Maastricht el pasado mes de febrero estaba muy contento de su trabajo y muy orgulloso de lo que estaba haciendo. Pueden estar —como los estamos nosotros— orgullosos de él. Ha sido una gran pérdida».[331] No le faltaba razón a Walker Hancock cuando dijo que «las pocas personas que lo vieron en acción —tanto amigos como enemigos— deben de tener un mejor concepto de la raza humana».[332]
Ronald Balfour fue enterrado en el cementerio británico de las afueras de Cléveris, Alemania. En 1954, se colocó en el restaurado edificio de los archivos municipales una fotografía suya junto a una placa en la que se lee: «El mayor Ronald E. Balfour, profesor del King’s College de la Universidad de Cambridge, murió en acto de servicio en marzo de 1945 junto al monasterio de Spyck. En su calidad de oficial de Monumentos británico, salvó valiosos archivos y objetos medievales de las ciudades del Bajo Rin. Honor a su memoria».[333] Cuando la madre de Balfour visitó Cléveris al año siguiente, en el décimo aniversario de su muerte, el equipo de gobierno de la ciudad le aseguró que tenían «en muy alta estima la memoria de un hombre de su calidad»[334] y le prometieron «hacer lo posible por tener en todo momento especial cuidado de su tumba».[335] Un gesto que, no obstante, no podía compensar la muerte de su hijo.
El último miembro de la sección de Monumentos original en abandonar el servicio activo fue, como no podía ser de otra manera, George Stout. Partió de Europa para Estados Unidos a finales de julio de 1945, pero con un permiso de sólo dos meses. Había solicitado el traslado al teatro de operaciones del Pacífico. Llegó a Japón en octubre de 1945, donde fue jefe de la División de Arte y Monumentos del Cuartel General Supremo de las Fuerzas Aliadas en Tokio. Abandonó Japón a mediados de 1946. En reconocimiento a sus años de servicio, Stout recibió la Estrella de Bronce y la Medalla de Encomio del Ejército.
Tras su paso por Japón, Stout volvió por un breve período al Museo Fogg de Harvard. En 1947 lo nombraron director del Museo de Arte de Worcester, en Massachusetts, donde estuvo hasta convertirse en director del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston. El Museo Gardner, con su colección permanente, se reveló el lugar ideal para George Stout.
Al jubilarse en 1970, Stout estaba considerado uno de los pesos pesados en el ámbito de la conservación artística. En 1977 publicó un artículo sobre sus inicios en el Fogg —promocionado entonces como «el primer departamento de conservación artística de Estados Unidos»—. En 1978, junto con su amigo el químico John Gettens, fue saludado por las revistas del sector como uno de los «dos imprescindibles padres fundadores del Fogg» que habían marcado el comienzo de la era moderna de la conservación.[336] Según otra revista, su gran aportación fue la unión de las nuevas tecnologías con «la sensibilidad estética de la restauración artística tradicional y la erudición académica».[337] Fue, en otras palabras, un modernizador que nunca olvidó la importancia de los individuos tras las máquinas.
Su participación en la segunda guerra mundial, en cambio, no fue muy publicitada. En gran parte porque el propio Stout apenas hablaba de ello. Cuando el Smithsonian lo entrevistó a principios de 1978 para la colección de los Archivos de Arte Norteamericano, Stout, modesto como siempre, se limitó a decirle al entrevistador que lo reclutaron para la sección de Monumentos y que cumplió con su misión como cualquier otro soldado. Ni siquiera mencionó el hecho de que la estructura y hasta la existencia misma del grupo de Monumentos se debían en gran parte a él. A su muerte en Menlo Park, California, en julio de 1978, la necrológica mencionó tan sólo que «gozó de fama internacional como autor experto en restauración artística» y que durante la segunda guerra mundial había desarrollado técnicas de camuflaje para pasar «más tarde al grupo del general Dwight D. Eisenhower como miembro del personal de Monumentos, Bellas Artes y Archivos».[338]
Quienes lo conocieron, sin embargo, sabían muy bien cuál era el alcance de su contribución a la MFAA y la preservación de la cultura europea. El ejército, en su informe oficial, consignaba que «debido a la urgencia de la misión, pasó en solitario la mayor parte de su tiempo de servicio, sin mostrar objeción alguna ante la falta de medios y de comodidades personales […], sus relaciones con las muchas unidades tácticas con las que colaboró se caracterizaron por su tacto y su gran capacidad de trabajo en equipo».[339] Vale la pena traer a colación aquí las palabras del oficial de Monumentos Craig Hugh Smyth, que trabajó con Stout hacia el final de su etapa europea: «Stout era un líder: templado, generoso, modesto, y a la vez, fuerte, reflexivo y sorprendentemente innovador. Tanto al hablar como al escribir, era hombre de pocas pero precisas y vívidas palabras. Cosa que decía, cosa que creíamos; cosa que proponía, cosa que hacíamos sin dudar».
Ninguno de estos testimonios, no obstante, da plena razón del valor de Stout ni del aprecio y la estima que por él sentían sus compañeros de la sección de Monumentos. Sus cartas y recuerdos abundan en alabanzas del carácter incansable, eficaz y amistoso de su superior, aunque tal vez las palabras de Kirstein sean las más valiosas por ser también las menos retóricas: «[George Stout] fue el mayor héroe bélico de todos los tiempos; él fue quien salvó las obras de arte de las que los demás tan sólo hablaban».[340]
De todos modos, no debe sorprendernos que la contribución de George Stout a la MFAA nunca fuera plenamente reconocida, pues, durante las décadas que siguieron a la guerra, tanto la MFAA como su labor quedaron ocultas tras las brumas de la historia. En parte debido a las circunstancias. Los hombres de Monumentos eran hijos de la «Gran Generación» y tendían a restar importancia a su papel en la guerra. Además, como no formaban una unidad específica, no hubo una historia oficial. Algunos de ellos trabaron y mantuvieron fuertes lazos, pero la mayoría o no llegaron a conocerse o no tuvieron tiempo de ahondar en su relación. Tampoco tuvieron ningún líder individual que se erigiera en figura emblemática, y mucho menos que diera cuenta de sus hazañas.
Quizá por eso el ejército poco menos que dejó caer en el olvido la operación de rescate de monumentos. En 1957, Robert Posey se presentó voluntario para servir como oficial de Monumentos en la guerra de Corea. Lógicamente, como tenía cincuenta y tres años y ya no estaba en la reserva, el ejército rechazó su solicitud. Pero lo importante aquí es que, aunque lo hubieran aceptado, no habría habido sitio para él, pues no se creó ninguna unidad equivalente a la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos durante la guerra de Corea, ni, de hecho, se ha vuelto a crear ninguna desde entonces.
La labor de la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos quedó inmortalizada en las palabras de la oficial de Monumentos Edith Standen, quien declaró que «no basta con ser virtuoso, es necesario parecerlo».[341] Standen comprendió, como el presidente Roosevelt y el general Eisenhower antes que ella, que las primeras impresiones son las que dejan más huella. Que el mundo ignore el legado de los hombres de Monumentos tiene efectos catastróficos. Un ejemplo: hace años hablé con uno de los principales oficiales encargados de seguir el rastro de algunas de las quince mil obras de arte saqueadas del Museo Nacional de Irak en Bagdad durante y después de la invasión liderada por Estados Unidos en 2003. Admitió que nunca había oído hablar de ellos.
Oficiales y soldados de Asuntos Civiles, unidos a expertos civiles, entre ellos el coronel Matthew Bogdanos (retirado), el mayor Corine Wegener (retirado) y el profesor John Russell, han trabajado con denuedo por reparar los daños sufridos en este extraordinario museo y a día de hoy han logrado encontrar y devolver más o menos la mitad de los objetos desaparecidos. Además, imparten seminarios de formación a las tropas de la sección de Asuntos Civiles. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, la primera impresión de la gestión por parte de Estados Unidos del saqueo del Museo Nacional de Irak será la que perdurará en el imaginario colectivo.
Más grave sea tal vez que incluso la comunidad artística haya vivido durante décadas de espaldas a los logros de ese extraordinario grupo de hombres y mujeres. Concluida la guerra, los hombres de Monumentos volvieron a sus respectivos países y pasaron a ocupar puestos de relevancia en importantes instituciones culturales. Sólo en Estados Unidos, tenemos el Museo Metropolitano de Arte, el MoMA, la Galería Nacional de Arte, el Museo de Arte de Toledo, el Museo de Arte de Cleveland, la Colección Frick, el Museo Fogg de Arte, el Museo de Brooklyn, el Museo de Arte Nelson-Atkins, el Museo Isabella Stewart Gardner, el Museo de la Legión de Honor de San Francisco, la Galería de Arte Universitaria de Yale, el Museo de Arte de Worcester, el Museo de Arte de Baltimore, el Museo de Arte de Filadelfia, el Museo de Arte de Dallas, el Museo Amon Carter y la Biblioteca del Congreso, entre otros. Los hombres de Monumentos y sus asesores fueron esenciales para la creación de dos de los organismos culturales más potentes del país: la Fundación Nacional para las Humanidades y la Fundación Nacional para las Artes. Es más, si se consulta la nómina de cualquiera de las grandes instituciones culturales norteamericanas entre los años cincuenta y sesenta, es casi seguro que aparecerá el nombre de algún antiguo miembro de la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos del ejército estadounidense. Lo extraño es que muy poca gente en estas organizaciones sepa que sus antiguos directores o conservadores ayudaron a preservar el legado cultural del planeta durante y después de la segunda guerra mundial.
Los hombres de Monumentos y sus increíbles logros quedaron por lo general relegados a un segundo plano incluso al reanudarse la búsqueda y repatriación de obras de arte robadas por los nazis en los años noventa. Algunos de ellos acudieron a reuniones, pero sólo cuando interesaba conocer sus experiencias. Parafraseando a una de las figuras destacadas de ese movimiento de restitución, podría decirse que ni siquiera la gente más cualificada presente en aquellas reuniones supo ver que el verdadero tesoro no eran los cientos de miles de millones de dólares en obras desaparecidas, sino los trescientos cincuenta veteranos de la MFAA. Aún hoy, las noticias acerca de la recuperación o devolución de obras de arte se centran casi exclusivamente en el valor monetario de las obras y se limitan a observar que fueron «devueltas por las Fuerzas Aliadas al término de la guerra», cuando, en verdad, fueron los hombres de Monumentos quienes hicieron posibles esas restituciones.
No fue hasta 2007 cuando la MFAA empezó a recibir parte del reconocimiento que se merece. El 6 de junio de 2007, en el sexagésimo aniversario de los desembarcos del Día D en Normandía, las dos cámaras del Congreso de Estados Unidos reconocieron por primera vez de forma oficial la contribución de los hombres y mujeres de trece países que integraron la sección de Monumentos. Dichas resoluciones, apoyadas tanto por los liberales como por los conservadores de los Representantes y el Senado, se aprobaron por unanimidad.
Poco después, los hombres de Monumentos y su principal grupo de representación, la Fundación Hombres de Monumentos para la Preservación del Arte, obtuvieron la Medalla Nacional de Humanidades de 2007, considerada el equivalente estadounidense a un título de nobleza. Cuatro de los doce hombres de Monumentos todavía vivos viajaron a Washington para asistir a la ceremonia, entre ellos Harry Ettlinger, enérgico a pesar de sus ochenta y un años. Harry, recién salido del instituto en el momento de su incorporación a filas, era veinte años más joven que la mayoría de miembros de la sección de la MFAA desplegados en la zona de guerra.
A diferencia de la mayoría de sus compañeros, Harry Ettlinger no hizo carrera en el campo del arte tras la guerra. Se licenció en agosto de 1946 y, al volver a Nueva Jersey, empezó estudios universitarios con una beca del ejército. Obtuvo un título en ingeniería mecánica y trabajó como supervisor en la fábrica de motores de máquinas de coser Singer. A mediados de 1950 se pasó a la industria de defensa, trabajó en indicadores de vuelo, sistemas portátiles de radar, sonares, y terminó su carrera como subdirector del programa de desarrollo y producción de sistemas de guía de misiles Trident para submarinos.
Asimismo, participó activamente en grupos de veteranos y de defensa de la causa judía. De hecho, fue a través de sus compañeros del grupo de Veteranos de Guerra Judíos como Harry tuvo conocimiento de Raoul Wallenberg, un rico diplomático suizo de confesión luterana. En 1944, Wallenberg promovió la salvación de cien mil judíos húngaros. En enero de 1945, los soviéticos lo detuvieron junto a su chófer y nunca más se supo de ellos. Tras jubilarse en 1992, Harry codirigió un comité de recaudación de fondos para erigir una escultura en honor de Wallenberg y ayudó a fundar la Fundación Wallenberg de Nueva Jersey, cuyo objetivo es ayudar a estudiantes que, por su valía, puedan contribuir a crear un mundo mejor y menos despiadado. Fue entonces cuando Harry descubrió nuevos datos acerca de las minas de Heilbronn y Kochendorf.
Supo que los niveles inferiores de la mina habían servido como fábricas. En sus cámaras de suelo de hormigón, de dieciocho metros de ancho por doce de alto, había líneas eléctricas para dar suministro a la maquinaria. En la mina de Kochendorf se utilizaron en secreto una o más cámaras para la producción en masa de uno de los más importantes inventos de los nazis: el motor a reacción. Si los nazis hubieran podido poner en funcionamiento la fábrica de Heilbronn —por lo visto faltaban pocas semanas cuando llegaron los estadounidenses—, tal vez la guerra habría seguido un curso distinto. Quizá por eso la Wehrmacht defendió con tanto tesón las montañas de Heilbronn.
En 2001, Harry supo de lo ocurrido en la mina Kochendorf gracias a dos de los pocos supervivientes de aquel terrible período. La mano de obra de la mina, encargada de la ampliación de las cámaras subterráneas, corría a cargo de mil quinientos judíos húngaros procedentes de Auschwitz. En septiembre de 1944, Heilbronn quedó reducida a polvo por las bombas británicas, dejando inutilizada la planta energética y sumiendo a la región en la oscuridad y el silencio. Al alejarse el rugido de los aviones, un misterioso cántico se elevó en el corazón de la mina. Al principio, resultaba apenas audible. Luego se repitió más fuerte, y una tercera vez más fuerte aún, claramente perceptible ya desde la superficie. Era el Yom Kipur, el día de la Expiación, y los judíos húngaros entonaban la oración del Kol Nidre. Para casi todos ellos sería la última vez. En marzo de 1945, menos de un mes antes de la llegada de los estadounidenses, el contingente de trabajadores esclavos fue trasladado a Dachau. La mayoría murieron de frío a lo largo de los cinco días de viaje. Al resto los enviaron directamente a las cámaras de gas.
En la actualidad, Harry Ettlinger vive en un bloque de pisos en la zona noroeste de Nueva Jersey. Sigue participando en las actividades de la Fundación Wallenberg, en grupos de veteranos de ámbito local, estatal y nacional, y en iniciativas relacionados con el Holocausto y la comunidad judía. La preciada colección de arte de su abuelo se encuentra repartida entre sus descendientes, pero Harry sigue en posesión de buena parte de ella. Según admite, muchas de las piezas están guardadas en un armario. El grabado del Rembrandt está colgado en un lugar discreto, aunque cuando las circunstancias lo requieren lo traslada a un lugar de honor encima del sofá.
El único recuerdo visible de los años de guerra de Harry es una pequeña fotografía colocada sobre una mesa de apoyo. Tomada en Heilbronn a principios de 1946, en ella se ve al oficial de Monumentos Dale Ford y al (recién ascendido) sargento Harry Ettlinger observando el autorretrato de Rembrandt. El cuadro está de pie sobre una vagoneta de la mina, con las paredes de piedra y los raíles perfectamente visibles. En 1946, el ejército utilizó la fotografía con fines promocionales y repartió reproducciones por todo el mundo. El pie de foto dice tan sólo: «Soldados estadounidenses con un Rembrandt». Por lo visto, a nadie le interesó que el cuadro fuera el Rembrandt del museo de Karlsruhe, ni que el soldado de diecinueve años que aparece a su lado fuera un judío alemán que se había criado a tres calles de dicho museo y que, por puro azar, descendió doscientos diez metros hasta el fondo de una mina para contemplar, por primera vez, aquel cuadro del que siempre había oído hablar pero que jamás se le había permitido admirar.