CAPÍTULO 36

UNA SEMANA PARA EL RECUERDO

Merkers, Alemania

8-15 de abril de 1945

El 6 de abril de 1945, dos días después de la muerte de Walter Huchthausen, un jeep estadounidense alcanzó a dos figuras que caminaban arrimadas la una a la otra por la polvorienta carretera.

—Buenos días, señoritas —dijo uno de los policías militares, con el dedo en el gatillo de su pistola—. Saben que se ha declarado el toque de queda, ¿verdad? Órdenes del general Patton.

Nada más decir esto, se dio cuenta de que una de las mujeres estaba embarazada.

Eran desplazadas francesas y se dirigían a la vecina ciudad de Kieselbach en busca de una partera. Tras consultar con el jefe de la Policía Militar del XII Cuerpo, los agentes se ofrecieron para llevarlas a la ciudad. En las afueras de Merkers, el conductor se fijó en una colina erosionada y preguntó de qué era la mina por la que estaban pasando. Una de las mujeres señaló una portezuela y dijo: «Or», oro en francés.

Los agentes se detuvieron.

Or? ¿Está segura?

La mujer asintió con la cabeza.

Lingots d’or.

Robert Posey y Lincoln Kirstein, los oficiales de Monumentos del 3.er Ejército estadounidense, llegaron a la mina dos días después, la tarde del 8 de abril de 1945. La entrada era inconfundible. Cada pocos pasos había un grupo de soldados de guardia y a lo largo de la estrecha carretera se habían instalado dispositivos antiaéreos. Posey calculó que debía de haber una compañía entera (más de cien hombres), pero a medida que iban dejando atrás puestos de inspección y vigilancia corrigió sus estimaciones a medio batallón (doscientos hombres como mínimo). En realidad, Merkers estaba custodiado por dos batallones de infantería al completo, reforzados por miembros de otros dos batallones de tanques.

El montacargas, lleno de oficiales enviados desde el cuartel de Frankfurt para verificar la presencia de oro y divisas, olía a azufre y crujía como los tablones de madera de una vieja escalera. A Kirstein empezaron a dolerle los oídos debido a la presión.

—¿Qué profundidad tiene la mina? —le preguntó al operario.

—Seiscientos treinta metros, más de medio kilómetro —respondió el oficial—. Por cierto, el capataz es un cabeza cuadrada, no entiende una palabra.

—Espero que no sea un oficial rezagado de las SS.[188]

—Pierda cuidado, soldado. Hay oficiales de tres estrellas por todas partes. Ni se fijará en ustedes.

El montacargas se abrió y asistieron a una escena sacada del infierno dantesco: oscuridad, sombras, hombres corriendo en todas direcciones, vapor, agua, cables, instrumentos metálicos semejantes a insectos tirados por el suelo, oficiales gritando órdenes y el eco de cada sonido rebotando en la piedra. Las luces, al menos las que funcionaban, proyectaban imágenes deformes en las paredes y reflejaban la película acuosa que cubría los cuellos y brazos de la mayoría de los hombres. Hombres y equipo eran regados con mangueras, y el agua se acumulaba formando charcos fangosos en el suelo. Bastaron unos segundos para que Kirstein empezara a sudar de la humedad. Con una mano se secó el sudor de las cejas y se masajeó la dolorida garganta.

—Son las sales minerales de las paredes —dijo alguien, alargándole un trapo—. Cúbrase la nariz con esto. Y cuando vuelva arriba úselo para frotarse las botas. Esta agua salada podría comerse el cuero en sólo un día.

Pasaron por delante de unos soldados de guardia y un grupo de hombres que transportaban una gran pila de papel moneda que alguien había dejado junto al montacargas. Los empleados de la banca nazi habían intentado evacuar el dinero la semana anterior, pero como era domingo de Pascua no había nadie de servicio en la estación. Detrás del dinero, un muro de sacos terreros protegía un nido de artillería ocupado por una pareja de soldados silenciosos protegidos con casco. A su espalda había una gran puerta de acero, como las de las cajas fuertes de los bancos. Por lo visto, nadie tenía la llave, pues se había abierto un boquete en el muro de ladrillo que la rodeaba, de casi un metro de grosor. Posey y Kirstein entraron por él. Lo primero que vieron fue a un oficial estadounidense sacándose una foto con un casco a rebosar de monedas de oro; detrás de él se encontraba la Sala Número 8, la gran cámara del tesoro nazi.

Lincoln Kirstein levantó la vista. Encima de él, el techo de piedra maciza brillaba con el reflejo de un centenar de focos. Calculó que debía de medir al menos cuarenta y cinco metros de largo, sin una sola columna de soporte, por unos veintidós de ancho. ¿Y de altura? Unos seis metros, con una hilera de lámparas colgando en el centro de la estancia. Debajo de las luces había una vía férrea y, al fondo de la habitación, unas cuantas carretillas cargadas con cajas. A Posey le pareció que la fila de cajas no era muy larga; luego se dio cuenta de que era por culpa de la perspectiva. En realidad, las cajas eran más altas que los soldados que las cargaban en las carretillas. Delante de las cajas, ocupando buena parte del suelo, había miles de bolsas. Eran todas idénticas: de color marrón, del tamaño de una hogaza de pan y atadas por la parte superior. Formaban montones de cuatro bolsas de alto por cinco de ancho, con veinte hileras por sección, separadas unos treinta centímetros las unas de las otras. Kirstein intentó contar las secciones, pero era imposible. Las últimas quedaban tan alejadas que no alcanzaba a distinguir el paso de separación entre ellas. Eran como puntos en la distancia. Y todas y cada una de aquellas bolsas —mil, diez mil, cien mil— estaban llenas de oro.

Las obras de arte, almacenadas en una cámara cercana, eran en su mayoría pinturas. Algunas estaban guardadas en cajas; otras en contenedores marcados con tapas de bisagra cerradas con candado; otras aún envueltas en papel de estraza. Muchas de ellas estaban amontonadas en posición vertical en compartimentos de madera, como si fueran carteles de saldo. Kirstein les echó un vistazo. Un delicioso cuadro de Caspar David Friedrich de una goleta lejana presentaba un rasgón en el cielo, aunque el resto parecían en perfectas condiciones.

—Tampoco es para tanto —dijo Posey.

—Oh, esto no es todo —dijo un oficial que pasaba por ahí, y soltó una carcajada—. Abajo hay kilómetros de túneles.

Los pasajes exteriores eran menos espectaculares que la Sala Número 8. La actividad también era menor y en ellos podía sentirse la claustrofobia de encontrarse en un corredor angosto a setecientos metros bajo tierra. Kirstein se imaginaba detonadores escondidos y a los alemanes a la espera de los peritos en arte para volar los túneles y convertirlos en una tumba subterránea, como si su plan consistiera en atraerlos hacia las profundidades, como el villano del barril de amontillado en el cuento de Edgar Allan Poe.

—A saber cuántas toneladas de tierra hay encima de nosotros ahora mismo —comentó Kirstein mientras se introducía por el estrecho pasaje. Y pensaba en la pequeña goleta de Caspar David Friedrich bajo el cielo inmenso.

—Sólo hay una cosa peor que ser soldado en estos túneles —dijo Posey—, ser el minero que los cavó.

Lo que no podía saber era que todas aquellas toneladas de oro y obras de arte habían sido llevadas al subsuelo por trabajadores forzados, judíos de Europa del este y prisioneros de guerra en su mayoría.

Poco a poco, Posey y Kirstein empezaron a hacerse cargo de la cantidad de material oculto en las minas de Merkers. Esculturas embaladas aprisa y corriendo, con fotografías de los catálogos de los museos pegadas en la caja para saber cuál era su contenido. Antiguos papiros egipcios en cajas de metal que la sal de la mina había reducido a la consistencia del cartón mojado. No había tiempo para examinar las antigüedades de inestimable valor, pues en otras salas se acumulaban antiguas obras decorativas griegas y romanas, mosaicos bizantinos, alfombras islámicas y carteras de cuero y bucarán. Escondidos en una cámara lateral que pasaba casi inadvertida, encontraron las planchas originales de la famosa serie del Apocalipsis de Albrecht Dürer, de 1498, aparte de más cajones con pinturas de Rubens, Goya, Cranach, junto con otras obras menores.

—No siguen ningún orden —observó Kirstein—. Se mezclan períodos y estilos distintos, obras maestras con piezas nuevas, cajas procedentes de varios museos. A saber qué ha ocurrido aquí.

—Los han juntado por tamaño —dijo Posey, fijándose en la uniformidad de los cuadros de una de las cajas.

Salieron de la mina al atardecer y regresaron en coche a Frankfurt para dar parte de los descubrimientos. Con ellos iba el mayor Perera, un oficial enviado por el 3.er Ejército para examinar el oro y las reservas de dinero. Perera notificó en un primer momento que se habían encontrado 8.198 lingotes de oro, 711 sacas de monedas de veinte dólares de oro estadounidenses, más de 1.300 sacas con monedas de oro de distinta procedencia, cientos de sacas de divisas y 2.760 millones de dólares en marcos del Reich, así como divisas de varios países, plata, platino y las planchas utilizadas por el gobierno alemán para acuñar moneda.[189] Un empleado de banca al que se encontró en la mina, Herr Veick, confirmó que se trataba del grueso de las reservas del tesoro nacional de Alemania.

Posey indicó que, a juzgar por la evaluación preliminar, las obras de arte también procedían de Berlín. Las habían embalado con prisa y torpeza, probablemente a causa de la impaciencia por trasladar todo cuanto fuera susceptible de ser transportado. La mina contenía miles de obras de arte y, a primera vista, ninguna parecía proceder del saqueo de otros países.

A la mañana siguiente, Robert Posey llamó a George Stout. Por pura casualidad, el oficial al mando de la MFAA, Geoffrey Webb, el erudito británico, estaba reunido con Stout en Verdún, de modo que Posey aprovechó para reclamar inmediatamente la presencia de ambos. Hecho esto, él y Kirstein salieron para la cercana ciudad de Hungen, recién invadida por el 3.er Ejército. Pocas horas más tarde, en el Schloss Braunfels, un castillo edificado como fortaleza en 1246, encontraron suficientes incunables, manuscritos antiguos y textos sagrados judíos como para llenar un museo entero. El material saqueado estaba destinado a los institutos de estudio de la raza del cerebro del ERR, Alfred Rosenberg, cuyo propósito era demostrar la inferioridad de la raza judía.

Por la noche, Posey le escribió a su mujer, Alice: «Supongo que es mejor escribir una carta corta y trivial que no escribir nada en absoluto. El caso es que estoy tan ocupado que cada día trabajo hasta caer rendido e incapaz de hilvanar unos pocos pensamientos sobre el papel. Cuando uno trabaja dieciséis horas al día siete días por semana, no le queda mucho tiempo libre».[190]

A medida que la guerra se acercaba a su fin y su trabajo adquiría mayor relevancia, los miembros de la MFAA tenían menos tiempo y libertad para relatar sus experiencias a sus seres queridos.

George Stout llegó a Merkers el 11 de abril de 1945. Tras su visita a Siegen, donde había logrado convencer a la 18.ª División de Infantería de que apostara un número de guardias suficiente, esperaba encontrar un mina semiabandonada. Nada más lejos: Merkers era un hervidero de oficiales aliados, guías alemanes y peritos de todas las ramas de Asuntos Civiles. La guardia ascendía a casi cuatro batallones (más de dos mil hombres), incluido un batallón de infantería enviado desde el frente, y aun así, el número de militares parecía inferior al de corresponsales extranjeros. Tal como escribió Kirstein: «Debido al hecho de que las obras de arte […] se encontraron junto a las reservas de oro del Reich, la noticia recibió un tratamiento insólito por parte de la prensa».[191] En otras palabras, los periodistas no estaban muy interesados en las grandes obras de arte de Alemania —prueba de ello es que muchas de sus informaciones estaban equivocadas: hubo, por ejemplo, quien se refirió al busto de la reina Nefertiti como una momia—, pero una mina llena de oro nazi era un titular irresistible. Patton estaba tan furioso de que hubiera habido una filtración que destituyó al censor responsable pese a no tener autoridad para ello. No obstante, el daño ya estaba hecho. El Stars and Stripes publicaba noticias sobre Merkers a diario, y los periódicos de todo el mundo siguieron su ejemplo. Tres días más tarde, un hallazgo todavía más espectacular saltó a los titulares del mundo entero: al fin alguien cayó en la cuenta de que el nombre de la nueva mina «Mercedes» se escribía en realidad «Merkers».

Stout había sido convocado a las 15.00 horas sin Geoffrey Webb, quien pese a ostentar mayor rango era británico. La división financiera de Asuntos Civiles le había negado el pase a Webb. Stout llegó a las 14.45 en un jeep cedido por el 3.er Ejército y fue conducido sin dilación ante un teniente coronel que lo acompañó a una sala y le comunicó que no podría salir hasta nueva orden. La sala estaba llena de miembros de la división financiera. A las 21.15, el coronel Bernstein, asesor financiero de Ike Eisenhower en materia de asuntos civiles y gobierno militar, apareció e informó a Stout de que sería el oficial de la MFAA al frente de la operación. Cuando Stout protestó por la exclusión de Geoffrey Webb, Bernstein le mostró una carta de Patton en la que se decretaba que Bernstein estaba a cargo de la mina. El mensaje era claro y no admitía réplicas: aquélla era una operación norteamericana, y sintiéndolo mucho por Webb, los oficiales británicos no tenían cabida en ella. Por lo demás, se trataba de una operación de tipo financiero. La cuestión de las obras de arte era secundaria. Alicaído, Stout mandó a Lincoln Kirstein para que le diera a Webb la mala noticia de que Patton no quería «ni un maldito anglo» en la mina[192] y pasó el resto de la noche entrevistando al doctor Schawe, un bibliotecario alemán al que encontró «torpe e innecesariamente vengativo».[193]

A la mañana siguiente, Stout se reunió con el doctor Paul Ortwin Rave, un experto en arte alemán que llevaba desde el 3 de abril viviendo en la mina con su familia, su biblioteca personal y su preciada colección de alfombras. La prensa había publicado que Rave era director adjunto de los museos nacionales prusianos. En realidad era el ayudante del director, pero no era un subordinado cualquiera. Trabajador dedicado y profesional, su carrera había quedado obstaculizada al haberse negado a afiliarse al Partido Nazi.

Rave explicó que, al principio de la guerra, los tesoros de los museos nacionales alemanes se habían retirado de las galerías y depositado en cajas fuertes de bancos y torres antiaéreas de Berlín y las afueras. En 1943, Rave sugirió evacuar las colecciones del área de Berlín, que empezaba a convertirse en blanco de los bombardeos aéreos de los Aliados. Le contestaron que su postura era derrotista y peligrosa…, tal vez demasiado. Al año siguiente volvió a intentarlo, pero su propuesta se rechazó de nuevo y las amenazas contra su vida se repitieron. La autorización para trasladar las obras a Merkers no llegó hasta que los soviéticos empezaron a castigar la ciudad con artillería de largo alcance. Hubo que dejar cuatrocientos cuadros de grandes dimensiones —incluidas obras de Caravaggio y Rubens— en las torres de Berlín, junto con numerosas esculturas y antigüedades varias. Rave calculó que se necesitarían ocho semanas para trasladar todo lo demás; le dieron dos. El último envío llegó el 31 de marzo de 1945. Cinco días después, el 3.er Ejército invadía la zona.

«Dos semanas para transportar esta abrumadora cantidad de obras —observó Stout cuando terminó de escuchar el relato de Rave—. Menudo lujo. A nosotros nos han dado seis días».

Los generales —Dwight Eisenhower, comandante supremo del teatro de operaciones europeo; Omar Bradley, comandante del XII Grupo de Ejércitos; Manton Eddy, comandante del XII Cuerpo, y George Patton, el irreductible titán del 3.er Ejército— viajaron a Merkers la mañana del 12 de abril. El general de brigada Otto Weyland, comandante del XIX Mando Táctico Aéreo del 9.º Ejército, se reunió allí con el resto de generales. Acompañados por unos cuantos miembros del personal y un operador de montacargas alemán, los generales descendieron seiscientos metros hasta la mina principal de Merkers. El trayecto, completamente a oscuras, duró varios minutos. A mitad de él, sin más sonido que el crujido del solitario montacargas, Patton bromeó:

—Como esta cuerda de tendedero se parta habrá una avalancha de promociones en el ejército estadounidense.[194]

—Basta ya, George —dijo la voz de Eisenhower en medio de la oscuridad—. Se acabaron los chistes hasta que volvamos a la superficie.

Bajar a una mina de potasio —o de cobre, o de sal, o cualquier otro tipo de mina alemana— era una experiencia incómoda. Eran minas operativas, no atracciones turísticas, y las galerías eran abruptas, angostas y estrechas. Buena parte del equipo era viejo y, como la guerra había provocado recortes de personal y materiales, estaba mal mantenido. Los alemanes habían elegido la seguridad de las minas para instalar sus depósitos, de modo que sus soldados estaban acostumbrados a adentrarse medio kilómetro bajo tierra y recorrer después otro medio por las profundidades. Vivir en la oscuridad perpetua, muy por debajo del nivel de la superficie, sin mapas de la mina ni garantías de que la siguiente galería no estuviera llena de bombas trampa ni el siguiente depósito repleto de dinamita, era una experiencia que ponía los nervios de punta. Por si con esto no bastara, como la mayoría de las minas se encontraban en zonas bombardeadas, sus fuentes de energía habían sido destruidas. Eran oscuras, frías y húmedas.

Así las cosas, es comprensible que los generales quisieran darse prisa. En la Sala Número 8, en la que sólo quedaba el personal imprescindible, examinaron incontables hileras de lingotes de oro y billetes por valor de varios millones de dólares. En la siguiente sala ojearon las pinturas. Patton opinaba que debían de valer «unos dos dólares con cincuenta y que eran ideales para el salón»,[195] aunque lo que en realidad tenía delante eran las piezas de la colección del mundialmente famoso Museo Kaiser-Friedrich de Berlín. Otras salas, reservadas para las SS, abundaban en fuentes y jarrones de oro y plata, deformados a martillazos para facilitar su almacenamiento. Había baúles enteros llenos de joyas, relojes, plata, ropa, gafas y pitilleras de oro, últimos vestigios de un enorme botín que las SS todavía no habían tenido tiempo de fundir. Había ocho sacas de anillos, muchos de ellos alianzas de matrimonio. Uno de los soldados abrió otra saca y sacó un puñado de empastes de oro. Los habían sacado de los dientes de las víctimas del Holocausto.

—¿Qué haríais con todo ese botín? —preguntó Eisenhower durante el almuerzo, refiriéndose a los lingotes y el papel moneda.

Patton, con su acostumbrada brusquedad, contestó que se lo gastaría en armas o en medallas de oro «para todos los cabronazos del 3.er Ejército».[196] Los generales se echaron a reír, pero la cuestión era seria. Para desesperación de Stout y sus hombres de Monumentos, Bernstein procedía dando por sentado que todo el contenido de la mina, incluidas las obras de arte, pertenecía al botín del enemigo. Habrían de pasar meses antes de que se convenciera de que no era cierto.

La alegría tocó a su fin aquella misma tarde, cuando los generales visitaron Ohrdruf, el primer campo de trabajo nazi liberado por las tropas estadounidenses. Ohrdruf no era un campo de exterminio, como Auschwitz, adonde se enviaba a los «indeseables» para su aniquilación, sino un lugar en el que se esclavizaba a los seres humanos hasta la muerte. Los generales y sus oficiales recorrieron el campo en silencio. El general Bradley escribiría al respecto:

El olor a muerte nos abrumó aun antes de cruzar la empalizada. Más de 3.200 cuerpos desnudos y consumidos yacían en tumbas poco profundas. Otros estaban tendidos en el suelo, en el mismo lugar donde habían caído. Los piojos saltaban por la piel amarillenta de sus enjutos y huesudos cuerpos. Un guardia [aliado] nos enseñó la sangre coagulada en gruesas costras de color negro allá donde los prisioneros muertos de hambre habían arrancado las vísceras de los muertos para comérselas […]. Tenía el estómago demasiado revuelto para decir nada. La muerte en ese lugar estaba tan marcada por la degradación que nos quedamos de piedra, incapaces de reaccionar.[197]

Algunos de los supervivientes, reducidos a puros sacos de huesos, se levantaban sobre las piernas resecas y saludaban a los generales al pasar. Éstos caminaban en medio de un silencio sepulcral, apretando los labios. Varios miembros de su personal, hombres curtidos por muchos meses de guerra, rompieron a llorar abiertamente. El propio Patton, el viejo «Sangre y Agallas», se escondió detrás de un edificio y vomitó.

Eisenhower insistió en que todos los estadounidenses, militares o civiles, debían ver aquello. «Se nos dice que los soldados norteamericanos no saben por qué luchan. Ahora, por lo menos, sabrán contra qué luchan.»[198]

Patton fue aún más explícito: «Nadie sabe lo malnacidos que pueden llegar a ser los cabeza cuadradas hasta que ve ese agujero infecto con sus propios ojos».[199]

No fue hasta medianoche cuando Patton, agotado tras dos de las más notables y terroríficas expediciones de la historia, se echó a dormir. Antes de apagar la luz se dio cuenta de que se le había parado el reloj. Sintonizó la BBC para ponerlo en hora y en ese instante oyó una noticia de última hora: el presidente Franklin Delano Roosevelt había muerto.

Mientras los generales inspeccionaban las cámaras principales de Merkers, Stout exploraba las minas de los alrededores. El complejo de Merkers estaba formado por más de cincuenta y cinco kilómetros de túneles y una docena de entradas.[200] No existía inventario alguno de las obras guardadas en las minas, pero el doctor Rave poseía una lista de los museos y colecciones de donde procedían. Las colecciones de los museos berlineses habían sido las primeras en llegar y se habían almacenado en la mina de Ransbach. Rave se había mostrado poco satisfecho con la mina, por lo que los envíos siguientes se habían llevado a Merkers. Este punto preocupaba a Stout, pues Merkers, húmeda y salada, distaba de ser un emplazamiento ideal para las obras de arte, aunque como el montacargas de Ransbach no funcionaba resultaba imposible inspeccionar sus contenidos.

Daba lo mismo, trabajo no faltaba. Al bajar a la mina de Philippstal, Stout encontró libros de referencia y mapas. Lincoln Kirstein, por su parte, fue a la mina de Menzengraben, donde sufrió un corte de suministro y se quedó atrapado en una oscuridad y un silencio absolutos a cientos de metros bajo tierra. «En vez de subir a pie una altura equivalente a dos veces el Empire State —escribió a su familia—, decidí explorar un gran depósito de uniformes de la Luftwaffe y me llevé un paracaídas y un cuchillo como recuerdo.»[201]

La mañana del 13 de abril, George Stout calculó el material necesario para embalar y transportar las obras: cajas, cajones, archivos, cinta adhesiva, miles de metros de material de embalaje. La conclusión: «Imposible obtenerlo».[202]

Cuando el montacargas estuvo reparado, bajó a la mina de Ransbach acompañado por el irritante doctor Schawe. La mina era casi el doble de profunda que el pozo principal de Merkers y mucho más abrupta. Los libros ocupaban la práctica totalidad del espacio. Stout estimó que debía de haber un millón de volúmenes, tal vez dos. Las cuarenta y cinco cajas con obras de arte procedentes del museo de Berlín seguían donde Rave las había dejado. Siete estaban abiertas, pero las grandes obras de Dürer y Holbein estaban intactas. El fondo de vestuario de la Ópera Nacional había sido saqueado. «Los trabajadores rusos y polacos», masculló uno de las guías alemanes. Stout sabía que se refería a los trabajadores forzados y le costó echarles la culpa del pillaje.

De vuelta en Merkers, Stout supo por Bernstein que había habido un cambio de planes. La evacuación del 17 de abril se había adelantado al 15. «Una medida precipitada —anotó en su diario—, motivada por necesidades militares.»[203]

Hablar de necesidad era excesivo. La comodidad, contra la que Eisenhower había alertado en sus primeras resoluciones sobre la conservación cultural, parecía un término más adecuado. El general Patton planeaba seguir avanzando y no estaría dispuesto a dejar atrás cuatro batallones para vigilar una mina de oro. A todo esto, Bernstein también tenía motivos para querer actuar deprisa. En la Conferencia de Yalta de finales de febrero, Roosevelt, Churchill y Stalin habían dividido el Estado alemán en distintas zonas de control. Merkers, y todos sus tesoros, se encontraban en la zona soviética. Si el Ejército Rojo llegaba antes de que la mina hubiera sido evacuada —y circulaban fuertes rumores de que patrullas avanzadas estadounidenses y rusas ya se habían encontrado en la «tierra de nadie» del centro de Alemania—, sus contenidos desaparecerían en sus manos. De los soviéticos no podía esperarse que fueran ecuánimes, y con razón: habían sufrido millones de bajas durante la brutal y devastadora invasión nazi en su país. Sólo en Stalingrado se había cobrado más de un millón y medio de vidas. Las fuerzas que en esos momentos se abrían paso a uñas y dientes por territorio alemán incluían brigadas de trofeos: oficiales especializados en arte y finanzas cuya misión consistía en encontrar y requisar bienes enemigos, tanto saqueados como de cualquier otro tipo. Stalin confiaba en el oro, la plata, el mármol labrado y las obras de arte como pago en especie por las pérdidas sufridas por su pueblo.

Pasados treinta minutos de la medianoche del 15 de abril, George Stout puso punto y final a los planes para evacuar Merkers. A falta de material de embalaje, había requisado mil abrigos de piel de oveja del depósito de uniformes de la Luftwaffe que Kirstein había encontrado en Menzengraben, de los que los oficiales alemanes utilizaban en el frente ruso. La mayor parte de las cuarenta toneladas de obras de arte se envolverían con los abrigos y se embalarían con obras similares para más tarde organizarlas por colecciones. Fue a ver al coronel Bernstein. El oro pesaba demasiado para cargarlo en la caja de los camiones, de modo que se alternaría con los cuadros para aprovechar al máximo el espacio. Las operaciones de carga empezarían en una hora, a las 02.00, treinta y seis horas antes del plan inicial. A las 04.30, se llevaron a la superficie las obras que ya estaban en cajas. «No hay tiempo ni para dormir», escribió Stout.[204] Había que preparar los recibos y las instrucciones para descargar y almacenar las obras en Frankfurt.

A las 08.00, una hora antes de la partida del primer convoy, Stout se puso manos a la obra con los cuadros sin caja. La idea era trasladarlos de forma provisional a un edificio a nivel de superficie, pero pese a disponer de veinticinco hombres la tarea se demostró imposible. Hacia última hora de la tarde el grupo había ascendido a cincuenta y Stout decidió embalar las pinturas bajo tierra. Por desgracia, el tamaño de los cajones dificultaba las maniobras, y más teniendo en cuenta la confusión que reinaba en las galerías, ya que los jeeps que se habían bajado a la mina para ayudar a sacar el oro bloqueaban algunos corredores. Por si esto fuera poco, los gases de escape enrarecían el aire y el petardeo del motor reverberaba amenazador por los túneles de piedra. El oro se rociaba con agua para retirar la corrosiva sal de la mina y en la galería que conducía al montacargas el agua cubría hasta el tobillo. Los soldados corrían en todas direcciones acarreando sacas de dinero, bolsas de oro y arte antiguo, y Stout no sabía ya qué hacer para que sus hombres no se dispersaran con todo aquel desbarajuste, ralentizando aún más el trabajo.

A las 00.05, pasados cinco minutos de la medianoche del 16 de abril, Stout dejó escrito que «todos los cuadros [se encuentran] a nivel de superficie, en tres lugares. Todas las cajas de grabados, a nivel de superficie en dos lugares. Las obras embaladas bajo tierra, parcialmente reordenadas, apiladas y listas para subir al montacargas».[205] En Ransbach, las labores de carga empezaron a las 08.30; en Merkers, media hora más tarde, con la participación de setenta y cinco hombres y cinco oficiales. A las 13.00, se recurrió a la ayuda de los prisioneros de guerra. A las 21.00, todas las pinturas estaban cargadas. Stout se dirigió a la mina de Dietlas, a la que se llegaba a través de un pasaje subterráneo desde el pozo principal de Merkers, y allí encontró equipos fotográficos, cuadros modernos y organizadores de archivos. Un lote procedente de Weimar llevaba la inscripción 933-1931, mil años de historia municipal. «Inspección terminada a las 23.00 —escribió—. Vuelvo a Merkers, ceno, informo.»[206]

El convoy del arte —treinta y dos camiones de diez toneladas con una escolta de infantería motorizada y cubierto desde el aire— partió con destino a Frankfurt a las 08.30 y llegó a las 14.00. Stout anotó tan sólo: «Complicaciones con la descarga. L. Kirstein ha sido de gran ayuda. Tarea realizada por ciento cinco PG [prisioneros de guerra] en mal estado de salud. Almacenado en ocho salas provisionales a nivel de sótano y una gran sala subterránea». El inventario de Stout consignaba 393 pinturas (sin caja), 2.091 cajas de grabados, 1.214 cajas y 140 piezas textiles, o lo que es lo mismo, la mayor parte de los tesoros nacionales prusianos. «Tarea finalizada y zona asegurada a las 23.30.»[207]

«La última vez que las vi —escribió Lincoln Kirstein relatando la operación—, el teniente Stout estaba muy serio e iba con un aerómetro por todos los rincones de su nuevo hogar para determinar el grado de humedad.»[208] Se había pasado casi cuatro días sin dormir, pero como siempre George Stout había terminado su trabajo, y además de forma satisfactoria.

El 19 de abril, Stout le escribió a Margie con su habitual comedimiento:

No sabes cuánto lamento no haberte escrito durante estos cinco días. He estado realmente ocupado […], un trabajo de lo más singular y estrafalario, en unas minas de sal entre 360 y 750 metros bajo tierra. Habrás leído algo al respecto en los periódicos. Se publicó por error y las consecuencias hubieran podido ser gravísimas. Como es natural, nos está terminantemente prohibido hablar de ello, así que por el momento no puedo decir más.

Hoy ha hecho mucho calor y he salido a caminar una hora y media. El sol me prueba y, después de esta carrera de locos, empiezo a recordar que no soy sólo un mecanismo de repetición. A veces es bueno sentirse una simple pieza de engranaje, porque entonces no sueñas con estar en casa ni deseas placeres inalcanzables. Pero no quiero ponerme morboso. El trabajo es interesante. Y hay que hacerlo. Y estoy muy bien.[209]

La carta termina diciéndole a Margie que Merkers ha tenido su premio: un par de abrigos forrados de piel del frente soviético que le sirven de saco de dormir. Esos abrigos y un cuchillo de paracaidista fueron los únicos recuerdos que se llevó.

Robert Posey, que a ratos había colaborado con Stout en Merkers, describió la operación de una forma más directa en una carta fechada a 20 de abril, pocos días después de abandonar la mina:

En la mina de oro me llenaron el casco con monedas de veinte dólares de oro y me dijeron que podía quedármelas. No pude ni levantarlo del suelo —había treinta y cinco mil dólares—, así que volvimos a guardarlo en las sacas y ahí lo dejamos. Creo que no tengo ninguna clase de apetencia por el dinero, porque no sentí absolutamente nada al ver tanto ahí reunido. Tu poema significa más para mí.[210]

Habían sido unas semanas inolvidables, pero los hombres de Monumentos no lo celebraron. Si los Aliados habían topado con Merkers, cabía esperar que pudieran topar con algo igual de extraordinario e inesperado, como pronto habría de comprobar Walker Hancock. Además, en alguna parte del territorio bajo dominio nazi, tenían que estar los dos grandes tesoros robados del arte europeo: las grandes obras del patrimonio artístico francés, que según Rose Valland se encontraban en el castillo de Neuschwanstein, y la cámara del tesoro de las profundidades de Altaussee, en los Alpes austríacos, donde se guardaban muchas de las mejores obras de arte del mundo.