CAPÍTULO 48

EL TRADUCTOR

Múnich, Alemania

7 de mayo de 1945

Mientras los oficiales de Monumentos destacados sobre el terreno avanzaban a pasos agigantados hacia sus objetivos, el soldado Harry Ettlinger permanecía de brazos cruzados en una enorme Kaserne, o cuartel militar alemán, de las afueras de Múnich. Era el 7 de mayo, habían pasado casi cuatro meses desde que lo apearan de aquel camión en Bélgica y desde entonces no había hecho otra cosa que comer y dormir. Los pensamientos de Harry empezaron a girar en torno a cierta tarde semanas atrás, en el campamento de las afueras de Worms, en Alemania, el último lugar donde había dormido al raso, después de subir a una colina de las proximidades. Por fin el tiempo era más cálido y los árboles florecían. Notó una sombra y alzó la vista esperando ver aviones. No era más que una bandada de pájaros. Carretera abajo, distinguió una figura solitaria. Durante veinte minutos se quedó observando al hombre que subía. Cuando estuvieron a pocos metros, Harry se dio cuenta de que llevaba una pierna ortopédica. Se ofreció a echarle una mano, pero el hombre se negó. Era el párroco de la capilla situada en lo alto de la colina. Había perdido la pierna más de dos años antes, en el frente soviético. No se dijeron gran cosa, aunque al marcharse, Harry tuvo la sensación de que por primera vez en meses había conversado de veras con otro ser humano. Hasta el momento, había sido su único contacto con el enemigo.

—Me han dicho que hablas alemán —dijo alguien de forma inesperada, interrumpiendo sus recuerdos. Harry levantó la vista para comprobar si el soldado se dirigía a él.

—Sí, señor —respondió el soldado Harry Ettlinger, que había estado a punto de saludar antes de reparar en que su interlocutor era de su mismo rango.

—He estado haciendo de traductor durante los últimos dos días —dijo el hombre—. Es un trabajo interesante, pero no es lo mío. Quiero entrar en inteligencia militar. Cuatro soldados norteamericanos violaron a una muchacha alemana y quiero investigarlo. ¿Te interesa?

—¿La violación?

—No, el trabajo de traductor.

—Sí, señor —respondió Harry otra vez, sin pararse siquiera a pensar en el trabajo.

El soldado lo mandó a un despacho al otro lado del patio de desfiles de la Kaserne, en lo que resultó ser el cuartel del 7.º Ejército estadounidense. El despacho era un pequeño cuarto del segundo piso, lleno de mesas y papeles. En las mesas había dos hombres trabajando; en medio había otro dando órdenes.

—¿Es usted el nuevo traductor? —le espetó el hombre.

—Sí, señor. Soldado Harry Ettlinger, señor.

—Ettlinger suena alemán.

—Soy americano, señor. Judío alemán de nacimiento. De Karlsruhe.

—¿Lo han asignado a alguna unidad, Ettlinger?

—No que yo sepa, señor.

El hombre le tendió una pila de papeles.

—Léase estos documentos y díganos que pone. A grandes rasgos, y atento con los detalles: nombres, localizaciones, obras de arte.

—¿Obras de arte?

Antes de que Harry pudiera articular la pregunta, el hombre ya se había dado la vuelta y se había marchado. «A eso lo llamo ser expeditivo», pensó Harry. Sabía que si hacía un buen trabajo con los documentos, el hombre lo asignaría a su sección, fuera cual fuera, y visto lo visto, no se le ocurría un lugar mejor. Sólo más tarde descubriría que, antes del cambio de unidad, lo habían asignado al cuerpo de traductores de los juicios de Núremberg. Por lo visto, ésa era la razón por la que había pasado cuatro meses esperando.

—Un tipo de cuidado —dijo Harry, volviéndose hacia uno de los hombres que había en el despacho.

—Pues no ha visto nada —contestó éste—. Está intentando asegurarse los dos edificios más buscados de Múnich, el gabinete de Hitler y la antigua sede del Partido Nazi. Patton quiere instalar ahí su cuartel regional, pero conociendo al teniente, pronto se convertirán en puntos de recogida de la MFAA. Tendremos el edificio entero para nosotros. Es decir, para nosotros y para los cientos de miles de cosas de que se habla en esos documentos.

Harry echó un vistazo a los papeles.

—¿De qué trata todo esto?

El hombre se echó a reír.

—Bienvenido a la sección de Monumentos. Soy el teniente Charles Parkhurst, de Princeton.

—Harry Ettlinger, de Newark —dijo, y se quedó en silencio—. ¿Y él quién era? —preguntó finalmente.

—Era el teniente James Rorimer, tu nuevo jefe.

Nuevo jefe. Sonaba bien.

—¿Adónde ha ido?

—A Salzburgo. Va a organizar una expedición armada para ir a las minas de sal de Altaussee.