SONRISAS Y LÁGRIMAS
Bernterode, Alemania
7 de mayo de 1945
George Stout decidió tomarse su tiempo en Bernterode. Se había reunido un equipo de más de veinte personas para retirar los tesoros de la mina —compuesto por la unidad de ordenanza que había encontrado el santuario, un pequeño grupo de ingenieros y catorce ex trabajadores esclavos franceses que habían pasado los últimos años trabajando ahí—, y todo el mundo quería terminar cuanto antes mejor. La mina era oscura y olía a humedad, había filtraciones de agua y con frecuencia sufría cortes de suministro que podían prolongarse varias horas. Incluso Walker Hancock, que a esas alturas tenía ya una dilatada experiencia en la remoción de obras de arte, estaba ansioso por acabar. Después de todo, la operación se estaba realizando bajo la amenaza de cuatrocientas mil toneladas de explosivos.
Pero George Stout no estaba dispuesto a ceder. Lo que ocurría en el mundo exterior, donde circulaban rumores acerca del final de la guerra, no tenía ninguna repercusión sobre lo que sucedía en el bosque de Turingia, a quinientos cuarenta metros bajo tierra. Antes de trasladar nada, era precisa una inspección a fondo. Por suerte, la unidad de ordenanza había examinado ya la mayor parte de los veinticuatro kilómetros de túneles. No habían encontrado más tesoros, aunque sí varios depósitos de suministros militares. Stout mandó cortar las botas antigás para hacer topes de goma e impedir así que los objetos se rozaran unos con otros; las mantas antigás eran ideales para envolver las pinturas, lo cual, teniendo en cuenta las filtraciones de la mina, resultaba de vital importancia. Una vez obtenido el material de embalaje, se pasó a inventariar los contenidos de la mina y a disponerlos para su traslado. Walker Hancock levantó la cabeza una tarde —que era por la tarde es un supuesto, pues llevaba dos días viviendo en la oscuridad más absoluta— y vio que Stout lo observaba con el ceño fruncido. Hancock cayó en que había estado pensando en Saima, en su casa y en los hijos que quizá tendrían un día, y que mientras pensaba en ello había ido enrollando la cuerda con movimientos ampulosos y cadenciosos, como los pescadores de Massachusetts a los que solía observar cuando estaba en casa. Stout, por el contrario, mantenía sujeta su cuerda con la mano y el codo y la enrollaba a conciencia con giros acompasados y precisos.
En cuanto Stout se dio la vuelta, el tipo que estaba al lado de Hancock murmuró:
—¿Hasta cuándo se ha creído que vamos a estar preparando cuerdas de cincuenta y nueve con sesenta y nueve centímetros y colocándolas un grado al este?[258]
El tipo era Steve Kovalyak, un teniente de infantería destinado a ayudar a los oficiales de Monumentos después de que Walker Hancock entregara la parafernalia de la coronación a los mandamases de Frankfurt. Para Hancock, que ya había visto de todo, un cargamento de piezas de oro cubiertas de diamantes no significaba gran cosa, aunque a los muchachos del cuartel se les saltaban los ojos. Hancock se había limitado a tomar prestado el jeep de Stout para llevar los paramentos reales a Weimar, pero el general Hodges no quería correr riesgos y le puso una escolta compuesta de dos motocicletas, tres jeeps, dos vehículos blindados, una camión de carga y quince soldados, aun a pesar de que el recorrido entre Weimar y Frankfurt estaba limpio de fuerzas enemigas y, a juicio de Hancock, era más seguro que la carretera Merritt de Connecticut. Se preguntó qué habría opinado el general de la primera parte del viaje, cuando Hancock conducía los cargamentos de joyas a solas por los bosques de Turingia por una carretera donde sólo una semana antes seis convoyes habían sido objeto de emboscadas.
—No te preocupes —le dijo Hancock al joven teniente—, George Stout sabe lo que hace. —Y les explicó a Kovalyak y a unos cuantos oficiales de ordenanza cercanos lo ocurrido en Büsbach, donde Stout había tenido tiempo de realizar el examen exhaustivo de un cuadro a pesar de que fuera caían las bombas—. Hace tiempo que trabajo con George Stout —agregó—, y os aseguro una cosa: comparados con él, somos todos unos aficionados.
Horas después, hubo un corte de corriente y la mina quedó a oscuras. Otra vez. Hancock encendió la linterna. El haz de luz iluminó libros, oro, pinturas, ataúdes y, de repente, la cara de Georges Stout. Hancock dio un brinco del susto.
—Enviaré a Kovalyak —dijo éste. Era el procedimiento habitual durante los apagones: enviar al teniente Kovalyak a persuadir al Burgermeister para que mantuviera los generadores en funcionamiento, pese a que Kovalyak era uno de los pocos oficiales presentes que no hablaban palabra de alemán. Era una labor tediosa, que dependía más de la maña que de la fuerza; por suerte, los años pasados en infantería le habían enseñado los trucos necesarios para lidiar con los gerifaltes locales, trámites absurdos y papeleos burocráticos. Hancock tenía la impresión de que en más de una ocasión había estado al borde del consejo de guerra, en ocasiones por placer, aunque en la mayoría por querer hacer las cosas bien hechas.
Hancock se encontró solo en la oscuridad, y, como siempre que esto ocurría, se puso a pensar en la vuelta a casa. Todo parecía tan cerca —la nueva casa, la vuelta a la escultura, los abrazos de Saima— y, a la vez, más lejano que nunca. Estaba en un agujero en medio de un bosque alemán, totalmente a oscuras. Hasta la claridad del día parecía encontrar se a años luz. ¡Al diablo el ahorro de pilas! Encendió la linterna, arrastró una caja hasta el centro de la cámara y, sirviéndose del bastidor de madera de un Cranach de cuatrocientos años de antigüedad como mesa, le escribió una carta a Saima:[259]
Preciosa Saima:
Nunca te imaginarías en qué extrañas circunstancias te escribo esta carta. Ahora no puedo explicártelo; lo que quería era escribirte unas líneas desde uno de los lugares más increíbles […]. Geo. Stout está aquí para ayudarme; con el repentino derrumbe de Alemania se nos ha venido tal avalancha de trabajo encima que lo último en que pensábamos era en escribir cartas […]. Ahora no puedo seguir; sólo quiero decirte que te amo más de lo que podría expresar con palabras, claro que eso no es ninguna novedad. Pronto podré instalarme en una habitación con una cama y una mesa y ponerme al día con la correspondencia.
Devotamente tuyo,
Walker
El embalaje empezó el 4 de mayo, pero tuvo que suspenderse por culpa de otro apagón general. Kovalyak salió de la mina para ir a ver al alcalde de la ciudad más próxima; el 305.º Batallón de Ingenieros de Combate instaló un generador de emergencia a quinientos cuarenta metros bajo tierra; los trabajadores franceses, antigua mano de obra esclava, se fueron por las galerías laterales, como de costumbre en estas situaciones; Hancock sacó la linterna y, utilizando esta vez el ataúd del Feldmarschall Von Hindenburg como mesa, le escribió a Saima: «Son días de mucha nostalgia», a pesar de la emoción que suponía el trabajo.[260] Era una persona a la que le gustaba rodearse de gente con almas gemelas, ya fueran los soldados o los amigos que lo visitaban en su salón de Massachusetts, y la soledad de los últimos meses, sin ni siquiera un ayudante para hacerle compañía, lo deprimía. «Geo. Stout está aquí para darme ánimos, que falta me hace. A veces uno necesita a los amigos.»[261]
El 5 de mayo se dividió el equipo de embalaje en dos turnos, uno de 0800 a 1600 y otro de 1600 a 2200. No era una tarea apta para claustrofóbicos, porque la cámara y las galerías estaban llenas a rebosar de gente. Al terminar el día siguiente, la mayoría de los objetos habían sido protegidos, envueltos, aislados y cargados en el montacargas para el lento ascenso a la superficie, donde volvieron a apilarlos en un cobertizo. Sólo entonces se dio cuenta Steve Kovalyak de lo útil que había sido planear las cosas con tanto esmero y tomarse tantas molestias con los trozos de cuerda.
«Otro discípulo de George Stout», pensó Hancock.
Al día siguiente llegó el turno de los ataúdes. El de Frau Von Hindenburg, el más ligero, fue el primero. Había cuatrocientos metros entre la cámara y el pozo principal. Dos soldados se santiguaron al verlo subir a bordo del destartalado montacargas.
—Nunca volverá a estar enterrada a tanta profundidad —dijo Stout, a suerte de bendición.
Luego le llegó el turno al Rey Soldado, y por último, con Walker Hancock de pie encima del ataúd, al Feldmarschall Von Hindenburg. Ya no quedaban más que los restos mortales de Federico el Grande y su formidable ataúd de acero. Los ingenieros insistieron en que el ataúd no cabría en el montacargas, pero Stout les recordó que si habían podido bajarlo, también podrían subirlo. Volvieron a tomarle las medidas; si lo encajaban bien en el montacargas, tenía que sobrar un centímetro y medio de espacio.
Por desgracia para ellos, según sus cálculos el ataúd pesaba entre 540 y 630 kilos. En primer lugar hubo que balancearlo para poder introducir una serie de cuerdas por debajo, sacarlo por la puerta de la cámara y conseguir girarlo para embocar el oscuro, irregular y húmedo pozo. El cortejo fúnebre avanzó despacio, los portadores gritaban a cada tirón. Tardaron casi una hora entera en introducir el enorme armatoste de acero en el montacargas, porque había que hacerlo entrar centímetro a centímetro. Por fin, justo antes de las 23.00, estuvo listo para subir a la superficie. Habían necesitado el día entero para desenterrar los cuatro ataúdes.
El montacargas empezó a subir lentamente, palmo a palmo, y de pronto se detuvo. George Stout y seis de sus ayudantes saltaron al cable inferior de la caja y, poco a poco, el montacargas siguió su ascenso. Tardó catorce minutos en remontar los quinientos cuarenta metros, y durante todo ese tiempo Stout y los demás no pensaron en nada más que en que ojalá el viejo montacargas fuera capaz de soportar una tonelada de peso, porque eso era más o menos lo que pesaban entre todos. Según se aproximaban a la superficie, empezaron a oír música. Alguien había encendido una radio; sonaba el himno estadounidense. En cuanto el féretro emergió en medio de la oscura y serena noche siguió otra canción: Dios salve al Rey. Era el 7 de mayo de 1945, los alemanes habían presentado su rendición incondicional en Reims. Los Aliados habían ganado oficialmente la guerra.