HORROR
Centro y sur de Alemania
Segunda semana de abril de 1945
Walker Hancock se sintió una vez más como si hubiera entrado en otro mundo. El 1.er Ejército estadounidense estaba abriéndose camino hacia el este a través de una región de espesos bosques y escasamente poblada del centro de Alemania. La Wehrmacht parecía haberse disuelto de no ser por los ocasionales ataques de mortero o algún pequeño tiroteo, y muchas de las aldeas estaban intactas. O mejor dicho, estaban llenas de desechos militares, y algunos edificios presentaban daños, pero en comparación con lo que Hancock había visto en los alrededores de la frontera aquello no era nada. «Hemos dejado atrás la zona de destrucción total —le escribió a Saima—, me equivocaba al suponer que nunca vería una ciudad alemana que no estuviera en ruinas.»[218]
Sin embargo, se lamentaba de su distanciamiento emocional y físico. «El ejército avanza tan rápido que nuestros campamentos parecen las casetas de una feria ambulante —le comentaba a su mujer en otra carta—. Se hace extraño estar en un lugar como éste y que no se te permita participar lo más mínimo en su día a día. Es como estar en una jaula de cristal observando lo que pasa fuera.»[219]
Parecía no darse cuenta de que su desapego tal vez no se debía tan sólo al inevitable endurecimiento del soldado en guerra, sino al deseo intencionado de distanciarse de todo lo alemán. El 3.er Ejército estadounidense había liberado el campo de concentración de Buchenwald el 12 de abril de 1945. Walker Hancock se encontraba en la ciudad de Weimar cuando llegó a sus oídos la noticia de los horrores cometidos a sólo unos pocos kilómetros. Oyó describir por primera vez los campos de exterminio y las cámaras de gas, y escuchó con repugnancia las historias acerca de supervivientes famélicos escondidos bajo los cuerpos de sus amigos y seres queridos. Relatos inhumanos que escapaban a toda comprensión. Hancock supo que si veía aquellos horrores quedaría marcado para siempre —él, que había visto las flores crecer entre la destrucción—, por lo que decidió no visitar los campos.
Al respecto escribió:
Algunos de nuestros oficiales han ido a visitar el campo. Yo no he ido porque mi trabajo depende en buena medida de estar a buenas con los civiles alemanes, y me daba miedo que, tras presenciar los horrores del campo, mis sentimientos hacia esa gente inocente se vieran afectados. (Varios de los oficiales que acudieron al campo no pudieron comer por algún tiempo; algunos de ellos sobrevivieron a base de whisky durante varios días.)[220]
Días más tarde se encontró por casualidad con un amigo suyo, un capellán judío que había estado en Buchenwald dirigiendo servicios religiosos para los supervivientes, los primeros desde su internamiento. El relato del capellán fue «desgarrador; indescriptiblemente emotivo», sobre todo al mencionar su angustia por la falta de una Torá.
—No sabía dónde conseguir una —dijo en tono de queja—. Las habían destruido todas.
—No todas —dijo Hancock. Él tenía una en su despacho; se la habían llevado ese mismo día desde el cuartel local de las SS.
—Es un milagro —dijo el capellán, y se marchó corriendo a Buchenwald con el rollo.
«Pronto volvió a mi despacho —escribió Hancock—, para decirme cómo la habían recibido: la gente lloraba, alargaba las manos para tocarla, la besaba, la alegría lo había invadido todo al ver el símbolo de su fe.»[221] Walker Hancock había encontrado su particular rosa en las ruina, pero ¿a qué precio?
Por fortuna, el trabajo lo mantenía tan ocupado que nunca tuvo que plantearse la pregunta seriamente. El ejército avanzaba deprisa hacia el punto de encuentro con el Ejército Rojo en Dresde y, a falta de un ayudante, Hancock se conformaba con cubrir el expediente. Las jornadas de trabajo se alargaban hasta dieciséis horas, de las cuales, según le decía a Saima, la mitad las pasaba desgarrado por el «dolor de ver la belleza destruida sin necesidad por quienes teníamos la esperanza de que mostraran más signos de civilización», y la otra mitad contemplando feliz cómo la primavera volvía a la Alemania rural.[222] Las noches las pasaba en vela pensando en su mujer, y en la casa que algún día comprarían, y en los monumentos que no le daba tiempo a visitar, y en la disparatada cantidad de café que había consumido. Pero a veces el café era lo único que lo mantenía activo.
En una carta a Saima leemos:
¡Cómo describir la insólita combinación de experiencias que este hermoso lugar me reporta cada día! Es un festín continuo para la vista. La primavera toca a su fin. En todas partes hay árboles floridos, y tanta frescura realza el encanto de estos románticos pueblos y esta campiña de cuento de hadas, salpicada de castillos. Y en medio de todo: miles de extranjeros sin hogar vagando sin rumbo en patéticas manadas. Alemanes de uniforme, la mayoría sin brazos, piernas o a saber qué más. Chiquillos amistosos, ancianos que nos odian, siempre los crímenes en el primer plano de la vida. Abundancia, miseria, reproches, compasión. Imágenes exageradas de la vida del hombre en el mundo de Dios. Si esto no basta para demostrar que tiene que haber un Cielo, entonces no sé qué podría bastar. Creo que toda esta belleza que se alza entre los escombros y la ruina no es más que una prefiguración de aquello para lo que estamos destinados.[223]
Más hacia el sur, Lincoln Kirstein tenía uno de sus días negros. La energía y el optimismo que sentía antes de Merkers se habían extinguido. Al igual que Hancock, había evitado ir a Buchenwald con Posey al día siguiente de su liberación, aunque no había forma de sustraerse al horror. Era algo que se respiraba en el aire, que emanaba de la tierra alemana en la que hundía sus pasos. En su imaginación, podía ver las marcas que los supervivientes habían dejado sobre el polvo. Posey había visto a gente morir antes sus ojos por intentar ayudarlos: estaban tan desnutridos que eran incapaces de digerir la carne que los soldados estadounidenses les daban para comer. Caían como moscas, abrazándose el estómago con un rictus de dolor. Bastaba con oír aquellas historias para que un hombre hecho y derecho sintiera ganas de agarrarse el estómago y desplomarse al suelo.
No ayudaba en absoluto el hecho de haber entrado en «el vacío», un mundo regido por la anarquía, sin lógica ni normas aparentes. El gobierno nazi estaba derrumbándose; el ejército alemán, escindido; no existía autoridad ni estructura social. Kirstein sabía que era una situación temporal, un intervalo entre el fin de una realidad y el principio de la siguiente. Götterdämmerung, lo llamaban en alemán, el instante en que la lucha de los dioses pone fin al mundo. Los pueblos ardían, los civiles aguardaban en las calles a que alguien les dijera qué hacer. A menudo se les unían soldados alemanes de uniforme, que esperaban a que alguien los capturase o los atacase. Y pese a todo, la guerra seguía adelante. Sin frente definido, sin forma de distinguir amigos de enemigos. Los días transcurrían sin incidentes y entonces, como de la nada, la Wehrmacht se atrincheraba junto a un puente o las ametralladoras impedían el paso por una carretera. La única constante, la omnipresente destrucción.
Según Kirstein:
Cada vez la misma total y absoluta aniquilación del centro de cualquier ciudad considerada de un mínimo interés. La mayoría de los monumentos interiores han quedado bajo la protección de la Kunstschutz y no sufrirán daños, pero las iglesias y palacios barrocos que encarnaban la verdadera gloria de las regiones del sur [de Alemania] están hechos pedazos y ni siquiera como ruinas resultan románticos. Me pregunto cómo piensan reconstruir las ciudades, donde los escombros alcanzan los seis metros de altura, donde no hay maquinaria ni mano de obra, y donde la gente no puede ni huir a las afueras porque ahí la situación es igual de mala o aún peor.[224]
Y sin embargo no puede decirse que sintiera piedad. Ya casi había renunciado a aprender alemán porque, según admitía, no quería involucrarse lo más mínimo con el pueblo alemán. No sentía compasión por él y lamentó cada minuto que pasó en el país. Sabía que el vacío era una etapa transitoria, la última fase de una larga y dolorosa misión, pero eso no significaba que pudiera ver su fin.
En una carta a su hermana escribe:
Lo peor es que dentro de cinco años no habrá paz ni nada que se le parezca; tal como están las cosas en Alemania, creo que seguirán luchando durante un buen tiempo. A pesar del derrumbe de la Wehrmacht y el triunfalismo de los periódicos, hasta ahora no ha podido ganarse ningún lugar sin matar a un elevado número de personas. […] Espero verte antes de jubilarme.[225]
Con todo, pese a su aversión hacia el pueblo alemán, Lincoln Kirstein se sentía horrorizado ante la destrucción de la cultura alemana. La imagen de los monumentos carbonizados y, sobre todo, los fragmentos de edificios que todavía se conservaban le crispaban los nervios:
Supongo que la espantosa desolación de las ciudades alemanas debería henchir de orgullo nuestros pechos. Si algún día tenía que llegar la hora de la venganza mosaica, hela aquí. Ojos y dientes, pestañeando y sonriendo hipnotizados por la catástrofe. Lo triste es que los constructores del Kurfürstliches Palais, del Zwinger, de los grandes edificios de Schinkel y de las plazas del mercado de las grandes ciudades alemanas no fueron quienes construyeron Buchenwald o Dachau. Ninguna época histórica ha conocido tanta ruina ilustre. Sin duda, comparadas con las de la antigüedad, son casi delicadezas de filigrana; todo lo que no tienen de romántico se compensa con la extensión de la superficie que ocupan.
[…] De poco sirve intentar imaginar qué es lo que habría que hacer: ¿deberían reconstruirse las ciudades en torno a las catedrales que se han salvado? ¿Podrá la Iglesia reunir las fuerzas necesarias para la restauración? ¿Dónde se obtendrán los medios de transporte, la gasolina, la mano de obra y los materiales para barrer estas ruinas antes de plantearse siquiera qué obras vale la pena reconstruir?
[…] Resumiendo a grandes rasgos: probablemente las colecciones nacionales y privadas de objetos muebles no hayan sufrido daños irreparables. No obstante, el hecho de que los nazis contasen en todo momento con ganar la guerra, sin contemplar las represalias ni la derrota, es lo que ha provocado la destrucción de los monumentos urbanos de Alemania. Siendo como es menos majestuosa que Italia y menos noble que Francia, yo lo compararía con la pérdida de las iglesias de Wren en Londres, demasiada elegancia como para barrerla de la faz de la tierra.[226]