CAPÍTULO 40

LA MINA INUNDADA

Heilbronn, Alemania

16 de abril de 1945

James Rorimer llegó por fin a la ciudad de Heilbronn, en el sur de Alemania, su primer objetivo como oficial de Monumentos del 7.º Ejército estadounidense, el día 16 de abril de 1945. El viaje había sido, por decirlo con delicadeza, un desastre absoluto. El 7.º Ejército había cruzado el Rin y avanzaba a tal velocidad que nadie sabía muy bien dónde se encontraba el cuartel. La Oficina de Transporte Ferroviario lo había enviado en un primer momento a Lunéville, donde un oficial le recomendó que se dirigiera a Sarrebourg, lugar en el que terminaba la línea. Al enterarse de su situación, un soldado tuvo la consideración de llevarlo a Worms a bordo de un camión de dos toneladas y media. Desde ahí hizo autoestop hasta los cuarteles del Gobierno Militar, donde le informaron de que el 7.º Ejército se encontraba en ese momento al sur de Darmstadt, al otro lado del Rin.

—Llevo meses esperándolo —espetó el teniente coronel Canby cuando Rorimer se personó en el cuartel del 7.º Ejército—. Acepté su traslado a este cuartel en enero.

Cuando ya se hubo instalado, Canby le dijo sin contemplaciones:

—Aquí no hace falta nadie que se ocupe de los monumentos. Las Fuerzas Aéreas del ejército han arrasado por completo casi todas las grandes ciudades del sur de Alemania, y las tropas de tierra se están ocupando del resto. Por lo que a mí respecta, su trabajo consiste en localizar las obras de arte robadas en los países aliados occidentales. El 3.º Ejército ha cubierto su cupo de popularidad —añadió refiriéndose a Merkers, que había ocupado los titulares del mundo entero—, ya es hora de que el 7.º Ejército encuentre su propia mina de sal.[230]

Rorimer supo qué entendía Canby por destrucción total cuando llegó a las afueras de Heilbronn. El 2 de abril, el mismo día en que George Stout y Walker Hancock habían entrado en la mina de Siegen, habían llegado a la ciudad contingentes del IV Cuerpo del 7.º Ejército. Habían penetrado como una exhalación en los centros industriales de la zona centro-meridional de Alemania de camino a Stuttgart y no esperaban encontrar mucha resistencia en una ciudad de tamaño medio como ésa. Imaginaban que Heilbronn sería como el resto de ciudades arrasadas por los bombarderos británicos; durante un bombardeo llevado a cabo en diciembre de 1944 se habían destruido el 62 por ciento de las infraestructuras, provocando la muerte de miles de civiles, entre ellos un millar de niños menores de diez años.

Sin embargo, las apariencias podían llevar a engaño, sobre todo dado el vacío de poder en que se encontraba el sur de Alemania. Cuando el 7.º Ejército intentó cruzar el Neckar la mañana del 3 de abril, la ciudad en ruinas volvió a la vida. El Neckar tenía una anchura de un centenar de metros y la Wehrmacht, oculta en las colinas situadas al este de la ciudad, disponía de una posición privilegiada para atacar las pesadas barcazas de asalto aliadas, que tuvieron que retroceder para no acabar en el fondo del río. Los ingenieros del ejército intentaron instalar un pontón, pero los alemanes atacaron con fuego de mortero y hundieron dos tanques. Las tropas que lograron alcanzar la orilla opuesta fueron abatidas por el fuego enemigo. Los morteros alemanes disparaban cada tres minutos, aumentando la frecuencia cada vez que los objetivos aparecían en el río o en la orilla. Para cuando las tropas aliadas lograron llegar a la ciudad, se encontraron con que sus habitantes habían convertido los despojos de sus casas y negocios en barricadas y que las tropas de élite alemanas habían tomado posiciones defensivas. Durante nueve días, la ciudad fue el escenario de una de las batallas más cruentas de la guerra, y el 7.º Ejército tuvo que combatir calle por calle, casa por casa, habitación por habitación, para adentrarse en la ciudad devastada.

James Rorimer, estancado en París la mayor parte del tiempo que pasó en Europa, no había visto nada como aquello desde su visita a Saint-Lô, en Normandía. «Lo que lees en los periódicos no es ninguna exageración —le escribiría a su mujer—. Las ciudades fantasma son algo increíble. Lo peor es justo después de que se hayan rendido.»[231]

Sólo había una ruta abierta, el resto de calles eran intransitables. La ciudad estaba desierta, ni rastro de las excavadoras que deberían haber estado retirando los escombros. En cuanto a los alemanes, parecía que sólo quedaban los muertos. El hedor era insoportable.

Según los agentes de inteligencia alemanes capturados, las obras de arte se encontraban en la mina de sal de la ciudad, cuya superestructura —una cuadrícula metálica que soportaba los mecanismos de los montacargas— era visible a un kilómetro y medio. Rorimer cruzó la calle de la Sal, la plaza de la Mina de la Sal y finalmente la calle de la Salina, desde donde pudo ver por fin el edificio de ladrillo y hormigón que albergaba el pozo de la mina. Había sido una batalla sin cuartel; varios edificios seguían ardiendo. En la calle, había apiñadas unas cuantas personas de aspecto desaliñado, pero por lo menos estaban vivas. Rorimer se detuvo junto a una pareja de hombres y les preguntó por la mina.

Russo —dijeron éstos, negando con la cabeza. Eran trabajadores esclavos soviéticos.

Deutsch? —preguntó. ¿Sabían de alguien que hablase alemán?

Se encogieron de hombros. Nunca nadie sabía nada.

Rorimer localizó por fin a dos mujeres alemanas aterrorizadas en el complejo de viviendas de la mina. Le dijeron que los alemanes querían destruir la mina, pero que los mineros se habían negado.

—Saldremos adelante sin los nazis —dijeron—, pero no sin la sal.

Debajo de Heilbronn había cincuenta kilómetros cuadrados de sal, suficiente para proporcionar trabajo a varias generaciones. Los mineros no estaban dispuestos a volarla, y los nazis, por fortuna, tenían otras preocupaciones. Al final, la crudeza de la batalla había supuesto la salvación de la mina.

Pero quedaba el problema del agua.

La mina, excavada a una profundidad media de ciento ochenta metros, consistía en varias docenas de cámaras a dos niveles, superpuestos el uno al otro. Buena parte del sistema de túneles quedaba por debajo del lecho del Neckar, por lo que el agua se filtraba continuamente por las grietas de la roca. Para evitar que la mina se inundase había que bombear el agua ocho horas al día, pero como el suministro se había cortado las bombas no funcionaban. La falta de suministro también había dejado fuera de servicio el único montacargas. Nadie había entrado en la mina, aunque las mujeres daban por seguro que a esas alturas la mina ya debía de estar llena de agua.

Rorimer había previsto que aquélla fuera una parada rápida. Había varios depósitos de camino a Neuschwanstein y no podía permitirse inspeccionarlos todos. Heilbronn, sin embargo, parecía al borde del desastre y valía la pena dedicarle un tiempo, así que se dirigió de inmediato al cuartel del Gobierno Militar con el alcalde de Heilbronn para solicitar un equipo de ingenieros. El ejército sólo estaba dispuesto a apostar un centinela, de modo que al día siguiente volvió al cuartel de Darmstadt, donde el coronel le dijo sin rodeos: «No podemos prescindir de nadie. La mina es responsabilidad suya. Repárela usted mismo». El 7.º Ejército acariciaba la gloria de hacerse con un gran depósito y, no obstante, se negaba a destinar un solo hombre —aparte de Rorimer— para garantizar su seguridad.

Rorimer regresó a Heilbronn y recurrió directamente al alcalde. Éste mandó buscar al jefe de ingenieros de la mina, el doctor Hans Bauer, que había huido de la ciudad. Bauer confirmó que la mina había sido utilizada como depósito de obras de arte, pero negó que la dirección de la mina dispusiera de inventario alguno. Bauer recordaba un famoso Rembrandt, San Pablo en la cárcel, y las vidrieras de la catedral de Estrasburgo, entre otros objetos. A pesar de que el filtraje de agua era un problema serio —el Neckar filtraba a la mina unos 440.000 litros de agua al día—, le dijo a Rorimer que lo más probable era que las obras todavía estuvieran a tiempo de salvarse, pues se encontraban en el nivel superior, que seguramente tardaría días, o incluso semanas, en inundarse.

—¿Está seguro?

—No, pero hay una forma de averiguarlo.

Bauer condujo a Rorimer hacia un agujero en el suelo del edificio de la mina.

—La salida de emergencia —dijo. A un lado del agujero había una escalera endeble y en mal estado. Apenas medio metro dentro del agujero, la escalera desaparecía en la oscuridad.

—¿Cuántos metros baja?

—Ciento ochenta.

Rorimer se quedó escrutando la oscuridad, preguntándose si era absolutamente necesario inspeccionar la mina.

—¿Ha oído eso? —preguntó.

Se asomaron al agujero y se apartaron al ver salir de las tinieblas a una pareja de hombres empapados y sucios.

—Soldado de primera clase Robert Steare, Compañía B, 2726 de ingenieros, señor —dijo uno de ellos, cuadrándose.

No era más que un chiquillo.

—¿Qué hacías ahí dentro, hijo?

—Explorando la mina, señor. Con uno de los mineros.

—¿Por orden de quién?

—De nadie, señor.

Rorimer miró su rostro exhausto y mugriento, preguntándose qué podía empujar a un crío a descender ciento ochenta metros por una mina inundada. La locura y la audacia de la juventud, suponía.

—¿Qué has visto?

—Ahí abajo no funciona nada, señor. Todo está negro como la pez. Hay casi un metro de agua, hasta las bombas están inundadas. Al fondo del corredor hay unas cámaras de almacenamiento cerradas a cal y canto. No hemos intentado abrirlas.

—¿Algún indicio de qué puede haber dentro?

—En una de ellas ponía «Estrasburgo» escrito con tiza. En otras ponía «Mannheim», «Stuttgart» y «Heilbronn». Pero no he visto nada más.

—¿Y el agua las había alcanzado?

—Oh, sí, señor. Hay agua por todas partes.

Bauer necesitó dos semanas, hasta el 30 de abril, para poner en marcha un plan factible. Los motores de vapor de refuerzo aún podían recuperarse y había carbón suficiente para alimentarlos varios meses. Una vez reparados y ajustados, los montacargas y las plataformas usados para subir la sal desde el fondo de la mina a la superficie podrían volver a funcionar. Modificando las plataformas y soldando un gran barreño al suelo del montacargas podría extraerse el agua de la mina. No evitaría que siguiera filtrándose, pero por lo menos la mantendría a un nivel aceptable mientras se reparaban las bombas y la planta eléctrica. Dadas las circunstancias, era una solución plausible. Una parte de la muerta ciudad de Heilbronn volvería a la vida: las manos de hierro de la mina de sal achicarían el agua para salvar las obras de arte.

Para cuando el plan pudo ponerse en la práctica, Rorimer ya se había marchado. El 7.º Ejército se aproximaba a Múnich y no había tiempo que perder.