CAPÍTULO 51

COMPRENDER ALTAUSSEE

Altaussee, Austria

30 de marzo-5 de mayo de 1945

Hace tiempo que las intenciones de Hitler con respecto al tesoro de Altaussee son objeto de debate. Con todo, parece claro, a la vista de su testamento, el último documento sobre el que estampó su firma, que nunca tuvo intención de destruir las obras de arte.

Por algún motivo, la significación de su firme y explícito deseo —que las «pinturas» reunidas para el gran museo de Linz se donaran al Estado alemán— ha pasado desapercibido a los historiadores que han examinado el documento. Tomando en consideración el contexto general y las ambiciones artísticas de Adolf Hitler, el testamento debería bastar para descartar que quisiera destruir las obras. Lo cual, no obstante, no debe redundar a su favor, pues resulta igual de evidente que mientras estuvo en el poder sus decisiones hicieron casi inevitable la destrucción de la mina de Altaussee. Al negarse a planificar la derrota o la rendición cuando ya todo estaba perdido, creó un vacío de poder que permitió que un sector de desaprensivos decidieran el destino de decenas de miles de vidas, edificios y tesoros artísticos. Asimismo, es cierto que no declaró en términos inequívocos que las obras de arte no debían destruirse.

Lo que aquí nos interesa más es que las decisiones que adoptó en el transcurso de muchos años —las quemas de libros, la destrucción de arte «degenerado», el pillaje de propiedades privadas, el arresto, detención y aniquilación sistemática de millones de seres humanos, la destrucción intencionada de grandes ciudades a modo de represalia— dejaron a las obras de arte y a todo cuanto cayó en manos de los nazis en cualquier parte del mundo en una posición francamente peligrosa. El oficial de Monumentos S. Lane Faison Jr. declaró en una ocasión que Hitler «escribió un libro titulado Mein Kampf. Y si alguien lo hubiera leído con atención, habría visto que en él anticipaba todo lo que ocurrió […], la cuestión judía consta ahí negro sobre blanco».[263] Lo mismo vale para la mayor parte de sus medidas. Al autorizar a sus seguidores para desatar la violencia y la furia sobre sus territorios, el Decreto Nerón del 19 de marzo de 1945 no hacía más que formalizar lo que había propugnado y llevado a cabo durante las dos décadas anteriores. En manos de alguien como August Eigruber equivalía a un mensaje mesiánico.

¿Qué fue exactamente lo que sucedió en las remotas montañas de Austria entre la caída del poder de Hitler y la llegada de la sección de Monumentos? ¿Quién fue el responsable último de lo ocurrido allí? ¿A quién debía culparse del desenlace de los acontecimientos? El marco general de la situación se conoce desde hace tiempo, pero hicieron falta varias décadas para reconstruir la verdadera secuencia de los hechos y el papel que desempeñaron los gerentes de la mina, los mineros, los oficiales nazis, los milicianos de la Resistencia y las tropas aliadas occidentales. Todavía hoy, al revisar los documentos alemanes originales, es posible encontrar nuevas pistas acerca de uno de los más cruciales (y ampliamente desconocidos) puntos de inflexión en la historia de los logros culturales de la humanidad. Como en tantas otras cosas en la vida —y en la historia—, no se trata tan sólo de analizar qué ocurrió, sino también qué pudo haber ocurrido.

Los hechos básicos no los cuestiona nadie.

De no haber sido por la acción heroica de unos pocos individuos, el depósito de arte de Altaussee habría sido destruido por las bombas colocadas en la mina por orden de August Eigruber. Sin embargo, no quedó destruido; es más, las obras de arte que allí se encontraban ni siquiera sufrieron daños irreparables. Según parece, en algún momento entre el 1 y el 7 de mayo (las fuerzas estadounidenses, lideradas por el mayor Ralph Pearson, llegaron el 8 de mayo) las ocho potentes bombas fueron retiradas y escondidas junto a la carretera entre un grupo de abetos, y los túneles de la mina se llenaron de dinamita. Las explosiones resultantes —los conspiradores se referían a ellas como la «parálisis»—[264] provocaron el derrumbe de los túneles y sellaron la mina, dejando las obras de arte fuera del destructivo alcance de Eigruber. La pregunta es: ¿quién ordenó y ejecutó la parálisis?

En un artículo para la revista Town and Country aparecido en otoño de 1945, Lincoln Kirstein admitía que «había tantas versiones como testigos, por lo que cuanta más información acumulábamos menos verdad parecía contener ésta».[265] No obstante, él creía que los héroes habían sido los mineros austríacos. Según la hipótesis de Kirstein, que se convirtió en la explicación oficiosa de la MFAA, los mineros descubrieron por accidente que los cajones de Eigruber contenían bombas y las retiraron en secreto de las cámaras en el silencio de la noche. A continuación sellaron los accesos a la mina, conscientes de que era la mejor manera de evitar que la fuente de su sustento sufriera daños mayores. De rebote, salvaron las obras de arte. Cuando Eigruber descubrió la traición, «mandó fusilar a todos los austríacos, pero era demasiado tarde; los estadounidenses se encontraban al otro lado de la montaña. Era el 7 de mayo».[266]

Los mineros confirmaron esta versión de los hechos en 1948, cuando en un informe destinado al gobierno austríaco firmado en nombre de los «Luchadores por la Libertad de Altaussee» alegaron haber actuado por su cuenta para salvar la mina.[267] Entre otras inconsistencias, su testimonio omite el hecho de que los mineros nunca habrían podido planificar la compleja «parálisis» (las explosiones controladas) sin el asesoramiento técnico de ingenieros como Högler y Mayerhoffer. Pese a todo, el gobierno nunca puso en duda su declaración.

De hecho, el gobierno austríaco fue una de las más importantes fuentes de desinformación en todo el asunto de Altaussee. Sin duda, la opinión de Kirstein se vio influenciada por un error de base muy extendido: que los austríacos fueron víctimas inocentes de los nazis, y no sus cómplices voluntarios. Se trata de una idea errónea, como demuestran filmaciones y documentos de la época. El gobierno austríaco, sin embargo, fomentó desde el principio una imagen de inocencia e incluso elaboró una defensa de sus acciones conocida como el Libro rojo-blanco-rojo (al que muchos llaman, no sin sorna, «La mascarada vienesa») en 1946.[268] En él, una autodenominada Resistencia austríaca asegura tener conocimiento de los tesoros artísticos ocultos en Altaussee y haber obligado a punta de pistola a Kaltenbrunner a desobedecer la orden de destrucción de Hitler. Afirmación absurda, pues si bien estuvo activa en la zona de Altaussee, la Resistencia austríaca no tenía constancia de la existencia de las obras de arte ni ejercía influencia alguna sobre las actividades de la mina. No sería hasta semanas más tarde cuando adquiriría un papel relevante, como refuerzo de la exigua guardia estadounidense. Y sin embargo, en 1948 la Resistencia, con el apoyo del gobierno austríaco, se arrogaba un papel primordial en la salvación de Altaussee. Con el tiempo, habría incluso quien asegurase que los mineros eran miembros de la Resistencia, cuando la verdad es que muchos de ellos estaban afiliados al Partido Nazi.

Aprovechando este clima de rebeldía prefabricada, surgieron muchos individuos que aseguraron ser los responsables de la frustración de los planes de Eigruber. Sepp Plieseis, uno de los líderes de la Resistencia austríaca (a diferencia de los autores del Libro rojo-blanco-rojo), afirmaba que su brigada era la que había salvado la mina.[269] Otro austríaco, Albrecht Gaiswinkler, aseguraba haber saltado en paracaídas sobre la zona con la ayuda de los británicos para organizar la resistencia.[270] Entre otros despropósitos pretendía haber obligado a Kaltenbrunner a desobedecer el mandato de Hitler, haber ordenado el traslado de las obras de arte a cámaras más seguras y, en sólo una noche, haber supervisado la colocación y detonación de las cargas de dinamita, un procedimiento de lo más complejo que, en realidad, llevó varias semanas. En 1946, aseguró que Eigruber había ordenado que las obras fueran destruidas con lanzallamas. Gracias a esas mentiras consiguió los votos necesarios para ingresar en la Asamblea Nacional de Austria. No obstante, a medida que la verosimilitud de sus historias disminuía, empezó a perder apoyos y, en 1950, fue expulsado de la Asamblea.

Mucho más efectivos fueron los intentos del doctor Hermann Michel, jefe del Departamento de Mineralogía del Museo de Historia Natural de Viena. Supuestamente, Michel sería quien habría puesto sobre aviso al mayor Pearson, comandante de la unidad de infantería que formaba la cabeza de lanza del 3.er Ejército, de los tesoros escondidos en Altaussee, entre ellos las joyas de la corona de Hungría. (Dichas joyas no se hallaban en la mina, sino que fueron encontradas en un barril de gasolina hundido en un pantanal cerca del pueblo de Mattsee, en Baviera). A pesar de que Posey y Kirstein intentaron por todos los medios alertar a las tropas estadounidenses del tesoro de Hitler, ésa fue la primera noticia que Pearson tuvo de Altaussee. El mensaje, pues, existió en realidad, pero no es seguro que Michel fuera la persona que lo envió.

Cuando Pearson llegó el 8 de mayo con dos jeeps y un camión de soldados de infantería, Michel estaba ahí para recibirlo. Haciéndose pasar por experto, acompañó al comandante norteamericano a visitar el lugar y le explicó que en el interior de la mina derruida se encontraban tesoros culturales valorados en quinientos millones de dólares. Asimismo, insinuó —y más tarde lo reiteró con la ayuda de documentos obtenidos por la fuerza— que había participado de forma directa en un complot para retirar las bombas de Eigruber. Pearson dio crédito a las declaraciones de Michel por una razón muy simple: era la única persona de la mina que hablaba inglés. En verdad, el papel de Michel en Altaussee fue tangencial en el mejor de los casos.

En 1938, el doctor Michel había sido depuesto de su cargo de director del Museo de Historia Natural de Viena, a pesar de sus denodados esfuerzos por granjearse las simpatías de la élite nazi.[271] Con el nuevo director, el museo se convirtió en un instrumento propagandístico al servicio de la ideología racial. El escarmentado Michel, relegado a jefe del Departamento de Mineralogía, se mostró abiertamente favorable a programar exposiciones centradas en las divisiones raciales entre humanos, en el aspecto «racial y emocional» de los judíos y en el hombre y la mujer «ideales», nórdicos por supuesto.[272] Habló en público en varias ocasiones a favor de Hitler, ingresó en el Rotary Club «con el objetivo de debilitar la influencia judía»[273] y se convirtió en encargado de relaciones públicas de la delegación local del Partido Nazi.

Michel era menos un racista que un oportunista amoral.[274] Se pasó años agasajando a los racistas y asesinos más recalcitrantes de la historia, pero supo ver antes que la mayoría que las nuevas potencias serían los liberadores de lugares como Altaussee. El vacío de poder entre abril y mayo de 1945 representó la oportunidad de enterrar o maquillar hechos pasados y de sembrar mentiras que el día de mañana pudieran convertirse en verdades. Quienes tomaran pronto la iniciativa no sólo salvarían el cuello, sino que se convertirían en actores indispensables para los conquistadores Aliados.

Fue un proceso común en toda Alemania y Austria: personas de todos los bandos —tanto nazis empedernidos como intrépidos resistentes— procuraron asegurarse una buena posición en el nuevo orden mundial, algo que no le pasó por alto a George Stout: «Estoy harto de todos estos manipuladores —escribió—, de todos estos sapos que se arrastran para conseguir una posición ventajosa y sacar beneficio personal o un prestigio egoísta de tanto sufrimiento».[275] Posey, que se mostraba igual de suspicaz, hizo detener a la mayoría de nazis de Altaussee, pero no acertó a descubrir las intrigas de Michel. El experto en mineralogía no tardó en aparecer en la prensa estadounidense como el héroe de Altaussee.

Luego todo volvió a la calma. A pesar de su significación para el mundo del arte, los acontecimientos de Altaussee pronto quedaron eclipsados por noticias de más peso: Auschwitz, la bomba atómica, el distanciamiento de la Unión Soviética, que terminaría desembocando en la guerra fría. Kirstein había anticipado ya ese estado de cosas el 13 de mayo de 1945, cuando escribe que «puede que cuando recibas esta carta ya lo hayas leído [el hallazgo de Altaussee], aunque, a la vista de que la mayoría de nuestros corresponsales están en París de celebración y de su inusual naturaleza, es posible que nadie se ocupe de ello». Pero añadía: «Aunque lo dudo».[276] Después de todo, ¿cómo era posible que uno de los más importantes e increíbles hitos de la historia del arte —por no decir de la historia de una guerra mundial— quedara en una simple nota al pie?

Y sin embargo, eso mismo fue lo que ocurrió. En los años siguientes aparecieron unos cuantos artículos y libros, aunque no pasó mucho tiempo antes de que incluso la comunidad artística se olvidara de los trascendentales acontecimientos de Altaussee. Habría que esperar hasta la década de 1980 para que un historiador austríaco, Ernst Kubin, localizase los materiales necesarios —cartas, órdenes, entrevistas y testimonios personales— para determinar qué era lo que de veras había ocurrido en Altaussee. Dicho material, revisado para la escritura del presente libro, cuenta una historia sorprendente, protagonizada por unos héroes si cabe aún más sorprendentes. Ofrece, además, un resumen casi perfecto de lo ocurrido durante el vacío de poder y de cómo la historia es a menudo una confusa amalgama de intenciones, valentía, preparación y azar.

Si, como creo, las órdenes de Hitler proporcionaron el impulso y la ocasión para destruir las mayores obras de arte de la historia, fue su fiel sirviente Albert Speer quien dio el paso necesario para subvertirlas. El 30 de mayo de 1945, Speer convenció a Hitler para que modificara los términos del Decreto Nerón y, en vez de «destruir totalmente» las infraestructuras no industriales, se limitase a «inutilizarlas de forma duradera». Acto seguido, Speer emitió por su cuenta varias órdenes secretas para minimizar los efectos de dichas directrices. Fueron sus órdenes las que brindaron a los gerentes de Altaussee la coartada y el valor necesarios para oponerse al plan de Eigruber.

Al contrario de lo que creía Kirstein, no se habían enterado del plan por casualidad, sino que fueron informados el 13 de abril de 1945 por el doctor Helmut von Hummel, quien, como secretario de Martin Bormann en el búnker de Hitler, tenía acceso a la mayoría de comunicaciones del Tercer Reich.[277] La intención de Von Hummel era disuadir a Eigruber, pero nunca adoptaría tal posición públicamente —los últimos días del Tercer Reich estuvieron plagados de peligros y Von Hummel era el típico nazi acobardado—, dejando que fuera el director de la mina, el doctor Emmerich Pöchmüller, quien se confrontase con Eigruber sin el respaldo del partido. Cuando Eigruber se negó a responder a la llamada telefónica de Pöchmüller, el director de la mina se desplazó en coche hasta Linz el 17 de abril con la esperanza de una reunión cara a cara. Si no conseguía hacer entrar en razón al Gauleiter, trataría de engañarlo. Con la ayuda del director técnico de la mina, Eberhard Mayerhoffer, Pöchmüller había diseñado un plan para volar los accesos a la mina y sellar las bombas dentro, con lo que Eigruber se quedaría sin medios para detonarlas. La idea era endosarle el plan al Gauleiter como una manera de multiplicar la potencia de las bombas y garantizar la destrucción de la mina.

Eigruber, que estaba muy ocupado (como ya se ha dicho, había una multitud reunida a las puertas de su despacho), consintió. No obstante, cuando recalcó que seguía «decidido»[278] a destruir totalmente el yacimiento y que él mismo se encargaría de «arrojar granadas en la mina»[279] si los nazis perdían la guerra, Pöchmüller comprendió la seriedad de la situación. El 19 de abril discutió los pormenores del plan con su asesor, el capataz Otto Högler. Iba a ser un trabajo difícil y complejo para el que se requerirían cientos de partes móviles y una planificación exhaustiva para garantizar, en la medida de lo posible, que las deflagraciones no provocasen derrumbamientos indeseados en las numerosas cámaras donde se almacenaban las obras de arte. El 20 de abril se pusieron manos a la obra. Högler estimaba que necesitarían por lo menos doce días —hasta el 2 de mayo— antes de terminar.

El 28 de abril de 1945, Pöchmüller firmó lo que pudo haber sido su sentencia de muerte al ordenar a Högler que retirase las bombas. La «parálisis pactada», que debía tener lugar en el momento «indicado por mí en persona» (véase la página 392 para el texto íntegro), se refería, pues, a las explosiones que tenían que bloquear los accesos a la mina.[280] Pöchmüller debió de verse perdido cuando, dos días después, el adjunto de Eigruber, el inspector de distrito Glinz, oyó a Högler solicitando camiones para retirar las bombas y descubrió la orden. Al terminar ese mismo día, se apostó a seis guardias armados leales a Eigruber a la entrada de la mina.

El 3 de mayo la situación era desesperada. Los estadounidenses se habían quedado bloqueados en Innsbruck, a doscientos cuarenta kilómetros, los centinelas de Eigruber controlaban el acceso a la mina, las bombas seguían dentro y alguien había divisado una brigada de demolición en un valle cercano. Pero no todo estaba perdido. Las cargas de «paralización» ya casi estaban listas y Karl Sieber, el restaurador de arte y confidente de Pöchmüller, había convencido a dos de los guardias de Eigruber de que el plan del Gauleiter era una barbaridad.[281] Mientras tanto, entre los mineros se había corrido la voz de que los cajones contenían bombas y no esculturas, como indicaban los rótulos exteriores. Un minero llamado Alois Raudaschl, activista nazi, sabía que Ernst Kaltenbrunner, un muchacho de la región que había llegado a los escalafones más altos del Partido Nazi, estaba de camino al lugar y sugirió ponerse en contacto con el destacado oficial de las SS y jefe de la Gestapo.

A las 14.00 horas del 3 de mayo de 1945, Raudaschl se reunió con Kaltenbrunner en casa de un amigo común. Poco después, Kaltenbrunner se reunió con Högler y acordaron que ni las obras de arte robadas por Hitler ni el medio de vida de los mineros debían destruirse de forma innecesaria. Cuando Högler preguntó si podía contar con el permiso de Kaltenbrunner para retirar las bombas, el oficial de las SS respondió: «Sí, retírelas». [282]

Por la noche, los mineros retiraron las bombas, con la aprobación implícita de los centinelas de Eigruber. La operación duró cuatro horas. Los mineros ignoraban que aquello era la culminación de tres semanas de planificación y valor; creían que estaban actuando por iniciativa propia. Su desconocimiento hizo que los estadounidenses y la historia creyeran una versión de los hechos completamente distinta.

A medianoche llegó a Altaussee otro de los adjuntos leales a Eigruber, el sargento de unidad de tanques Haider, quien advirtió que si las bombas se retiraban Högler sería declarado responsable y «eliminado sin compasión».[283] Las bombas debían permanecer en la mina a toda costa, de no ser así, el Gauleiter se presentaría «en Altaussee a la mañana siguiente para colgar a los culpables».[284] (Los mineros lo interpretaron como una amenaza, cuando en realidad quienes estaban en peligro eran los confabuladores). La amenaza llegó a oídos de Kaltenbrunner y éste llamó por teléfono a Eigruber a la 1.30 de la noche del 3 al 4 de mayo. Tras una violenta discusión, el Gauleiter desistió.[285] Su única exigencia fue que las bombas se depositaran junto a la carretera para que sus hombres pudieran llevárselas, en vez de arrojarlas al lago tal como pretendía Högler.

Al día siguiente, el 5 de mayo de 1945 al alba, Emmerich Pöchmüller y Otto Högler, dos de los verdaderos héroes de Altaussee, se encontraban en la entrada de la mina. Los mineros habían trabajado veinticuatro horas seguidas para terminar los preparativos de la parálisis, que incluía no sólo las seis toneladas de explosivos sino también 386 detonadores y 502 temporizadores. A las órdenes de Pöchmüller, se activaron los detonadores y setenta y seis deflagraciones sacudieron la montaña, sellando así 137 de los túneles de las antiguas minas de sal de Altaussee.[286]