CAPÍTULO 31

EL 1.er EJÉRCITO CRUZA EL RIN

Colonia y Bonn, Alemania

10-20 de marzo de 1945

Walker Hancock, oficial de Monumentos del 1.er Ejército estadounidense, pisó el acelerador del jeep para cruzar lo antes posible la periferia de Bonn. Había pasado varios días de viaje con George Stout, disfrutando de la compañía y la experiencia de su nuevo superior (y antiguo compañero). Había recorrido Aquisgrán. Allí se encontró con un restaurante abierto, unas cuantas personas en la acera, una de ellas con una bolsa de comida apoyada sobre la cadera. En la siguiente esquina, Aquisgrán parecía una ciudad muerta, un cementerio de alambres partidos, metal oxidado, cascotes y heces de perro. Viendo algunas de aquellas calles, pensaba que nadie volvería a vivir en ellas jamás. Quizá, pensaba, estaban todos muertos. Se le ocurrió que nada podía ser peor que Aquisgrán. Pero entonces llegó a Colonia.

La línea de actuación consistía en someter a Alemania por las bombas. Hancock lo sabía muy bien porque lo había oído mencionar a menudo, pero hasta entrar en Colonia no comprendió el verdadero significado del término «bombardeo aéreo masivo». La ciudad había sido alcanzada varias veces por los aviones aliados —262 para ser exactos, aunque Walker Hancock no podía saberlo— y la zona del centro estaba arrasada. No es que hubiera sufrido desperfectos, sino que había sido barrida hasta los cimientos para después seguir bombardeándola una y otra vez hasta convertirla en polvo. «La devastación —le escribió a Saima— es mayor de cuanto pueda concebir la imaginación humana.»[165] George Stout estimó que un 75 por ciento de los monumentos de la zona habían sido destruidos. Los que se habían salvado se encontraban en las afueras de la ciudad. En el centro no quedaba nada. Lo único que se conservaba en pie era la catedral, el Dom, intacta en mitad de una tierra baldía. Podía interpretarse como una imagen alentadora, un ejemplo de la compasión de los Aliados occidentales, pero a Hancock no se lo pareció. Dolía constatar la magnitud de la destrucción, la brutalidad de la campaña aliada por doblegar la terquedad alemana. Era como si en el fondo de todo aquel sinsentido se ocultara un mensaje: «Podríamos haber salvado cualquier edificio y éste es el único que hemos elegido».

«Todo esto —le confesaba Hancock a Saima— ha hecho que dedique más tiempo a evadirme en pensamientos hacia nuestro mundo, nuestros planes y esperanzas. En cierto sentido parecen más reales que lo que mis ojos han visto.»[166]

Los Aliados estaban furiosos. No había otra explicación. Los Aliados estaban furiosos con Alemania y con todo lo que ésta representaba. Era una furia que llevaba meses gestándose, quizá desde Normandía, pero que se había acelerado durante aquel terrible invierno. Antes de la guerra, Colonia tenía una población de casi 800.000 habitantes; según las estimaciones de Hancock, quedaban menos de 40.000 personas. Quienes se habían quedado parecían traumatizados, amargados o algo peor. «He sentido [su] amargura, su odio, igual que puede sentirse el afilado vendaval del norte —escribió Stout refiriéndose a los ciudadanos de Colonia—. Por pura curiosidad, seguí buscando un atisbo de sentimiento en sus rostros. Parecía siempre el mismo. Una mezcla de odio y algo semejante a la desesperación, cuando no una inexpresividad total.»[167]

Al ver aquellos rostros ajados e inexpresivos, Walker Hancock se acordaba de Saima y de sus planes de construirse una casa (para eso ahorraba los cheques del ejército), de asentarse, de formar una familia. Había algo que no podía dejar de preguntarse: si cenara con una familia de Colonia, ¿sentiría lo mismo que con monsieur Geneen y su familia en La Gleize? ¿O acaso sus sentimientos se regían por el hecho de que Geneen era belga, una víctima y no un agresor?

Otra cosa que se decía a menudo era que salvar la cultura de los aliados de uno entraña poco mérito. Apreciar la cultura del enemigo, arriesgar la propia vida y la de los demás por salvarla, devolvérselo todo al enemigo nada más vencida la batalla… sonaba descabellado, pero ése era exactamente el plan de Walker Hancock y el resto de hombres de Monumentos.

Los tesoros de Aquisgrán tenían que estar en alguna parte. Era su deber encontrarlos. Aunque su conducta no era resultado tan sólo de su sentido del deber, sino de una convicción, de la creencia de que la misión de la sección de Monumentos no sólo era justa, sino necesaria. No podía ser una cuestión de mero deber; tenía que ser una pasión. Y cuanta más destrucción presenciaba, tanto más aumentaba la pasión de Hancock.

Colonia no proporcionó nuevas pistas. Las obras de arte susceptibles de traslado se habían evacuado antes de la destrucción. Hancock y Stout conocían los nombres de varios funcionarios locales, recabados durante los interrogatorios realizados en otras ciudades devastadas, pero no consiguieron dar con ninguno de ellos. Los monumentos se habían convertido en polvo. Al día siguiente, Stout fue a inspeccionar algunas de las pequeñas poblaciones de los alrededores; Hancock se dirigió hacia Bonn, a la última oficina conocida del ex jefe de la Kunstschutz en París, el conde Wolff-Metternich. Desde París habían llegado rumores de que Wolff-Metternich era un buen hombre que no sólo había simpatizado con la causa francesa, sino que había participado en ella de forma activa. De hecho, si había perdido su puesto, había sido por ponerse demasiadas veces del lado de los franceses en contra de sus superiores nazis. Si alguien poseía información, tenía que ser él. En caso de que hubiera desaparecido, siempre quedarían los documentos. Los nazis estaban obsesionados con la burocracia. Hancock presentía que los meses de búsqueda infructuosa estaban a punto de llegar a su fin.

El sol relucía en las afueras de Bonn. Los edificios estaban intactos, pero como en tantas otras ciudades, cuanto más hacia el sur, mayores eran los daños. Buena parte del centro de la ciudad estaba en ruinas como consecuencia de los bombardeos aliados, pero aun así pudo encontrar cerezos en flor descollando entre los escombros. Se detuvo frente a una casa del siglo XVIII. El arco de piedra de la entrada quedaba a pocos metros de la calle; partes de la reja metálica colgaban de la dovela, pero todavía se podía entrar. Hancock penetró en el oscuro vestíbulo y subió por la pequeña escalera de madera hasta el piso superior, donde, sobrecogido, vio la habitación donde había nacido Ludwig van Beethoven. En los barrios de las afueras había visto a los campesinos empujando carretillas desvencijadas en las que llevaban todas sus posesiones, minas de carbón incendiadas, edificios renegridos por el humo. Y sin embargo, aquel santuario, aquella reliquia artística, se había salvado. Pensó en los cerezos. Incluso en Alemania, se adivinaban todavía vislumbres de esperanza y belleza, de arte y felicidad.

El despacho del Konservator se encontraba en un barrio ignorado por los pilotos aliados. Hancock se sentía optimista, alegre incluso, contagiado por la paz de la habitación de Beethoven. En ese instante dobló la esquina y vio un espacio vacío en medio de una hilera de casas. No tuvo ni que comprobar la dirección; enseguida supo lo que había ocurrido. Sólo uno de los edificios de aquella manzana había sido derruido, y era el del número 9 de Bachstrasse, el despacho del Konservator. ¿Qué se creía? Era evidente que los nazis habrían preferido volarlo antes que dejar caer información en manos del enemigo. Hancock se sentó en el jeep frustrado y abatido. Luego se caló el casco y empezó a llamar a puertas.

«Nein, nein». Nadie quería hablar. «Wir wissen nichts». Nadie tenía nada que decir.

Por fin dio con un hombre dispuesto a hablar con él, pero no sabía gran cosa acerca del edificio, sólo que había habido un despacho y que lo había destruido una bomba.

Le preguntó si sabía algo de los documentos, los archivos, los inventarios. El hombre se encogió de hombros. No sabía nada. Suponía que los habrían trasladado.

—Salieron hace meses para Westfalia —dijo—. Se lo llevaron todo.

Hancock frunció el entrecejo. Westfalia seguía detrás de las líneas enemigas y estaba seguro de que, en cuanto los Aliados llegaran ella, Wolff-Metternich y sus archivos volverían a desaparecer.

—Sé de alguien que sí se quedó —prosiguió el hombre—. Un arquitecto, el ayudante del Konservator. Vive en Bad Gronesberg. Se llama Weyres.

—Gracias —dijo Hancock, aliviado. Por suerte, no se encontraba en un callejón sin salida, al menos de momento. Se disponía a dar media vuelta cuando el hombre lo interrumpió.

—¿Quiere su dirección?

Walker Hancock llamó a su jefe, George Stout, desde Bonn. Stout acababa de recibir terribles noticias. Su antiguo compañero de cuarto, Ronald Balfour, había muerto en Cléveris por heridas de metralla en la espina dorsal.

Walker Hancock no conocía mucho a Balfour, pero sin duda la pérdida repentina de uno de sus hermanos de misión fue un duro golpe. Recordó su sonrisa irónica cuando estaban juntos en Shrivenham, el brillo de sus gafas de estudioso, la formidable fuerza que animaba su cuerpo más bien menudo. El gentleman scholar era, en efecto, un auténtico gentleman, un buen compañero de cervezas. Aunque Hancock no había tenido mucho trato con él. Se preguntó si tendría mujer, niños, familia que pudiera llorarle, retahílas de promesas sin cumplir o de deseos frustrados.

Walker Hancock pensó en su amada Saima, su esposa desde hacía más de un año, si bien apenas habían podido disfrutar de unas pocas semanas juntos como marido y mujer. La muerte de Balfour era un recordatorio del peligro de la misión; la separación de Saima podía convertirse en algo más que un paréntesis temporal en medio de esa larga vida de amor y felicidad que tanto anhelaba.

Sin duda, la muerte de Balfour también le hizo sentirse más solo, más aislado de los amigos y compañeros en medio de un ejército de un millón de hombres. Hacía diez días que Ronald Balfour había muerto y ninguno de sus compañeros de la sección de Monumentos había conocido la noticia hasta entonces. Hancock no tenía ayudantes. Se preguntó si, después de tanto tiempo en zonas de combate distintas, sería capaz de reconocer a Robert Posey o a Walter Huchthausen. Después del torbellino de acontecimientos de la guerra, en la que nueve meses eran como nueve años, se habían convertido en simples nombres escritos en los informes. George Stout era el único que siempre estaba ahí, en carne y hueso, cuando se lo necesitaba.

A pesar de tantos pesares, por fin Hancock tenía buenas noticias para su jefe. Había dado con Weyres, el ayudante del conde Wolff-Metternich, en Bad Godesberg. El hombre podía ser una mina de información, y Hancock quería saber cómo abordarlo. Stout, absorto quizá en el recuerdo de Balfour, se limitó a decirle: «No es necesario que le diga lo que tiene que hacer, Walker».

A la mañana siguiente, Hancock ya estaba enviando información detallada acerca de los depósitos de arte a las unidades avanzadas del 1.er Ejército. A los pocos días, retransmitió a las tropas del frente la posición de 109 depósitos situados al este del Rin, lo cual doblaba el número de depósitos conocidos en toda Alemania.

Una semana más tarde, el 29 de marzo de 1945, un comandante estadounidense se abrió paso a través de la zona de combate y llamó a la puerta del Bürgermeister de Siegen. Cuando el atónito alcalde abrió la puerta, el comandante le espetó: «¿Dónde están los cuadros?».