LOS ÚLTIMOS DÍAS
Berlín y sur de Alemania
5 y 6 de mayo de 1945
El 2 de mayo, las tropas del Ejército Rojo penetraron en la mitad superior de una zona del centro de Berlín donde se alojaban varios de sus famosos museos. Las tropas alemanas habían abandonado la zona, conocida como la Isla de los Museos, apenas unas horas antes, después de que los cuidadores responsables del altar de Pérgamo lograran persuadirlos de que no utilizaran las piezas del famoso altar griego como barricada protectora para el combate.
Una vez controlados los museos de la ciudad, los expertos del Ejército Rojo volvieron su atención hacia las colosales Flakturm (torres antiaéreas), que contenían muchas de las pinturas de mayor tamaño y otras obras de arte que no habían podido ser evacuadas a Merkers y el resto de depósitos alemanes. La Flakturm del zoológico, la mayor de las tres, medía 40,5 metros y tenía seis plantas bajo tierra. Las paredes de hormigón tenían dos metros y medio de espesor y las ventanas estaban protegidas con postigos de acero. Además de un hospital, un cuartel militar, una estación de radio de alcance nacional, almacenes de munición y el depósito de obras de arte, tenía cabida para treinta mil personas.[252]
El 1 de mayo, las tropas soviéticas habían invadido la Flakturm del zoológico en busca de oro, el cadáver de Hitler y nazis de alto rango, pero sólo habían encontrado soldados y civiles heridos, atendidos por un grupo de médicos desesperados sobre las cajas que contenían los altorrelieves del altar de Pérgamo, los tesoros de la antigua Troya (conocidos como el Oro de Príamo) y un sinfín de otras obras de primera magnitud. El 4 de mayo, los heridos habían sido evacuados y la Flakturm se encontraba bajo el control de las brigadas de trofeos de Stalin, a cargo de transportar todo cuanto pudiera ser de valor (desde obras de arte a comida o maquinaria) a la Unión Soviética en concepto de reparación informal en especies por la devastación perpetrada por los nazis. Las brigadas de trofeos se pusieron de inmediato a organizar envíos; un mes después, la torre estaba prácticamente vacía.
La Flakturm de Friedrichshain, que contenía 434 importantes pinturas de gran tamaño, cientos de esculturas, objetos de porcelana y antigüedades (tesoros que Rave no había podido trasladar a Merkers), corrió distinta suerte. Entre el 3 y el 5 de mayo, las tropas soviéticas inspeccionaron la torre y comprobaron que había sido saqueada. Había ochocientos mil trabajadores esclavos procedentes de Europa del Este vagando por la ciudad, y un número mucho mayor de alemanes desesperados arreglándoselas como podían para sobrevivir al vacío de poder. La rapiña estaba a la orden del día. Los ladrones habían asaltado la Flakturm atraídos por la comida acumulada en el primer piso, pero no habían tocado ni uno de los valiosos cuadros almacenados al lado. Lo cual no quería decir que los tesoros se encontraran a salvo, pues la noche del 5 de mayo se declaró un incendio en la torre. Los víveres y las obras depositadas en el primer piso fueron pasto de las llamas.
¿Fueron delincuentes comunes quienes provocaron el incendio? ¿Lo provocaron las antorchas que muchos utilizaban a falta de electricidad? ¿O fueron fanáticos nazis y oficiales de las SS que, desesperados por mantener los tesoros del Estado alemán alejados de las manos de los soviéticos, hicieron extensivo el Decreto Nerón a las obras de arte?
La respuesta no tenía gran importancia, por lo menos no para las brigadas soviéticas. Tanto es así que ni se molestaron en apostar centinelas, aun cuando en el segundo y el tercer piso seguía habiendo obras de arte intactas. Mientras las brigadas de trofeos registraban la Flakturm del zoológico, la de Friedrichshain quedó abandonada a la rapacidad de la gente desesperada.
No tardó en declararse un segundo incendio, más virulento que el primero. Se dio por hecho que el contenido de la torre —esculturas, porcelanas, libros, además de las 434 pinturas, entre ellas un Botticelli, un Van Dyck, tres Caravaggio, diez Rubens y cinco del artista favorito de Göring, Lucas Cranach el Viejo— había quedado destruido, últimas víctimas del vacío.
Frenéticos y hambrientos, los habitantes de Unterstein, espoleados por el rumor de que los trenes contenían licores, cayeron sobre el tren privado de Göring. Algunos se llevaron pan y vino —el Reichsmarschall había hecho enganchar varios vagones de carga llenos de víveres para llevárselos al exilio—, mientras que, tal y como descubriría más tarde el investigador y oficial de Monumentos Bernard Taper,
… quienes llegaron más tarde tuvieron que conformarse con cosas como un cuadro del taller de Rogier Van der Weyden, un relicario de Limoges del siglo XIII, cuatro tallas de madera de estilo gótico tardío y demás fruslerías; todo cuanto encontraron. Un auténtico tumulto. Tres mujeres que se disputaban una alfombra de Aubusson desencadenaron una riña que duró hasta que un dignatario local les dijo: «Señoras, compórtense, repártansela». Y así lo hicieron. Dos de ellas utilizaron su parte como colcha, y la tercera cortó la suya en pedazos para hacer cortinas.[253]
Todos los días, al caer la noche, Robert Posey y Lincoln Kirstein, la brillante pareja de oficiales de Monumentos del 3.er Ejército, observaban el gran mapa clavado en la pared de la base de operaciones avanzadas. El mapa estaba forrado con acetato y cada jornada se marcaban en él los avances con lápiz rojo. Por la noche, a medida que los rumores se contrastaban y se tomaban por ciertos, se actualizaban las posiciones. Estadounidenses y soviéticos se habían reunido en Torgau a finales de abril. Italia se había rendido. Un suboficial aseguraba haber ido y vuelto de Bohemia sin encontrar resistencia. Posey y Kirstein detectaron una constante: la zona bajo control alemán era cada vez más pequeña, pero la mina de sal de Altaussee quedaba siempre en el territorio fuera del alcance de los Aliados occidentales.
No fue su única decepción. A medida que los ejércitos aliados cerraban posiciones en torno a los Alpes austríacos, se hizo evidente que Altaussee no caería en manos del 3.er Ejército estadounidense, tal y como Posey y Kirstein habían creído y esperado, sino del 7.º Ejército. James Rorimer sería el hombre a cargo de la mina; Posey y Kirstein tendrían que contentarse con un montón de ciudades en ruinas y unos cuantos castillos menores.
Robert Posey consideraba que era injusto, no tanto por él —como todos los hombres de Monumentos, en cuanto recibía información siempre la compartía— como por el 3.er Ejército. Le parecía absurdo que otro grupo de ejércitos se adjudicase los honores de un hallazgo como el de Altaussee cuando había sido el 3.er Ejército el que, durante los primeros meses, había barrido a todo un ejército alemán al este del río Mosela, cruzado el Rin y propinado un golpe fatídico a la moral del enemigo con sus ofensivas hacia el corazón de Alemania. ¿Acaso no había sido el 3.er Ejército el que había liderado el avance en Francia? ¿El que había tomado la inexpugnable ciudadela de Metz? ¿El que había peinado las regiones industriales de la Alemania centromeridional? ¿Y acaso no habían sido él y Lincoln Kirstein, hombres del 3.er Ejército, quienes habían descubierto no sólo la existencia sino la localización de la cámara del tesoro de Hitler?
En una carta a Alice en la que hace gala del habitual orgullo de los soldados del 3.er Ejército escribe:
Lamento que no fuera nuestro ejército el que debía reunirse con los rusos, si era eso lo que esperabas con tanta expectación. Puedo asegurarte que este ejército es la joya de los ejércitos aliados; nos toca siempre el papel más difícil, y por eso mismo el más importante. Nuestro equipo es como un equipo de fútbol que va siempre a la cabeza. El resto de ejércitos tienen fama de buenos, pero no de brillantes, y quienes abandonan la zona de combate no son merecedores de nuestra consideración. Estando en Inglaterra no eran más que civiles de uniforme. Quienes no piensan así, se convierten poco a poco en algo distinto. Cuando esto ocurre, suele ser por propia elección, pues formar parte de un grupo que no duda en declarar a gritos que es el mejor de todos los tiempos sería demasiado para soldados sin fuertes convicciones.[254]
Kirstein, por su parte, lejos de sentirse motivado por la camaradería imperante en el 3.er Ejército, opinaba que todo aquello era deprimente:
Cuando uno pasa demasiado tiempo trabajando entre los esqueletos de edificios importantes, pensando en el amor y el cuidado que se puso en levantarlos, en lo irrelevante de su destrucción, en la energía que se requiere para restaurarlos de forma aproximada —preguntándose, incluso, si será posible restaurarlos—, al final la confusión hace que lo vea todo negro. Después de ver los espectaculares despojos de Mainz y Frankfurt, Wurzburgo, Núremberg y Múnich, siempre era un alivio descubrir una pequeña población mercantil respetada por la guerra.[255]
Pocos días después, ni siquiera esas pequeñas ciudades intactas representaban un consuelo. Los alemanes —y en especial la aristocracia alemana— lo asfixiaban tanto como la destrucción. El 6 de mayo, escribió:
Últimamente vamos de locura en locura. Siguiendo el rastro del saqueo, hemos descubierto que la aristocracia local vive en una serie de enormes castillos repartidos por toda esta pintoresca provincia llenos de cajas con los contenidos de los museos, además de cajas de efectos personales, libros y marchantes que fueron invitados a instalarse en los Schloss para que pudieran salvar la vida ante el avance del ejército ruso-judío-negro-americano. Una encantadora condesa ya anciana nos recibió en la cama. Estaba enferma, oh, muy enferma, y su casa se había convertido en un hospital para heridos alemanes (de poca consideración). Pese a la elegancia de su antigua mansión, disponía tan sólo de una pieza pobre y pequeña, y a buen seguro que por poco se parte la crisma metiéndose en cama al oírnos entrar en el patio. La vieja era una zorra italiana que se había casado con un gran nombre alemán y estaba dando cobijo a un atajo de marchantes artísticos y de jóvenes condes y barones «enfermos» […] que, pobres, lo mal que lo han pasado. Por poco no salen de París a tiempo, tan delicados del pulmón […]. Esperaba que sus encantadores muchachos (saca retratos), dos chicos de buena planta, sus dos adorables oficiales de las SS, tuvieran el privilegio de rendirse a los americanos, que son todos gente deliciosa (entre quienes he estado toda la vida), y no a los antidemocráticos y sucios rusos-judíos-polacos, a quienes DEBEMOS enfrentarnos sin tardanza, aparte de eso sólo quería hacernos una petición de lo más insignificante. Por lo visto, a unos rusos-judíos-polacos-americanos-negros les había dado por disparar a los ciervos del coto fuera de temporada, y eso traía al guarda forestal DE CABEZA […]. Hizo castañetear la mandíbula postiza. Su hermana, una princesa soltera de cincuenta y ocho años, por lo menos se mostraba sincera dentro de la infamia. Dijo que querría estrecharnos la mano, si se lo permitíamos. Me reí: por favor, en tiempos de guerra me da lo mismo a quién le estrecho la mano. Debo decir que al final la vieja condesa nos fue útil, descubrimos lo que queríamos descubrir y en unos papeles con un membrete que era una corona nos apuntó el nombre de todas sus primas, que vivían en otros castillos, todos y cada uno de ellos un nido de serpientes venenosas […]. Los marchantes [de arte] tampoco tenían nada que envidiarles en cuanto a ruindad […]. Todos se habían enriquecido a punta de pistola; nunca compraban mercancía expropiada de colecciones judías a menos que las colecciones hubieran sido purificadas tras pasar por dos o tres intermediarios que se llevaban su parte del pastel. Era de esperar que los americanos no los harían desprenderse de propiedades adquiridas de tan buena fe. Por lo que respecta al destino último de los objetos, porcelanas finas, buenos maestros menores sin interés, sellos, cajetillas de rapé, muebles, etc., no me importan lo más mínimo si sus dueños originales, que sin duda están muertos, o sus dueños actuales, que sin duda son gente encantadora, amante de perros y caballos, los recuperan, los conservan o los dejan que se pudran y se ajen en sus sótanos. Lo único que me interesa es una pequeña porción de la historia del arte. Cuándo llegaré a casa.[256]
Lo inacabable de la operación, la desmesurada envergadura del saqueo, la presunción y las excusas, eso era lo que le deprimía, a pesar de que él y Posey se encontraban cada vez más cerca de la región alpina que albergaba la mayor parte de los depósitos de arte robado de los nazis. En una carta a su familia resume así la situación: «Como ves, mi humor mejora y el pelo se me cae a medida que pasan los días, que transcurren indistinguibles, innumerables y como a la pata coja. Me siento apático como nunca antes, y eso que los acontecimientos se vuelven cada vez más espectaculares […]. No me interesa el maldito futuro de la maldita Alemania».[257]