EL DOGAL SE ESTRECHA
Alemania y Austria 2 y 3 de mayo de 1945
Evidentemente, la guerra no la libraban tan sólo los Aliados occidentales. En Italia, las fuerzas alemanas presentaron su rendición oficial el día 2 de mayo. En el frente oriental, los más de dos millones de hombres del Ejército Rojo habían atravesado Polonia como una apisonadora y avanzaban hacia el interior de Alemania, obligando a las tropas nazis y a la población civil a huir hacia el oeste para no ser masacrados. El 4 de mayo, las fuerzas estadounidenses atraparon a Hans Frank, el infame gobernador general de la Polonia ocupada, en su residencia de Neuhaus, a orillas del lago Schliersee, a sólo quince kilómetros de la frontera austríaca.
El reinado de Frank en Polonia había sido despiadado y sangriento. «No debemos mostrarnos escrupulosos a la hora de admitir que [en Polonia] se ha fusilado a un total de 17.000 personas —aseveró durante un discurso ante los adeptos del partido en 1943—. Ahora tenemos el deber de cerrar filas; quienes estamos hoy aquí reunidos figuramos en la lista de criminales de guerra del señor Roosevelt. A mí me cabe el honor de encabezarla.»[248] En cierta ocasión, durante una visita a otro territorio, captó su atención un letrero que proclamaba la ejecución de siete partisanos, y ante su séquito se jactó de que, si hiciera poner un cartel por cada siete polacos que había matado, habría que talar un bosque entero.
En contraste con su presteza a la hora de sentenciar al prójimo, Frank demostró una gran debilidad a la hora de afrontar sus propios crímenes. Impotente y desesperado, sólo tuvo presencia de ánimo para entregar los cuarenta y tres volúmenes de sus diarios a sus captores. Durante su primera noche de cautiverio, intentó suicidarse cortándose las muñecas y la garganta. Incluso en eso fracasó. Durante el registro de su vivienda, los soldados encontraron nueve grandes obras pictóricas, entre ellas dos de las tres obras maestras hurtadas de la colección Czartoryski de Cracovia: el Paisaje con el buen samaritano de Rembrandt y la Dama con armiño de Leonardo da Vinci. La tercera, el Retrato de un joven de Rafael, figuraba como desaparecida en las listas oficiales.
En los sótanos de una prisión próxima a Tréveris, Hermann Bunjes hizo recapitulación de su vida y quedó consternado. Los oficiales de Monumentos Robert Posey y Lincoln Kirstein no habían regresado para aceptar su propuesta de ayuda; en vez de ello, Posey envió a un interrogador del ejército al pequeño escondite del historiador en las afueras de Tréveris. Poco después, Bunjes era arrestado por las fuerzas aliadas.[249] Había sido cómplice del pillaje de Göring en Francia; había acosado a Rose Valland en el Jeu de Paume; había renunciado a todas sus credenciales como hombre de cultura, como estudioso y como persona por acceder a la cúpula nazi y, aun así, había logrado convencerse de que al final saldría bien parado. Tal vez creía que podría escapar aprovechando la confusión desatada por el avance aliado, o que podría comprar su libertad revelando a Posey y a Kirstein el paradero de la cámara del tesoro de Hitler en Altaussee. Pero Bunjes había vendido su alma, y eso es algo irrecuperable ni aun al más alto precio. Hermann Bunjes ambicionaba el poder, la riqueza y el prestigio, aunque todo ello no era más que un cruel espejismo fruto de los delirios de un orate.
En Baviera, Hermann Göring, ataviado con las borlas y oropeles de su elevado rango (pese a haber sido oficialmente depuesto por Hitler pocos días antes), viajaba en un coche descapotable custodiado por las SS. La escolta tenía la orden de asesinar al Reichsmarschall y a su familia, pero hasta las SS eran conscientes de que el país atravesaba un vacío de poder e hicieron caso omiso de la orden. El convoy se dirigía hacia Mauterndorf, una de las muchas residencias de Göring; el Reichsmarschall tenía previsto aguardar allí hasta que Eisenhower le concediese audiencia. Estaba convencido de que se reuniría con él y conversarían de militar a militar.
En el ínterin, sus obras de arte estaban en tránsito hacia la ciudad de Unterstein, a nueve kilómetros y medio de Berchtesgaden. En las últimas dos semanas, habían recorrido un azaroso trayecto por las bombardeadas líneas férreas alemanas. Primero habían ido a Berchtesgaden, donde se habían desenganchado tres vagones a pesar de que los refugios antiaéreos eran húmedos y demasiado pequeños para contener la colección entera. El resto de los vagones habían seguido rumbo a Unterstein, pero al llegar, el Reichsmarschall se desdijo de su decisión y prefirió devolver la colección a los refugios de las afueras de Berchtesgaden. Las pinturas se cubrieron con tapices para protegerlas y las puertas del refugio se sellaron con una capa de treinta centímetros de hormigón y se camuflaron con maderos que parecían vigas de tejado. Por supuesto, no hubo espacio para el grueso de la colección, de modo que, mientras las bombas asolaban Alemania, las tropas aliadas avanzaban sobre los escombros de lo que fueran grandes ciudades y los nazis más fanáticos planeaban la voladura de vías férreas, fábricas y puentes, el Reichsmarschall mandó el remanente de su descomunal colección de pinturas, esculturas, tapices y demás tesoros culturales robados de vuelta a Unterstein. Él y su mujer se quedaron tan sólo con las diez pequeñas obras maestras que llevaban consigo desde la partida de Carinhall, suficientemente valiosas como para que ambos pudieran vivir como reyes el resto de sus vidas.
Al otro lado de la frontera austríaca, en el Reducto Alpino, entre los defensores de Altaussee reinaba la confusión. Eigruber había mandado un equipo de demolición para armar y explosionar las bombas. Un informante de confianza —el marido de una amiga de uno de los mineros— había visto a la brigada de derribos en un valle a unos pocos kilómetros, a la espera de una escolta de la Gestapo. Días atrás, Pöchmüller y Högler habían discutido sobre la conveniencia de enviar a alguien a Salzburgo para que informase de la situación a las fuerzas de los Aliados occidentales. Concluyeron que era demasiado arriesgado. La idea de rebelarse contra los guardias armados parecía un desatino, sobre todo a la vista de la inminente llegada de la Gestapo con la brigada de derribos. Por lo demás, no disponían de tiempo ni de medios para sacar las pesadas bombas de la mina.
En ese momento crucial, uno de los mineros, Alois Raudaschl, tuvo una idea. El doctor Ernst Kaltenbrunner, jefe de la policía secreta de Hitler y segundo en la jerarquía de las SS, había huido del búnker de Hitler en Berlín y se encontraba de camino hacia la zona, donde vivía su amante. Raudaschl, como miembro del Partido, sabía cómo ponerse en contacto con él. ¿Podría ayudarles Kaltenbrunner?
Era una opción atractiva. En tanto que jefe de seguridad nazi, Kaltenbrunner estaba por encima de Eigruber. Había estado en el búnker y conocía los designios de Hitler. Además, lo tenía todo para despertar la admiración del Gauleiter: austríaco de nacimiento, era famoso por su firme adhesión a las más abyectas prácticas de Hitler, como el establecimiento de campos de concentración, la ejecución de prisioneros de guerra y la desaparición de miles de «indeseables» de los territorios bajo ocupación alemana. En pocas palabras: un malnacido sin escrúpulos ni corazón, justo el tipo de persona capaz de ganarse el respeto de August Eigruber.
La pregunta era si un hombre de esas características estaría dispuesto a tomarse alguna molestia por salvar obras de arte.