UN JUDÍO ALEMÁN
EN EL EJÉRCITO ESTADOUNIDENSE
Givet, Bélgica
Enero de 1945
Todos los días, Harry Ettlinger, el último muchacho que celebró el Bar Mitzvá en Karlsruhe, tomaba el autobús desde su casa de Newark, Nueva Jersey, hasta el instituto, en el centro de la ciudad. Después de tres años en Estados Unidos, su padre había conseguido por fin un trabajo estable como vigilante nocturno en una fábrica de equipajes. La familia era tan pobre que al llegar el racionamiento Harry apenas notó la diferencia. En la ruta del autobús, sin embargo, sí se advertían cambios. En los pequeños terrenos de las casas de Nueva Jersey la gente cultivaba judías, zanahorias y coles, como Eleanor Roosevelt en el jardín delantero de la Casa Blanca. Los llamaban los «huertos de la victoria». Los niños incluso habían expurgado los solares para plantar judías. Esos mismos niños y sus padres montaban en «bicicletas de la victoria» hechas con caucho reciclado y piezas metálicas sin utilidad para la industria bélica. El autobús pasó por delante de un cartel pegado a un poste eléctrico: «Quien conduce solo, conduce con Hitler». La intención era promover el transporte público o, por lo menos, los vehículos comunitarios. Harry se alegraba de que su familia no tuviera coche. En realidad, ya casi nadie lo usaba; se consideraba poco menos que pecado. Se oían rumores de gente a la que habían multado por conducir yendo de paseo, sin una destinación concreta.
Llegaron a la zona industrial de Newark, donde las fábricas funcionaban día y noche. Aquélla había sido siempre una ruta poco concurrida, pero desde el principio de la guerra el autobús iba siempre lleno. En las paradas de la zona industrial subían los trabajadores que hacían el turno de noche en las fábricas de armamento y el autobús se saturaba hasta que casi no quedaba sitio ni para ir de pie. Los trabajadores aguardaban pacientes en la acera, la mayoría eran hombres mayores o mujeres y, a pesar del cansancio, se los veía orgullosos. Con el fin de ahorrar tela para uniformes y tiendas de campaña, las mujeres llevaban vestidos cortos, y mientras caminaban o esperaban el autobús siguiente, Harry se fijaba en sus piernas bien torneadas. Por la misma razón no se permitía que los hombres llevasen pantalones con vuelta. Esto último no le causó tanta impresión.
En lo que sí se había fijado era en las banderas. En todas las fábricas y en casi todas las casas ondeaba una bandera estadounidense. En casi todas las ventanas de las zonas residenciales se veía también una banderita blanca con una estrella azul con el reborde rojo que significaba que algún miembro de la familia estaba en el ejército. Si lo que se veía en la bandera era una estrella dorada con el reborde amarillo, significaba que alguien había muerto en acto de servicio.
Harry sabía que cuando se graduase en el instituto sus padres colgarían una de esas banderas azules y rojas; quizá dos, ya que su hermano Klaus tenía la intención de alistarse en la Marina nada más cumplir los diecisiete. Algunos de sus compañeros de instituto ya estaban en el ejército, entre ellos Casimir Cwiakala, el primero de su promoción, que moriría abatido en el Pacífico. De hecho, sólo una tercera parte de los compañeros de clase de Harry asistirían a la ceremonia de graduación. Los demás estaban ya en el ejército o en la Marina, entrenándose para entrar en aviación, tanques o infantería.
Harry no tenía ninguna intención de eludir la guerra, aunque tampoco tenía prisa por alistarse. A fin de cuentas, la guerra no se acabaría de un día para otro; siempre habría sitio para él. En realidad, la idea lo incomodaba un poco, pero nunca cuestionó su deber para con el ejército. Harry Ettlinger haría como el resto de jóvenes: se alistaría, cruzaría el océano y se convertiría en un soldado orgulloso, disciplinado y asustado. Era algo inevitable. Hasta entonces, su deber era ir al instituto cada mañana y, después de clase, trabajar en la fábrica para ayudar a su familia. Antes de la guerra, Shiman Manufacturing se dedicaba a la joyería; en la actualidad, producía escoplos de usar y tirar para los dentistas del ejército.
Tal y como esperaba, poco después de la graduación lo llamaron a filas, y el 11 de agosto de 1944 Harry Ettlinger partió para recibir la instrucción básica. Los Aliados habían penetrado ya en Normandía, y todos los días sin falta su madre examinaba los mapas del periódico para ver cómo la línea del frente europeo se expandía hacia el norte y el este. Harry y el resto de reclutas no estaban al corriente de los avances del ejército. Les daba lo mismo. Irían a Europa, entrarían en combate y algunos de ellos morirían. Dónde exactamente no importaba mucho.
Por el momento se encontraban en un lugar llamado Macon, en el estado de Georgia, y el día a día consistía en levantarse temprano, lavarse, vestirse, hacer la litera, desayunar, marchar, desmontar y montar rifles M1, decir «Sí, señor», «No, señor», marchar, comer, marchar, limpiar, dormir, levantarse temprano y vuelta a empezar. Pasaban el día juntos, organizados en unidades de diez hombres alineados del más alto al más bajo (Harry era el cuarto), y más allá de eso era como si no existiese nada.
A mediados de noviembre, hacia el final del período de instrucción, una mañana pasaron lista y Harry Ettlinger fue llamado aparte.
—Soldado Ettlinger, ¿es usted ciudadano estadounidense? —le preguntó uno de los oficiales.
—No, señor.
—Es usted alemán, ¿verdad, soldado?
—Judío alemán, señor.
—¿Cuánto hace que vive en este país?
—Cinco años, señor.
—Entonces venga conmigo.
Pocas horas más tarde, ante un juez del estado, Harry Ettlinger juró la ciudadanía estadounidense. Seis semanas después estaba en la localidad belga de Givet, a pocos kilómetros de su país natal, a la espera de órdenes para partir con su unidad hacia el frente.
Givet era un centro de reemplazo (lo que entre los soldados se conocía como repple-depple), el lugar al que llegaban las tropas frescas para sustituir a las unidades que habían sufrido muchas bajas. En Givet, Harry Ettlinger y otros cien compañeros dormían en literas de tres pisos en un enorme granero. Fue el enero más frío del que se tenía constancia; el calor de las estufas de carbón se evaporaba enseguida y el viento helado se filtraba sin remedio entre las juntas de madera vieja del granero. La nieve era tan compacta que en todo el tiempo que pasó ahí, Harry no vio ni una brizna de hierba belga. El cielo estuvo encapotado durante dos semanas y cuando por fin se despejó y pudieron salir, se lo encontraron cubierto de aviones de punta a punta del horizonte. Aquél fue su primer contacto con la formidable maquinaria de guerra aliada. La batalla de las Ardenas había dado un vuelco. Los alemanes habían sido derrotados en Bastogne y las Ardenas, y los Aliados avanzaban de nuevo. Sin embargo, nadie se hacía ilusiones. Los alemanes no iban a rendirse, no mientras sus ciudades no fueran arrasadas y destruidas. Miles de soldados aliados y de soldados y civiles alemanes iban a morir luchando por un palmo de terreno. Con el cielo claro llegaban las bombas, la muerte y, lo que de momento era la mayor preocupación de los hombres de Givet, la caída de las temperaturas. Aquella noche fue una de las más frías en la vida de Harry.
Pocos días después llegaron las órdenes. A la mañana siguiente, más de cien camiones formaban en fila sobre la nieve delante del granero. Los oficiales gritaban los números de las unidades y los hombres montaban en los camiones con el petate, las armas y el resto del equipo. No tenían la menor idea de adónde se dirigían, sólo que debían reunirse con la 99.ª División de Infantería en algún punto del frente. Harry iba en el quinto camión con los otros ocho hombres de su unidad (uno había desaparecido misteriosamente), con quienes a esas alturas llevaba viviendo ya más de cinco meses. Mientras el resto de camiones se llenaban no se dijeron gran cosa, ni tampoco al oír que el camión que iba delante de ellos arrancaba y se ponía en marcha. Había llegado el momento, estaban a punto de partir y sentían una mezcla de emoción y miedo.
De pronto, un sargento echó a correr junto al convoy indicándole con los brazos al primer camión que se detuviera. Cuando el convoy hubo detenido la marcha, el sargento se puso a recorrer la fila gritando para que todo el mundo pudiera oírlo:
—Los tres hombres que voy a nombrar que recojan su equipo y vengan conmigo.
Harry se quedó tan estupefacto al oír su nombre que ni siquiera se levantó para salir del camión.
—Te llama a ti —dijo alguien dándole con el codo.
Harry bajó del camión y dejó su equipo en el suelo, entre los pies. Vio que otros dos hombres, de un contingente de más de dos mil quinientos, bajaban de sus camiones y también dejaban su equipo en el suelo. Lanzó una última mirada a los ocho hombres de su escuadrón, sus hermanos de armas. Al mes siguiente, tres de ellos estarían muertos. Otros cuatro resultarían heridos de gravedad. Sólo uno conseguiría volver de la guerra sin un rasguño.
—Soldado Ettlinger, señor —se presentó Harry al ver acercarse al sargento. Éste asintió con la cabeza, comprobó su nombre en una hoja y dio la señal para que el convoy retomara la marcha. Mientras los camiones se alejaban, Harry levantó el petate y volvió al granero sin saber muy bien adónde lo llevarían ni por qué, lo único que sabía era que no iba a ir al frente. Era el 28 de enero de 1945, el día de su decimonoveno cumpleaños. Harry Ettlinger siempre lo consideró el mejor cumpleaños de toda su vida.