CAPÍTULO 25

SOBREVIVIENDO A LA BATALLA

La Gleize, Bélgica

1 de febrero de 1945

Walker Hancock llegó a La Gleize una gélida tarde de febrero. Antes de la batalla de las Ardenas, había pasado allí una tarde deliciosa en compañía de una cordial anfitriona y de una formidable y desconocida talla de la Virgen María. Durante la ofensiva, había asistido consternado al desplazamiento hacia el oeste de las líneas enemigas, que tras envolver Aquisgrán y traspasar la Línea Siegfried habían alcanzado Bélgica, donde empezaron a perder empuje de forma gradual hasta detenerse por fin en el valle del Amblève. Justo ahí, bajo la aguja que señalaba el impasse en el mapa, se encontraba la población de La Gleize. Cada vez que miraba el mapa se acordaba de la joven mujer y de la extraordinaria Madona, tan alejadas de la guerra hasta sólo unas semanas antes. «Nada está a salvo de la guerra —pensaba, preguntándose si habrían sobrevivido—. Nada es inmune».

Terminada la ofensiva de las Ardenas y repelido el avance de los alemanes, Walker Hancock estaba impaciente por saber qué había sido de aquel pueblecito apacible. Bill Lesley, el primer oficial de Monumentos en acudir al valle tras la batalla de las Ardenas, había informado de que La Gleize había quedado prácticamente arrasada, pero aun así Hancock se quedó de piedra al llegar al lugar. Las casas estaban destrozadas, las tiendas quemadas y abandonadas y las calles sembradas de artilugios y cartuchos vacíos. La catedral había recibido el impacto de la artillería pesada y quedaba poco más que la estructura. Parecía tambalearse sobre la ladera de la colina, como si de un momento a otro fuera a derrumbarse, barriendo así los últimos restos del pueblo. Curiosamente, la puerta estaba cerrada. Hancock entró a través de una brecha en la pared. El techo estaba reventado y las vigas partidas se balanceaban con el viento, que arrastraba nieve y hielo. Los bancos estaban volcados y apilados a modo de barricada, y las sillas tiradas por el suelo. Entre los escombros había munición, vendas, latas de comida y pedazos de uniforme. Los alemanes habían utilizado la catedral como fortín y más tarde como hospital de campaña, y Hancock sospechaba que debajo de la nieve debía de haber cuerpos congelados, tanto alemanes como estadounidenses. «Nada está a salvo de la guerra», volvió a pensar.

Sólo una cosa: la Madona. Ahí estaba, en el mismo lugar donde la había encontrado dos meses antes, en medio de la nave, con una mano en el corazón y la otra en el aire en señal de bendición. Embelesada en su divinidad distante, parecía ausente de todo lo que la rodeaba. Ante aquel telón de fondo, su aspecto se revelaba milagroso y esperanzador como nunca, y su belleza, un triunfo en medio de la devastación y la desesperanza.

El pueblo no había sido abandonado, por lo menos no del todo. Mientras recorría la calle principal, cubierta de hielo, Hancock reparó en la presencia de unas cuantas personas, todavía en estado de choque, que se asomaban entre las ruinas de sus casas. El curé de la catedral seguía ausente, pero un hombre llamado monsieur Georges, perfecta encarnación del superviviente de guerra hasta en la venda ensangrentada que le rodeaba la cabeza, se prestó a ayudarle.

—He venido por la Madona —dijo Hancock, sentándose a la mesa frente a monsieur Georges y su mujer en la pequeña cocina de su casa. Se sacó una carta firmada por el obispo de Lieja, cuya autoridad se extendía hasta aquella parroquia—. El obispo ha puesto a disposición la cripta del seminario de Lieja hasta el final de la guerra. Sé que tenemos los elementos en contra, pero no hay tiempo que perder. Tengo un camión y un buen conductor. Podemos llevárnosla hoy mismo.

Monsieur Georges arrugó el ceño. También su esposa.

—La Madona no se va de La Gleize. Ni hoy ni nunca.

De hecho, monsieur Georges se mostraba reticente incluso a sacarla de la catedral.

¿Y qué iban a hacer con la nieve, con el frío, con el viento, con el precario estado del techo? Hancock razonó lo mejor que supo, pero el hombre no parecía dispuesto a transigir.

—Convocaré una reunión —dijo finalmente monsieur Georges, zanjando la conversación. Una hora más tarde, una docena de personas —Hancock se preguntó si serían todos los supervivientes del pueblo— se presentaron en la casa de monsieur Georges y escucharon con el ceño fruncido mientras Hancock argumentaba en vano a favor de su postura.

—Esta casa tiene un buen sótano —dijo al final monsieur Georges—. El curé pasó la batalla aquí con nosotros. Algunos fuimos heridos por las balas que se colaban a través del ventanuco, pero ahora el peligro ha pasado. Propongo que llevemos la Virgen al sótano.[141]

La idea no satisfacía a Hancock, aunque como solución de compromiso parecía la mejor. Por lo menos la casa no amenazaba derrumbe.

—No podemos trasladarla —dijo alguien—. Es imposible separar la junta entre los hierros y el pedestal de piedra. Lo sé porque yo mismo puse el cemento.

—Estoy seguro —replicó Hancock— de que si se las ingenió para unirlos, también sabrá separarlos.

El albañil sacudió la cabeza.

—Ninguna fuerza en este mundo podría partir aquella junta. Ni siquiera yo.

—¿Y si separásemos el pedestal del suelo?

El albañil se quedó pensativo.

—Eso sí es factible.

—Nadie va a moverla —dijo otra voz.

Hancock se dio la vuelta y vio que un hombre bajito de potente mandíbula se había levantado de su asiento.

—Sé razonable… —terció monsieur Georges, pero el hombre siguió en sus trece. Decía que la figura había sobrevivido a la batalla y que era todo lo que les quedaba de su vida anterior. Ella encarnaba a la comunidad entera. Era una señal de la gracia de Dios, su salvación. ¿Quién era ese forastero, ese… norteamericano para decirles lo que debían hacer? Debía permanecer en la catedral, como hasta entonces. Daba lo mismo que media catedral se hubiera venido abajo.

—Estoy de acuerdo con el notario —dijo el albañil.

Algunos de los presentes torcieron el gesto. Hancock echó un vistazo a los rostros adustos llenos de vendas que ocupaban la habitación. Se dio cuenta de que para ellos la Madona no era una obra de arte, sino que representaba su vida, su comunidad, su alma colectiva. ¿Por qué esconderla en un sótano cuando la necesitamos más que nunca?, parecían preguntarse. La Virgen había triunfado. Después de lo ocurrido, ni se les pasaba por la cabeza que el peligro pudiera volver.

Hancock, sin embargo, sabía que el peligro estaba ahí, al menos por lo que a la escultura se refería, y que adoptaba la forma de tejado hundido y paredes inseguras.

—Vayamos a la catedral —sugirió—. Quizá podamos encontrar una solución.

La pequeña procesión cruzó el pueblo vacío abriéndose paso entre montones de nieve, carámbanos de hielo, piezas de artillería y escombros. Alguien tenía la llave, así que, aunque pocos metros más allá la pared había desaparecido, entraron a la catedral por la puerta. La nieve caía en grandes copos que se acumulaban sobre la talla. El grupo formó en corro en torno a ella como si fuera a calentarse con su brillo. Hancock observó el rostro de la figura. Tristeza, paz, acaso sorpresa.

Empezó a hablar pero justo en ese instante cedió lo que quedaba del techo. Se oyó un crujido y un gran trozo de madera se desplomó sobre el suelo, rompiendo la calma del lugar. La nieve y la tierra salieron despedidas formando una nube y empezaron a llover pedazos de hielo. Cuando el polvo se despejó, Hancock vio que el notario tenía la cara blanca como la nieve. Estaba de pie al lado de la viga caída. Le había ido de poco.

—Bueno… —dijo Hancock al mismo tiempo que un carámbano de hielo caía del techo y se clavaba a pocos centímetros del pie del notario.

—Propongo que llevemos la estatua al sótano de monsieur Georges —dijo el notario.[142]

El albañil tenía razón, era imposible separar la estatua de la base. Amarraron dos de las vigas caídas al pedestal de piedra y entre unos cuantos empezaron a mover la estatua de un lado para otro para separarla del suelo. Aunque la base medía menos de metro y medio, se necesitaron ocho personas para sacarla de la catedral y bajarla hasta el centro del pueblo. Caminaban encogidos bajo el peso, pisando con cuidado a través del hielo. Hancock llevaba puestos el uniforme y el casco; los habitantes del pueblo iban con sombrero o boina, y los más ancianos vestían traje y abrigo largo. Una mujer joven abría la comitiva vestida con una capa y embozada con una capucha. La Madona sobresalía una cabeza por encima de ellos, solemne y serena. Fue la procesión más pintoresca jamás vista en La Gleize.

En cuanto hubieron dejado la estatua a salvo en el sótano, un joven invitó a Hancock y a su conductor a cenar. Hancock aceptó agradecido, y cuál fue su sorpresa al encontrarse compartiendo mesa otra vez con monsieur Geneen, el campesino y posadero cuya hija lo había acogido en su primera visita al lugar. Hancock dijo que se contentaba con su ración de combate y un poco de agua caliente para disolver el café, pero la familia insistió una vez más en prepararle comida. Y eso que la parte trasera de la casa se había derrumbado y el salón estaba a la intemperie. A través de una brecha vio una gran pila de granadas, Panzerfauste (cohetes antitanque de mano) y demás munición en buen estado que la familia había retirado de su terreno; a través de otra de las brechas no se veía más que oscuridad. Todo parecía trastocado, irreal. Y sin embargo eran las mismas personas, parecían mayores, cansadas, pero estaban sanas y salvas y se disponían a servirle un auténtico banquete. En medio de tanta destrucción, un plato de carne y verdura recién cocinado era una imagen de lo más maravilloso e inesperado.

Charlaron sobre el frustrado avance alemán; sobre la ingenuidad de los soldados estadounidenses; sobre su posible futuro. Hancock comió con ganas. Sus ojos iban de un rostro a otro, de la pila de explosivos tras la brecha de la pared a las dos pequeñas alcobas, hasta depositarse en el maravilloso plato de comida que tenía delante. De pronto se percató de algo.

—Ésta no es la casa de la otra vez —dijo.[143]

Monsieur Geneen dejó el tenedor y juntó las manos.

—Me desperté en medio de la noche —dijo— y desde la cama vi el cielo a través de un boquete abierto en la pared. Y cuando empecé a darme cuenta de dónde estaba y por qué, me dije a mí mismo: «¡Que tenga que verme así a mis años, después de toda una vida de duro trabajo! ¡Sin ni siquiera cuatro paredes para mí y mi familia!». Entonces recordé que ésta ni tan sólo era mi casa; que el amigo que vivía aquí estaba muerto; que de la casa que yo mismo me había construido no quedaba ni un tabique. Me sentí muy triste. Y de repente vi la verdad. Habíamos superado la batalla. Durante todo ese tiempo no nos faltó la comida. Estábamos vivos y podíamos trabajar. —Hizo un gesto con la cabeza hacia su familia y luego a los dos soldados norteamericanos sentados al otro lado de la mesa—. ¡Somos unos afortunados! —agregó.[144]

La batalla había pasado. Después de aquello Hancock estuvo seguro de que la guerra no volvería a La Gleize. Sin embargo en el este, en Alemania, se seguía combatiendo.