CAPÍTULO 39

EL GAULEITER

Altaussee, Austria

14-17 de abril de 1945

Frente al despacho de August Eigruber en Linz se había congregado una gran multitud. El doctor Emmerich Pöchmüller, director general de las operaciones mineras de Altaussee, se abrió paso a través del gentío, entre el que había no sólo hombres de negocios sino también comandantes de las SS. Todos gritaban y gesticulaban, exigiendo ver al Gauleiter. Uno de ellos era un viejo amigo suyo, el director de la planta energética de Oberdonau (la región del Alto Danubio). Pöchmüller advirtió que el pobre hombre estaba pálido y sudado.

—Pretende volar la planta energética —dijo el hombre.

Pöchmüller notó que el corazón le daba un vuelco.

—Has venido para convencerle de que no lo haga…, ¿verdad?

—Así es. ¿Y tú?

—Yo he venido para convencerlo de que no vuele la mina de sal.[227]

El 14 de abril de 1945, Pöchmüller había descubierto que los arcones de Eigruber contenían bombas en lugar de mármol. Llamó al Gauleiter para quejarse, pero nadie atendió su llamada. Pasados dos días, el ayudante de Eigruber llamó para decir que la decisión del Gauleiter era irrevocable. La mina sería destruida.

El 17 de abril, Pöchmüller decidió llegarse a Linz. Habían llegado nuevas órdenes de Albert Speer en las que se declaraba que si las instalaciones podían «inutilizarse» de modo que el enemigo no pudiera servirse de ellas, no sería necesario proceder a su destrucción. A continuación, Martin Bormann, el ayudante personal de Hitler, había confirmado por radiotelegrama —después de que Pöchmüller apelara a su ayudante, el doctor Helmut von Hummel— el deseo del Führer de que «las obras de arte no cayeran bajo ningún concepto en manos del enemigo, y que en ningún caso debían destruirse».[228] Esto debería haber bastado para hacer desistir a Eigruber, pero desde que había llegado al despacho del Gauleiter, Pöchmüller se había percatado de que cada uno de los presentes tenía un motivo para pedir la salvación de la infraestructura a la cual representaba. Lo cual era como decir que probablemente no se salvaría ninguna.

Por fin, logró que le concedieran cinco minutos. El Gauleiter ni siquiera lo invitó a sentarse. Antiguo trabajador del hierro, el Gauleiter era un adepto incondicional del partido y había sido miembro fundador de las Juventudes Hitlerianas de la Alta Austria. A los veintinueve años ya era jefe de distrito. Su lealtad estaba con el Führer, o al menos con la imagen que tenía de éste: la de una fuerza de aniquilación sin piedad ni remordimientos. Eigruber recelaba de las órdenes «impuras» de quienes como Speer pretendían moderar el Decreto Nerón del Führer. Para alguien como él, que se había criado batiendo hierro en las plantas de la Austria rural, resultaba inconcebible que el Führer se permitiera hacer excepciones, y menos por una causa como la preservación artística. Si las órdenes de Berlín eran contradictorias, August Eigruber tenía el derecho —o mejor, la obligación— de interpretarlas. Y él conocía los designios del Führer. ¿Acaso el gran hombre no había abogado toda su vida por la destrucción de los judíos, los eslavos, los gitanos, los enfermos y quienes no pudieran valerse por sí solos? ¿Acaso no había tenido el valor de ordenar su exterminio, orden acatada con entusiasmo por Eigruber en el campo de concentración de Mauthausen y en miles de otros campos repartidos por Europa oriental? ¿No había condenado la naturaleza corrompida y degenerada del arte moderno? ¿No había quemado obras de arte en una gran pira en el centro de Berlín? ¿No había preferido destruir Varsovia y Róterdam antes que dejarlas en manos del enemigo? ¿No había marcado el rostro de la artística Florencia? De no haber sido por aquel estúpido alfeñique del general Von Choltitz, París sería una ciudad en ruinas asolada por las epidemias. Eigruber no estaba dispuesto a permitir, por lo menos en sus dominios, el triunfo de la debilidad. Había jurado que nada de valor caería en manos del enemigo. Y ni por un instante dudó que el Führer lo habría secundado.

—Haz lo que creas necesario —dijo Eigruber, mientras Pöchmüller insistía en el radio de actuación de las bombas—. El principal objetivo es la destrucción total. Eso es irrevocable.[229]