CAPÍTULO 34

DENTRO DE LA MONTAÑA

Siegen, Alemania

2 de abril de 1945

George Stout alzó el puño y llamó a una puerta cerrada, enterrada casi un kilómetro en el interior de una colina. Había sido un largo camino, había recorrido una ciudad en ruinas, y luego casi un kilómetro por la galería equivocada hasta llegar a ese túnel secundario, aunque después de meses de espera la molestia valía la pena. La puerta se abrió. Stout esperaba poco menos que los tesoros culturales y artísticos se desparramaran por el túnel, pero todo lo que vio fue a un hombrecillo de gesto adusto.

Después de lo que habían pasado, ya casi nada podía sorprender a los hombres de Monumentos, pero por lo visto no podía decirse lo mismo del guardia, que se quedó mirando maravillado al soldado, luego al vicario de Aquisgrán y por último a los otros dos soldados estadounidenses que iban con él.

—Hola, Etzkorn —saludó el vicario.

Stout y Hancock habían perdido un tiempo precioso aquella mañana buscando un «guía» a instancias del cuartel, pero el vicario Stephany había resultado ser todo un hallazgo. El vicario era el hombre al que Hancock había encontrado en la catedral de Aquisgrán y que le había pedido que intercediera en favor de la brigada de bomberos. Al volver a encontrarse, el vicario se mostró sorprendido y reconoció que desde el principio había sabido de la existencia del depósito de Siegen, pese a haberle dicho a Hancock que no tenía la menor idea del paradero de los tesoros de la catedral.

—Hola otra vez, vicario —respondió con aspereza el hombrecillo que respondía al nombre de Etzkorn, mientras se apartaba receloso para dejar entrar a los soldados. En cuanto cerró la puerta, un grupo de alemanes uniformados, aparentemente guardias, se cuadraron pero los dejaron pasar. Detrás de ellos había una puerta acorazada. Herr Etzkorn sacó la llave antes de que se lo pidieran.

Gracias al foco de la linterna, al abrir la puerta Hancock distinguió una gran galería abovedada con revestimiento de ladrillo. Al momento le llegó una vaharada de aire caliente y húmedo. Las bombas aliadas habían averiado sin remedio el sistema de ventilación y el techo filtraba agua. George Stout fue el primero en entrar en la cámara y enfocó con la linterna un conjunto de grandes armazones de madera. Hancock se fijó en que los armazones llegaban hasta el techo y en que estaban llenos a rebosar de obras de arte: esculturas, pinturas, objetos de decoración, retablos, todo hacinado igual que la gente de aquel horrendo túnel. Bajo la luz de la linterna, Hancock reconoció obras de Rembrandt, Van Dyck, Van Gogh, Gauguin, Cranach, Renoir y, sobre todo, Peter Paul Rubens, el gran pintor flamenco del siglo XVII nacido en Siegen. Vio que en algunos de los lienzos se había formado moho y que la pintura de varios paneles de madera estaba hinchada o desconchada.

—¡Aún está aquí! —gritó el vicario en un rincón a oscuras.

Stout y Hancock corrieron hacia el último de catorce grandes paneles de plataformas. Dentro había seis voluminosos cajones con la marca: «Catedral de Aquisgrán».

—El sello está intacto —observó Stout.

—Hace dos semanas, el Oberbürgermeister de Aquisgrán… —empezó a decir el hombrecillo de semblante severo llamado Etzkorn.

—El ex alcalde —corrigió el vicario Stephany.

Etzkorn fingió no advertir la animadversión del vicario hacia un funcionario del partido.

—El ex Oberbürgermeister de Aquisgrán —dijo de nuevo— intentó llevarse los tesoros al saber que se acercaban los americanos. Pero los cajones pesaban demasiado.

Hancock acarició la madera con la mano. Dentro estaba el busto de plata dorada de Carlomagno con fragmentos de su cráneo, el manto de la Virgen María, la cruz procesional de Lotario decorada con el camafeo de Augusto y numerosos relicarios de oro y metal forjado. Con cuidado, deslizó la tapa de un cajón sin marcar. Dentro estaba el relicario de san Heriberto de Deutz, del siglo XII.

—¿Eso es oro? —musitó una voz sobrecogida.

Hancock se había olvidado del soldado que los había acompañado a la mina. Hacía meses que los oficiales de Monumentos conocían la existencia de aquel depósito. Tenían una ligera idea de lo que podían encontrar, pero la presencia de aquellos vestigios del pasado de la humanidad resultaba impresionante incluso para ellos, tanto más teniendo en cuenta lo improbable e inapropiado del lugar.

—Oro y esmalte —respondió Hancock, indicándole al soldado que le echase una mano con la pesada tapa.

—¿Cuánto vale?

—Más de lo que ninguno de nosotros pueda imaginar.

Etzkorn les enseñó el resto de sala. La mayoría de las plataformas contenían las obras de los museos del oeste de Alemania, en especial los de Bonn, Colonia, Essen y Münster. Otras contenían los tesoros de las iglesias renanas. Para su decepción, las únicas obras extranjeras de Siegen procedían de Metz, que de hecho ya sabían que se encontraban ahí. El patrimonio cultural robado del resto de Europa occidental estaba escondido en otra parte, tal vez en otra mina, a la espera de ser encontrado.

Etzkorn señaló un conjunto de cuarenta cajas.

—De la casa de Beethoven en Bonn. El manuscrito original de la Sexta Sinfonía corre por alguna de las cajas.

—Yo estuve ahí —murmuró Hancock, recordando los cerezos en flor en medio de las ruinas.

Cerca de la entrada había dos enormes tablas de roble. Hancock reconoció en ellas un conjunto de paneles que representaban la vida de Cristo en bajorrelieve. Sintió el impulso de tocarlas con sus manos de escultor, de sentir las viejas hendiduras del cincel. Eran tallados de factura primitiva, pero también eran historia, objetos portadores de una magia inefable para las gentes que las contemplaban en la Edad Media.

—Las puertas de Santa María del Capitolio de Colonia —dijo Etzkorn, con emoción sincera—. Conozco bien esa parroquia.

Hancock asintió con la cabeza aunque no hizo ningún comentario. Santa María había sido destruida. Las puertas, sospechaba, eran todo cuanto quedaba de ella.

—Sé lo que está pensando —le dijo Stout a Hancock cuando terminaron la inspección preliminar—. Parece una locura dejarlo todo aquí. La humedad, el aire viciado… y los guardias tampoco parecen de fiar. Pero no tenemos camiones, ni embaladores, ni transportistas. Ni siquiera tenemos un lugar mejor adonde llevarlas. Apostaremos un guardia armado de la división de infantería, volveremos mañana y estudiaremos qué es lo que hay. Pero no podemos sacarlas. No hasta que realicemos los preparativos necesarios. No se preocupe, Walker, por lo menos están seguras. Ahora ya nada puede dañarlas.

Salieron por un túnel más corto que los dos anteriores, por lo visto la entrada principal al depósito. Al igual que el primero, estaba lleno de personas desplazadas que habían ido a refugiarse del asalto aliado. La mayoría de los desplazados, sin embargo, llevaba uniforme. Los había de todos los cortes y colores, muchos de ellos desconocidos para Walker Hancock. Al verlos pasar, muchos de ellos se cuadraban y saludaban.

Quand pourrons-nous rentrer en France? —gritó alguien.[185]

Hancock se dio la vuelta y vio a un grupo de prisioneros franceses que lo miraban expectantes. ¿Los Aliados habían llegado para rescatarlos? Hancock no lo sabía, así que se limitó a decirle que durante las últimas semanas había visto camiones con antiguos prisioneros dirigiéndose hacia el oeste. Ya en la entrada, un hombre de avanzada edad agarró a Hancock por la manga y farfulló algo sobre la crueldad de los nazis. Le preocupaba el destino de su familia y estaba tan agitado que escupía espuma por las comisuras de la boca. Intentó seguirlos, pero estaba demasiado débil. Hancock lo dejó al pie de la colina, junto al resto. Cuando se dio la vuelta, el hombre seguía ahí, viendo cómo se alejaban. Hancock se sintió fatal, pero estaba molido y tampoco podía hacer nada. Sólo había pasado bajo tierra una tarde, y sin embargo le parecía una eternidad.

Se dio la vuelta una última vez. Bajo la luz sesgada del atardecer parecía una colina como cualquier otra, yerma, desolada y sembrada de escombros. Nada dejaba entrever las maravillas y los horrores que se ocultaban en su interior.