CAPÍTULO 53

EL VIAJE DE VUELTA

Heilbronn, Alemania

Septiembre-noviembre de 1945

El cese efectivo de las hostilidades no supuso el fin de la actividad de la sección de Monumentos. Ni mucho menos. Como había quedado demostrado en Altaussee, el hallazgo de los tesoros saqueados por los nazis era sólo el primer paso de un largo proceso. Había que inspeccionar y catalogar los tesoros para poder embalarlos y sacarlos de las minas, castillos, monasterios o simples zulos donde estaban almacenados. En casi todos los depósitos había archivos, que a su vez había que trasladar para que los investigadores pudieran determinar la procedencia de las obras e identificar a sus dueños legítimos. Inevitablemente, los archivos conducían al descubrimiento de nuevos depósitos, lo mismo que las entrevistas con los nazis detenidos en el fracasado Estado germano-austríaco. Casi a diario, las unidades del ejército localizaban formidables tesoros escondidos en sótanos, vagones de tren, almacenes de alimentos y barriles de combustible.

El 4 de junio, a apenas un mes del fin de las hostilidades, habían aparecido 175 depósitos sólo en el territorio del 7.º Ejército estadounidense. La MFAA enviaba oficiales y soldados tan pronto como podía —la inmensa mayoría de los trescientos cincuenta hombres y mujeres que sirvieron en la fuerza multinacional de la MFAA se incorporaron una vez terminados los combates—, pero aun así sólo había podido vaciarse una pequeña parte de todas las minas y castillos. Cada obra recuperada debía llevarse a alguna parte. Por suerte, el diligente y perspicaz James Rorimer había conseguido adjudicarse los edificios más buscados de Múnich: el complejo donde se ubicaba la antigua sede del Partido Nazi. Las obras de arte y otros objetos de interés cultural robados empezaron a llegar a los edificios, conocidos ahora como Punto de Recolección de Múnich, procedentes de Austria y todo el sur de Alemania. En julio, ya casi no quedaba espacio útil, por lo que Rorimer tuvo que conseguir otro edificio de igual capacidad en Wiesbaden. Semanas después, se requisó un edificio de la Universidad de Marburgo para albergar la colección de archivos. Walker Hancock, el entusiasta oficial de Monumentos del 1.er Ejército, fue nombrado responsable.

Entretanto, James Rorimer estuvo cambiando de destino constantemente. Con él, en calidad de traductor, iba Harry Ettlinger, el soldado estadounidense de origen judeoalemán que se había personado en su despacho un día antes de la capitulación de Alemania. De un día para otro, Harry salió de la rutina y el aburrimiento y se vio inmerso en un torbellino de actividad.

A mediados de mayo, Rorimer se lo llevó a una cárcel de Múnich para interrogar durante cuatro horas a un ciudadano alemán. Rorimer llevaba días preparando el terreno: había intentado ganarse la complicidad del interrogado a base de cigarrillos y supuestas deferencias. Finalmente, el nazi había bajado la guardia, y Rorimer necesitaba a Harry para recabar información detallada acerca de su colección artística. El hombre en cuestión era Heinrich Hoffmann, amigo íntimo de Adolf Hitler y su fotógrafo personal. ¿Cómo debió de sentirse un judío alemán perseguido al verse delante de alguien que había compartido mesa con el Führer de forma asidua y que durante más de veinte años había sido su seguidor y confidente? Hoffmann, como es natural, alegó que era inocente. Dijo que había sacado fotografías propagandísticas de Hitler sólo porque cobraba derechos cada vez que se imprimían, incluso cuando aparecían en los sellos alemanes. También dijo que había comprado obras de arte de dudosa procedencia de manos de «reputados» marchantes con el único objetivo de sacar reproducciones fotográficas. Tal vez se hubiera enriquecido con el nazismo, pero nunca había sido un… partidario convencido, tan sólo alguien que había aprovechado una oportunidad económica. ¿Acaso no era ésa la filosofía norteamericana?

Poco después, Harry acompañó a Rorimer a Berchtesgaden. Mientras Rorimer se ocupaba de las obras de arte del pueblo —el Reichsmarschall no era el único jerarca alemán que había escondido su botín cerca del antiguo baluarte nazi—, Harry subió al Berghof, el chalé que Hitler tenía en lo alto de la montaña. Se quedó solo en el salón del Führer y miró por la enorme ventana (sin cristal desde hacía tiempo) desde la que tantas veces Adolf Hitler había contemplado su imperio. ¿Qué debía de sentir un judío alemán cuyos amigos y parientes habían fallecido en el Holocausto al encontrarse entre los conquistadores en el salón del dictador sometido? Una sensación agradable. Las tropas habían limpiado ya la casa, pero aun así Harry logró hacerse con unas cuantas charreteras y unas hojas de papel con el membrete de un importante general de las SS. Lanzó una mirada sobre Alemania, libre por fin, y a su cabeza acudieron cuatro palabras: «Qué sensación tan agradable».

Hacia finales de mayo, el capitán Rorimer se llevó al soldado Ettlinger a Neuschwanstein. ¡Neuschwanstein! Harry Ettlinger lo vio alzarse sobre el valle alpino igual que James Rorimer semanas antes, con sus torres irguiéndose hacia un cielo inconmensurable. Sólo Altaussee podía rivalizar con el castillo en situación y en la calidad de las obras robadas, pero perdía en el terreno histórico. Como muchos niños alemanes, Ettlinger había crecido oyendo historias sobre el castillo y sus incalculables riquezas; franquear sus puertas era como entrar en uno de los cuentos de hadas de su infancia. Aquélla era la Alemania de las leyendas, la de la famosa sala del trono dorada, pero también la Alemania del presente, la de interminables estancias llenas de obras de arte robadas. En la entrada, Ettlinger había visto cómo Rorimer negaba la entrada a un general de dos estrellas británico. Rorimer fue categórico: no se permitía la entrada a nadie. Y sin embargo ahí estaba Harry Ettlinger, un soldado raso, admirando obras de arte y tesoros —¡los tesoros de los Rothschild!— que superaban los más fabulosos sueños de su infancia en Karlsruhe. Llevaba semanas traduciendo documentos, pero no se trataba más que de palabras y números. Tener los cuadros auténticos de artistas como Rembrandt apilados ante los ojos era algo muy distinto. «Empecé a tener verdadera conciencia del Holocausto —confesaría Harry más tarde— al caer en la cuenta de que la gente no sólo perdía la vida (eso lo supe mucho más tarde), sino que también se la privaba de todas sus posesiones […]. [Para mí] Neuschwanstein supuso el descubrimiento de una cara de la historia que nunca debería olvidarse.»[298]

En septiembre de 1945, James Rorimer envió a Harry Ettlinger a Heilbronn, la mina que había salvado de inundarse el mes de abril anterior. Los sonidos de la guerra eran cosa del pasado, pero sus ecos perduraban. El Hotel Kronprinz, donde Harry se alojó junto con otros veinte reclutas, era el único edificio que se mantenía en pie en una calle antes llena de construcciones de piedra. Las calles estaban vacías de gente aunque invadidas de escombros, y nadie había hecho nada por retirarlos. En el devastado centro de la ciudad apenas se apreciaban señales de vida. De camino a la mina de sal, el principal punto de referencia era la estación de ferrocarril Bockingen, completamente destruida también. Al otro lado de la estación, había un gran refugio antiaéreo hecho de hormigón cuya entrada había quedado inutilizable después del devastador bombardeo aliado del 4 de diciembre de 1944. El refugio se había incendiado y dentro estaban todavía los restos de los dos mil alemanes que se habían cobijado en él. Por si necesitaba más pruebas de los horrores de la guerra, Harry no tenía más que fijarse en Ike, un superviviente de Auschwitz y Dachau al que su destacamento había «adoptado». Pesaba poco más de treinta kilos.

Gracias a James Rorimer, la mina de Heilbronn había vuelto a entrar en funcionamiento; a simple vista era el único foco de vida en aquella tierra adormecida. Las bombas habían sido reparadas para que pudieran achicar el agua del Neckar de las cámaras subterráneas. Las plataformas de extracción sacaban grandes cantidades de rocas de sal a la superficie. Desde ahí, las rocas se enviaban a un gran horno, donde se las licuaba a 648 grados centígrados para poder extraer los cristales de sal. Los hornos se alimentaban con coque, un derivado del carbón, y gracias al exceso de coque de la mina se había podido abrir también la fábrica de cristal que había al lado. En medio del dolor y la destrucción, cuando hasta los restos de comida o una cama decente representaban un bien precioso, la fábrica producía botellas de Coca-Cola por millares.

En Heilbronn, el soldado Harry Ettlinger cobró conciencia por primera vez de la inmensa tarea de la MFAA. En la ciudad había tan sólo dos oficiales de Monumentos, y sobre ellos recaía la responsabilidad de rescatar varias toneladas de obras de arte enterradas bajo tierra. Ahí estaba el comandante de la operación, el teniente Dale Ford, un diseñador de interiores a quien la Comisión Roberts había enviado desde el Norte de África, donde estaba adscrito a una unidad de camuflaje. Ford y tres alemanes —un historiador del arte, un administrador y un antiguo miembro de bajo rango del ERR destacados en París durante la guerra (posiblemente en el Jeu de Paume, aunque este extremo nunca llegó a esclarecerse)— pasaban los días encerrados en un pequeño despacho contiguo al montacargas de la mina, indagando en los archivos del ERR. Su misión era encontrar las valiosas piezas enterradas bajo los escombros.

La de Harry, en cambio, era transportarlas a la superficie. Cada mañana, después de dejar atrás el refugio inutilizado y la planta embotelladora de Coca-Colas, le entregaban una lista de objetos con su localización. A continuación, bajaba en penumbra doscientos diez metros por el pozo acompañado por dos mineros alemanes. En realidad se habían utilizado dos minas (la segunda, situada no muy lejos, era la de Kochendorf), y entre las dos sumaban varios kilómetros de cámaras. En el interior de dichas cámaras había más de cuarenta mil cajones de los que Harry debía recuperar varias docenas de piezas cada día. Era una tarea de enormes proporciones, pero dos factores jugaban a su favor. En primer lugar, los archivos del ERR eran de una gran precisión y en ellos figuraba hasta el número de estante y caja donde se encontraba cada pieza. En segundo lugar, tal como el ingeniero jefe de la mina le había dicho a Rorimer en abril, todas las obras estaban guardadas en una serie de cámaras de menor tamaño en el nivel superior de la mina. Los niveles inferiores, en buena parte inundados durante o después de la batalla de Heilbronn, sólo contenían maquinaria.

La mina era oscura y fría. Los túneles se ramificaban en varias direcciones, por lo que una vez fuera del pozo principal era fácil perderse. El número de cámaras era tal que habría desalentado a cualquiera, y por si esto fuera poco cada una de ellas contenía cientos de cajas marrones de aspecto parecido en cuyo interior podía haber obras de arte, monedas de oro, bombas, trampas… o cosas tan corrientes como fotografías personales. Era un trabajo impredecible. Harry se dio cuenta de ello al cabo de pocas semanas, al encontrarse con una cámara sellada con ladrillos. Nadie sabía qué podía haber detrás, así que mandó derribar el muro. Dentro había una serie de largas mesas con botellas. Cada botella contenía un poco de líquido y un poso de sedimentos. Los mineros supieron enseguida qué era aquello: nitroglicerina. Se dio la alarma y salieron todos de la mina. Se buscó a una brigada de especialistas para que retirara las botellas de la mina con cuidado. Los mineros le explicaron a Harry que cuanto mayor era la separación entre los líquidos, más volátil se volvía la solución. Un mes más y habrían estallado. Parecía indudable que quien había hecho levantar la pared tenía en mente un «accidente» de esa clase.

Pese al peligro, las tareas de recuperación siguieron su curso. A medida que iba acercándose el fin de la guerra, empezaron las discusiones sobre qué hacer con los tesoros descubiertos en Alemania y Austria. Finalmente, se decidió que todos los objetos de interés cultural, incluidos los pertenecientes a Alemania, serían restituidos a sus países de origen. Una vez adoptada la resolución, los Aliados occidentales se aplicaron a devolver los tesoros lo antes posible. El ejército no disponía de personal suficiente para ello. Además, no había precedentes de restituciones a tan gran escala, por lo que era comprensible que la gente albergara dudas. Después de haber sacrificado sus fortunas nacionales y a una generación de jóvenes, ¿los Aliados occidentales iban a devolver el botín de la victoria?

A finales de verano, el general Eisenhower dio una contestación rotunda a esa pregunta. Consciente como siempre de la importancia de sus aliados de Occidente, ordenó la devolución inmediata de las obras de arte más importantes a sus respectivos países hasta que pudiera ponerse en marcha un plan de restitución más sistemático. Lo primero en devolverse sería el retablo de Gante. Pronto seguirían otras piezas, entre ellas las famosas vidrieras de la catedral de Estrasburgo, que Francia consideraba un tesoro nacional. El mensaje recorrió toda la cadena de mando hasta llegar al soldado Harry Ettlinger, a doscientos metros bajo tierra. Encontrar las vidrieras no era difícil —pues eran enormes—, pero sacar piezas tan delicadas de una mina de sal en funcionamiento era un proceso que requería mucho temple. Luego había que embalarlas: setenta y tres cajas en total. A mediados de octubre, las vidrieras estaban inventariadas, embaladas y listas para partir. En vez de llevarlas a un punto de recolección de la MFAA, las vidrieras viajaron directamente desde la mina a Estrasburgo en un convoy. El 4 de noviembre de 1945 se celebró su retorno con la organización de una fastuosa ceremonia durante la cual se condecoró a James Rorimer con la Legión de Honor, convirtiéndose así en el primer oficial de Monumentos galardonado con tan alta distinción.

Entretanto, a Harry se le había encargado otra importante misión. La historia del saqueo nazi, después de todo, no terminaba con el expolio de los tesoros nacionales ni con la usurpación de los hitos culturales e históricos de la humanidad. Por encima de todo, los nazis habían robado a las familias: les habían quitado el sustento, las oportunidades, las reliquias, los recuerdos, todo lo que las identificaba y las definía en tanto que seres humanos. Harry Ettlinger recibió una carta del abuelo Oppenheimer en octubre de 1945. Justo antes de abandonar Alemania en 1939, el abuelo se había visto obligado a depositar en un almacén cerca de Baden-Baden su colección de ex libris y grabados. Apuntó el nombre de la nave, el número de almacén y la combinación de los cerrojos con la esperanza de que su tesoro personal sobreviviera a la guerra y pudiera volver a sus manos en el futuro. Seis años después, su nieto estaba acuartelado en el centro de Alemania adscrito a la sección de Monumentos, encargada precisamente de la recuperación de obras de arte. El abuelo Oppenheimer esperaba que Harry pudiera facilitar el retorno de la colección… si es que existía todavía.

La oportunidad no se presentó hasta el mes de noviembre, cuando el ayudante personal del gobernador de la Zona de Ocupación Francesa se alojó en el Hotel Kronprinz. El ayudante, de nombre Jacques, era experto en reparación de automóviles y se encontraba en la zona para estudiar los motores Mercedes que se fabricaban en la cercana ciudad de Stuttgart. Harry le preguntó si podía acercarlo a Baden-Baden, que se encontraba en zona francesa. Jacques aceptó de buen grado.

Así que un soleado día de noviembre de 1945, Jacques, el soldado Harry Ettlinger e Ike, el superviviente del Holocausto «adoptado» por su destacamento, partieron en un jeep en busca de la colección de grabados y ex libris que representaban los recuerdos de una vida honrada. El viaje duró aproximadamente una hora. Encontraron el almacén sin dificultad. Al abrir las puertas, el corazón de Harry Ettlinger empezó a latir al galope, como aquel lejano día, en Bélgica, en que el sargento lo había hecho bajar del convoy destinado al frente. En aquella estancia oscura y polvorienta se encontraban las maravillas que Harry había visto de niño: miles de ex libris originales, cientos de grabados de los impresionistas alemanes del cambio de siglo y un precioso grabado autografiado del Rembrandt de Karlsruhe. Todo estaba tal cual lo había dejado el abuelo Oppenheimer.

Jacques le dio una palmada en la espalda a Harry y sugirió que fueran a comer para celebrarlo. Se dirigieron a un valle, donde comieron trucha recién pescada en el arroyo y brindaron con la especialidad local: el licor de cereza. Cuando dejaron a Jacques en Baden-Baden, Harry e Ike estaban la mar de contentos. Tal vez demasiado. Ike, que se había regalado a placer con el licor, se salió de una curva en la montaña de regreso a Heilbronn y cayeron a la cuneta. Se necesitaron diez hombres para devolver el jeep a la vía, pero entonces se dieron cuenta de que la canalización de freno se había roto. Ike dio media vuelta y deshicieron como pudieron los cinco kilómetros que los separaban de Baden-Baden.

Harry, que no había solicitado permiso para pernoctar fuera, podía ser declarado desertor, lo cual se castigaba con pena de internamiento en una prisión militar. Y lo que es peor, por el momento ni él ni Ike tenían donde dormir. Decidieron seguir la pista de la única persona a la que conocían en la ciudad, Jacques, que por suerte tenía una novia que trabajaba en el mejor hotel de la ciudad. Ésta los hizo entrar por la puerta trasera y los acompañó escaleras arriba hasta el único sitio donde a ninguno de los trabajadores del hotel se le ocurriría mirar: la suite del ático. El superviviente de Auschwitz y el soldado raso del ejército estadounidense —judío alemán al que las despiadadas purgas nazis habían obligado a emigrar de su patria— pasaron la noche durmiendo en las camas del káiser Guillermo de Alemania. Ni siquiera Adolf Hitler y Eva Braun pudieron permitirse nunca tal lujo.

Semanas después, mientras en Estrasburgo miles de personas se aglomeraban para admirar las vidrieras recién instaladas en la grandiosa catedral, llegó a la mina de Heilbronn otro camión cargado de objetos preciosos. Allí, Harry Ettlinger y los dos mineros alemanes los embalaron con el mismo cuidado con que habían embalado las vidrieras de la gran catedral y las pinturas de los maestros antiguos. Sin embargo, el destinatario de aquellos preciosos objetos no era ningún gobierno europeo ni ningún gran coleccionista de arte, sino la familia que vivía en el tercer piso del viejo edificio sito en el 410 de la avenida Clinton de Newark, Nueva Jersey. El tesoro de los Oppenheimer-Ettlinger volvía a casa tras la guerra.