CAPÍTULO 42

PLANES

Alemania central, Alemania meridional

y Altaussee, Austria

27-28 de abril de 1945

El 27 de abril de 1945, un joven capitán de ordenanza se presentó en el despacho del jefe de personal de la sección avanzada del 1.er Ejército estadounidense. Sonriendo, depositó sobre la mesa una pequeña vara metálica y una bola. El comandante se quedó mirándolas por un instante, luego cogió la vara y la examinó de uno a otro extremo. La pieza, intrincadamente labrada y con incrustaciones de joyería, parecía el cetro de un rey. Y de hecho, es lo que era. Lo que el soldado había traído era el cetro y el orbe de coronación de Federico el Grande, el famoso rey prusiano del siglo XVIII.

—¿Dónde lo ha encontrado?

—En un depósito de armas, señor.

—¿Dónde?

—En un zulo en el bosque, en medio de la nada, señor.

—¿Hay algo más?

—Señor, no se va a creer lo que hay ahí.

Dos días después, la mañana del 29 de abril de 1945, George Stout recibió una llamada de Walker Hancock, el oficial de Monumentos del 1.er Ejército.

Stout acababa de remitir una petición urgente al cuartel del SHAEF en Francia en la que solicitaba camiones, jeeps, material de embalaje y un mínimo de doscientos cincuenta hombres para custodiar los depósitos. No le habían dado garantías de nada.

—Estoy en las afueras de Bernterode, una pequeña ciudad del norte del bosque de Turingia —dijo Hancock, casi trabucándose con las palabras—. Hemos encontrado una mina con cuatrocientas mil toneladas de explosivos.[235] Por teléfono no puedo decirle qué más hemos encontrado, pero es importante, George. Puede que más importante que Siegen.

Mientras Hancock exploraba la mina de Bernterode, el director general de Altaussee, Emmerich Pöchmüller, estaba sentado en su despacho de la mina de sal. Entre las manos sostenía una orden que acababa de mecanografiar; en la parte inferior, estaba su firma. Ver su nombre escrito de su puño y letra le hizo sentir náuseas.

Se resistía a expedir la orden, pero no veía alternativa. Tras semanas de insistencia, se le había conferido autoridad sobre el destino de la mina de sal, aunque la autorización no procedía de Eigruber, sino de un funcionario de museos menor que actuaba siguiendo información de tercera mano, proveniente por lo visto del ayudante de Martin Bormann, Helmut von Hummel, que se encontraba en Berchtesgaden. En el mejor de los casos se trataba de rumores; muy probablemente fuera pura invención. Si la orden de Pöchmüller llegaba a manos de Eigruber, el Gauleiter lo consideraría insubordinación y decretaría su arresto… o su ejecución inmediata. Sin embargo, con el psicópata de Eigruber en el poder, y a falta de noticias de Berlín, cada día más aislada, Altaussee estaba condenada. Algo había que hacer. De camino al despacho de Otto Högler, el jefe de ingenieros de la mina, Pöchmüller no pudo evitar sentir que estaba a punto de entregar su sentencia de muerte.

—Nuevas órdenes —dijo Pöchmüller, entregándole a Högler la hoja de papel—. Me voy a Bad Ischl. No me esperéis.[236]

28 de abril de 1945

Sr. Ingeniero de Minas Högler

Mina de Sal de Altaussee

Asunto: Depósito

Por la presente me dirijo a usted para ordenarle que proceda a retirar las ocho cajas de mármol almacenadas recientemente en las minas de acuerdo con el Bergungsbeauftragter doctor Seiberl, que deberán depositarse en un recinto apropiado, según su criterio, como depósito de almacenamiento temporal.

Otrosí, que disponga la parálisis pactada lo antes posible. El momento exacto para proceder a dicha parálisis le será indicado por mí en persona.

El Director General,

Emmerich Pöchmüller

El mismo día —28 de abril de 1945—, el diario Stars and Stripes informaba de que el 7.º Ejército estadounidense había llegado a Kempten, ciudad cercana al castillo de Neuschwanstein. Era la noticia que James Rorimer había estado esperando desde su partida de París. Nada más enterarse, telefoneó solicitando una confirmación, a lo que el mayor al cargo le contestó que la información del Stars and Stripes era incorrecta.

—De todos modos, si hay algo de verdad en ella —insistió Rorimer—, nuestras tropas deberían llegar pronto a Neuschwanstein. El castillo contiene un alijo incalculable de obras de arte robadas en Francia. Llevo meses siguiéndole la pista. Debo llegar ahí lo antes posible. Tiene que enviarme en cuanto pueda.[237]

—Estamos haciendo todo lo posible.

Si su petición sonaba desesperada era porque, durante la semana transcurrida desde la partida de la mina de Heilbronn, se había llevado un par de sustos. Por un lado, había encontrado el altar de Riemenschneider intacto en un húmedo sótano de Rothenburg, la ciudad amurallada medieval más famosa de Alemania. Tras convencer al oficial del Gobierno Militar para que sacasen el altar de aquella húmeda bodega, declaró con gran satisfacción ante la prensa que se había exagerado mucho sobre los daños sufridos por la ciudad.

Pocos días más tarde surgieron las preocupaciones cuando, durante una misión en un depósito del ERR, descubrió que el puente sobre el río Kocher había sido dinamitado. La zona seguía parcialmente bajo control alemán, pero eso no desalentó a Rorimer en su búsqueda de un paso alternativo. Por desgracia, su chófer no tardó en perderse sin remedio por los espesos bosques alemanes. Según iba anocheciendo, se dieron cuenta de que no lograrían dar con el camino de vuelta a la carretera principal. Pasaron dos veces por la misma aldea en llamas, cuyas brasas eran la única luz en la negrura de la noche. Hacia el alba, divisaron a dos soldados aliados caminando junto al margen de la carretera.

—Por Dios bendito —exclamaron los soldados, tras indicarles el camino del campamento—, ¿han estado conduciendo toda la noche? El bosque está lleno de alemanes.

A última hora de la mañana, tras echar una breve cabezada, Rorimer y su chófer vadearon el Kocher acompañados por un camión aliado. Más tarde ese mismo día, llegaron por fin a su destino: el castillo local. Tal como le había advertido Rose Valland, se trataba de otro depósito repleto de obras de arte de incalculable valor.

Lo que más miedo le daba a Rorimer no era el hecho de que más de un tesoro se hubiera salvado por los pelos —al igual que lo que más lo estimulaba no era concluir con éxito una operación—, sino el haber dejado escapar una importantísima fuente de información. Encontrándose acuartelado en Darmstadt, Rorimer había sabido que el barón Kurt von Behr, el azote del Jeu de Paume, se encontraba en su castillo de Lichtenfels, situado en una zona que acababa de caer en manos de los norteamericanos. Como estaba demasiado ocupado para viajar a Lichtenfels en persona, Rorimer envió un telegrama al Cuartel General Supremo en el que solicitaba que se enviara a alguien de inmediato para arrestar al nazi que mejor conocía las operaciones de saqueo del ERR en Francia. Pasados unos días, supo que el telegrama se había atascado en Heidelberg, a la espera de que alguien lo clasificara como «prioritario» u «ordinario». Para cuando las tropas estadounidenses llegaron al castillo de Lichtenfels, el coronel Von Behr se les había escapado. Aristócratas hasta el fin, él y su mujer se habían suicidado en la biblioteca tomando una copa de champán envenenado.