EL FINAL DEL CAMINO
Altaussee, Austria
12 de mayo de 1945
La noticia llegó por sorpresa: el 3.er Ejército estadounidense se dirigía al sur. Serían ellos, y no el 7.º Ejército, quienes penetrarían en los Alpes, a poca distancia de Altaussee. James Rorimer, que había estado planeando una expedición armada a la mina de sal, fue desviado hacia Berchtesgaden, donde los rumores acerca de los tesoros y los saqueos a manos de la población desplazada corrían como la pólvora. De pronto, Altaussee pasaba a ser responsabilidad de Robert Posey y Lincoln Kirstein. Por desgracia, se encontraban a más de trescientos kilómetros, enfrascados en otra misión.
Por una vez, los hombres de Monumentos no tuvieron que esperar mucho para obtener autorizaciones y un vehículo, a pesar de que la información referente a la zona era vaga y los informes sobre la mina inexistentes. Se lanzaron sin perder tiempo a las tierras baldías del sur de Alemania, donde incluso las carreteras habían sido bombardeadas y reducidas a gravilla. A falta de banderas, los civiles alemanes izaban fundas blancas de cojín sobre las casas en señal de rendición, aunque a pesar de ello, las ventanas tenían un aspecto oscuro y siniestro. Circulaban numerosas historias sobre soldados acribillados en poblaciones aparentemente tranquilas, sobre algunos miembros de las Juventudes Hitlerianas que, inflamados de ignorancia y pasión adolescente, aguardaban a oscuras junto a las ventanas de los segundos pisos de las casas con las pistolas apuntadas hacia el cabo de la calle. Entre los grupos de desplazados se contaban muchos soldados, la mayoría procedentes del frente oriental, que se habían deshecho de sus uniformes para confundirse mejor con la población civil. Muchos de estos grupos traslucían desesperación y, a la vez, turbias intenciones. Durante uno de sus desplazamientos, Kirstein giró por el lugar equivocado y se encontró de pronto en medio de un convoy de soldados alemanes. Como no había espacio para dar la vuelta, él y Posey pasaron unos cuantos minutos de tensión rodeados por el enemigo, preguntándose quién era prisionero de quién. Al final, salieron bien librados y los alemanes siguieron avanzando sin más.
Cuando los hombres de Monumentos cruzaron la frontera austríaca, fue como si el horror hubiera quedado atrás y por fin pudiesen respirar. En lugar de fundas de cojín, en las casas ondeaban banderas rojiblancas, el símbolo de la Resistencia austríaca. Las carreteras empezaron a serpentear, encaramándose por las colinas. A lo lejos se alzaban las cumbres cubiertas de nieve y las dispersas aldeas alpinas, con sus coloridos chalés y sus decorados de madera tallada, parecían pueblecitos de maqueta ferroviaria.
Pasado Bad Ischl se encontraron con el 6.º Ejército alemán, que ocupaba un área de más de un kilómetro y medio de largo «entre cocinas de carbón, caballerías enganchadas a ambulancias y camiones averiados. Había mujeres y heridos, unidades Panzer búlgaras a pie, sin blindaje; miles de soldados agotados, rumbo a casa y, en su mayoría, contentos».[262]
Hicieron una breve parada en una posada próxima al pueblo de Altaussee, una aldea impoluta resguardada por el bosque a orillas de un cristalino lago alpino. Fuera, oficiales de las SS pulcramente vestidos ofrecían sus servicios a los liberadores, pues según creían no tardarían en entrar en combate con los soviéticos. Como los Aliados rechazaban el ofrecimiento, los oficiales se rendían, con la condición de poder conservar las armas. Temían que sus propias tropas pudieran dispararles por la espalda.
Dentro de la posada, los soldados norteamericanos estaban de fiesta. Guiados por montañeros austríacos, algunos de sus compatriotas habían seguido por las montañas durante buena parte de la noche a Ernst Kaltenbrunner, el infame jefe de la policía secreta nazi, hasta apresarlo por fin al amanecer. El astuto nazi había arrojado sus medallas a un lago y se había hecho pasar con éxito por médico, aunque lograron identificarlo cuando su amante gritó su nombre y lo saludó con la mano al verlo pasar junto a un grupo de prisioneros alemanes por un pueblo de los alrededores.
Posey y Kirstein apretaron el paso. Ya sólo quedaba una última y sinuosa pendiente hasta la mina, pero al ver la carretera inhóspita y vacía, tuvieron la sensación de que tal vez habría sido mejor no adelantarse en solitario. Para su sorpresa, los edificios de fuera de la mina —un cuartel y un búnker de oficinas a la sombra de la imponente montaña— bullían de actividad. Dos jeeps y un camión de tropas de la 80.ª División de Infantería habían logrado hacerse con los edificios sin hallar resistencia, aunque nadie sabía a ciencia cierta qué era exactamente lo que habían conquistado. Entre los enemigos —mineros, expertos en arte, guardias, nazis— parecían no ponerse de acuerdo acerca de lo ocurrido ni, sobre todo, de quién lo había hecho.
Tras una fugaz charla con el oficial al mando, el mayor Ralph Pearson, quien aseguró que no había bombas trampa en el pozo principal, Posey y Kirstein tomaron unas cuantas lámparas de acetileno y se dirigieron a la mina. El túnel entraba directo hacia el interior de la ladera de la montaña. Aunque medía algo más de dos metros de alto, Posey y Kirstein agacharon la cabeza por puro instinto. La luz de las linternas oscilaba de un lado a otro a medida que avanzaban, abriendo y cerrando la oscuridad a su paso. Kirstein tocó la pared y notó un calambre: cables de demolición rotos o cortados, no estaba claro. Cuatrocientos, quizá ochocientos metros más hacia delante —era difícil saberlo con aquella oscuridad—, el suelo se llenaba de escombros. Siguieron adelante. Kirstein notó que en la pared había un agujero lleno de tubos, y pese a su escasa formación armamentística supo que se trataba de dinamita. Lista para detonar, sólo faltaba prenderla. Pasó por encima de los bloques de piedra y saltó al suelo de tierra apisonada para seguir a su capitán montaña adentro. Sus pasos dejaban oír un eco que iba y venía entre los escombros desperdigados por el suelo. Las linternas oscilaban hacia atrás y hacia delante. Hacía frío, aunque no tanto como para hacerlos tiritar como Kirstein, cuando Posey se detuvo de repente y levantó su lámpara de acetileno. Frente a ellos se alzaba una gruesa pared de rocas derrumbadas sobre las cuales se reflejaba la tenue luz de las linternas. La mina había sido volada.