LA CARRERA
Berchtesgaden y Neuschwanstein, Alemania
4 de mayo de 1945
La 3.ª División de Infantería del 7.º Ejército estadounidense, «la Roca del Marne», había combatido en el norte de África, Sicilia, Anzio, Francia y el sur de Alemania hasta llegar finalmente a los Alpes bávaros. Había tomado parte en la captura de Múnich a finales de abril y había pasado por el cercano campo de extermino de Dachau. El 2 de mayo de 1945, el 7.º Regimiento de Infantería, conocido como los Cottonbalers, avanzó sobre Salzburgo, la puerta austríaca del Reducto Alpino. Esperaban encontrar oposición, pero en los últimos días había desaparecido todo atisbo de resistencia, por lo que pudieron tomar la ciudad sin disparar una sola bala. Desde ahí estaban en perfectas condiciones para hacerse con el trofeo definitivo: el baluarte nazi de Berchtesgaden, el corazón del Reducto Alpino.
La mañana del 4 de mayo, el comandante de la 3.ª División de Infantería, el mayor general John Iron Mike O’Daniel, visitó al coronel John A. Heintges, comandante del 7.º Regimiento de Infantería.
—¿Cree que conseguiremos llegar a Berchtesgaden? —le preguntó.
—Sí, señor —respondió Heintges—. Ya tengo el plan preparado.
Heintges había ordenado a sus ingenieros que trabajaran toda la noche para reforzar un puente de la zona por si acaso la división recibía órdenes de avanzar.
Al cabo de una hora, los Batallones 1.º y 3.º marchaban en formación de tenaza hacia Berchtesgaden. Mientras el 1.er Batallón avanzaba ojo avizor por los puertos de montaña, el 3.er Batallón bajó en formación abierta por la autopista. El 1.er Batallón entró en Berchtesgaden a la 15.58 horas del 3 mayo de 1945, seguida dos minutos más tarde por el 3.er Batallón.
Las calles estaban llenas de oficiales alemanes vestidos con sus abrigos grises en posición de firmes. Uno de ellos dio un paso al frente, desenfundó la pistola y la daga y se las entregó al coronel Heintges. Era Fritz Göring, el sobrino del Reichsmarschall. Heintges aceptó la rendición e invitó al joven a una Gasthaus local para tomar una botella de vino. El Reichsmarschall había partido hacía poco; Fritz se había quedado para hacer entrega de los archivos de la Luftwaffe a los Aliados.
Mientras Heintges conversaba con el oficial, otros Cottonbalers caminaban montaña arriba en dirección al Berghof de Hitler, en el monte Kehlstein. La casa había sufrido las bombas de la RAF británica y un incendio provocado por las SS, pero las despensas seguían llenas de comida y las paredes tachonadas de anaqueles con licores. Isadore Valentini, médico y antiguo minero del carbón, se sentó en el gran salón de Hitler y descorchó el vino del Führer con sus amigos.
La bandera nazi desplegada sobre el Berghof fue arriada y hecha trizas, y sus fragmentos, repartidos entre los oficiales de la 3.ª División de Infantería. En una casa cercana, un soldado tomó la Luger del teniente general Gustav Kastner-Kirkdorf, que éste había empleado para suicidarse. Poco después, los hombres del 7.º Regimiento de Infantería hacían rodar gigantescas ruedas de queso por las calles y daban buena cuenta de la colección personal de licores de Göring, que constaba de dieciséis mil botellas. Quedaba claro que el tal Reducto Alpino, tan temido por Eisenhower y sus consejeros, no existía. El último bastión de la resistencia nazi había caído sin apenas un disparo.
Neuschwanstein estaba situado al final de una larga y traicionera carretera de curvas que atravesaba las montañas de la frontera entre Alemania y Austria. Adecuada metáfora, pensó James Rorimer, de los derroteros que había seguido su búsqueda desde que había conocido a Rose Valland en París. Rorimer había acudido a la Ciudad de la Luz con la esperanza de salvar sus grandes monumentos y edificios, y en esos momentos conducía un camión de la Cruz Roja por la campiña alemana con la esperanza de encontrar, oculta en un castillo remoto, una de las mayores colecciones de obras de arte jamás reunida. ¿La habrían trasladado o, lo que era peor, destruido? ¿Seguirían allí los documentos del ERR, cruciales para esclarecer dónde y a quién se había robado cada pieza? Es más, ¿se dirigía al lugar correcto?
«Sí, en Neuschwanstein hay obras de arte —le había dicho Martha Klein, la restauradora a la que había conocido en Buxheim—. Pero la mina de Altaussee es, con diferencia, el escondite más bien surtido».
Al oír aquello le había embargado la duda, pero fue sólo un instante. Los Aliados no habían tomado todavía la región de los alrededores de Altaussee, un valle rural en lo alto de las montañas y alejado de cualquier objetivo, así que no había elección.
Por si eso fuera poco, llevaba meses soñando con Neuschwanstein. Imposible echarse atrás estando tan cerca y después de las promesas que le había hecho a Rose Valland. Con un poco de suerte, le quedaría tiempo para ir también a la mina.
Cualquier duda que pudiera quedarle, se disipó al divisar el castillo, que describió con estas palabras:
El castillo de cuento de hadas de Neuschwanstein, cerca de Füssen, se construyó en un fantasioso estilo seudogótico por orden de Luis de Baviera, el rey loco. Al verlo, según nos acercábamos desde el norte a través de un valle abierto, en lo alto de la montaña, se nos antojó el prototipo de todos los castillos de los cuentos. Un castillo construido en el aire a mayor gloria de unos locos egocéntricos sedientos de poder; un emplazamiento pintoresco, romántico y remoto, ideal para que un atajo de bandidos pudiesen llevar a cumplimiento sus actividades de saqueo artístico.[250]
Las grandes puertas de hierro estaban protegidas por dos cañones montados sobre vehículos blindados. Aparte de eso, los alemanes habían huido, dejando el lugar totalmente indefenso. La unidad estadounidense que había tomado el castillo no había informado de focos de resistencia y el arsenal confiscado a los alemanes que todavía se encontraban allí no pasaba de un par de escopetas. Gracias a la información de Rose Valland y al empeño de Rorimer, la unidad se había hecho cargo de la importancia del castillo y nada más capturarlo lo había precintado y acordonado. Nadie, con independencia de rangos, había accedido a las cámaras del tesoro.
Con el custodio de toda la vida del castillo como guía —los nazis habían mantenido al personal del servicio del castillo de antes de la guerra, confiando en él más que en sus propios hombres—, James Rorimer, su nuevo ayudante, John Skilton, y un pequeño retén de guardias entraron en el castillo. El interior era un laberinto de escaleras proyectado no por un arquitecto, sino por un diseñador de decorados teatrales por quien el rey loco sentía gran admiración. Las escaleras eran empinadas y poco seguras, y en lo alto de cada tramo había una puerta que los guardias alemanes se encargaban de ir abriendo y cerrando a su paso con la ayuda de un juego de llaves de grotescas dimensiones. Detrás de la mayoría de puertas se abrían habitaciones claustrofóbicas con paredes de dos palmos y estrechas ventanas. Otras conducían a magníficos salones, en ocasiones a un balcón con vistas a la montaña, de donde partía otro tramo de escaleras por el exterior del edificio. El castillo ascendía formando ángulos aparentemente imposibles y las habitaciones se sucedían las unas a las otras, a cual más extravagante, llenas todas de cajas y cajones, armazones y plataformas, donde se almacenaba el patrimonio de Francia expedido desde París. En algunas estancias no había más que ornamentos de oro; en otras, las pinturas se amontonaban sobre estantes o pilas de cajones con las iniciales «ERR» pintadas sobre los distintivos de los coleccionistas parisinos. Rorimer comprobó que muchas de las cajas no se habían abierto todavía.
Otras secciones del castillo estaban atestadas de muebles. Otras contenían tapices; otras, servicios de mesa, copas, candelabros y todo tipo de artículos de ajuar. Había varias habitaciones con libros y valiosos grabados introducidos al azar entre los lomos o caídos por detrás de las estanterías. Detrás de una puerta de acero, cerrada con dos llaves, se encontraba la colección de joyas de los Rothschild, de fama mundial, y más de un millar de objetos de plata pertenecientes a Pierre David-Weill. «Atravesé las habitaciones como en trance —escribió Rorimer—, con la esperanza de que los alemanes hubieran hecho honor a su reputación de metódicos y tuvieran fotografías, catálogos y registros de todos aquellos artículos. De lo contrario, se necesitarían veinte años para identificar tamaña acumulación de botín.»[251]
En el Kemenate, una parte del castillo donde estaba el salón de la chimenea y a la cual se accedía por una puerta separada, los nazis habían quemado uniformes y documentos. Rorimer vio la firma de Hitler, todavía visible en la retorcida esquina del papel chamuscado, y temió que los archivos hubieran sido destruidos, pero por suerte la habitación siguiente estaba repleta de archivadores donde se guardaban fotografías, catálogos y registros. A cada confiscación realizada por el ERR en Francia —más de veintiuna mil en total, incluidos los envíos que habían ido a parar a otros depósitos— correspondía una ficha de catalogación. Las fichas no sólo atestiguaban buena parte del botín sustraído en Europa occidental, sino que, tal y como había dicho Rose Valland al hablarle de la importancia de Neuschwanstein, resultaban absolutamente imprescindibles para identificar los artículos y restituirlos a sus dueños.
—Que nadie entre aquí —le dijo Rorimer al sargento de la guardia que seguía al equipo de inspección—. Ni siquiera los centinelas. Queda prohibido el acceso a este edificio.
En el suelo había una trampilla. Rorimer mandó sellarla con clavos e hizo colocar un baúl de acero encima. Las pesadas puertas del Kemenate quedaron cerradas a cal y canto. A continuación, James Rorimer, en un gesto al más puro estilo teatral, recogió un viejo sello que había encontrado entre los tesoros del saqueo —SEMPER FIDELIS, «siempre fiel», se leía en él— y lo estampó en el lacre que cerraba la ranura entre las puertas.