CAPÍTULO 32

EL MAPA DEL TESORO

Tréveris, Alemania

20-29 de marzo de 1945

A finales de marzo de 1945, el capitán Robert Posey y el soldado Lincoln Kirstein, la brillante y extraña pareja al frente de la sección de Monumentos del 3.er Ejército del general Patton, atravesaban el valle del Sarre bordeando la frontera franco-alemana. A su alrededor, las tierras yermas y las arruinadas fábricas cubiertas de óxido atestiguaban los efectos de la ocupación alemana. Se decía que costaba tanto encontrar carne que la rutabaga se había convertido en alimento básico. Los habitantes del lugar, que en su mayoría simpatizaban con la causa aliada, solían ofrecerles ayuda a cambio de un simple cigarrillo, tan escasos que durante años mucha gente había satisfecho las ansias de fumar con las colillas arrojadas por los prisioneros de guerra de camino a los campos de concentración del interior del territorio alemán. El 3.er Ejército había establecido almacenes y una zona de suministro en ese territorio depauperado por la guerra, cuya belleza, pese a todo, seguía siendo visible a ojos de Kirstein: las ondeantes colinas reverdecidas a medida que la nieve se fundía, los perezosos valles fluviales, los oscuros bosques, evocadores de los cuentos de los hermanos Grimm. Las granjas parecían tan viejas como la tierra, y las antiguas puertas y torres de los pueblos le recordaban a los reinos fantásticos que asoman al fondo de los grabados de Albrecht Dürer.

Tras cruzar el Mosela y entrar en Alemania, Robert Posey le escribió a su esposa Alice:

Ésta es la oportunidad para observar la actitud del pueblo alemán hacia nosotros. El avance es tan veloz que muchos pueblos ni siquiera resultan dañados. En éstos, incluso en los más perjudicados, la gente forma en fila en las aceras para ver pasar nuestros convoyes, lo mismo que en Normandía. Ellos, por supuesto, no nos jalean, pero a veces pensamos si no será porque son menos emotivos que los franceses. Sus rostros evidencian una viva curiosidad. A los ancianos se les ilumina el rostro al ver nuestros espléndidos equipos en manos de soldados enérgicos y sanos. Los niños nos gritan cosas y las niñas sonríen alegres y nos saludan con la mano. Se supone que debemos hacer como si nada, pero yo, que soy de natural blando, me veo incapaz de no corresponder a sus saludos. La multitud se agolpa para ver cómo nuestros ingenieros construyen un nuevo puente de madera al lado del que sus propios soldados volaron hace unos días en un intento de postergar la inevitable destrucción de su ejército. En vez de desplegar la tricolor como en Francia, en las casas ondea la bandera blanca de la rendición incondicional. […] Una mujer mayor, frágil, encogida y de pelo cano, se secaba las lágrimas con la punta del delantal, supongo que acordándose de su hijo, sacrificado tal vez en nombre de Hitler. […] Cuando nuestras excavadoras apartan los largos postes que bloquean las carreteras, la gente observa hasta que terminamos y entonces sierran los troncos y los parten para hacer leña. Las más mozas intentan flirtear cuando están seguras de que nadie las ve. La situación no es desesperanzadora, lo que me pregunto es por qué continúan luchando.[168]

El 20 de marzo de 1945, los hombres de Monumentos llegaron a la base del 3.er Ejército en Tréveris, una de las ciudades con más historia del norte de Europa. «Tréveris fue levantada mil trescientos años antes que Roma; siga, pues, en pie y disfrutando de la paz eterna», dice una famosa inscripción en una de las casas de la plaza del mercado. La fecha de su fundación es inventada, aunque sí es cierto que Tréveris era una plaza fuerte ya antes de la llegada de los legionarios romanos en tiempos de Augusto. Por desgracia, durante la segunda guerra mundial no salió tan bien parada como el «sereno y conquistado» valle del Sarre.[169]

Posey, en un resumen del avance del 3.er Ejército, dijo de Tréveris que había sido «aplastada».[170] Kirstein sospechaba que el estado de la ciudad nunca había sido tan lamentable desde la Edad Media. «La desolación permanece helada», escribió,

… como si de pronto el momento de la combustión se hubiera detenido, y el aire hubiera perdido su capacidad de mantener unidos los átomos, y distintos centros de gravedad se disputaran la materia y la materia perdida. Por alguna razón desconocida, uno de los puentes resistió intacto. […] Como todo se había derrumbado sobre las calles, sólo había espacio para circular en un sentido. La ciudad estaba prácticamente vacía. De 90.000 habitantes, quedaban sólo 2.000, que vivían en las bodegas. Parecían alegres, las mujeres vestían pantalones, y los hombres, ropa de trabajo ordinaria. Está estipulado que debemos hacer como si fueran invisibles. En algunas casas cuelgan sábanas blancas o fundas de almohada. Apenas queda nada. Fragmentos de canalones del siglo XV, frontones barrocos y torres góticas mezcladas en formidable desorden con cortadores de carne, botellas de champán, carteles de viaje, flores de azafrán púrpuras y amarillas y un día encantador, gas y descomposición, carteles esmaltados y candelabros de plata dorada, un páramo espantoso, cuarteado, hundido y vacío. Es verdad que Saint-Lô estaba mucho peor, pero tampoco había nada de importancia. Aquí todo era de época paleocristiana, romana, románica o del maravilloso barroco.[171]

Los nazis habían invertido grandes sumas de dinero en la restauración de Tréveris, sobre todo la plaza del mercado, ahora destruida, y Simeonstrasse, conocida como la «Calle de la Historia de Alemania». La fachada de la catedral y el claustro adyacente, así como las casas de los alrededores, habían sufrido graves desperfectos. El palacio barroco de los condes de Kessel se había venido al suelo. La casa natal de Karl Marx, nacido en Tréveris en 1818, había sido reconvertida en una oficina de prensa por los nazis, y los Aliados la habían arrasado durante un bombardeo aéreo.

Y sin embargo, los edificios que seguían en pie eran monumentos de primera categoría. Según Kirstein,

… el interior de la catedral estaba intacto, de no ser por la campana, que ha caído por el interior de la torre; la Liebfrauenkirche estaba quemada pero en pie; Saint Paulinus, una orgía absoluta de fantasías rococó rosas y azules, había recibido un impacto porque los nazis, los muy idiotas, habían estacionado tanques en la esquina de la fachada; la Porta Nigra [una antigua puerta romana] estaba intacta excepto los puntos en que los idiotas de turno habían apostado metralletas; la Abtei Saint Matthias [iglesia de la abadía benedictina de San Matthias], indemne a excepción de la sacristía desvalijada.[172]

Los tesoros de la catedral, incluida la Túnica Santa, supuestamente sustraída por los soldados romanos a Cristo agonizante, se encontraron ocultos en búnkeres secretos construidos entre los antiguos fundamentos de piedra de la ciudad.

Posey y Kirstein enseguida pusieron en práctica un plan para que los soldados cobraran conciencia de las maravillas de la ciudad. Las notas históricas de Posey sobre Nancy y Metz habían sido muy bien acogidas, de modo que para cuando el 3.er Ejército entró en Tréveris, él y Kirstein habían compilado un tratado sobre la historia y la importancia de la ciudad y sus edificios. Temían que las tropas, al encontrarse en territorio del enemigo, se mostraran menos respetuosas con los monumentos históricos y más inclinadas al saqueo. Los oficiales de Monumentos esperaban que dándoles a conocer la gran cultura alemana prenazi despertarían el interés y el aprecio de los soldados, lo cual se traduciría en una buena conducta.

Aunque ni siquiera ellos se abstuvieron de llevarse unos cuantos recuerdos. Posey solía enviarle pequeños objetos a Woogie, sobre todo postales y monedas alemanas. Desde Tréveris, le envió un mástil de aluminio, diciendo que habían quemado la bandera nazi y que el mástil «debe de haber visto toda la guerra. Hace tres o cuatro años que los alemanes no tienen metal ni para aviones».[173]

Posey y Kirstein conocían el nombre de la mayoría de funcionarios de la ciudad gracias a los interrogatorios llevados a cabo en Metz y en otras ciudades, y utilizaron esa información para crear un comité de expertos de cinco miembros encargado de «salvar fragmentos, apuntalar muros dañados, realizar reparaciones provisionales donde sea posible, recopilar documentos dispersos, abrir pasadizos secretos […] y ofrecer asesoramiento en materia de cuidados de emergencia» bajo la dirección del Gobierno Militar Aliado.[174] Dos días después de que Tréveris cayera en manos del 3.er Ejército, el comité ya estaba en marcha. Sus miembros —uno de los cuales se descubrió que era miembro del Partido Nazi y fue expulsado—, al mismo tiempo, facilitaban información sobre los oficiales alemanes destacados en el este. El sistema establecido en Tréveris —en el que la formación y la participación local iban de la mano— marcaría el modelo a seguir por los hombres de Monumentos del 3.er Ejército durante el resto de la campaña.

Pero el 29 de marzo de 1945, Robert Posey sufría un terrible dolor de muelas y lo último que le preocupaba era la próxima ciudad a conquistar. Como para tantos otros soldados, para él la guerra había sido sinónimo de dolor: en Normandía, un sargento le había pisado la mano de camino a la barcaza de desembarco y Posey había caído desde varios metros hasta una torreta de ametralladoras en la que se había lesionado la espalda. En las Ardenas, se había roto el arco del pie. Un oficial del 3.er Ejército lo había propuesto para el Corazón Púrpura, pero Posey rehusó, ya que el Corazón Púrpura era una condecoración destinada a soldados heridos por el enemigo en combate, y no a soldados que hubieran caído en agujeros tapados por la nieve.

Sin embargo, ninguna de esas lesiones había sido tan lacerante como el dolor de muelas. Por desgracia, el dentista militar más próximo se hallaba a más de ciento cincuenta kilómetros, en Francia. Intentó aguantar, pero el dolor era constante y se hacía insufrible. Como ni él ni Kirstein hablaban bien alemán, este último terminó parando a un chiquillo rubio en la calle —los niños solían ser la mejor fuente de información— y le indicó por señas que su colega tenía dolor de muelas. A cambio de tres barras de chicles Pep-O-Mint, el muchacho tomó a Kirstein de la mano y lo acompañó hasta una puerta de estilo gótico unas cuantas manzanas más abajo, de donde colgaba un letrero con forma de diente.

El dentista era un hombre de edad avanzada que hablaba inglés con un fuerte acento y que «cotorreaba más que un barbero».[175] Parecía conocer a todos los habitantes de Tréveris y se mostró tan interesado en la misión de recuperación de la cultura alemana de la sección de Monumentos como en la cura de la muela del juicio del pobre Posey.

—Tal vez les interese hablar con mi yerno —dijo en cuanto hubo terminado, mientras apartaba el instrumental y se lavaba la sangre de las manos—. Ha estudiado arte y conoce Francia. Estuvo ahí durante la ocupación. —Hizo una pausa—. Lo que pasa es que me temo que vive a varios kilómetros de aquí. Podría llevarles si dispusieran de un coche.

Los tres hombres salieron conduciendo en dirección este. Las carreteras estaban llenas de munición y artillería, y algunas granjas ardían todavía. Los árboles estaban verdes y medio cubiertos de hojas primaverales, pero los campos estaban desnudos y de color marrón y las vides sin cuidar. Dejaron atrás a un niño que se quedó quieto, mirándolos al pasar con ojos adustos y torvos. El dentista no cabía en sí de entusiasmo.

—Qué maravilla —exclamaba cada vez que cruzaban un pueblo—. Qué maravilla. Parece que hace una eternidad que hemos salido de Tréveris. —Cada vez que llegaban a una granja, se excusaba y bajaba a visitar a algún amigo o a comprar comestibles en alguna tienda—. Qué maravilla —repetía al volver con la comida en la mano—. Hace meses que no tomamos leche fresca.

—¿Crees que es una buena idea? —le preguntó Kirstein a Posey mientras esperaban al dentista en la puerta de la posada de un pueblo medio destruido. Estaban a veinte kilómetros de Tréveris y a cada kilómetro que avanzaban las lomas colindantes se hacían más amenazadoras. Los pueblos estaban abandonados y en las casas ya no se veían fundas de almohada ondeando en señal de rendición. «De repente no hay nadie —pensó Kirstein—. Nadie quiere ser visto».

—Probablemente no —respondió Posey, que en vez de seguir hablando se limitó a contemplar la cresta que formaban las colinas al fondo del valle. Tenía la boca como si le hubieran dado con una almádena, pero las molestias también formaban parte del trabajo. Empezó a preguntarse dónde estaba la delgada línea que separaba el cumplimiento del deber de la voluntad de supervivencia. ¿Qué sería de Woogie si se quedaba sin padre?

El dentista volvió sonriendo con un puñado de verdura fresca.

—Qué maravilla —exclamó—. De verdad, qué maravilla.

—Se acabaron las paradas —espetó Posey, pasándose la lengua por las encías resecas. Estaba seguro de que el dentista era un farsante inofensivo, pero cuantas más paradas hicieran y más se acercasen al fondo del valle, mayores las probabilidades de que la excursión terminase convirtiéndose en una trampa.

Por fin, en la base del valle, el dentista les dijo que pararan. Al pie de una colina había una gran casa de revoque blanco tras la cual se abría un bosque.

—Por aquí —indicó el dentista, rodeando la casa. En mitad de la ladera había una pequeña construcción, una casa de vacaciones apartada, perfecta para tenderles una emboscada a un par de incautos expertos en arte. Posey y Kirstein intercambiaron una mirada. ¿Estaban a punto de cometer una estupidez? Aun en el caso de que el yerno fuera de veras un experto en arte y estuviera solo en casa, ¿qué podía saber? Posey empezó a subir la ladera sin tenerlas todas consigo.

Por dentro la casa era clara y estaba limpia, homenaje a Francia y a una vida dedicada a la belleza y el estudio. Las paredes estaban atestadas de fotografías de la Torre Eiffel, Notre-Dame, Versalles y otros lugares emblemáticos de París. Había unos cuantos jarrones con flores, recogidas seguramente en las colinas de los alrededores. Las estanterías estaban repletas de libros de arte e historia, desde los más típicos a los más raros. Evocaba, sobre todo para Kirstein, la «atmósfera apacible de la vida refinada de un estudioso, hogareña, intensa, alejada de la guerra».[176] Desde que habían entrado en Alemania, ése era el primer domicilio que encontraba ocupado aún por su propietario, y eso lo hacía sentir como en casa.

El yerno era un hombre bien parecido y sorprendentemente joven, sobre los treinta y cinco años. Al principio de su carrera tuvo que haber sido un joven efusivo y entusiasta, pero en ese momento su aspecto era más bien frágil y decaído. Kirstein pensó que la guerra había inoculado su veneno a todo el mundo, incluso a un estudioso de provincias como aquél. Con todo, el joven tuvo suficiente presencia de ánimo para recibir con una sonrisa a los oficiales aliados.

Entrez —dijo en francés con tono enérgico—. Llevo tiempo esperándolos. No he hablado con nadie desde que salí de París veinticuatro horas antes de la llegada de su ejército. Desde entonces, no hay día que no extrañe esa gran ciudad.

Les indicó dos asientos y se volvió para presentarles al resto de ocupantes de la casa.

—Les presento a mi madre. Y a mi mujer, Hildegard. —Lanzó una mirada nerviosa en dirección al padre de ella, el dentista—. Mi hija, Eva. Y mi hijo, Dietrich —prosiguió orgulloso, señalando al bebé que su esposa sostenía en brazos.

Posey le acercó un dedo al niño, pero éste lo rechazó. No se parecía a Woogie, aunque de una forma u otra todos los niños le recordaban al chiquillo que había dejado en casa.

—Mi suegro me ha dicho que son ustedes expertos en arte al servicio del ejército estadounidense —dijo el hombre, tomando asiento—. Me imagino que Tréveris les ha parecido una maravilla. He oído que Paulinerkirche no ha sufrido daños, a Dios gracias. El techo es único en su especie, una verdadera obra de arte, aunque no tenga más de doscientos años. Mi campo de estudio es la Edad Media: el fin del viejo mundo, el nacimiento del nuestro. Dicho así suena un poco teatral. A fin de cuentas, sólo soy un historiador del arte, un estudioso con cierta autoridad en materia de escultura medieval francesa. Ahora mismo estoy terminando un libro sobre la escultura del siglo doce en Île-de-France. Empecé a escribirlo con un inglés, Arthur Kingsley Porter, puede que hayan oído hablar de él.

—Por supuesto —contestó Kirstein, acordándose de su viejo profesor de historia del arte en los primeros años de universidad—. Lo conocí en Harvard.

—Yo también —dijo el alemán—. Hice ahí mi trabajo de posgrado. Todavía conservo buenos recuerdos de su mujer. La mujer más alocada e inteligente que he conocido en mi vida.[177]

Se dio la vuelta de golpe hacia su esposa.

Kognak —dijo.

Cuando ella, los niños y el dentista hubieron salido de la habitación, el tono de su voz cambió. Se inclinó hacia delante y empezó a hablarles con rapidez.

—No voy a mentirles —dijo—. Conocí a Göring en París. Y a Rosenberg. Trabajé con ellos. Como experto, ya me entienden, nada importante, pero estuve observándolos a ellos y a su operativo. Estaba ahí cuando Göring envió el primer tren cargado de obras de arte. Le advertí que ese trato de los tesoros artísticos confiscados a los judíos contravenía el Reglamento de La Haya sobre la Guerra Terrestre y la interpretación de las órdenes de Hitler por parte del ejército. Me pidió que me explicara. Cuando terminé, se limitó a decir: «En primer lugar, son mis órdenes las que debe acatar usted. Actuará de acuerdo con mis órdenes».[178]

»Cuando repuse que el mando militar en Francia y los Juristen, es decir, los representantes legales del Reich, seguramente no compartirían su opinión, me dijo: “Mi querido Bunjes, deje que yo me ocupe de eso; yo soy el primer jurista del Estado”.

»Eso mismo fue lo que me dijo, caballeros. Palabra por palabra, el 5 de febrero de 1941. ¿Qué podía hacer un simple historiador? Por lo demás, el arte estaba más seguro en manos de Göring que repartido entre los miles de oficiales nazis de segunda fila que también lo ansiaban. Como ven, lo que hice fue intentar proteger el arte. Conservación por adquisición, podríamos llamarlo».

Su mujer entró con el coñac.

Ich danke dir, darling —dijo sirviendo un vaso para él y para Kirstein. Posey rechazó la invitación y prefirió encender un cigarrillo. Ambos necesitaban distraerse. Era todo lo que podían hacer si no querían quedarse escuchando con la boca abierta. Aquel hombre, aquel erudito rural, había estado en París. Sabía lo que estaba en juego. Tal vez tuviera las respuestas que llevaban meses buscando.

—Mis conocimientos también tienen un precio —dijo después de hacer girar unas cuantas veces la copa—. Salvoconducto para salir de Alemania para mí y mi familia. Lo único que quiero es terminar mi libro y vivir en paz. A cambio, no sólo les diré qué se llevaron, sino también dónde lo tienen.

—¿Por qué necesita un salvoconducto? —preguntó Kirstein.

—Fui capitán de las SS. Durante cinco años. Sí, así es. Como pueden imaginarse, sólo con fines profesionales, siempre al servicio del arte. Pero si los habitantes del valle lo supieran… no lo entenderían. Lo más probable es que me pegaran un tiro. Nos culpan… de todo esto.

Posey y Kirstein intercambiaron miradas. Habían interrogado a muchos funcionarios relacionados con el arte, pero nunca a un oficial de las SS. ¿Qué clase de historiador era ése?

—No tengo potestad para ofrecerle ningún trato —dijo Posey mientras Kirstein traducía.

El alemán suspiró. Dio un trago de coñac, pareció considerar sus posibilidades, se puso en pie y salió de la habitación. Momentos después volvió con un volumen encuadernado. Era un catálogo de obras de arte robadas en Francia: título, dimensiones, tasa de cambio, precio, propietario original. Les dio unas cuantas explicaciones, traduciendo a partir del texto alemán. Luego les pidió que desplegaran los mapas sobre la mesa y empezó a mostrarles el paradero de las obras. Parecía tenerlo todo memorizado, hasta los detalles más nimios.

La colección de Göring ya no está en Carinhall —les confió—. Ha ido a Veldenstein. Aquí. Aunque no puedo asegurarles que vaya a permanecer ahí.

Les habló de los entresijos del mundo artístico alemán, de cómo los tesoros de Polonia y Rusia se habían distribuido por varios museos alemanes, de los marchantes berlineses que comerciaban con arte robado, de las obras maestras francesas escondidas en Suiza y de las que incluso habían logrado entrar en Alemania.

—¿Qué puede decirme del retablo de Gante? —preguntó Posey.

—¿La adoración del cordero místico de Van Eyck? —di jo el historiador, que había entendido el nombre de la obra a pesar de que Posey habló en inglés—. Los paneles pasaron a formar parte de la vasta colección de obras maestras de Hitler. —Movió el dedo en dirección sudoeste hasta el corazón de los Alpes austríacos, no muy lejos de Linz, la ciudad de juventud del Führer—. Aquí, en la mina de sal de Altaussee.

¿La colección de Hitler? Posey y Kirstein no dijeron nada. Ni siquiera se miraron. Tantos kilómetros de carretera, tantas entrevistas infructuosas, tantos meses de penalidades reuniendo información pieza por pieza, y de pronto alguien les brindaba en bandeja todo lo que siempre habían querido saber y más. No sólo les había revelado información; les había descubierto el camino hacia la sala del tesoro del Führer. Hasta entonces, nadie en el bando aliado sabía ni siquiera que el Führer dispusiera de una sala del tesoro.

—Los nazis son zafios —dijo el historiador—. Unos completos negados. No entienden la belleza del arte, sólo saben que es valioso. Robaron la plata de los Rothschild y la usaban como cubertería ordinaria en el Aeroclub de Berlín. Me ponía enfermo cuando los veía llevarse la comida a la boca con esos tenedores que no tienen precio.

Se puso en pie y se sirvió otro coñac. Cuando volvió a sentarse, se puso a hablar de su trabajo, de París, de las catedrales, y del siglo XII y su notable estatuaria fúnebre, de todo lo que desde entonces se había perdido por culpa de la erosión del tiempo y el sinsentido de las guerras. «Aquí —escribió Kirstein—, en la fría primavera del Mosela, alejado de la carnicería de las ciudades, trabajaba un estudioso alemán enamorado de Francia, enamorado con pasión, con ese fatalismo frustrado y sin esperanza» tan característico de los alemanes.[179] Inevitablemente, Kirstein le tomó aprecio.

—Caballeros, les ofrezco mis servicios —dijo finalmente el historiador—. Pídanme lo que quieran. Lo único que quiero es volver a París con mi familia.

Como si hubiera estado esperando el momento oportuno, su mujer apareció de repente con el bebé bajo el dintel.

—Veré qué puedo hacer —dijo Posey mientras él y Kirstein se levantaban para marcharse. Aparentaban calma, pero la procesión iba por dentro. Habían averiguado más cosas en veinte minutos que en veinte semanas. Ahora tenían una misión, y una misión de peso: encontrar y recuperar el tesoro oculto de Hitler.

El historiador sonrió y les tendió la mano. Si estaba decepcionado por no haber podido llegar a un trato, no se le notó.

—Ha sido un placer, amigos —dijo con cordialidad—. Gracias por venir.

—Gracias a usted, doctor Bunjes. Ha sido de gran ayuda.

No tenían la menor idea de que habían pasado la tarde conversando con el oficial corrupto de la Kunstschutz de Göring, uno de los principales implicados en la infame operación de saqueo del Jeu de Paume.