CAPÍTULO 27

LOS MAPAS DE GEORGE STOUT

Verdún, Francia

6 de marzo de 1945

El oficial de Monumentos George Stout examinó los paquetes medio abollados, uno de ellos con el sello «Recibido en condiciones defectuosas» estampado por el jefe de la sucursal militar de correos. Cogió el primero y le dio la vuelta. Se oyó un ruido sospechoso, como si algo se hubiera roto durante el trayecto. La letra en la etiqueta de envío era sin duda la de Margie, su mujer, pero aparte de eso nada hacía pensar que el paquete hubiera sido enviado desde casa. El matasellos llevaba fecha de primeros de diciembre de 1944, y estaban a 6 de marzo de 1945. George Stout daba casi por hecho que serían, por fin, los regalos de Navidad. Eso le hizo pensar en todo lo que había ocurrido en los últimos tres meses.

La batalla de las Ardenas, el avance de los Aliados occidentales, el frío glacial del invierno… Y por supuesto su traslado al XII Grupo de Ejércitos, al mando del grueso del ejército estadounidense. El traslado suponía abandonar la zona de guerra para retroceder hasta Francia, pero por lo menos le aseguraba una cama caliente. Lo de «caliente», en realidad, era un decir —estuvo maldiciendo su «férrea conciencia» todo el invierno por no haberse quedado un saco de dormir guateado que los alemanes se habían olvidado el otoño anterior—,[151] aunque cualquier cosa era mejor que la procesión de trincheras que el ejército, cual colonia de topos, iba abriendo en dirección a Alemania. En Francia por lo menos podía desayunar huevos de verdad y, durante la cena, tomar algo de vino confiscado. El XII Grupo de Ejércitos le permitía asimismo disponer de un escritorio, un pequeño despacho y autoridad sobre cuatro ejércitos que sumaban un total de 1,3 millones de hombres, de los cuales sólo nueve eran miembros de la MFAA.

A simple vista parecía un ascenso, pero el nuevo puesto se convirtió bien pronto en su peor pesadilla. George Stout era un mando intermedio y en Francia todo eran papeleos, reuniones e intercambios de mensajes entre el SHAEF y las tropas del frente. Las anotaciones de su diario en aquella época son todas más o menos así:

Puestos de administración de la MFAA, exámenes, selecciones, calificaciones, pagas, períodos de ejercicio, rendición de cuentas a la autoridad; problemas de la centralización de la administración de los museos; procedimientos para microfilmar los documentos obtenidos por la MFA&A sobre el terreno; solicitud de información acerca de la MFA&A y demás personal civil; información sobre los depósitos de Alemania.[152]

El traslado al cuartel avanzado de Verdún, cerca de la frontera con Alemania y en plena zona de combate, supuso un cambio para mejor. En el este, las ventajas de su puesto se hicieron más evidentes, y poco a poco fue sintiéndose cómodo en su nuevo papel. Como primer oficial de la MFAA, su radio de actuación ya no estaba circunscrito al área limítrofe, sino que podía viajar a cualquiera de los territorios del XII Grupo de Ejércitos —con el correspondiente salvoconducto, que a veces tardaba días en llegar—, y a partir de entonces sus oficiales empezaron a reclamar su presencia cada vez que hacían un hallazgo importante. Recientemente había estado con Walker Hancock en Bélgica, supervisando los daños sufridos en las pequeñas aldeas del valle del Amblève durante la batalla de las Ardenas, en Metz con el 3.er Ejército estadounidense para interrogar a los prisioneros y en Aquisgrán, evaluando los desperfectos causados durante el asalto a la ciudad por parte del 1.er Ejército en octubre de 1944. Su presencia daba unidad y fuerza a la misión. Gracias a él, los hombres repartidos por el terreno tuvieron por primera vez la sensación de formar parte de una fuerza organizada y de no estar solos en la lucha por el legado cultural europeo. Con su inesperado ascenso al XII Grupo de Ejércitos, George Stout se había convertido por accidente en una figura indispensable, el puntal de la misión de recuperación de monumentos en el norte de Europa.

O quizá no fue un accidente. Tal vez era inevitable. No en vano, desde aquella primera reunión neoyorquina en diciembre de 1941, pasando por Shrivenham y los setos de Normandía hasta la frontera alemana, la presencia de George Stout había sido siempre imprescindible. La diferencia era que ahora ostentaba un cargo.

El ascenso había llegado justo a tiempo, pues el 6 de marzo de 1945 lo peor todavía estaba por llegar. Stout dejó a un lado los paquetes recibidos —los abriría más tarde, cuando pudiera disfrutar del momento— y desenrolló un mapa.

El 2.º Ejército británico avanzaba por los Países Bajos, en el extremo septentrional. Sin duda, su antiguo compañero de habitación, el erudito británico Ronald Balfour, tenía controlada la situación, aunque todavía no hubiera localizado su objetivo principal, la Madona de Brujas de Miguel Ángel.

En el extremo meridional del avance, el 7.º Ejército estadounidense aún no contaba con ningún oficial de Monumentos. El único consuelo era que se dirigía hacia la región industrial del sudoeste de Alemania, una zona con un número de monumentos relativamente escaso. No obstante, pronto necesitarían a alguien de la MFAA, y confiaba en que los oficiales del SHAEF encontrarían a la persona indicada.

Stout tenía autoridad en la zona que se encontraba entre esos dos ejércitos, la zona ocupada por los Ejércitos 1.º, 3.º, 9.º y 15.º.

Bill Lesley, transferido desde el 1.er Ejército, estaba al frente de las tareas de conservación del 15.º Ejército.

Al sur, en el valle del Mosela, se encontraba el 3.er Ejército del general Patton, que el 29 de enero de 1945 había logrado atravesar la Línea Siegfried en las afueras de Metz y marchaba directo hacia el corazón de Alemania. Por lo que había visto en las últimas semanas, estaba seguro de que Posey y Kirstein eran la pareja perfecta para el trabajo.

El 9.º Ejército era el responsable, entre otras cosas, de velar por Aquisgrán. Su oficial de Monumentos era el capitán Walter Huchthausen, profesor de arquitectura en la Universidad de Minnesota. Stout no conocía a Hutch en persona antes de llegar al frente y no sabía a ciencia cierta cuándo ni cómo había entrado en la MFAA. Lo único que sabía era que Hutch había sido herido durante uno de los bombardeos de la Luftwaffe sobre Londres en 1944, lo que quizá explicase su ausencia en Shrivenham antes del Día D. Por lo visto, Hutch debía formar parte de la primera remesa de hombres de Monumentos.

Sin duda cumplía las condiciones: culto, viajado, profesional, motivado. Había estudiado arquitectura y diseño y estaba familiarizado con la cultura europea. Acababa de cumplir los cuarenta, la edad media de los miembros de la sección de Monumentos, pero para Stout seguía siendo joven, y no sólo por el paternalismo inherente a la graduación: Hutch era rubio y su aspecto aniñado encarnaba el ideal clásico americano, sin duda el poso de una juventud transcurrida en la pequeña ciudad de Perry, en Oklahoma.

Pero, más que su carácter afable y su encanto juvenil, lo que llamó la atención de George Stout fue la entrega del nuevo oficial. Había logrado formar un Bauamt —organismo de control de edificaciones— con los ciudadanos de Aquisgrán para supervisar las reparaciones de emergencia y había convertido el Museo Suermondt, donde en otoño de 1944 Walker Hancock había descubierto el catálogo de los depósitos alemanes, en un punto de recogida para las obras de arte recuperadas en territorio del 9.º Ejército. Las obras de arte empezaban a llegar no sólo desde el campo de batalla, sino también desde los escondrijos utilizados por la ciudadanía alemana para protegerlas de su propio gobierno. Durante una visita reciente, Stout había visto más retablos en el Museo Suermondt de los que imaginaba pudieran existir en toda Renania. La intención de la sección de Monumentos era inspeccionarlos, restaurarlos y devolverlos a sus propietarios legítimos.

Sin embargo, la principal preocupación de Stout en aquel instante era el 1.er Ejército, donde su colega Hancock lo había sustituido en diciembre. La fuerza militar norteamericana estaba luchando por abrirse paso en Renania, una zona densamente poblada y una de las regiones culturalmente más ricas de Alemania. Stout enrolló su voluminoso mapa de campaña y extendió un plano de Renania. Cada pocos días lo actualizaba, razón por la cual estaba lleno de círculos y triángulos con la supuesta posición de tal o cual funcionario de arte alemán o tal o cual depósito. Todos se encontraban en el lado alemán del frente, pero para alcanzar muchos de ellos bastaba con cruzar el Rin, lo cual era una auténtica tentación. Sabía que era posible que los alemanes intentasen trasladar las obras de arte hacia el este a medida que los Aliados progresaran en su avance, tal como había ocurrido en Metz y Aquisgrán. Pero para embalar y transportar tal cantidad de material se requerían camiones, gasolina y hombres, algo que los alemanes no podían permitirse. Había motivos para creer, o al menos esperar, que las obras siguieran allí, al otro lado del Rin.

Colocó el dedo sobre la ciudad de Colonia, el próximo objetivo del 1.er Ejército, y lo deslizó hacia el sur resiguiendo el Rin hasta el gran triángulo de Bonn, que representaba el último paradero conocido del conde Franz von Wolff-Metternich, ex jefe de la Kunstschutz en París y en la actualidad Konservator de la provincia del Rin. Wolff-Metternich era probablemente uno de los oficiales de arte más cultos de Alemania y, si había que juzgar por los informes que llegaban de París, uno de los más dispuestos a colaborar con los oficiales aliados.

Pero el dedo de Stout no se detuvo en Bonn: su mente tendía siempre a anticiparse e ir uno o dos pasos por delante. Más allá del Rin, unos centímetros más hacia el este, se encontraba Siegen.

Dio un par de toquecitos sobre la ciudad. Siegen. Aquel nombre se repetía una y otra vez: en Aquisgrán, en Metz, en otras fuentes nazis. Stout estaba seguro de que allí había un depósito de arte, seguramente uno de proporciones considerables. Por fuerza tenía que ser eso. En todos los territorios liberados hasta entonces, desde la costa de Bretaña a la propia Alemania, faltaban obras de arte. Y no obras cualesquiera, sino las obras de los inmortales, de Miguel Ángel, Rafael, Rembrandt, Vermeer. Habían desaparecido, pero tenían que estar en alguna parte.

Aparte de eso estaban las reliquias, los rollos de torás, las campanas de iglesias, los vitrales, las joyas, los archivos, los tapices, los objetos históricos, los libros. Se rumoreaba que habían robado hasta los tranvías de Ámsterdam. A la variedad de los artículos sustraídos sólo la superaba la cantidad. Después de todo, cinco años daban para mucho, y las personas implicadas en las operaciones de saqueo se contaban por millares: peritos en arte, vigilantes, embaladores, ingenieros. Miles de trenes, decenas de miles de litros de combustible. ¿Era posible arrebatar un millón de objetos? Parecía imposible, aunque Stout empezaba a creer que los nazis lo habían conseguido. Su afán de saqueo no conocía límites y, después de todo, su eficacia, su economía y su brutalidad eran proverbiales.

Sin embargo los nazis, pese a su celo artístico, no eran grandes conservadores, por lo menos ésa era la impresión de Stout hasta la fecha. Los depósitos designados por los gobiernos de Europa occidental eran lugares limpios y bien iluminados, aparecían en los mapas y habían sido habilitados con varios, a veces incluso cientos de años de anticipación. Los británicos, por ejemplo, dedicaron un año entero a acondicionar el depósito subterráneo de la cantera de Manod, en Gales. En cambio, los oficiales nazis interrogados por Stout en Metz aseguraban que los alemanes no se habían preocupado por habilitar depósitos hasta 1944. De hecho, muchas de las obras de arte recuperadas por los Aliados habían aparecido apiladas en sótanos húmedos, lo cual hacía que amarilleasen o se cubrieran de moho. Los lienzos de algunas pinturas estaban agrietados o partidos, y muchas obras estaban mal embaladas o sencillamente sin embalar. Las prisas no habían dejado lugar a la planificación.

¿Cómo era aquella frase que Hancock solía repetir cuando estaban juntos? «Los alemanes fueron maravillosamente disciplinados y “correctos” mientras tuvieron el control, pero enloquecieron cuando se hizo evidente que su visita había llegado al final».

¿Y si los alemanes decidían destruir las obras de arte como venganza? ¿Y si lograban borrar las pruebas de sus crímenes? ¿Y si grupos de nazis o delincuentes comunes aprovechaban la coyuntura para robar obras de gran valor? A fin de cuentas, cuando corren tiempos difíciles, las obras de arte sirven a menudo como pago a cambio de comida, pases o incluso de la propia vida. Durante la escalada al poder de los nazis no había sido distinto.

¿Y si los nazis intentaban trasladarlas? Las obras corrían el riesgo de ser destruidas en el caso de que los aviadores aliados decidieran atacar una columna de camiones alemanes que, en vez de tropas, transportasen, por ejemplo, una escultura de Miguel Ángel. ¿Y si los camiones activaban una mina? ¿O si quedaban atrapados en medio de un bombardeo? Por si todo esto fuera poco, empezaba a vislumbrarse un nuevo peligro: los soviéticos habían lanzado un ataque con dos millones de hombres contra el frente oriental. ¿Quién se atrevía a asegurar que no llegarían los primeros a las obras?

Stout se acordó de su antiguo compañero, el jefe de escuadrón Dixon-Spain, que había abandonado el contingente de la MFAA no sin antes regalarle un sabio consejo: «En la guerra, nunca hay que tener prisa».[153] Tras la conquista de Colonia, la misión de la sección de Monumentos parecía haberse convertido en una carrera contra Hitler, los ladrones del propio Partido Nazi y el Ejército Rojo. El primer impulso era darse toda la prisa posible, aunque lo mejor era ser previsor. Avanzar paso a paso pero con pie seguro, en lugar de pretender abarcar demasiado. Era una de las lecciones que el tiempo le había enseñado a George Stout.

Apartó los mapas y siguió con el papeleo. Había despachado los informes mensuales al ejército dos días antes. Poco después, el informe mensual para la Marina. El informe acerca de la última ronda de inspecciones, terminado hacía unos días, estaba firmado y archivado. Los informes correspondientes al mes de febrero de Lesley, Posey, Hancock y Hutch estaban revisados. De los 366 monumentos bajo protección de la MFAA en la zona ocupada, sólo 253 habían sido inspeccionados.

En total, casi cuatrocientos monumentos, y eso contando sólo el territorio al oeste del Rin. En cuanto el XII Grupo de Ejércitos cruzara el río tendrían que cubrir una zona de aproximadamente dos mil quinientos kilómetros cuadrados con sólo nueve oficiales. Por suerte disponían de otros cuatro hombres. Por lo visto el SHAEF compartía la filosofía de Dixon-Spain: no había que tener prisa.

Stout por lo menos tenía su Volkswagen; la mayoría de oficiales de Monumentos ni siquiera disponía de vehículo propio. De momento tenían que conformarse con las nuevas cámaras suministradas por el SHAEF. Esta vez incluso les habían facilitado carretes. Eran cámaras francesas de segunda mano, pero mejor era eso que nada.

Malditos alemanes. ¿Por qué se empeñaban en seguir luchando? La guerra había quedado sentenciada con la victoria aliada en las Ardenas. Todo el mundo lo sabía. La victoria era segura, sólo faltaba saber cuándo llegaría… y cuál sería su coste en soldados y civiles, inocentes o culpables, jóvenes o ancianos. Por no hablar de los edificios históricos, los monumentos y las obras de arte. Una cosa era la victoria en el campo de batalla y otra la victoria en la preservación del legado cultural de la humanidad, cada una se medía según sus propios patrones. A veces, Stout tenía la impresión de estar librando una guerra completamente distinta, una guerra dentro de la guerra, como si estuviera atrapado en un remolino en mitad de una corriente. «¿Y si ganamos la guerra pero perdemos los últimos quinientos años de nuestra historia cultural?», se preguntaba.

En una carta a su mujer escribió:

Me preguntas que por qué los alemanes no se rinden y ponen fin a esta carnicería. Sabes muy bien que nunca he tenido a los alemanes en un pedestal, y mi confianza en ellos mengua cada día que pasa. Por fuera parecen inmaduros, perversos y maquinadores, y por dentro, inmaduros y de un cretinismo sin igual. Parten de la estúpida idea de que rindiéndose no lograrán nada; combatir es para ellos una forma de seguir aferrándose a la ilusión de la gloria militar.[154]

Lo cual no era óbice para que George Stout estuviera dispuesto a todo con tal de proteger la cultura alemana.

Consultó el reloj. Había pasado la hora de la cena, la cantina estaba cerrada. Otra vez. Le sonaron las tripas, pero sabía que no era hambre, sino la gripe que venía arrastrando en los últimos días. Enrolló con cuidado el mapa de Alemania, lo guardó en su tubo y lo devolvió a la estantería. Luego colocó la caja marrón en el centro de la mesa. Era como un artefacto llegado de otro mundo, una conexión con su vida anterior. Se quedó mirándola con cariño. Por fin se decidió a romper la cinta adhesiva y abrió los bordes. Dentro, rodeado de regalos envueltos, había un plum-cake. Pensó en su cocina y en su mujer batiendo los ingredientes en un bol, y en sus hijos, el pequeño, que debía de seguir aferrado a las faldas de la madre, y el mayor, recién alistado en la Marina. Stout creía en el deber y en el honor, aunque sentía nostalgia igual que todo el mundo. Sintió ganas de arrancar un pedazo de bizcocho y llevárselo a la boca, pero su sentido del decoro le decía que era mejor usar un cuchillo. Sacó la navaja y cortó un pedazo con cuidado. Todavía estaba jugoso y delicioso. «Parece mentira —pensó—, cuánto puede cambiar el mundo en lo que tarda en comerse un bizcocho».

Luego, como casi siempre al finalizar el día, tomó la pluma.[155]

Querida Margie:

Son pasadas las ocho y, excepto por una llamada que estoy esperando, por hoy he terminado. Mientras espero, me tomo el placer de decirte que esta tarde he recibido los dos paquetes de Navidad. Han llegado un poco aplastados… pero me he sentido muy feliz. El bizcocho estaba perfectamente y ya he dado buena cuenta de él. Todo me ha gustado mucho. Los calcetines me vienen como anillo al dedo, y el resto de cosas también me han hecho mucha ilusión. Al ver el pañuelo de Bertha me han entrado ganas de gritar, y lo mismo las preciosas cintitas y el envoltorio. La vela de Navidad es todo un detalle. Aquí estas cosas tienen mucho valor porque no son fáciles de obtener.

[…] Hay mucho que hacer. Ahora mismo estamos un poco desbordados, pero saldremos adelante. Si se trabaja con método, al final todo se arregla. Y si no, siempre me queda el consuelo de saber que la culpa es de la situación y no de los caprichos de algún chalado, que es lo que ocurría en el Fogg y me sacaba de quicio. Me pregunto qué nos espera de ahora en adelante.

Muchas gracias, eres un encanto.

Te quiere,

George