EL TREN
París, Francia
Agosto de 1944 y finales de diciembre de 1944
Rose Valland volvió a pensar en los últimos días en el Jeu de Paume. Tras la derrota del embajador Abetz por Jaujard y Wolff-Metternich, los nazis idearon un nuevo plan para sacar bienes culturales de Francia de forma «legal». El 17 de septiembre de 1940, el Führer había dado autorización al ERR (el destacamento de tareas especiales del dirigente del Reich Rosenberg) para «registrar casas, bibliotecas y archivos en los territorios ocupados de Occidente en busca de material valioso para Alemania, y para salvaguardarlo con la ayuda de la Gestapo».[118] El rol oficial del ERR era proporcionar material a las instituciones «académicas» de Alfred Rosenberg, cuyo principal objetivo consistía en demostrar de forma científica la inferioridad de la raza judía. Los nazis no tardaron en percatarse de que el ERR era la tapadera perfecta para trasladar obras de arte valiosas y tesoros culturales fuera de Francia. A finales de octubre, tan sólo unas semanas después de recibir la autorización del ERR, se estableció en el Jeu de Paume un operativo encargado de catalogar, embalar y transportar obras de arte.
Durante los cuatro años siguientes, los nazis usaron el museo, el «museo de Valland», como centro de intercambio de los despojos de Francia. Durante cuatro años, las colecciones privadas de los ciudadanos franceses, en particular de los judíos, circularon por sus galerías cual curso de agua con desembocadura en el Reich. Durante cuatro años, los guardias de la Gestapo se aseguraron de que nadie pusiera los pies en su interior a excepción de unos pocos elegidos por el coronel Kurt von Behr, comandante del Jeu de Paume y director local del ERR. Sus trabajadores nunca se caracterizaron por su gran disciplina; a decir verdad, el Jeu de Paume fue un ir y venir de puñaladas, robos e intrigas a partir del mismo instante en que los nazis lo ocuparon, y eso por no hablar más que de los líderes. Pese a todo, el expolio funcionó en todo momento con pavorosa eficacia, y los cargamentos de objetos robados fueron pasando uno tras otro por sus salas de procesamiento antes de seguir su camino a la madre patria.
La situación dio un vuelco en el verano de 1944. Los Aliados estaban en las playas de Normandía y todo el mundo estaba convencido de que sólo era cuestión de tiempo que llegasen a París. En junio, Bruno Lohse, un frío y calculador marchante de arte alemán que había logrado subir escalafones en la jerarquía del ERR, volvió de unas vacaciones de esquí con una pierna rota y dolor de riñones, ambas cosas fingidas, según los rumores, ya que los alemanes, desesperados, estaban mandando al frente a todos los hombres en buen estado de salud. A finales de julio, los combates entraron en una fase crítica y Lohse se fue para Normandía con una pistola al cinto. Sus palabras al partir fueron: «¡A la batalla!», pero a los dos días ya estaba de vuelta a bordo de un camión cargado de pollos, mantequilla y un cordero entero. Hubo una gran fiesta en su piso y hasta el coronel Von Behr, su jefe y rival en el Jeu de Paume, asistió como invitado.[119]
Y entonces, de pronto, todo se acabó. «¡Uf! —escribió Valland en sus notas—. ¡Alivio, al fin!»[120] Pero fue un alivio teñido de inquietud. A lo largo de aquellos cuatro años en el museo había desarrollado una rutina que hacía que su aislamiento en la guarida del león fuera casi… no agradable, pero sí aceptable. Sabía lo que podía esperar. Estaba en buenas relaciones con todo el mundo. El doctor Borchers, el historiador del arte encargado de catalogar e investigar los bienes saqueados, incluso compartía confidencias con ella; él fue, sin saberlo, una de las principales fuentes de información de Valland. Muchos de los secretos desvelados por Borchers terminaban en manos de Jacques Jaujard y la Resistencia francesa. Valland sabía que Borchers no la traicionaría nunca, pues la consideraba su única… no enemiga. Por el contrario, Hermann Bunjes, un historiador del arte corrupto que se había pasado de la noble Kunstschutz de Wolff-Metternich al servicio del Reichsmarschall Göring y el ERR, le profesaba un profundo desprecio. Por su parte, el artero y cobarde Lohse hubiera querido verla muerta, y ella lo sabía. Lohse era un tipo alto y muy popular entre las mujeres de París, pero a Valland le parecía frío y calculador. Si algún oficial debía dar la orden de ejecutarla, estaba segura de que sería Lohse. Él mismo se lo dijo en febrero de 1944, cuando la sorprendió tratando de descifrar una dirección en unos certificados de transporte.
—Cualquier indiscreción podría costarle un balazo —le dijo mirándola fijamente a los ojos.
—No hay aquí nadie tan estúpido como para pasar por alto ese riesgo —contestó ella con voz calma, sin apartarle la mirada.[121]
Era la manera de lidiar con Lohse. No mostrar miedo nunca; no recular jamás. Si los nazis descubrían que alguien se dejaba acosar, lo acosaban hasta la muerte. Había que ponerles trabas, aunque no tantas como para que terminaran hartándose de uno. El equilibrio era delicado, pero Valland lo había encontrado. En repetidas ocasiones la habían expulsado del museo acusándola de espionaje, robo, sabotaje o de filtrar información al enemigo. Ella lo negaba todo con vehemencia y durante varios días seguían cayendo recriminaciones. Al final, siempre terminaban readmitiéndola. De hecho, cuanto más «sospechosa», más valiosa se volvía para los gerifaltes nazis, pues podían usarla como excusa ante cualquier problema. Sobre todo Lohse, de quien todos sospechaban que robaba artículos para uso personal y como regalo para sus amigos y su madre. Valland sabía de sus hurtos; ya en octubre de 1942 lo había visto escondiendo cuatro cuadros en el maletero de su coche. Pero nunca dijo nada. En parte porque resultaba irónico que los ladrones se robaran entre ellos; en parte porque Lohse valoraba su silencio y la seguridad que tenía en sí misma. Le servía para desviar la atención. La propia Valland sospechaba que su peor enemigo era a la vez su protector secreto.
Eso duró mientras les convino conservarla; con el operativo de saqueo a punto de ser desarticulado y los Aliados de camino a París, Valland se había convertido en un lastre. En junio había desaparecido una secretaria francesa que trabajaba para la ERR y los nazis estaban convencidos de que se trataba de una espía. Poco después, una secretaria alemana casada con un ciudadano francés fue arrestada y acusada de espionaje. Los alemanes no sólo querían que no quedara ningún rastro de las obras de arte, sino tampoco del personal. Rose Valland estaba casi segura de ser —ironías de la vida— uno de los pocos empleados franceses libres de sospecha. Lo cual no significaba que no pudieran matarla. Si los nazis se convencían de que su causa estaba perdida, no sólo eliminarían a los espías sino también a los testigos.
El 1 de agosto empezó el final de la partida. Los alemanes habían empezado a llevarse objetos a toda prisa para dejar el museo desalojado antes de la llegada de los Aliados. Rose Valland lo vio y oyó todo. A Lohse no se lo veía por ninguna parte; Bunjes recorría los pasillos con cara de pocos amigos. En medio de todo aquel frenético ir y venir estaba el coronel Von Behr, comandante del Jeu de Paume. Valland recordó el día que se conocieron, en octubre de 1940. Él, de uniforme, estaba de pie, erguido y con gesto adusto, como los señores de la guerra alemanes que posan en ademán triunfal en los famosos grabados de la época. Alto, atractivo, los ojos ensombrecidos por la visera de la gorra —más tarde descubriría que la utilizaba para ocultar su ojo de cristal—. De carácter agradable, como buen barón alemán, tenía modales refinados y hablaba un correcto francés. Mientras confió en la victoria, el conquistador se mostró afable y dispuesto a persuadirla de que los nazis no eran unos salvajes irremisibles. Y como prueba de magnanimidad, el señor de la guerra le otorgó permiso para permanecer en el antiguo museo, convertido ahora en su reino.
Cuatro años después, su aspecto era muy distinto: atribulado, encorvado, arrugado, medio calvo. No ayudaba a mejorar su imagen el hecho de que, a lo largo de los años, Valland hubiera descubierto que el barón procedía de una rama aristocrática venida a menos y que su juventud había estado marcada por la disipación y el fracaso. Ni siquiera era soldado, sino el jefe designado por los nazis para la Cruz Roja francesa. Qué apropiado. Aunque se llamase a sí mismo coronel, no tenía rango oficial. Por no tener no tenía ni un uniforme de la Cruz Roja: su uniforme negro decorado con esvásticas recordaba sospechosamente a los de las Waffen-SS.
Era patético, aunque también peligroso. Lo que más llamaba la atención al verlo ahí mientras contemplaba el desmoronamiento de su reino era su mirada. Cuatro años antes su aspecto era sofisticado y sereno, el conquistador perfecto. Ahora rezumaba ira, la rabia de saber que pronto todo estaría perdido.
—Con cuidado —dijo entre dientes a los desafortunados soldados alemanes que juntaban los cuadros unos con otros y los introducían en los cajones sin molestarse en usar material de embalaje. En sus ojos podía percibirse el pánico, el deseo de escapar. ¿Adónde había ido a parar la tan cacareada disciplina germánica?
Rose Valland pensó en acercársele, en decirle algo para que acabara de derrumbarse, pero el coronel estaba rodeado de hombres con ametralladoras. «Dommage», pensó.[122] Lástima. Entonces él la miró y en sus ojos pudo ver una mezcla de rabia y amenaza. Unas palabras reverberaron en su cabeza: «Liquidad a la testigo».
—Coronel Von Behr —dijo uno de los soldados, atrayendo la mirada del barón—. Los camiones ya están casi llenos.
—Pues trae más, inútil —bramó éste.
Antes de que pudiera volver a mirarla, Rose Valland había desaparecido. No era su trabajo mofarse de Von Behr, y mucho menos liquidarlo. Su misión era espiar, actuar como la hormiga silenciosa que sin prisa pero sin pausa abre galerías bajo tierra. Cuatro años de ocupación iban a terminar en cuestión de días, si no de horas. Lo mejor era pasar desapercibido.
Su persistencia, como de costumbre, había dado resultado. Deambulando por el museo, Valland había descubierto que los camiones cargados con las últimas obras de arte francesas saqueadas no se dirigían directos a Alemania, sino a la estación de ferrocarril de Aubervilliers, en las afueras de París, para cargarlas en vagones de tren. A los camiones habría resultado casi imposible seguirles la pista, pero a un tren era más fácil. Y más sabiendo el número del convoy.
Al día siguiente, el 2 de agosto de 1944, se cerraban en Aubervilliers cinco vagones cargados con 148 cajones de pinturas robadas. El ERR se había dado toda la prisa posible en preparar el último envío del Jeu de Paume, pero pasados unos días los vagones todavía no habían salido de la estación. El tren del arte debía componerse de otros cuarenta y seis coches de objetos robados por otra organización de saqueo nazi controlada por Von Behr, la M-Aktion (M de Möbel, «mueble» en alemán). Para desesperación de Von Behr, los coches todavía no estaban cargados.
Días después, cuando Rose Valland fue a visitar a su jefe, monsieur Jaujard, el tren número 40044 seguía detenido en la estación de ferrocarril. Valland había copiado la orden de envío de los nazis, donde figuraban los números del tren y la locomotora, el destino de los cajones (el castillo de Kogl, cerca de Vöcklabruck, Austria, y el depósito de Nikolsburg, en Moravia) y su contenido. Lo más inteligente, le sugirió, sería intentar retener el tren. Los Aliados llegarían de un momento a otro.
—Conforme —respondió Jaujard.
Mientras en la estación Von Behr montaba en cólera y reprendía a los guardias armados y soldados que hacían lo imposible por cargar el resto de vagones, los contactos de Jaujard en la Resistencia francesa se pusieron en marcha para detener el tren utilizando la información obtenida por Rose Valland y transmitida por Jaujard. El 10 de agosto el tren del arte estaba completo, pero para entonces un millar de empleados de ferrocarriles franceses habían ido a la huelga y no había forma de salir de Aubervilliers. Las vías volvieron a abrirse el 12 de agosto, aunque en vez de partir para Alemania el tren del arte fue arrastrado hasta una vía secundaria para dejar paso a otros trenes cargados con efectos personales y ciudadanos alemanes presas del pánico. Exhaustos después de diez días, los guardias alemanes caminaban nerviosos de un lado para otro deseando estar en casa. Se rumoreaba que el ejército francés se encontraba a pocas horas de distancia, pero como los problemas técnicos seguían sucediéndose el tren se encontraba a la cola de la lista de prioridades. El ejército francés nunca apareció. Los jóvenes soldados suspiraron aliviados. Transcurridas casi tres semanas, el tren inició por fin su viaje hacia Alemania.
No llegó más que a Le Bourget, a unos pocos kilómetros. El tren, con cincuenta y dos coches llenos de arte hasta los topes, pesaba tanto que se produjo una avería mecánica (al menos ésa fue la excusa) que provocó un retraso de otras cuarenta y ocho horas. Para cuando el problema estuvo resuelto ya era demasiado tarde. La Resistencia francesa había hecho descarrilar dos locomotoras en un importante nudo de la red ferroviaria. El tren del arte estaba atrapado en París. «Los vagones de carga con sus 148 cajones de arte —escribió Valland a Jaujard— son nuestros.»[123]
Pero la cosa no fue tan simple. Cuando la 2.ª División Acorazada del ejército de la Francia Libre llegó días más tarde, la Resistencia advirtió de la importancia del tren. El destacamento enviado por el general Leclerc se encontró con que varios cajones se habían abierto por la fuerza, dos de ellos habían sido saqueados y una colección de plata entera había desaparecido. Se decidió enviar al Louvre 36 de los 148 cajones llenos de importantes obras de Renoir, Degas, Picasso, Gauguin y otros maestros. Era el grueso de la colección de Paul Rosenberg, el famoso marchante de arte parisino, cuyo hijo, por pura casualidad, comandaba la división de la Francia Libre enviada para inspeccionar el tren. Para pesar y decepción de Rose Valland, habrían de transcurrir casi dos meses antes de que el resto de los cajones fueran desalojados del tren y devueltos al museo. Aquella falta de atención la corroyó hasta las frías nieves de diciembre, mientras esperaba que el jefe de estación le mostrara los últimos contenidos del tren.
—Quisiéramos ver al jefe de estación, por favor —le dijo James Rorimer al encargado de la gare de Pantin, mientras se soplaba las manos para contrarrestar el frío invernal. Detrás de él, Rose Valland dio una larga calada a su cigarrillo, ensimismada en sus pensamientos. «Sé que es un vicio —le había dicho durante una de sus primeras conversaciones—, pero cuando fumo el trabajo es lo único que me importa.»[124]
Tenía por costumbre hacer esa clase de comentarios imprecisos y enigmáticos, formaban parte de su carácter misterioso. Con ella, Rorimer nunca sabía muy bien a qué atenerse. Mantenían una buena relación, al menos de eso estaba seguro. Henraux, quien al igual que Jaujard lo había apremiado para que sonsacara a Valland, se lo había confirmado al afirmar también él que la conservadora no le había quitado el ojo de encima y que lo admiraba. Además, la semana anterior, el 16 de diciembre, al devolver a la comisión un grupo de pinturas y grabados menores encontrados en una instalación militar estadounidense, la propia Valland le había dicho: «Gracias. Demasiado a menudo, sus colegas liberadores nos dan la dolorosa impresión de haber desembarcado en un país cuyos habitantes ya no importan».[125] Fue lo más parecido a un comentario personal en todo ese tiempo.
Pero ¿cuán buena era su relación? ¿Hasta qué punto Valland se fiaba de él? Se acordó de lo que Jaujard le había contado: Rose Valland defendiéndose sola de la muchedumbre de franceses que había tomado el Jeu de Paume durante las celebraciones por la llegada del general Leclerc a París. Se negó a que la multitud bajase a los sótanos, donde se habían almacenado los fondos del museo durante la ocupación.
—¡Tiene a alemanes escondidos! —gritó alguien.
—Collaboratrice! —El clamor corrió de un lado a otro del edificio—. Collaboratrice!
Con toda calma pese a tener una pistola apuntando a su espalda, Valland hizo ver a sus compatriotas que todo lo que había en el sótano eran calderas, tuberías y obras de arte. Acto seguido, pese a las protestas, les hizo desalojar el recinto. No era fácil llevarle la contraria, eso era evidente. Era fuerte, inflexible y resultaba fácil subestimarla o malinterpretarla. Tenía una concepción propia del honor y sabía mantenerse fiel a sus principios incluso con una pistola apuntándola por la espalda. Rorimer no estaba seguro de si Jaujard le había contado aquella anécdota para ilustrar su reserva y determinación o para trazar un hilo conductor entre ambos. A fin de cuentas, también Jaujard había recibido amenazas de sus compatriotas.
Había que admitir que había hecho progresos. Mientras hacía entrega de los artículos recuperados a Valland en el Jeu de Paume el 16 de diciembre, Rorimer visitó a Albert Henraux, el director de la Comisión de Recuperación Artística, quien informó a Rorimer del paradero de otros nueve almacenes del ERR y de la existencia de los vagones todavía sin abrir. Henraux lo persuadió de que trabajara con Valland en la investigación. «Sabe más de los que nos dice, James. Tal vez tú puedas descubrir qué es».
Rorimer oyó hablar de los nueve almacenes a la propia Valland durante el trayecto. En el transcurso de sus labores de espionaje en el Jeu de Paume había recopilado las direcciones de los almacenes más importantes de París, así como los domicilios privados de los principales saqueadores nazis. Había entregado esa información a Jaujard a principios de agosto, quien a su vez se la transmitió al nuevo gobierno francés para que abriera la investigación pertinente. Algunos objetos fueron devueltos al Louvre, pero no se supo nada más. Aquélla era la primera visita de Valland a los almacenes que tanto trabajo le había costado descubrir.
No hallaron gran cosa. Uno de los depósitos contenía miles de libros raros; en otros se custodiaban obras de arte menores olvidadas tras la inspección del edificio por parte del gobierno francés. En cierto sentido, se hallaban ante otro callejón sin salida, un revés más. Y aunque en las cartas que escribía a los suyos aseguraba seguir amando su trabajo, la satisfacción de Rorimer se veía mermada por las dudas y la frustración.
Para empezar, estaba nostálgico. En Inglaterra había convenido no mandar cartas sentimentales a los suyos porque «sólo servirían para infligir trastornos emocionales innecesarios tanto al remitente como a los destinatarios».[126] Durante seis meses había observado estrictamente aquella regla, pero a finales de octubre se había derrumbado y le había escrito a su mujer que:
… pienso en tus problemas a menudo, quizá incluso de forma constante. No es que no quiera ayudarte a llevar la vida que llevas en estos momentos, pero sé que cualquier cosa que no sea planificar nuestro feliz futuro juntos sería una locura. No pregunto por nuestra hija, ni te digo cuánto me gustaría ver a Anne. No sería justo. Y no lo sería por la misma razón por la que ya antes te había dicho que no escribo cartas personales y sentimentaloides sobre emociones gastadas. Cuando veo a la hija del portero de nuestro apartamento me doy cuenta de cuánto echo de menos todos estos momentos que deberíamos estar viviendo juntos.[127]
Anne tenía ocho meses y su padre no sólo no la había visto nunca sino que ni siquiera albergaba esperanzas de verla en un futuro próximo.
Estaba agotado, rendido, extenuado. En el trabajo, las trabas —los interminables callejones sin salida, la ingente burocracia, las mil y una pequeñas molestias, la lejanía de la familia y los amigos— no hacían más que aumentar. En noviembre, un suceso más bien insignificante vino a colmar el vaso: le robaron su preciada máquina de escribir, adquirida antes de pasar a Francia. Puede que el hecho en sí fuera trivial, pero como no había más máquinas de escribir ni sabía dónde comprar una, tuvo que escribir a casa y pedirle a su madre que le enviase una nueva, para lo cual se necesitaba un permiso especial del ejército. Su madre le pedía que escribiera a menudo, pero ¿cómo iba a hacerlo sin máquina de escribir?
Semanas más tarde (todavía sin máquina de escribir), no se explicaba por qué había explotado. No entendía que se trataba de algo más profundo y fundamental. A pesar de las cenas de sociedad, los gloriosos monumentos parisinos y su fe en el trabajo, poco a poco se había dado cuenta de que París no era el foco de la operación de monumentos. El trabajo importante no estaba ahí, sino en Alemania, y Rorimer no podía soportar la idea de encontrarse tan lejos. Nunca lo hubiera admitido, porque probablemente él mismo no era consciente de ello, pero Rorimer veía en la guerra la oportunidad de prestar «lo que llaman un servicio a la humanidad», ardía en deseos de dejar su impronta.[128]
De ahí que no se sorprendiera al ver el escaso material contenido en los almacenes del ERR. Mientras examinaba sus compartimentos vacíos, comprendió que aquello no era más que la puerta de entrada a otro mundo. Por primera vez en meses, sintió que estaba a punto de descubrir algo más grande. Bastaba con ver los almacenes que los nazis habían llenado de objetos «confiscados» para hacerse una idea del alcance y la complejidad de su operativo de saqueo. No se trataba de daños accidentales ni de represalias inspiradas por el odio, sino de una vasta red de engaños deliberados que se ramificaba por todo París y se extendía por los caminos que a través de la patria alemana conducían hasta el despacho de Hitler en Berlín. Jaujard lo había introducido en esa red. Él era el director de orquesta, el único que poseía los contactos y la clarividencia necesarios para, en la medida de lo posible, contrarrestar de forma efectiva la codicia de los nazis. Había protegido museos y colecciones de titularidad estatal pero, comparativamente, bien poco podía hacer por salvar el patrimonio artístico francés en manos privadas, por los inestimables bienes culturales propiedad de sus ciudadanos. Jaujard le había abierto las puertas de aquel mundo perdido, aunque Rorimer sabía que su guía iba a ser Rose Valland.
Los primeros nueve escondrijos identificados por Valland eran edificios. El décimo, y a todas luces el más importante para ella, era el tren del arte. Treinta y seis de las cajas que Valland había identificado durante los angustiosos últimos días de la ocupación nazi habían sido devueltas al Louvre en agosto, pero a principios de octubre se creía que las otras 112 cajas se encontraban todavía en el tren. A pesar de las continuas inquisiciones de Jaujard en este sentido, nadie en la comunidad artística había confirmado su localización. En alguna parte había alguien que sabía en qué vía se habían escondido el resto de vagones del tren del arte, sin embargo esa información no circulaba por los cauces burocráticos. El misterio se aclaró por fin el 9 de octubre, cuando la policía municipal de Pantin se puso en contacto con el Louvre. La policía había enviado varias solicitudes al gobierno, pero nadie se había ocupado del tren, que estaba estacionado en las proximidades de Pantin, debajo del puente Edouard-Vaillant. El departamento de policía no disponía de hombres suficientes para custodiar las valiosas obras y, por si esto no bastara, el tren se encontraba peligrosamente cerca de unos vagones de carga llenos de munición. La comunidad museística se puso en marcha una vez más.
El 21 de octubre, Rose Valland transmitió una nota a Jacques Jaujard en la que le decía que entre el 17 y el 19 de octubre las últimas 112 cajas de «pinturas recuperadas» habían sido trasladadas por fin al Jeu de Paume. Le advertía de que varias habían sido objeto de pillaje y de que se temía que «la mayoría de vagones de este convoy cargado con propiedades expropiadas a judíos también han sido saqueados».[129] Esos cuarenta y seis vagones eran los que ella y James Rorimer habían ido a examinar.
—Soy el señor Malherbaud —les dijo un hombre de avanzada edad a la puerta de la estación—. Soy el jefe de estación.
—¿Es usted quien desvió el tren del arte en el que iban los Cézanne y los Monet?
El hombre examinó con detenimiento el uniforme de Rorimer y a la mujer de aspecto anodino que fumaba detrás de él. París seguía lleno de espías y saboteadores alemanes especialistas en tomar represalias. Había motivos para mostrar cautela.
—¿Por qué lo pregunta?
—Soy el subteniente James Rorimer, del ejército estadounidense, sección del Sena, y ella es la señorita Valland, de los museos nacionales. Ella fue quien informó del convoy a la Resistencia.
—Lo siento —dijo él—. Se han llevado las obras. No queda nada.
—Estamos buscando el resto del tren.
El hombre los miró sorprendido.
—Entonces síganme.
El contenido de los vagones había sido llevado a un almacén.
—Preparémonos para lo peor —dijo Rorimer a Valland cuando el jefe de estación abrió la puerta. Habían encontrado los nueve almacenes anteriores casi vacíos. Rorimer estaba impaciente por ver qué les deparaba ése.
Lo que encontraron en ese frío depósito no era ni mucho menos lo que había esperado. No sabía muy bien qué esperaba encontrar, pero desde luego no una enorme y desordenada montaña de ordinarios objetos de ajuar. Delante de él se alzaba una pila interminable de sofás, sillas, espejos, mesas, ollas, sartenes, marcos y juguetes, alta por lo menos como dos personas. La primera impresión fue de asombro, aunque a decir verdad no era gran cosa, sólo el contenido de cuarenta y seis vagones: según se supo al término de la guerra, la M-Aktion había despachado a Alemania 29.436 vagones llenos de objetos similares.
«¿Por esto retrasaron el tren del arte? —pensó Rorimer, que sintió deshinchársele el corazón—. Todo esto es inútil. Un montón de chatarra». Acto seguido recapacitó. Todo aquello no era inútil, aquellos objetos pertenecían a alguien, eran el poso de toda una vida. Los nazis habían irrumpido en las casas de la gente y las habían desvalijado enteras, se habían llevado hasta las fotos de familia.
—No es lo que se esperaba, ¿verdad? —dijo Valland, hundiendo las manos en los bolsillos.
El mensaje implícito en las sencillas palabras de Valland cayó como una bomba sobre Rorimer. Ella conocía los números de los vagones donde se escondían los objetos; sabía, o por lo menos sospechaba, que en aquel tren no viajaba nada importante, y quería verlo con sus propios ojos. La detención del tren representaba para ella un gran triunfo personal, pero hasta entonces no le habían permitido verlo. No era más que una pequeña burócrata del gobierno, una mujer. Valland poseía la información, aunque era Rorimer, en tanto que oficial del ejército estadounidense, quien gozaba de libre acceso a todas partes. Gracias a él, Rose Valland había entrado en lugares a los que nunca se le habría permitido el paso, lugares que había descubierto poniendo en riesgo su vida.
Rorimer se preguntó qué otra información tendría aquella mujer. Ella era la clave para hacerse una idea general del operativo de saqueo nazi; sin su colaboración sería imposible encontrar y recuperar los objetos robados. El problema era que ocupaba el último escalafón en una infinita pirámide de funcionarios. Ella lo necesitaba a él tanto como él a ella.
—Usted sabe dónde están las obras robadas —le espetó Rorimer.
Ella se dio la vuelta y fue hacia la puerta.
—Sabe dónde están, ¿verdad, Rose? —repitió yendo tras ella—. ¿A qué espera? ¿A poder confiar en alguien?
—Lo sabe muy bien —respondió ella con una sonrisa.
Rorimer la agarró por el brazo.
—Por favor, comparta su información conmigo. Sabe que ambos queremos lo mismo: el bien de Francia.
Valland se soltó; la sonrisa se había esfumado.
—Se lo diré —replicó— cuando llegue el momento.[130]