EL DOGAL
Berlín, Alemania, y sur de Alemania
30 de abril de 1945
El 30 de abril de 1945, Adolf Hitler se quitó la vida en su búnker de la Cancillería del Reich, en la ciudad de Berlín. El día 22, en el transcurso de una reunión táctica, había sufrido un ataque de nervios en el que había admitido ante sus comandantes que Alemania estaba perdida. El Partido Nazi se había desmoronado. La nueva Berlín era pasto de las bombas y la artillería. Sus amigos y generales lo habían traicionado, o eso creía él en su paranoia. Era propenso a terroríficos arrebatos de ira durante los cuales arremetía contra quienes lo habían abandonado, insistía en que la victoria era posible y prometía seguir luchando; a esto había que añadir que el odio y las ansias de destrucción no le permitían razonar: se proponía matar a tantos judíos como fuera posible; arrojar a los ejércitos, incluidos ancianos y jóvenes, contra las líneas enemigas como carne de cañón; destruir de raíz las infraestructuras alemanas para que el país que lo había traicionado, que con su cobardía había demostrado pertenecer no a la raza dominante sino a la más débil, retrocediera hasta la Edad de Piedra. El fracaso de sus hombres lo había despojado de todo; el único consuelo que le quedaba a su retorcido corazón en aquellos últimos días —tal vez lo único que lo hacía humano, y por eso mismo verdaderamente terrible—, en aquel búnker excavado en las profundidades de la Cancillería berlinesa, con el sonido de la artillería soviética explotando pocos metros más arriba, era el amor por el arte.
Durante los meses anteriores, solía pasar horas solo o en compañía de sus más fieles colaboradores —el Gauleiter August Eigruber lo visitaba con regularidad— contemplando su maqueta de Linz en el sótano de la Nueva Cancillería: las formidables arcadas, los caminos, la imponente catedral del arte. En ocasiones se ponía a gesticular con energía, llamando la atención sobre un elemento de diseño brillante o una verdad esencial. En otras, se inclinaba lentamente hacia delante en la silla, aferrándose sin darse cuenta el guante de la mano izquierda cada vez con más fuerza, los ojos desorbitados bajo la visera de la gorra militar, mientras observaba en silencio, a saber si por última vez, el símbolo de todo lo que fue o pudo haber sido.
A finales de abril todo había terminado. Durante la cena del día 28, a pocas horas de contraer matrimonio con su compañera de tantos años, Eva Braun, Hitler miró a su secretaria, Traudl Junge, y le dijo: «Fräulein, la necesito ahora mismo; traiga el bloc de taquigrafía y un lápiz. Quiero dictarle mi testamento».[238]
[Sello]
[ADOLF HITLER]
Mi última voluntad y testamento
Considerando que no debía aceptar la responsabilidad, durante los años de conflicto, de contraer matrimonio, decido ahora, antes de terminar mi carrera en la tierra, tomar como esposa a la mujer que, después de años de fiel amistad, entró por voluntad propia en la ciudad sitiada con el fin de compartir conmigo su destino. Es por su propia voluntad que irá a la muerte conmigo como mi esposa. Ello nos compensará por todo cuanto hemos perdido a causa de mi trabajo al servicio de mi pueblo.
Cuanto poseo pertenece —por cuanto pueda tener de valor— al Partido. En el caso de que éste no existiere, al Estado; en el caso de que también éste fuere destruido, no es necesaria ninguna otra disposición por mi parte.
Mis pinturas, en las colecciones que he comprado en el curso de los años, nunca han sido coleccionadas con propósitos privados, sino exclusivamente para la ampliación de las galerías de mi ciudad natal de Linz a. d. Donau.
Es mi más sincero deseo que este legado sea debidamente ejecutado.
Nombro Albacea a mi más fiel camarada del Partido, Martin Bormann.
Esto le confiere autoridad jurídica para llevar a cabo cualquier tipo de decisión. Le será permitido tomar todo cuanto posea valor sentimental o sea necesario para llevar una vida modesta y sencilla, para mis hermanos y hermanas, y sobre todo para la madre de mi esposa y mis fieles colaboradores, de él bien conocidos, a destacar mis secretarias Frau Winter, etc., quienes durante muchos años me han ayudado con su trabajo.
Yo y mi mujer —al propósito de escapar a la deshonra de la deposición o la capitulación— elegimos morir. Es nuestro deseo que se nos queme de forma inmediata en el lugar donde he realizado la mayor parte de mi labor diaria en el curso de doce años de servicio a mi pueblo.
Otorgado en Berlín, a 29 de abril de 1945, a las 4.00 horas.
(Fdo.) A. Hitler
Su familia y socios leales eran consideraciones prácticas. El partido, a su entender, había tocado fondo. Su flamante esposa, Eva Braun, era tan sólo «la mujer», a pesar de que pocas horas más tarde se envenenaría a su lado. Todo aquello por lo que había trabajado había desaparecido, había sido destruido, pero aún al final de su vida uno de los peores psicópatas del siglo XX entrevió la posibilidad de dejar un legado: la finalización de su museo de Linz, su museo, donde debían exhibirse los tesoros que había saqueado por toda Europa.
Al día siguiente, horas antes de la muerte de Hitler, tres correos salieron en motocicleta del Führerbunker llevando cada uno un original del testamento de Hitler.[239] Partieron en direcciones distintas pero con un mismo objetivo: asegurarse de que la última voluntad del líder del Partido Nazi sobreviviera a la total destrucción que él mismo había planeado para su pueblo, su país y el mundo entero.
En esos momentos, los seguidores de Hitler —algunos por confusión y lealtad mal entendida, otros por interés propio, por miedo o llevados por la fundamental convicción de que el hombre que les había ordenado aniquilar a millones de personas y destruir ciudades enteras jamás les pediría que salvasen nada, tanto menos algo tan decadente e insignificante como el arte— se aplicaban para frustrar sus deseos y destruir la colección de arte robado que con tanto afán había reunido.
En ninguna parte era esto tan cierto como en los Alpes austríacos, donde el Gauleiter August Eigruber se reafirmaba en su propósito de destruir por completo la mina de sal de Altaussee. Y lo que es peor: había descubierto que Pöchmüller se proponía frustrar sus planes. Su adjunto, el inspector de distrito Glinz, se había enterado de que Högler, el capataz de la mina que había recibido la orden de Pöchmüller, había hecho traer camiones para proceder a retirar las bombas del Gauleiter.
—Las cajas se quedan donde están —le dijo Glinz a Högler, desenfundando su pistola—. Ya veo lo que está ocurriendo aquí. Como se atreva a tocar esas cajas, lo mato.[240]
Högler le suplicó a Glinz que hablara con Pöchmüller, que se encontraba montaña abajo, en otra mina de sal, en Bad Ischl. Durante una tensa conversación telefónica con Glinz, Pöchmüller insistió en que la orden del Führer del 22 de abril —que las obras de arte debían defenderse a toda costa del enemigo, sin destruirlas en ningún caso— era inequívoca. Las obras de arte no debían sufrir daños.
—El Gauleiter considera que la orden del veintidós de abril ha prescrito —respondió Glinz—, y que por lo tanto queda sin efecto. Considera que todas las órdenes posteriores son inciertas porque no proceden del Führer en persona.[241]
Con Hitler muerto, parecía imposible hacer desistir al Gauleiter de su empeño, pero Helmut von Hummel se dejó convencer de nuevo por los responsables de la mina. El 1 de mayo, Von Hummel remitió una carta a Karl Sieber, el restaurador de Altaussee, en la que declaraba que «la semana pasada» el Führer había confirmado que «las obras de arte de la zona de Oberdonau no debían caer en manos del enemigo, pero que bajo ningún concepto debían destruirse».[242]
Sin embargo el telegrama no sirvió de nada. Cuando Pöchmüller regresó a la mina, se encontró con que el Gauleiter había apostado otros seis guardias fuertemente armados en la entrada. Las bombas seguían dentro; faltaban tan sólo los detonadores… y éstos se encontraban ya de camino hacia la mina.
Para Robert Posey, no había peor lugar que el sur de Alemania: un mundo sin reglas. La sociedad se había desmoronado. Ciudades y aldeas arrasadas se acumulaban una tras otra, destrozadas por las fuerzas aliadas, nazis desesperados o Gauleiter locales empeñados todavía en llevar a cumplimiento el Decreto Nerón de Hitler. Los barcos se hundían en los ríos, las fábricas ardían, los puentes estaban cortados. Por todas partes se veía a civiles vagando en busca de comida y cobijo. No era raro ver a grupos de un centenar o más de desplazados caminando sin rumbo fijo. Provenían de las poblaciones de la zona, pero también del este, donde la gente huía de las represalias del avance soviético.
¿Habría cruzado la línea del frente? Imposible saberlo. En muchos lugares, los soldados alemanes se movían en convoyes en un intento desesperado de rendirse a los estadounidenses. A lo largo de las carreteras, Posey podía ver sus rostros tras el alambre de espino, la mayoría sonrientes ahora que para ellos la guerra había terminado. De repente, sin embargo, llegaban a una población donde las fuerzas alemanas seguían atrincheradas y dispuestas a combatir hasta el último hombre. Las oscuras ventanas de algunas aldeas abandonadas servían de refugio a los francotiradores. Nidos de ametralladoras inadvertidos abrían fuego de improviso sobre la carretera. Algunas unidades estadounidenses apenas si llegaron a entrar en combate; otras perdieron a más hombres durante el vacío de poder que durante los seis meses anteriores. Paz y violencia se alternaban de forma aleatoria y caótica. De nada servían los mapas. A veces, Posey se preguntaba si su brújula seguía apuntando al norte; parecía no haber magnetismo, ninguna fuerza que mantuviera la unión entre las cosas. Las leyes de la naturaleza —todas las leyes, de hecho— parecían abolidas. La única recomendación que el ejército podía dar a sus soldados era que no se separasen de sus unidades y que bajo ningún concepto se movieran en solitario. Pero ¿y quienes no tenían unidad? ¿Qué ocurría con quienes, por la propia idiosincrasia de su trabajo, se veían obligados a recorrer aquella tierra calcinada sin apenas compañía?
Posey pensaba a menudo en Buchenwald, aun cuando en torno a él el mundo estuviera desmoronándose. En un despacho abandonado del campo había encontrado el retrato de un oficial alemán. El hombre posaba en posición de firmes con una radiante sonrisa en el rostro, sosteniendo una de sus más preciadas posesiones: el dogal con el que ejecutaba a sus reos en el garrote. Posey guardaba el retrato en su bolsa y a menudo se quedaba mirándolo antes de apagar la luz por la noche. A veces, la sonrisa del oficial lo ponía hecho una furia; en otras, lo entristecía hasta las lágrimas. Posey veía al terrible oficial en los rostros de cualquier alemán, incluso en el de los niños, que durante tanto tiempo le habían recordado a su hijo. Toda aquella destrucción no hacía mella en su ánimo, y eso lo preocupaba. Un día, lejos del campamento y sin comida, él y Kirstein se encontraron con una compañía de infantería que habían decidido matar y cocinar un conejo que habían visto en una conejera detrás de una casa de campo. Al entrar en el terreno, apareció una mujer en la puerta.
—Por favor —dijo chapurreando inglés—, el conejo es de mi hijo.
Los soldados no se dieron por enterados.
—Por favor —repitió la mujer—. Mi marido era oficial de las SS. Es terrible, lo sé, pero a estas alturas ya debe de estar muerto. Le regaló el conejo a mi hijo antes de partir para la guerra. Mi hijo tiene ocho años, el conejo es lo único que le queda de recuerdo de su padre.
Robert Posey se quedó un buen rato con los ojos clavados en la mujer y entonces echó mano a su bolsa. Sacó un trozo de papel, pero no era la fotografía de Buchenwald, sino una de las señales de «Acceso prohibido» de las que colocaba en los monumentos protegidos. En la parte inferior escribió: «Por orden del capitán Robert Posey, 3.er Ejército de los Estados Unidos», y colgó la señal en la jaula.
—Nadie le hará nada al conejo de su chico —dijo, y se marchó con los miembros de la compañía.[243]
Días después le escribió a Alice:
Lo que explicabas [en la última carta] sobre el niño de dos años de color, me recordó por alguna razón los grandes horrores que vi hace unos días. Ocurrió en el campo de concentración nazi de cerca de Weimar que visité al día siguiente de su rendición. Todavía no creo lo que vi. Fue demasiado inverosímil. Ninguna de las cosas que he leído acerca del cruel sadismo de los nazis me parece ya exagerada. Dice mucho de Roosevelt que les plantase cara prácticamente en solitario, mientras el resto del mundo vivía sometido. Las gentes de Weimar, que queda a sólo seis kilómetros, aseguran que ignoraban lo que estaba ocurriendo, cuando él, sin embargo, lo sabía pese a encontrarse a seis mil kilómetros. Aun así, me pregunto si la nuestra es una sociedad sana cuando una familia es capaz de abandonar a un chiquillo negro a su suerte. Quizá es que soy un blandengue. Cuando me alojo en una casa alemana, ni que sea tan sólo por una noche, salgo a buscar los pollos, los conejos y mascotas y, si puedo, les doy agua y comida. Generalmente, las familias huyen con tanta precipitación que no les da tiempo de ocuparse de esas cosas. Me imagino que el mundo es para los fuertes y los crueles. Si es así, debería sentirme satisfecho de procurar vivir cada día dentro de los límites de mi conciencia y dejar los aplausos para quienes están dispuestos a pagar el precio que cuestan.[244]