CAPÍTULO 35

PERDIDOS

Este de Aquisgrán, Alemania

4 de abril de 1945

Al norte de Essen y al este de Aquisgrán, en la zona conocida como la bolsa del Ruhr, el capitán Walter Huchthausen y su ayudante el sargento Sheldon Keck, representantes de la sección de Monumentos en el 9.º Ejército estadounidense, se dirigían al frente de batalla para cerciorarse de ciertos rumores acerca de un retablo. Hutch, soltero y muy sociable, ya estaba recuperado de las heridas sufridas durante el bombardeo de Londres y a sus cuarenta años empezaba a dar lo mejor de sí. Keck, casado y proveniente del ámbito de la conservación, se había incorporado a filas en 1942, cuando su hijo Keckie no contaba más que tres semanas. Desde entonces no había vuelto a verlo, pero su mujer, Caroline, conservadora de arte también ella, no se lo echó en cara ni una sola vez. Caroline había estudiado en Berlín durante los años treinta, cuando la comida era escasa, el empleo inexistente y la corrupción endémica. En la universidad se suicidaban unos quince estudiantes al mes, hasta que al final clausuraron su facultad. Por dos veces vio hablar a Hitler en directo, y sus palabras todavía la estremecían hasta los huesos. Habría querido que Sheldon volviera, pero se hacía cargo de la importancia de la misión. Además, por lo menos en los primeros años, el pequeño Keckie ni siquiera echaría en falta a su padre.

—No hay mucho tráfico por aquí —observó Keck tras veinte o treinta minutos conduciendo. Los mapas habían resultado inútiles, como de costumbre, pues muchas de las carreteras eran intransitables por culpa de los desperfectos o por la presencia de combatientes enemigos. Los oficiales de Monumentos estaban acostumbrados a perderse, pero también lo estaban a ver pasar jeeps, tanques y camiones de camino al frente. Ese día, sin embargo, no se veía un alma.

—Preguntemos —resolvió Keck.

No se veían puestos militares aliados a los lados de la calzada, aunque dos o tres kilómetros más adelante Hutch divisó un grupo de soldados norteamericanos en el terraplén de la vía.

—Gracias a Dios —dijo mientras aminoraba.

Pero nada más pisar el freno hubo una ráfaga de disparos. Sheldon Keck, en el asiento del copiloto, oyó una explosión repentina y, casi al mismo tiempo, notó que un peso caía sobre él y lo arrojaba al suelo del vehículo. Apenas le dio tiempo a ver que los soldados subían el terraplén, sintió una subida de adrenalina y, de pronto, todo se volvió negro y el mundo se esfumó. Cuando recuperó la conciencia, vio unas manos que lo introducían en una trinchera. El jeep estaba en la carretera, agujerado como un colador. Los soldados sólo pudieron decirle que a Hutch se lo había llevado una ambulancia, «que le salía sangre de la oreja, que su rostro estaba blanco como la nieve».[186]

Sheldon pasó los dos días siguientes corriendo frenético de hospital de campaña en hospital de campaña en busca de su superior. Nadie sabía nada; el nombre de su amigo no encajaba con la placa identificativa de ninguno de los soldados heridos. Terminó dando con él, pero no en un hospital sino en el listado de muertos. Walter Huchthausen había sido alcanzado por un proyectil de arma de fuego y había muerto en el acto en la carretera al este de Aquisgrán. Su cuerpo era el peso que había derribado a Keck, protegiéndolo de las balas y salvando así su vida. Sería algo que Sheldon Keck —y su hijo Keckie, que gracias a Hutch pudo conocer a su padre— nunca olvidaría.

La noticia de la muerte de Hutch, como la de Balfour, se corrió poco a poco por las filas de la MFAA. Era el segundo hombre que perdían de un total de nueve. Reaccionaron con calma y resignación, con una parsimonia equiparable a la del oficial que acudió a la pequeña casa de Dorchester, Massachusetts, para comunicar a la anciana madre de Walter Huchthausen que su hijo había fallecido.

Semanas más tarde, temiendo que la labor de Hutch cayera en el olvido, Walker Hancock le escribiría a su mujer, Saima:

Era un tipo estupendo y estaba convencido de la bondad fundamental de la gente. Bill [Lesley] lo conocía mejor que yo —eran viejos amigos—, pero la actitud de Hutch con respecto a su misión en la guerra es uno de mis mejores recuerdos. […] Los edificios que, como joven arquitecto, soñaba construir ya no existirán jamás […] aunque gracias a él las pocas personas que lo vieron en acción —tanto amigos como enemigos— deben de tener un mejor concepto de la raza humana.[187]