SAL
Altaussee, Austria
1100-1945
Los Alpes, la cordillera montañosa más alta y escarpada de Europa, se elevan hasta una cota de unos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar a lo largo de la frontera entre Alemania y Austria. Conforman un terreno de abruptos picos rocosos, llenos de montañas cubiertas de nieve y pintorescos chalés. La carretera desde Salzburgo, la vía de entrada más importante desde el norte, serpentea sinuosa montaña arriba para dejarse caer luego hasta los verdes valles boscosos, a cual más remoto. Durante kilómetros, los bosques son tan espesos que no se ven más que árboles. Entonces, como salido de la nada, aparece un lago alpino y, al otro lado de éste, un pueblecito de maqueta de tren, de tejados pronunciados y relieves ornamentales, asentado al pie de la ladera. A unos setenta kilómetros de Salzburgo se halla el puerto de Pötschen. La carretera que lleva a él es tan empinada, tortuosa e insegura que apenas resulta transitable. El puerto termina desembocando en un valle alpino, al fondo del cual se encuentra el pequeño pueblo de Bad Aussee y, por fin, pasados unos kilómetros, a orillas de otro espectacular lago, la aldea de Altaussee, más pequeña aún.
Desde ahí, la carretera inicia un ascenso tan pronunciado que, en comparación, el puerto de Pötschen parece un suave desnivel. Junto a la carretera corre un claro y espléndido arroyo; a lo lejos pueden verse las montañas, inmensas e imponentes. Son masas de piedra caliza, formadas en las profundidades de un antiguo mar, y hasta en los días más soleados se ven de un color gris pálido bajo las capas de nieve. Un inhóspito edificio de piedra, colgado de mala manera al borde de un precipicio de trescientos metros, señala el principio del fin. Más allá, hay sólo una construcción de formas irregulares y un muro de piedra, la inclinada ladera del monte Sandling. Un pequeño túnel se abre en la montaña, la entrada principal a una antigua mina de sal. La leyenda local asegura que hace tres mil años que se extrae sal del yacimiento, desde antes de la fundación de Roma, en tiempos del antiguo Imperio egipcio. Los documentos locales, sin embargo, se remontan tan sólo hasta el año 1100.
Por aquel entonces, en torno al primer milenio, la sal era uno de los fundamentos de la civilización. Sin ella, la comida no podía conservarse ni transportarse, es decir, que sociedades enteras sobrevivieron gracias a la sal. En ocasiones, a los legionarios romanos se les pagaba con sal (de ahí la palabra «salario»), y los mercaderes cubrían las rutas de la sal con sus grandes caravanas, conectando Europa y Occidente con Asia y Arabia. En el Tíbet, Marco Polo descubrió que la sal se prensaba en láminas que, marcadas con la efigie del Gran Kan, se empleaban como dinero. Tombuctú, la gran civilización perdida de África, concedía a la sal el mismo valor que el oro. Los primeros alemanes, cuyos ancestros visigodos saquearon Roma y sumieron a la civilización en una edad oscura, dependían económicamente de sus minas de sal y, sobre todo, de los impuestos procedentes de las rutas derivadas de su comercio. La ciudad de Múnich, uno de los primeros feudos de poder del Partido Nazi, fue fundada en 1158 para que el gobernante de Baviera pudiera recaudar con mayor facilidad el impuesto sobre la sal transportada desde la ciudad de Salzburgo (en alemán, «castillo de sal»).
A través de los siglos, mientras ciudades e imperios florecían y caían, la mina de Steinberg, en el monte Sandling, justo pasada la aldea y el lago de Altaussee, siguió produciendo sal. La sal no se extraía a pico y pala, sino disolviéndola en un curso de agua regulado por medio de conductos y esclusas especiales. El agua descendía desde la montaña, sobre todo durante los deshielos primaverales, y bajaba hasta la mina. Ahí se impregnaba de la sal de las rocas y se mandaba montaña abajo hacia Bad Ischl, a una treintena de kilómetros, donde la salmuera se evaporaba para obtener cristales de sal pura. Un grupo de ciento veinticinco mineros se ocupaba de mantener los conductos y las esclusas, apuntalar las grutas para resistir la presión de la montaña y asegurarse de que aquel vasto laberinto de salas y túneles no confluyeran, poniendo en peligro la estabilidad de la estructura.
Desde el siglo XIV, dicho trabajo era competencia de los miembros de un reducido núcleo de familias residentes en las colinas o en las proximidades de la mina. Con el paso de los siglos, la estatura media del ser humano fue en aumento, pero no así la de los mineros, que parecían encogerse debido a las exigencias del trabajo en la mina y la cantidad de tiempo que pasaban bajo tierra (aunque la dieta y la endogamia fueran las causas más probables). Aún a principio del siglo XX, esta pequeña comunidad aislada hablaba un dialecto de resonancias medievales. Exploraban los túneles con antorchas de acetileno y vestían las ropas de lino blanco y los sombreros de pico característicos de los mineros de la Edad Media.
Sin embargo, en el invierno de 1943-1944, la mina de sal de Altaussee recibió la embestida del mundo moderno. Los primeros en llegar fueron los vehículos impulsados por orugas necesarios para maniobrar en las carreteras durante el invierno, cuando la nieve alcanza los cinco metros y llega casi hasta las copas de los árboles. Siguieron los jeeps de suministros y por último una hilera casi interminable de camiones que iban y venían por los empinados puertos de montaña. Los oficiales nazis se erigieron en guardianes de la mina. Los trabajadores empezaron a ampliar las oquedades y a construir suelos de madera, paredes y techos en docenas de cámaras de sal. En las profundidades de la montaña se armaron grandes plataformas de madera, algunas de hasta de tres pisos de altura. Peritos y funcionarios se trasladaron al lugar; se instaló un taller en el interior de la mina, en el que los técnicos pudieran trabajar e incluso vivir durante días. Y todo por el arte.
Los museos vieneses fueron los primeros que almacenaron sus tesoros en Altaussee, pero poco después Hitler requisaría la mina para su uso personal. Alarmado por el incremento de los bombardeos aéreos de los Aliados, el Führer ordenó que todos los tesoros destinados al gran museo de Linz, hasta entonces dispersos por distintos lugares, se guardaran en un sitio aislado. Altaussee era el lugar ideal, no sólo por su remoto emplazamiento o su relativa proximidad a Linz, que distaba apenas ciento cincuenta kilómetros, sino porque además, aun cuando los bombarderos lograsen localizarla en la inmensidad de la cordillera de Sandling, la mina, por estar cavada en la ladera en roca viva, quedaba a salvo de las bombas. La sal de las paredes absorbía el exceso de humedad, manteniéndola a un nivel constante del 65 por ciento. La temperatura variaba entre los 4,4 (en verano, cuando la mina era más fría) y los 8,3 grados centígrados (en invierno). El ambiente facilitaba la conservación de la pintura y los grabados, y los objetos metálicos tales como las armaduras podían protegerse sin problemas de la corrosión mediante una fina capa de grasa o gelatina. Nadie, ni siquiera Hitler, podría haber concebido un escondite mejor para todas aquellas toneladas de bienes saqueados.
Los mineros siguieron trabajando como habían hecho durante cientos de años, desviando el agua hacia corredores vacíos para que se impregnara con la sal y fluyera montaña abajo hasta Bad Ischl. La actividad de la mina no cesó entre 1944 y 1945, mientras seguían llegando obras de arte a la misma. A menudo llamaban a los mineros para que ayudaran a descargar los cargamentos, muchos de ellos con el distintivo «A. H. Linz». Entre mayo de 1944 y abril de 1945 llegaron más 1.687 cuadros procedentes del Führerbau, los despachos de Hitler en Múnich. En otoño de 1945, el retablo de Gante fue enviado allí desde Neuschwanstein. La Madona de Brujas de Miguel Ángel llegó poco después, tras su traslado desde Bélgica en barco, en octubre de 1944.
El 10 de abril de 1945, y tres días después, el 13 de abril, llegaron a la mina otros ocho cajones que no pertenecían a los líderes nazis de Berlín, sino a August Eigruber, el Gauleiter (gobernador) local. Los cajones llevaban la marca «Vorsicht-Marmor-Nicht stürzen» («Atención, mármol, no dejar caer»).[211] Pero no contenían estatuas, como creían los mineros que las trasladaron al interior de la mina. El Gauleiter Eigruber, ferviente nazi, había abrazado sin reservas el Decreto Nerón de Hitler. Los cajones no contenían obras de arte, sino bombas de quinientos kilos, cada una de ellas lo bastante grande para que seis hombres pudieran sentarse encima. Eigruber estaba decidido a destruir la mina…, así como sus valiosísimos contenidos.
El general Dwight Eisenhower, comandante supremo de los Aliados, examinó con temor el mapa de Alemania. El destino de ese país había quedado sentenciado con el cruce del Rin por parte de las fuerzas aliadas, unido al avance del Ejército Rojo hacia el río Oder. Churchill, entre otros, apremiaba a los Aliados occidentales para que empezaran a pensar en la posguerra, lo que a corto plazo significaba, sobre todo, llegar a Berlín antes que los soviéticos. Al principio, Eisenhower se había mostrado de acuerdo, pero las circunstancias sobre el terreno le estaban haciendo replantearse la conveniencia de marchar sobre Berlín. El 27 de marzo, durante una conferencia de prensa, le preguntaron a Eisenhower si creía que eso era posible. Los Aliados occidentales se encontraban todavía a más de trescientos kilómetros de la capital alemana; los soviéticos, a sólo cincuenta. «Considerando las distancias —admitió Eisenhower—, creo que eso les corresponde [a los soviéticos].»[212]
En esos momentos, lo que más le preocupaba no era el Ejército Rojo. Tal vez los alemanes estaban sentenciados, pero todavía no habían sido ni mucho menos derrotados. La Wehrmacht seguía luchando en todos los frentes al amparo de una fortaleza casi inexpugnable: los Alpes.
Durante meses, los cerebros de las fuerzas aliadas habían dado por sentado que la frontera entre Alemania y Austria —la zona entre Salzburgo al norte, Linz al este y el paso del Brennero, cerca de la frontera italiana, al oeste— sería el último baluarte del nazismo. Era sabido que la región, el territorio natal de Hitler, contenía grandes arsenales y reservas de alimentos, y se creía que estaba plagada de fortines y posiciones defensivas. Un informe del SHAEF resumía así la situación: «Teniendo en cuenta el terreno, la zona resulta casi impenetrable».[213]
El miedo de Eisenhower, y el de sus asesores más cercanos, como el general Bradley, era que Hitler lograra escabullirse de Berlín y refugiarse en las montañas. Los agentes de inteligencia confirmaron que tropas de primera de las SS llevaban semanas desplazándose desde Berlín hacia el sur, a una zona situada al oeste del frente soviético y al norte del teatro de operaciones italiano. El repliegue parecía localizado en Berchtesgaden, una pequeña población de montaña donde Hitler y sus adláteres poseían residencias de verano y a menudo trataban asuntos de gobierno. Con Hitler al timón —e incluso sin él—, Eisenhower temía que incluso un número modesto de tropas bien adiestradas guarecidas en las montañas pudiera mantener en jaque durante años a las fuerzas aliadas.
Eisenhower despreciaba a los alemanes. Los culpaba de la guerra y de su a menudo inhumano afán de destrucción. Además, todavía tenía reciente el recuerdo del campo de trabajo de Ohrdruf, que había visitado junto a algunos de sus generales el mismo día que Merkers. Esto es lo que le escribió a su superior, el general Marshall:
No hay palabras para describir lo que vi. Mientras caminaba por el campo me encontré a tres hombres que habían sido reclusos y que, de una forma u otra, habían logrado evadirse. Los entrevisté con la ayuda de un intérprete. Las pruebas visuales y el testimonio verbal del hambre, la crueldad y la brutalidad eran tan apabullantes que hasta empecé a marearme. Patton incluso se negó a entrar en una sala donde había apilados veinte o treinta hombres desnudos, muertos de inanición. Dijo que si entraba, vomitaría. Yo entré de forma deliberada, para poder ofrecer testimonio de primera mano de esos hechos en el caso de que, en el futuro, se desarrolle la tendencia a calificar esas alegaciones de mera «propaganda».[214]
Con su mujer, Mamie, se mostró más explícito: «¡Jamás soñé que tanta crueldad, brutalidad y barbarie fuera posible en este mundo! Aquello era espantoso».[215] Eisenhower no tenía intención alguna de conceder a los nazis escapatoria ni esperanza.
El 12 de abril de 1945, el día de la visita a Merkers y Ohrdruf, el comandante supremo le comunicó a Patton que el 3.er Ejército estadounidense se dirigiría al sur, hacia Núremberg y Múnich. Por el momento, su objetivo principal era asegurar el sur de Alemania y aplastar a los nazis que quedasen en los Alpes.
Patton se opuso con vehemencia. «Sería mejor tomar Berlín lo antes posible —repuso—, y seguir hacia el Oder», la frontera oriental del país.[216] Ansioso de que Estados Unidos se llevara el gran trofeo de la guerra, manifestó que el 3.er Ejército podía plantarse en Berlín en cuarenta y ocho horas.
Eisenhower estaba seguro de que los Aliados occidentales podían tomar Berlín, pero no lo estaba tanto de que fueran los primeros en llegar. En cualquier caso, ¿era conveniente? El general Bradley estimaba que la captura de la ciudad costaría unas cien mil vidas, precio excesivo por un «objetivo de prestigio».[217]
Así las cosas, en abril de 1945, los Ejércitos 3.º y 7.º se pusieron en marcha no hacia Berlín, sino hacia Austria y el último refugio nazi, la zona conocida en la jerga militar como el «Reducto Alpino». Sólo los miembros de la sección de Monumentos —y en especial Robert Posey, Lincoln Kirstein y James Rorimer, los hombres asignados a dichos ejércitos— comprendieron que la decisión de Eisenhower ponía en su camino los dos mayores depósitos de arte del Reich: Neuschwanstein y Altaussee. No obstante, ni siquiera ellos conocían las intenciones del Gauleiter August Eigruber ni de las tropas de las SS que se batían en retirada.