CAPÍTULO 41

EL ÚLTIMO CUMPLEAÑOS

Berlín, Alemania

20 de abril de 1945

El 20 de abril de 1945, el día del quincuagésimo sexto y último cumpleaños del Führer, la cúpula nazi se reunió brevemente en la Cancillería del Reich para proceder a una celebración apresurada y unas cuantas «despedidas». Los mandamases del Reich habrían dado cualquier cosa por encontrarse lejos de Berlín. Aunque era el cumpleaños del Führer, la ocasión no se prestaba a festejos. Ese mismo día, las tropas aliadas habían tomado Núremberg, la primera base de operaciones del Partido Nazi, y habían izado la bandera estadounidense en el estadio donde antaño los nazis habían organizado sus multitudinarios mítines anuales. La ciudad natal del legendario Albrecht Dürer había sido duramente castigada; los pisos superiores del edificio que poco tiempo antes había albergado unas de las obras más estimadas del Führer, el retablo de Veit Stoss, sustraído en Polonia al principio de la guerra, habían sido demolidos. Por suerte, el retablo estaba a salvo bajo tierra.

Este hecho podría haber sido un consuelo para el mundo, pero a los hombres reunidos en el Führerbunker los traía sin cuidado. Su mundo se hacía más pequeño cada día y el tiempo se les estaba acabando. Pocas cosas podían recordarles tanto que estaban condenados como esa fiesta improvisada. En años anteriores, habían celebrado grandes fiestas en las que algunos de ellos agasajaban a su líder con regalos, a menudo obras de arte saqueadas, que eran lo que más apreciaba. En esos instantes, sin embargo, el Ejército Rojo asolaba Berlín y las explosiones de su artillería eran audibles incluso desde las profundidades. Quienes no estaban destacados en Berlín no veían el momento de abandonar la ciudad; quienes estaban con Hitler, desesperaban por salvarse. En los últimos días, en el búnker había reinado un clima contradictorio. El humor alternaba entre la esperanza y la desesperación. Los rumores de victoria degeneraban en sórdidas especulaciones acerca de la conveniencia de desertar o capitular. A Hitler apenas si se lo veía. El principal tema de conversación era el suicidio: ¿mejor con cianuro o de un balazo? La ocupación principal, la bebida.

El aspecto de Adolf Hitler, que llegó tarde a su propia fiesta, no contribuía a levantar el ánimo de sus acólitos. De repente, parecía un anciano, gris y ceniciento. Arrastraba el pie izquierdo y el brazo le colgaba sin fuerzas del costado. Parecía tan abatido que se diría que la cabeza se le había hundido entre los hombros. Todavía era capaz de mostrarse agresivo con sus subordinados, sobre todo con los generales, pero en vez de su antiguo ardor, ahora desplegaba una rabia gélida.[232] Se consideraba traicionado. En todo veía muestras de debilidad. No obstante, durante la fiesta no logró ni siquiera aparentar desprecio. Estaba tan deprimido que habían tenido que medicarlo antes de comparecer ante sus socios más leales, los hombres y mujeres que lo habían seguido hasta el último acto de aquella función. Sus ojos, en los que antaño reluciera el carisma capaz de arrastrar a una nación a la locura, estaban vacíos.

Después de estrecharle la mano a Hitler y explicarle que debía reunirse con sus hombres, Hermann Göring abandonó el edificio, sabiendo que nunca volvería. Albert Speer observó que se sentía como si estuviera «viviendo un momento histórico. El liderazgo del Reich se despedía».[233] Al día siguiente, el 21 de abril, Göring llegó a Berchtesgaden, el refugio nazi en el corazón del Reducto Alpino. Allí le esperaba Walter Andreas Hofer, su conservador personal. Su colección artística había salido de su propiedad de Veldenstein a principios de abril y, tras numerosos retrasos debidos al precario sistema ferroviario alemán, llegaron a Berchtesgaden el 16 de abril. Ocho días después, ocho vagones cargados con obras de arte partieron en dirección noroeste hacia Unterstein. A la llegada de Göring, los únicos coches que quedaban en Berchtesgaden eran los dos o tres que contenían los muebles, los archivos y la biblioteca. Uno de ellos hacía las veces de casa para Hofer.

Göring era muy consciente de que la coyuntura era nefasta. El Führer estaba claramente enfermo; cualquiera con un mínimo de sentido común sabía que el Führerbunker no tardaría en convertirse en su tumba. La guerra estaba perdida; la opulencia de los últimos años, dispersada; el movimiento nazi, hecho pedazos. El Reichsmarschall, a salvo por el momento en los Alpes alemanes, se veía como la única persona capaz de recomponer las piezas del Reich y hacer un llamamiento a la paz. Después de todo, él era el sucesor designado por Hitler.

El 23 de abril, Göring transmitió un radiotelegrama a Hitler. Sabedor de que Berlín estaba rodeada y que no había esperanza posible, el Reichsmarschall estaba preparado para dar un paso al frente y asumir el mando del Partido Nazi. Si no recibía respuesta antes de las diez en punto de esa noche, entendería que Hitler estaba incapacitado y se haría con el mando. Hitler no respondió hasta el 25 de abril de 1945 y su reacción fue furibunda y concluyente: ordenó a las SS que arrestaran a su lugarteniente. El Tercer Reich corría hacia su desintegración.

Entretanto, en Altaussee, el restaurador de arte Karl Sieber acariciaba su mejor obra. «Por aquí se partió el panel —pensó, recorriendo la madera con los dedos—. Y por aquí se abombó la pintura». Antes de la guerra, Sieber era un modesto pero respetado restaurador de arte de Berlín, un hombre tan discreto, paciente y enamorado de su trabajo que mientras que algunos veían en él al último artesano honrado de Alemania, otros lo consideraban un perfecto bobalicón. Aconsejado por un amigo judío, se había afiliado al Partido Nazi por el bien del negocio y de resultas de ello empezó a prosperar. Numerosas obras de arte afluían a Berlín procedentes de los territorios conquistados, y aunque hubiesen sido robadas o adquiridas por medios poco claros requerían cuidados y restauración. De hecho, con más razón todavía, ya que los funcionarios nazis no eran tanto amantes del arte como acaparadores codiciosos, y a menudo no trataban sus posesiones con la delicadeza necesaria. Sieber había trabajado en más obras maestras en cuatro años de las que la mayoría de restauradores ven al cabo de toda una vida, pero nunca había imaginado que trabajaría en una pieza de tal magnitud, una de las maravillas de la civilización occidental: el retablo de Gante. Y jamás había imaginado que realizaría su trabajo en tales condiciones: en las profundidades de una montaña, en una remota mina de sal austríaca.

Rodeó el panel para observar el rostro de san Juan. ¡Cuánta humanidad en sus ojos! ¡Qué destreza a la hora de evocar los detalles más precisos! Cada cabello estaba pintado de un solo trazo con una única cerda de pincel. Casi podían palparse los pliegues de la capa, la vitela de la Biblia, la tristeza y el temor de los ojos del santo. Lo único que ya no podía apreciarse era la grieta abierta en el panel durante el traslado de la obra, el desperfecto al que tantos meses había dedicado para hacerlo completamente invisible incluso al ojo más experto.

Era una pena tener que dejarlo en aquella cámara tan poco segura, pero el panel era más alto que él y demasiado pesado para llevarlo a cuestas. Necesitaba ayuda para llevarlo a las cámaras más interiores, adonde él y otros habían estado transportando las mejores piezas desde el día anterior. Se dio la vuelta para mirar El astrónomo, pintado por Jan Vermeer en 1668, casi doscientos cincuenta años después que el retablo de Gante, aunque dotado de la misma delicadeza de trazo y de igual atención por el más mínimo detalle.

Sin embargo, el parecido terminaba ahí. El retablo de Gante había sido una obra maestra reconocida y estimada a partir del momento mismo de su creación, la pieza de referencia del Renacimiento holandés. Vermeer, en cambio, era un pintor de provincias de Delft y murió endeudado, siendo un completo desconocido para casi todo el mundo. El reconocimiento le llegó a finales del siglo XIX, doscientos años después de su muerte. Actualmente se lo considera unos de los máximos exponentes de la edad de oro de la pintura holandesa, el gran maestro de la luz, el cronista insuperado de la vida doméstica. Su Joven de la perla era conocido como la «Mona Lisa holandesa»,[234] pero aquel cuadro, El astrónomo, era igual de poderoso y enigmático. Representaba a un estudioso en su cuarto que, con un libro abierto sobre la mesa, escruta con detenimiento el objeto de sus obsesiones: un globo celeste. ¿Qué artesano, qué científico o qué restaurador no ha experimentado un instante como ése, en que el resto del mundo se desvanece y lo único que queda son los hechos al alcance de la mano? ¿Quién no se ha enamorado de un descubrimiento o ha sentido esa sed de saber?

Y sin embargo, ¿quién podría dilucidar lo que le pasa por la cabeza a alguien en momentos parecidos? El gesto del astrónomo es delicado, casi tímido. La luz natural entra por la ventana abierta y baña el globo y la mano extendida del astrónomo. ¿Realiza una más entre una serie infinita de mediciones o por el contrario ha encontrado lo que andaba buscando? He aquí a un hombre absorto en su trabajo, un instante universal y único, trascendental e insignificante.

Y pese a todo, una imagen irreal. No existe ningún astrónomo incondicionado, como no existe ningún artesano libre. El gran restaurador de Altaussee lo sabía mejor que nadie. Puede enterrarse a un hombre en una montaña, a cientos de kilómetros de la civilización, puede facilitársele el trabajo de su vida y todos los recursos necesarios para realizarlo, y aun así, seguirá sujeto a los caprichos del mundo.

Tras un último vistazo al estudioso —que se le antojó temeroso de sus propios descubrimientos—, Karl Sieber levantó la pintura favorita de Hitler y, dando una ojeada por encima del hombro, desapareció con ella en la oscuridad del pasadizo. Volvía a la parte más interna de la montaña, a la Schoerckmayerwerk, una de las pocas cámaras de la mina que creía —esperaba— serían capaces de resistir incluso el impacto de la más catastrófica de las bombas.