CHAMPÁN
París, Francia
Antes de Navidad, 1944
En París, Rose Valland también se abría paso como buenamente podía entre la nieve que cubría Europa occidental. Días antes, mientras los alemanes retrocedían ante Robert Posey y las mermadas fuerzas aliadas en las Ardenas, había enviado una botella de champán a James Rorimer. Temía haber sido un poco brusca con él durante la visita al tren del arte y no quería que se llevase una impresión equivocada. Consideraba que el sincero interés de Rorimer en su información y su comportamiento durante la inspección de los almacenes nazis eran motivos para el optimismo. Los unía el hecho de ser trabajadores de museos y el amor por el arte, pero Valland, además, admiraba sus cualidades como persona: diligente, inflexible, obstinado y lo bastante perspicaz como para hacerse cargo del alcance y el potencial de la situación. Por encima de todo, quizá, era respetuoso. Apreciaba los logros de Valland. Por su parte, Rose deseaba hacerle saber cuánto significaba para ella que fueran amigos y colegas. Por eso el champán. A cambio, él la había invitado a tomar una copa y brindar juntos. Mientras caminaba por la nieve, Valland no podía dejar de pensar que se encaminaba hacia un dilema. Lo que no sabía era de qué clase.
El camino había sido largo. Los orígenes de Valland eran modestos, ajenos a los privilegios del dinero o las artes. Creció en una ciudad de provincias y estudió Bellas Artes en Lyon antes de instalarse en París como artista bohemia, ideal romántico donde los haya hasta que uno se da cuenta de lo duro que puede llegar a ser vivir sin blanca. La realidad la empujó a sacarse un título en Bellas Artes en la Escuela de Bellas Artes y otro en Historia del Arte en la Escuela del Louvre y La Sorbona. Valland estaba decidida a triunfar en la capital artística de Europa. La primera oportunidad le llegó en el Jeu de Paume, donde comenzó a trabajar como voluntaria sin sueldo sólo para estar cerca de las obras de arte. No era algo infrecuente; la gente del mundo artístico vivía su vocación de forma apasionada y a menudo estaban dispuestos a trabajar en los museos —sobre todo tratándose de uno tan prestigioso como el Louvre— a cambio de nada. Muchos de esos voluntarios provenían de familias adineradas o de la aristocracia; no necesitaban para nada los bajos salarios que solían pagar los museos. Rose Valland, sin dinero ni contactos, era la excepción. Vivía de lo que ganaba dando clases particulares. Nunca logró un ascenso en el Jeu de Paume. Los franceses eran muy estrictos a la hora de nombrar conservadores; sólo podían nombrarse por designación oficial. Después de una década en París, Valland sabía lo difícil que iba a ser ganarse ese honor. Aun así, estaba decidida a contribuir.
Entonces llegó la guerra.
En 1939 había ayudado a Jacques Jaujard, director de los museos nacionales, a evacuar las obras de arte de titularidad estatal. Con el avance de los alemanes en 1940, abandonó París junto con el resto de sus conciudadanos mientras los bombarderos de la Luftwaffe rugían en el cielo y, en los campos, las vacas mugían de dolor porque no quedaba nadie para ordeñarlas. Nada más terminar las hostilidades, volvió a la ciudad y recuperó su puesto en el museo, que terminaría convirtiéndose en su hogar.
En octubre de 1940 su vida dio un vuelco. Hacía cuatro meses que había empezado la ocupación nazi y Jaujard en persona le ordenó que se quedara en el Jeu de Paume para vigilar las actividades de los nazis y tenerlo al corriente de cualquier movimiento importante. Ciertamente era pedir mucho que un empleado de segunda fila aceptara, sin cobrar, el peligroso papel de espiar a los nazis, pero Valland aceptó sin vacilar. Se habría quedado de todos modos —fue uno de los pocos empleados franceses que siguieron yendo todos los días a trabajar al museo—, aunque el encargo de Jaujard hacía que su misión revistiera mucha mayor importancia. Era la oportunidad de realizar una labor que redundase tanto en su beneficio como en el de Francia.
Poco después, Jaujard le propuso un encargo especial. Él y el conde Wolff-Metternich, el «nazi bueno», habían negociado el traslado de objetos saqueados desde la embajada alemana a tres salas del Louvre. Como en esos momentos las salas estaban ocupadas, el coronel Von Behr y Hermann Bunjes, el historiador del arte corrupto por entonces al servicio de la Kunstschutz de Wolff-Metternich (una buena tapadera para alguien cuya mala fe todavía no había sido descubierta), habían recurrido a Jaujard en busca de espacios adicionales para guardar el arte confiscado. En aquellos días reinaba el caos, la ciudad acababa de caer y las distintas organizaciones nazis se apropiaban de todo lo que podían. A Jaujard le pareció que lo más conveniente era reunirlo todo en un solo lugar, así que se las arregló para poner el Jeu de Paume a disposición de los oficiales nazis. Pero con una condición: que los franceses pudieran inventariarlo todo. La encargada de confeccionar el inventario sería Rose Valland.
«A veces —pensaba Rose Valland viendo caer los copos de nieve de aquel diciembre de 1944—, es el destino el que sale al paso de uno».
La misión empezó con mal pie, y ella lo vio desde buen principio. Cuando la primera mañana de la ocupación nazi del Jeu de Paume, el 1 de noviembre de 1940, Valland se personó en su puesto, esperaba encontrarse con burócratas, pero quienes se presentaron fueron un grupo de militares.[135] Al momento, se dio cuenta de que lo tenían todo preparado. Las obras llegaron a bordo de varios camiones y los soldados empezaron a descargarlas a las órdenes del coronel Von Behr. Resultaba de lo más desconcertante oír el taconeo de las botas militares y el rugido gutural de las órdenes de los alemanes en aquel museo hasta entonces tan silencioso. Y aún más ver a los soldados colocando los cajones en fila ante la puerta principal y los camiones llenos de obras estacionados fuera del edificio.
Los soldados regresaron a la mañana siguiente. Abrieron los cajones con palancas y formaron una cadena humana hasta las galerías del fondo, donde colocaron las obras contra la pared en filas de cinco o seis en fondo. La actividad era violenta, febril. Como no podía ser de otra forma en medio de aquel revuelo, hubo cuadros que cayeron al suelo y lienzos que se rompieron. Los oficiales no paraban de gritar: «Schneller, schneller». «Más deprisa, más deprisa». Cuando se llenaba una sala empezaban con la siguiente. Rose Valland deambulaba por el museo aturdida, observando las obras de arte, muchas de ellas sin marco, otras dañadas por el trajín y hasta pisoteadas por las botas de los alemanes. Y los oficiales seguían gritando: «Schneller, schneller». Al terminar la jornada se habían descargado más de cuatrocientos cajones, en muchos de los cuales figuraban los nombres de los dueños de las obras: Rothschild, Wildenstein, David-Weill.
Al día siguiente, Valland, con la ayuda de varios asistentes, colocó una mesa en el vestíbulo. A medida que las obras entraban, ellos anotaban, tan rápido como podían, título, autor y origen. Vermeer. Rembrandt. Teniers. Renoir. Boucher. Algunos de los cuadros eran tan famosos que se reconocían de inmediato, pero pasaban con tanta rapidez que no daba tiempo a apuntarlos todos. Estaba sumida en su trabajo cuando de pronto reparó en que un hombre de uniforme se había detenido delante de ella y observaba el listado. Era Hermann Bunjes, el oficial corrupto de la Kunstschutz que mano a mano con Von Behr había planificado la requisa del museo. Tenía un aspecto severo y desabrido, y a pesar de su juventud caminaba encorvado bajo el peso de su perpetuo mal humor. Bunjes, estudioso de segunda como la propia Valland, había renunciado a todo aquello en lo que creía por la quimera del poder nazi. Durante los años siguientes trabajaría codo con codo con Lohse y otros oficiales del ERR dedicados a las intrigas, el abuso y la coacción. Aquel primer día, sin embargo, se limitó a leer lo que estaba escribiendo —el inventario que él mismo y Von Behr habían pactado con Jaujard apenas dos días antes— y cerrarle la libreta de un manotazo.
—Es suficiente —dijo. Bastaron esas dos palabras para poner fin al inventario de Jaujard.
Sin embargo, no la expulsaron. El coronel Von Behr, con la generosidad de un intocable señor de la guerra, le permitió quedarse como guardia de la colección permanente del museo, merecedora de todos modos del desprecio de los nazis por incluir obras modernas como La madre del artista, de Whistler. «El destino no es un golpe de suerte —pensaba mientras esperaba para cruzar una calle tranquila de aquel frío París de años después—, sino mil pequeños momentos que con intuición y trabajo duro uno termina encauzando en la dirección correcta, lo mismo que un imán con las limaduras metálicas».
Valland no tuvo que esperar mucho para encontrarse con su destino; en realidad sólo tres días a partir del encargo de Jaujard. El primero, el museo estaba vacío. El segundo, hasta el último recoveco se llenó de obras de arte apiladas. El tercero, se organizó una exposición para un rey. Cuadros y tapices se colgaron con gusto de las paredes, y se dispusieron estatuas a modo de separación adicional. Para hacer la visita más cómoda, se colocaron sofás y caras alfombras en las distintas galerías. En las esquinas, casi imperceptibles, cubiteras con champán. Los guardias esperaban en posición de firmes con brazales rojos con esvásticas en torno a la manga parda del uniforme. El coronel Von Behr, Hermann Bunjes y otros dirigentes del museo también iban de uniforme; algunos incluso se habían puesto casco, como si se tratara de un ejército a punto para la batalla. Ver a todos aquellos nazis con sus altas y enlucidas botas en posición de firmes era una imagen impresionante y terrorífica. Rose Valland sabía que esperaban a su rey.
Quien llegó no fue Hitler. Tampoco Alfred Rosenberg. El operativo de saqueo del Jeu de Paume dependía del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg —el destacamento de tareas especiales de Rosenberg—, pero sólo a efectos formales. Rosenberg era un racista recalcitrante demasiado ocupado en demostrar la inferioridad de los judíos. No tenía ningún interés por el arte. Era incapaz de apreciar en todo su potencial el hecho de que Hitler le hubiera concedido carta blanca para transportar a la patria todo cuanto pudiera contribuir a sus investigaciones sobre la inferioridad judía. Valland recordaba una de las raras veces que Rosenberg había visitado el Jeu de Paume. Por entonces, a finales de 1942, ya debía de haber caído en la cuenta de que se le había escapado el control. Dio una vuelta por el museo en compañía de unos pocos ayudantes. El único lujo exhibido con ocasión de aquella visita fueron unos jarrones de crisantemos en algunas de las salas. Olía como un funeral.
Nada que ver con las visitas del auténtico capitoste, el que de veras se beneficiaba del trabajo del ERR. Cuando de él se trataba, las exposiciones se preparaban con un cuidado exquisito, siempre a la medida de su gusto. No sólo se servía champán, sino que las botellas se abrían a sablazos, un método muy teatral y ostentoso en el que el sable se desliza por el cuerpo de la botella en dirección al cuello y separa el anillo, dejando el corcho intacto y la botella abierta. Los obsequiosos oficiales del ERR brindaban por su buen gusto y sus triunfos pegados a sus talones, ávidos de cumplidos y riéndole todos y cada uno de sus absurdos chistes. El capitoste quedaba encantado con las atenciones recibidas, pues Hermann Göring, el Reichsmarschall y mano derecha de Hitler, era un hombre lleno de codicia y vanagloria.
Rose Valland sabía que nunca olvidaría sus excesos. Tenía docenas de uniformes cortados a medida, la mayoría con bordados de oro y seda trenzada, a cual con más charreteras, borlas y medallas. Solía llevar esmeraldas en los bolsillos y le gustaba hacerlas entrechocar con los dedos como quien remueve el cambio suelto. Sólo bebía del mejor champán. El día que le presentaron la colección de joyas de los Rothschild, en marzo de 1941, tomó las dos piezas mejores y se las guardó en el bolsillo sin más, como quien roba caramelos de regaliz. Cuando de lo que se trataba era de robar obras de arte de grandes dimensiones, se limitaba a enganchar un vagón más a su tren privado, cual césar llevándose el botín de guerra a remolque del carro imperial.[136] Para estar más cómodo, durante el viaje a Berlín vestía un kimono de seda roja cargado de ribetes de oro.[137] Todas las mañanas se permitía el lujo de bañarse en una bañera de mármol rojo hecha a medida para que cupiera su voluminoso cuerpo. Como no soportaba el balanceo del tren porque hacía que se le derramara el agua, cuando el Reichsmarschall Göring tomaba su baño el tren se detenía en medio de la vía, lo cual, a su vez, obligaba a detener el resto de trenes que circulaban por el mismo tramo. Hasta que el Reichsmarschall no terminaba su baño, los cargamentos de armas, equipo y soldados no podían proseguir la marcha hacia sus respectivos destinos.
Pero todo eso llegaría más tarde. En su primer día en el Jeu de Paume, el rotundo Reichsmarschall se dedicó a pasearse por el tinglado organizado por el ERR en el museo envuelto en un sobretodo marrón, con un fedora arrugado calado hasta las cejas y vestido con un traje de dandi rematado con una pañoleta de colores. Valland recordó lo primero que pensó al verlo: gordo, rimbombante, pretencioso, y a la vez, de un gusto formidablemente mediocre.[138]
Más tarde descubriría por qué. Además de Reichsmarschall, Göring era el jefe de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana. Se había ganado la confianza de Hitler prometiéndole que la Luftwaffe derrotaría a Gran Bretaña. Cuando se presentó en el Jeu de Paume, el 3 de noviembre de 1940, la Luftwaffe llevaba cuatro meses combatiendo en la batalla de Inglaterra y tres arrojando bombas sobre Londres, pero la victoria se le resistía. Por primera vez, los tiranos llevaban las de perder. Y Göring era el responsable.
A su vez, la batalla personal de Göring por el saqueo de Europa occidental pasaba por horas bajas. Para el avaricioso Reichsmarschall, éste era un contratiempo tan importante o incluso más que la batalla librada sobre el canal de la Mancha. Tras el bombardeo nazi, llegó la eclosión de los mercados artísticos de los Países Bajos y Francia. Era el caldo de cultivo propicio para indeseables, colaboradores, oportunistas y grises personajes sin escrúpulos de ninguna clase a la hora de robar, empeñar, estafar o intercambiar obras de arte por visados para salir de Europa. Cientos de alemanes se frotaban las manos dispuestos a sacar provecho del conflicto del siglo. Göring era despiadado, eficiente y poderoso, pero también engreído y crédulo. Dedicaba buena parte de su tiempo y energías a negociar con marchantes de arte, y aun así no lograba obtener ni la mitad de lo que ambicionaba. Su visita a París tenía como propósito desterrar su pesimismo en una vorágine de compras.
Aquel frío día de invierno en el Jeu de Paume, el 3 de noviembre de 1940, sus representantes no sólo le mostraron las obras que más encajaban con sus gustos, sino que le descubrieron un nuevo mundo. Fue un golpe magistral: le enseñaron una pequeña porción de las riquezas de Francia y le hicieron ver cuán fácil era apropiarse del resto. ¿Para qué comprarlas? ¿Para qué negociar, regatear y anticiparse a sus compañeros nazis cuando Rosenberg tenía luz verde para robar? En retrospectiva, Rose Valland veía a las claras que todo había sido una pamema. El coronel Von Behr, Hermann Bunjes y Walter Andreas Hofer, el conservador privado de Göring, lo tenían todo pensado. Sabían lo que el Reichsmarschall quería y sabían que podían dárselo. Bastaba con hacerle ver que cualquier cosa era posible. A su manera, aquellos nazis despreciables querían aprovechar el momento, y para ello dejaban que el gran imán atrajera las limaduras metálicas de su destino. Le dijeron: somos sus hombres, su organización, y esto es lo que podemos ofrecerle. No tiene más que pedirlo.
Cuando Göring regresó al Jeu de Paume dos días después, el 5 de noviembre de 1940, era un hombre nuevo. Valland pudo apreciar el brillo voraz de sus ojos, el triunfo. Comentaba las obras de arte en tono elevado y fanfarrón con sus peritos, ensalzaba las virtudes de sus obras favoritas y descolgaba los cuadros de las paredes para examinarlos más de cerca. En sólo dos días lo había resuelto todo. Incluso había hecho aprobar una directiva: a partir de entonces, por orden del Reichsmarschall y con la aprobación del Führer, Hitler tendría preferencia a la hora de adquirir las obras confiscadas por el ERR. Rosenberg protestó, por supuesto, pero Hitler estaba con Göring. Rosenberg no despertaba grandes simpatías en el cuartel general nazi. Según Valland, todo el mundo lo odiaba. Hitler, evidentemente, estaba encantado de tener preferencia. El Reichsmarschall, lejos de distanciarse de Hitler por culpa de su codicia, cerraba filas con su superior y al mismo tiempo se aseguraba una parcela de poder sobre el patrimonio de Francia.
Con eso, el plan estaba listo: el operativo del ERR en París se convertía, a todos los efectos, en la organización de saqueo personal de Göring. Visitó el Jeu de Paume en veintiuna ocasiones, siempre en compañía de sus asistentes: el coronel Von Behr, Hermann Bunjes y el maquiavélico marchante Bruno Lohse, el representante personal de Göring en el ERR. El plan los beneficiaba porque, según la lógica nazi, su proximidad al Reichsmarschall conllevaba todas las ventajas del poder, un poder real, el poder de amasar una fortuna, de decidir sobre la vida de las personas y de cambiar el mundo. Los hombres del Jeu de Paume estaban dispuestos a todo porque se creían sirvientes en la corte de un rey. El insaciable Lohse estaba dispuesto a todo con tal de enriquecerse, el arribista Von Behr se colocó en lo más alto de la jerarquía social del París ocupado y Bunjes, siempre ávido de poder, obtuvo una posición privilegiada.
Cuando Wolff-Metternich se percató de que Bunjes estaba saboteando la misión de la Kunstschutz lo despidió. Göring le ofreció a Bunjes un puesto de oficial en la Luftwaffe y lo nombró director del Kunsthistorisches Institut (Instituto de Historia del Arte) de las SS en París. Hasta entonces, Bunjes no había sido más que un estudioso y un funcionario del montón; a partir de ese instante pasó a dirigir una institución de primera línea. Tal era el poder del Reichsmarschall. Y los jóvenes espíritus corruptos del Jeu de Paume, sobre todo Bunjes y Lohse, idolatraban ese poder.
El viento soplaba helado por las calles de París. Hacía tanto frío que, aun a pesar del abrigo, Rose Valland abandonó la acera y se refugió en una portería. Faltaba poco para llegar a casa de Rorimer, sólo una o dos manzanas, y presentía que se acercaba el momento de decidir. Encendió un cigarrillo. Valland llevaba una vida ascética: vivía en un piso pequeño, casi sin muebles, sin grandes lujos y con pocos amigos. Era parte de su caparazón protector. No tenía ataduras de las cuales los nazis pudieran aprovecharse. No tenía amigos íntimos con quienes compartir secretos personales o profesionales. Estaba segura. Cayó en la cuenta de que tal vez la persona más cercana a ella era su jefe, Jacques Jaujard. Sentía por él una gran admiración y siempre le estaría agradecida por la oportunidad que le había brindado.
¿Era posible que Jaujard estuviese intentando acercarla a Rorimer? Llevaba una semana dándole vueltas a esa pregunta. Era innegable que el oficial de Monumentos se había ganado la confianza y la admiración de Jaujard. En varias ocasiones los había obligado a trabajar juntos, y de resultas de aquella colaboración no sólo se habían producido grandes progresos en la recuperación del patrimonio parisino, sino que se había forjado entre ellos una creciente amistad.
Pero ¿podía confiar en él? Valland se había pasado cuatro años recabando información. Cuatro años de privaciones. Los primeros meses habían sido de miedo continuo, aunque poco a poco su posición se había ido consolidando. En julio de 1941, el conservador francés del Jeu de Paume enfermó y Jaujard la puso al frente del museo en calidad de agregada, un cargo remunerado, y, más tarde, de «assistante du Jeu de Paume». ¡Tras tantos años como voluntaria! Por entonces dirigía al personal de mantenimiento para los nazis, responsabilidad que la hacía indispensable y le permitía moverse con libertad por el museo. Aparte de eso, informaba con regularidad a Jaujard, a menudo a través de Jacqueline Bouchot-Saupique, su leal secretaria. A veces escribía sus informes en folios con el membrete del Louvre, aunque lo normal era que se sirviera del primer trozo de papel que encontrara al alcance. En otras ocasiones le informaba de viva voz durante sus breves visitas al despacho de Jaujard, ya que como agregada del Jeu de Paume se le permitía entrar en el Louvre. Sabía que gracias a su discreta apariencia, cultivada con esmero tanto tiempo, los guardias la dejaban pasar sin registrarla.
Durante los últimos años, a medida que el miedo remitía, empezó a arriesgar más. Como los comprobantes de traslado, los números de los trenes y las direcciones eran demasiado difíciles de memorizar empezó a anotarlos. Luego empezó a llevárselos a casa para copiarlos por la noche y devolverlos al archivo antes de que los nazis llegaran al día siguiente. También obtenía información a través de embaladores, secretarias y oficiales nazis. Éstos, ignorantes de que sabía alemán, hablaban sin pudor delante de Valland y ella memorizaba sus conversaciones. Los nazis eran muy escrupulosos por lo que respecta a la burocracia; todo quedaba anotado y fotografiado. Por la noche, Valland buscaba los negativos y sacaba copias, así fue como obtuvo fotografías de Hofer, Von Behr, Lohse y Göring examinando las obras robadas. Disponía incluso del registro de entradas del vigilante, donde se apuntaba el nombre de todo aquel que entraba y salía de la galería. También listados con información sobre las obras, los trenes y sus destinos.
La tarea había sido ardua. Años de noches en vela. Semanas de pánico, con miedo de no llegar a sobrevivir a la ocupación. ¿Le convenía compartir todo lo que sabía con un oficial del ejército estadounidense?
Miró hacia una portería del otro lado de la calle y vio entrar a una mujer abrigada hasta el cuello. No encontró respuesta a su pregunta, y sin embargo sintió una repentina euforia por ser capaz de decidir como una mujer de la Francia libre. Recordó la esperanza experimentada al oír los primeros disparos de la liberación, el 19 de agosto de 1944. ¿Quién podría olvidar esa fecha? Los trabajadores del metro habían sido los primeros en ir a la huelga, luego la policía y por último el servicio de correos. Se esperaba que la revuelta estallase en cualquier momento, aunque al oír los primeros disparos… los cielos de París se levantaron como la tapa de una olla a presión. La ciudad entera era un clamor de entusiasmo y alegría. Ella estaba en el Louvre con el resto de trabajadores. Querían izar la tricolor en el asta del museo, pero Jaujard no se lo había permitido. Su deber era proteger las colecciones y no podían exponerse a represalias de los alemanes.[139]
Salió del Louvre y volvió al Jeu de Paume, decidida a permanecer junto a las obras hasta el final. Fuera, en una esquina, había una torre de observación alemana. En los escalones, los cañones de las ametralladoras todavía estaban calientes. Por la noche, los Jardines de las Tullerías se convirtieron en un continuo ir y venir de unidades alemanas, que preparaban la defensa. En el extremo opuesto del parque, los partisanos talaban árboles y levantaban los adoquines para formar barricadas. Desde una de las ventanas del piso superior se veían los Citroën pintados con la divisa de la Francia Libre. Pero no ocurrió nada; durante varios días, París estuvo a la expectativa.
La tensión explotó la noche del 24 de agosto. Un rayo encendió la noche; la policía se alzó. Los proyectiles de la artillería silbaban sobre el Sena. Los cañones de los alemanes brillaban como luces rojas en medio de la tormenta. Al día siguiente, los soldados alemanes se parapetaron detrás de las estatuas en el patio del museo, protegidos con sacos terreros. Valland los vio caer uno a uno. Presa del pánico, un joven soldado se separó de su unidad y fue abatido en las escaleras del museo. Los demás se rindieron. Al cabo de dos horas, los tanques del general Leclerc formaban en fila en la rue de Rivoli. Sus tropas empezaron a amontonar munición alemana y cascos en el interior del Jeu de Paume, y la ciudadanía, agolpada en el exterior, jaleaba a los soldados que pasaban por la calle.
De pronto, los cañones volvieron a rugir, la multitud corrió despavorida hacia las puertas y ventanas del Jeu de Paume. Uno de los guardas del museo, que había cometido la imprudencia de subir al tejado para presenciar la entrada de Leclerc, fue acusado de estar oteando para los alemanes. Valland tuvo que discutir con varios de los oficiales de Leclerc para que lo dejaran libre. Luego, al cerrar el paso de la multitud al sótano, donde se guardaba la colección permanente del Jeu de Paume, la acusaron de dar cobijo a los alemanes. ¡Colaboracionista! ¡Colaboracionista! Un soldado francés la encañonó por la espalda. Mientras bajaba las escaleras del sótano se acordó del joven soldado alemán al que había encontrado ese mismo día acurrucado en el interior de una de las garitas de guardia. ¿Y si encontraban a otro? Se preguntó si, después de todo lo que había pasado, valía la pena acabar así. «Yo me debo al arte», decidió entonces.
Pensó en el tren del arte y en el desastre que podía haber ocurrido: obras maestras de valor incalculable paradas en una vía muerta durante dos meses por culpa de un enredo burocrático. Le preocupaba que algunos miembros de la élite artística creyeran que obraba con egoísmo, que ocultaba información en beneficio propio. Empezaban a circular voces que afirmaban que todo era un montaje y que no tenía nada importante que compartir. Después de todo, era una simple asistente, no una conservadora. Sospechaban que lo único que quería era labrarse un nombre.
En parte quizá tuvieran razón. El 25 de octubre se había indignado al leer una noticia sobre el tren del arte publicada por Le Figaro en la que se atribuía el hallazgo al personal de los ferrocarriles franceses. Sin perder tiempo, envió una nota a Jaujard en la que le recordaba que el artículo «privaba a los museos nacionales del reconocimiento que merecen». Pero el verdadero motivo de su frustración se expresaba párrafos más arriba, donde ponía: «A título personal, me daría por satisfecha si esta clarificación sirve para poner las cosas en su sitio, pues de no ser por la información por mí facilitada habría sido imposible tener conocimiento y localizar dicho envío de pinturas robadas entre los numerosos convoyes con destino a Alemania».[140]
Tiró la colilla al suelo y se quedó mirando la nieve sobre las calles de París. En efecto, quería que su trabajo fuera reconocido. Tal vez había sido cosa del destino ponerla en el lugar adecuado en el momento adecuado, pero ella había sabido aprovechar la oportunidad. Otros habían huido o se habían escondido; algunos incluso se habían pasado al bando de los nazis. No ambicionaba gloria personal. Nada más lejos. Se había limitado a proteger el arte. Había hecho lo que debía. Y si quería lo mejor para el arte, debía pasar por encima de la burocracia y las pugnas internas del gobierno francés y acudir directamente a Rorimer. No había tiempo para más. El ejército norteamericano llegaría el primero a los depósitos nazis de Alemania y Austria. Rorimer era la única persona en quien podía confiar. Además, Jaujard también confiaba en él. Estaba segura de que Jaujard quería que confiara en Rorimer, aunque nunca se lo hubiera dicho de forma explícita.
Echó a andar. Minutos después, llegó al apartamento del oficial estadounidense. El interior estaba iluminado con velas debido a los apagones nocturnos, que seguían formando parte de la cotidianidad parisina. En el hogar ardía un pequeño fuego; la habitación estaba templada. Rorimer la ayudó a quitarse el abrigo y le ofreció una silla. Se encontraban muy lejos de la fría realidad del frente, pero aun así ambos lugares estaban íntimamente relacionados. En ocasiones, los parámetros de una misión se deciden en un pequeño cuarto con una copa de champán.
Años después, Rorimer escribiría que aquella reunión navideña representó un punto de inflexión. Es posible que así fuera para él, pues fue la primera vez que Rose Valland le dejó entrever la calidad y el alcance de la información que poseía, que en pocas palabras era todo lo que la persona adecuada necesitaba para encontrar el patrimonio robado de Francia.
Para Valland, sin embargo, aquella noche fue tan sólo una señal más de que Rorimer era la persona que buscaba. Como de costumbre, el oficial fue todo confianza, respeto, inteligencia y tenacidad. Era difícil que Rorimer pudiera hacerse cargo del sacrificio que aquello suponía para ella, pero ése era un reparo personal sin importancia. Notó que ambos compartían la misma determinación. Al igual que Valland, Rorimer creía que su destino dependía de aquella información.
—Por favor, deme esa información —dijo Rorimer—. Compártala conmigo.
Valland supo que era el momento. Hasta entonces, había compartido informes y notas con Jacques Jaujard porque era su obligación, pero desconfiaba de la burocracia, tenía miedo de que el proceso pudiera quedar paralizado por la incuria o la tozudez de una persona en un eslabón cualquiera de la cadena de mando. De hecho, eso mismo fue lo que ocurrió. Meses más tarde, terminada ya la guerra, las fotografías facilitadas al SHAEF por Valland se encontraron en el cajón de un archivo en un despacho perdido junto con un montón de documentos igualmente «inútiles».
Por suerte, disponía de otra copia de los documentos para Rorimer. Pero no se la entregó, o por lo menos no en diciembre de 1944. Había una última condición. No quería que Rorimer compartiera esa información con nadie más. Valland no sabía nada de los oficiales de la MFAA desplegados ya en el frente: Stout, Hancock, Posey, Balfour, pero aun sabiéndolo habría actuado igual. Valland no quería que Rorimer compartiera la información, quería que la utilizara. Y eso significaba que tendría que trasladarse al frente.
Llevaba semanas insinuándolo, y esa noche se lo repitió una vez más:
—Pierde el tiempo aquí, James. La gente como usted es necesaria en Alemania, no en París.
—La información —insistió Rorimer.
Valland supo que iría al frente. No podría rehuir el desafío… ni la oportunidad que suponía. Sólo era cuestión de tiempo, aunque el tiempo era un lujo que no podían permitirse. Le quedaba una última baza: la información. Recapacitó. Si la retenía, sería más fácil presionarlo; era mejor esperar hasta estar segura de que solicitaría el traslado a Alemania. O quizá lo que le gustaba era la atención y el respeto que se le dispensaba gracias a sus secretos.
—Rose —dijo Rorimer tomándola suavemente de la mano.
Ella se dio la vuelta.
—Je suis désolée, James —murmuró—. Je nes peux pas.
«Lo siento. No puedo».