DESCUBRIMIENTOS
Turingia y Buxheim, Alemania
1 de mayo de 1945
George Stout llegó a Bernterode el 1 de mayo de 1945. Tal y como Walker Hancock había descrito durante su conversación telefónica, la mina se encontraba en una zona rural en la cual no había más que bosques. Los nazis incluso habían evacuado una pequeña aldea de las proximidades para que nadie notase la frenética actividad que tenía lugar en la mina. El único signo de civilización, si así podía llamársele, era el campo de concentración para personas desplazadas, en su mayoría franceses, italianos y esclavos soviéticos que habían trabajado en la mina. El pozo principal bajaba hasta quinientos cuarenta metros, y los túneles se extendían a lo largo de casi veinticuatro kilómetros por debajo de la tierra. Al principio, el cometido principal de los trabajadores consistía en cargar y descargar municiones, dado que Bernterode era uno de los mayores centros de producción armamentística de Alemania central. Según las estimaciones del personal de ordenanza estadounidense a cargo de la exploración del yacimiento, la mina contenía cuatrocientas mil toneladas de explosivos. «Si alguien entraba con una cerilla en la mina, lo molían a azotes o cosas peores», le había dicho uno de los trabajadores franceses a Walker Hancock.
—Los civiles fueron desalojados hace seis semanas —informó Hancock a Stout mientras descendían por el largo, lento y oscuro hueco del montacargas hasta el fondo de la mina—, los soldados alemanes empezaron a llegar al día siguiente. La operación se realizó en el más absoluto secreto. Dos semanas después sellaron la mina. Fue el 2 de abril, George, el día que entramos en Siegen.
El montacargas se paró al final del pozo y los dos hombres encendieron sus linternas. En el techo había lámparas eléctricas, pero la iluminación era muy débil y la corriente iba y venía.
—Por aquí —dijo Hancock señalando el corredor principal.
Se encontraban a más de medio kilómetro bajo tierra y no se oían más que sus pasos. Del túnel partían ramales con cavidades excavadas en la roca que se perdían en la oscuridad. Cuando Stout enfocaba las cavidades con la linterna se veían pilas de proyectiles de mortero y explosivos. Cuatrocientos metros más adelante llegaron a una pared recién sellada con mortero. Como no había puerta —los nazis no esperaban que nadie entrara en ese depósito—, se había practicado un butrón. Al otro lado del corredor había un gran alijo de dinamita.
—Usted primero —dijo Hancock.
George Stout se introdujo por el boquete de la pared, que conducía a una sala cuyo contenido resultaba inimaginable incluso para alguien que, como él, hubiese estado ya en Siegen y Merkers. En ella, había un pasadizo central bien iluminado y flanqueado por plataformas de madera y compartimentos de almacenaje. De los compartimentos colgaban 225 banderas y estandartes desplegados y ornados con objetos decorativos. Eran estandartes militares alemanes que databan de las antiguas guerras prusianas y de la primera guerra mundial. Cerca de la entrada de la cámara había varias cajas y pinturas, y en las plataformas podían verse, cuidadosamente dispuestos, tapices y otras obras ornamentales. Stout notó que en algunas de las plataformas había unos ataúdes de grandes dimensiones.[245] Tres de ellos no presentaban decoración de ningún tipo; uno de ellos lucía una corona, cintas rojas y un nombre: Adolf Hitler.
—No es él —dijo Hancock por encima del hombro de Stout—. Los muchachos de ordenanza creían que sí, pero no.
Stout subió a la plataforma en la que estaba el ataúd. Las banderas colgaban sobre su cabeza, algunas de las más viejas protegidas con redecillas para conservarlas de una pieza. Por el suelo había cajas de munición y las cintas estaban decoradas con esvásticas. Hancock tenía razón; no era Hitler. En un burdo cartel, rotulado con lápiz rojo y sujeto con cinta adhesiva, se leía: «Friedrich Wilhelm I, der Soldaten König». Federico Guillermo I, el Rey Soldado, muerto desde 1740. En ese momento, Stout reparó en que las condecoraciones eran el homenaje de Hitler al fundador del moderno Estado alemán.
Examinó el resto de ataúdes, cada uno con su tosco rótulo a lápiz rojo sujeto con cinta adhesiva. Ahí yacían el Feldmarschall Von Hindenburg, el máximo héroe alemán de la primera guerra mundial, y a su lado, Frau Von Hindenburg, su esposa. El cuarto ataúd contenía los restos de «Friedrich der Grosse», Federico el Grande, el hijo del Rey Soldado.
¿De dónde había sacado Hitler aquellos ataúdes?, se preguntaba Stout. ¿Habría profanado sus tumbas?
—Es una sala de coronaciones —apuntó Hancock—. Pretendían coronar a Hitler emperador de Europa.
—O del mundo —agregó Stout, examinando las fotos de una cajita metálica. Había fotografías y retratos de todos los líderes militares del Estado prusiano, desde el Rey Soldado hasta Hitler. En otras tres cajas se guardaban algunos de los trofeos de la monarquía prusiana: la espada imperial del príncipe Alberto, forjada en 1540; el cetro, el orbe y la corona empleados en la coronación del Rey Soldado en 1713. Las joyas se habían extraído de la corona debido, según rezaba una etiqueta, a una «venta honorable».[246]
Stout examinó el resto de la sala. Las cajas de acero para munición contenían libros y fotografías de la biblioteca de Federico el Grande, y los 271 cuadros colocados en la última plataforma de almacenaje procedían de sus palacios de Berlín y el Sanssouci de Potsdam.
—No, no es una sala de coronaciones —dijo Stout—. Es un relicario. Aquí guardaban los artículos más valiosos del estado militar alemán. Esta sala no estaba destinada a Hitler, sino al próximo Reich, para que pudiera constituirse sobre un pasado glorioso.
Hancock se echó a reír.
—Y ni siquiera han conseguido mantenerlo oculto hasta el final de éste.
Quinientos cincuenta kilómetros al sur, James Rorimer recibía por fin las noticias que había estado esperando: el 7.º Ejército estadounidense se aproximaba a Neuschwanstein. Salió de inmediato hacia el depósito de transportes, donde le dijeron que, puesto que la unidad de mando se disponía a partir en breve para Augsburgo o Múnich, no había vehículos disponibles.
Astuto y decidido como de costumbre, y más estando tan cerca su objetivo después de todos aquellos meses, logró que un amigo le apartase un jeep de la Cruz Roja y se puso en camino sin dilación. Como Neuschwanstein no estaba liberado todavía, se desvió hacia Buxheim, donde Rose Valland le había dicho que los nazis habían ido depositando lo que no cabía en Neuschwanstein desde 1943. Sin vacilar lo más mínimo, un agente de policía alemán le indicó cómo llegar a un monasterio, situado a unos pocos kilómetros de la ciudad, donde todo el mundo sabía que se guardaban las obras de arte de los nazis. Los soldados estadounidenses destacados en el lugar, no obstante, parecían desconocer la existencia de la mercancía. Los ladrones habían saqueado las salas exteriores del monasterio y las tropas aliadas estaban muy ocupadas evitando que los hambrientos desplazados arramblasen con los comestibles saqueados a los franceses. En la parte posterior de una de las habitaciones, completamente ignorada por las tropas norteamericanas, Rorimer encontró una serie de cajas con estatuas marcadas con las letras «D-W», las siglas de Pierre David-Weill, uno de los mayores coleccionistas de arte del mundo. En la sección principal del monasterio, incluso los pasillos estaban llenos de muebles renacentistas robados. Las celdas, donde se alojaban un sacerdote, treinta monjas y veintidós niños refugiados, estaban a rebosar de cerámica, pinturas y obras decorativas. El suelo de la capilla estaba cubierto con unos treinta centímetros de alfombras y tapices, muchos de ellos directamente robados de las paredes y los suelos de varias de las propiedades de los Rothschild.
Los supervisores alemanes del monasterio pusieron el máximo empeño en ser lo menos serviciales posible, aunque Rorimer tuvo mejor suerte con Martha Klein, una restauradora de Colonia nombrada supervisora del depósito. Gracias a Klein, Rorimer descubrió que el monasterio era el más importante de los talleres donde se restauraban los objetos sustraídos por el ERR en Francia. Alrededor podían verse los utensilios del oficio: cámaras, cepillos, pintura, espátulas, luces, instrumentos de medición y leche, utilizada en la preparación de los lienzos. Rorimer se fijó en una pintura de pequeño tamaño tumbada sobre una de las mesas. Klein le dijo que era un Rembrandt, descubierto por los nazis en la cámara de seguridad de un banco de Múnich. En cuanto Rorimer se lo pidió, Klein le facilitó el listado de pinturas que ella y sus colegas habían restaurado entre aquellas estrechas paredes a lo largo de los últimos dos años.
«Pocos museos hay en el mundo que puedan presumir de tener una colección como la que aquí [en Buxheim] hemos encontrado —escribiría Rorimer más tarde—. Resultaba imposible pensar en las obras de arte en términos ordinarios: nos las veíamos con salas, camiones, castillos enteros.»[247]
Y aquello no eran más que las sobras. Neuschwanstein todavía estaba a unos cuantos kilómetros de distancia.