EL TAPIZ
París, Francia
26 de noviembre de 1944
A más de cuatrocientos kilómetros, en París, un museo de arte más tradicional —el Louvre— volvía por fin a la vida. Las piezas expuestas procedían sobre todo de las colecciones de escultura clásica, y aunque no había tantas como él hubiera querido, James Rorimer era consciente de que aquello era ya un gran logro. El gobierno francés estaba llenando por fin el vacío de poder sobrevenido con la partida de los nazis, aunque la burocracia se había convertido en una pesadilla. Todo el mundo, en todos los niveles, parecía mirar sólo por sus propios intereses. Rorimer intentaba ejercer presión en todos los frentes pero, como alguien observaría más tarde, no tenía «mucho talento como diplomático».[107] A menudo, sus bravuconadas causaban perplejidad entre los franceses, tan formales, y más de uno se quejó de sus «tácticas de vaquero».[108] Su tenacidad no le valió de mucho.
Rorimer estaba convencido de que el problema tenía que ver con su rango. Por nada del mundo habría cambiado la instrucción recibida en infantería, pero el hecho de haberse incorporado a filas como soldado raso le suponía una grave desventaja. Había ascendido a subteniente, y no volverían a promocionarlo, aun cuando muchos de quienes lo rodeaban considerasen que por la tarea que desempeñaba merecía un rango mayor. Aquello lo irritaba. No podía evitarlo. No era simplemente cuestión de orgullo personal, aunque también. El problema era que su bajo rango interfería con su trabajo.
Pensó en el día de septiembre en que se enteró de que el despacho del general Eisenhower en Versalles estaba siendo decorado con objetos del palacio y el Louvre. Jaujard, el director de los museos franceses y héroe del Louvre, estaba al corriente de esos «préstamos», pero había accedido en aras de la cooperación aliada. No así Rorimer, que volvió corriendo a Versalles —el despacho de Eisenhower se encontraba en una casa de la ciudad, no en el propio palacio— y se encontró con cuadrillas de soldados acarreando muebles de un lado para otro. Un precioso escritorio de estilo Regencia descansaba sobre una antigua alfombra persa del Mobilier National. En la esquina, una estatua de terracota, y, apoyados en las paredes, varios cuadros y aguafuertes del Museo del Palacio de Versalles.
El capitán al mando, con el singular nombre de O. K. Todd, había seleccionado personalmente los artículos y no estaba dispuesto a perder la oportunidad de congraciarse con el comandante supremo. Cuando Rorimer empezó a discutir con él, Todd se limitó a salir de la habitación para llamar al coronel Brown, el comandante del cuartel de Eisenhower. Rorimer le expuso sus argumentos: aquellos objetos eran poco prácticos, caros y estaban desprotegidos. ¿Era necesario todo aquello? ¿Era responsable?
—Al propio general Eisenhower se le caería la cara de vergüenza —dijo Rorimer— si se filtrase que destina obras de arte protegidas para uso militar, vulnerando órdenes explícitas. Además, ¿no han pensado que la oficina de Propaganda alemana se daría un festín si pudiera informar de que el general Eisenhower se ha apropiado de objetos de arte de Versalles para uso personal?[109]
Se había pasado de la raya.
—Veamos qué tiene que decir al respecto el general Rogers —rugió Brown, descolgando el teléfono y marcando el número del comandante de Rorimer.[110]
La suerte quiso que el general Rogers no se encontrara en su despacho, pero el coronel Brown no estaba de humor para esperar. A la mañana siguiente los objetos fueron devueltos. O. K. Todd se ganó los elogios de la ciudad de Versalles por ese acto desinteresado. Eisenhower llegó unos días más tarde y, al ver el despacho vacío, le pareció demasiado grande y espacioso, de modo que mandó instalar un tabique separador para dejar sitio a sus secretarios. Al final fue un episodio sin mayor importancia, casi una nadería, pero de no mediar aquel golpe de suerte tal vez a Rorimer le habría costado el puesto. Ése era el problema: demasiados pies que pisar, demasiados egos que desafiar, demasiado tiempo perdido. ¡Aquello era casi tan frustrante como trabajar en un museo!
Rorimer apartó esos pensamientos de su cabeza. Había pasado buena parte del último mes en la región de Île-de-France, en una serie de ancestrales fincas que ceñían París. Los grandes salones de muchos de esos châteaux estaban renegridos porque ni alemanes ni estadounidenses sabían utilizar sus antiguas chimeneas. Cuatro soldados norteamericanos se habían enamorado de muchachas de la zona y les habían regalado importantes pinturas. En Dampierre, los alemanes habían instalado un bar de cócteles delante del mural de La Edad de Oro, uno de los más famosos de Francia. En general, no obstante, había sido un buen viaje. Los daños eran mínimos y la moral seguía alta. Otra anécdota ocurrida en Dampierre parecía ser el epítome de la situación: los alemanes habían usado las célebres cartas de Bossuet de la biblioteca como papel higiénico. Tras la partida de éstos, uno de los criados encontró las cartas en el bosque y, después de limpiarlas, las devolvió a la biblioteca. ¡Eso sí es un buen servicio!
Por lo demás, no era el momento de ponerse pesimista. Era el 26 de noviembre de 1944 —el domingo después de Acción de Gracias en Estados Unidos— y James Rorimer tenía motivos de sobra para sentirse agradecido. Tras semanas de insistencia, discusiones y ruegos, los camiones militares habían sido desalojados de los Jardines de las Tullerías y el jardín había quedado oficialmente abierto al público. El Louvre también estaba abierto. Volvían a oírse voces donde, dos meses antes, el único sonido eran los pasos de Rorimer. El tapiz de Bayeux, sobre el que había hablado con Jacques Jaujard, el director del Louvre, varias semanas atrás, se exponía en París por primera vez en casi ciento cincuenta años. Dos semanas antes, había asistido a la inauguración junto al general Rogers, y en esos momentos volvía a recorrer las galerías. El corazón de París volvía a la vida, y Rorimer no podía evitar pensar que en parte era gracias a él.
Necesitaba pensar así para animarse, porque el resto del trabajo avanzaba despacio. Desde fuera, la ciudad de París parecía majestuosa e indestructible, pero por debajo se abrían las catacumbas del robo y la destrucción nazi. Las colecciones nacionales francesas se habían salvado gracias a la astucia de Jacques Jaujard y el conde Franz von Wolff-Metternich, el nazi «bueno», pero las colecciones privadas de los ciudadanos habían sido expoliadas. Antes de la guerra, gran parte de la riqueza artística de París se encontraba en manos de ciudadanos ilustres y marchantes: los Rothschild, David-Weill, Rosenberg, Wildenstein, Seligman, Kann, todos judíos. Como las leyes nazis negaban el derecho a la propiedad de los judíos, el Estado alemán se «apropió» de sus fondos. Cuando los saqueadores agotaron estas colecciones, pasaron a confiscar las de la aristocracia judía de escalafones inferiores, para empezar después con las de la clase media y, por fin, las de cualquiera cuyo apellido tuviera reminiscencias judías —o fuera poseedor de artículos del interés de la Gestapo—. En definitiva, una operación de pillaje masivo con cuya excusa los miembros de la Gestapo no vacilaron en hundir puertas y llevarse todo tipo de objetos: obras de arte, escritorios, incluso colchones. Según las estimaciones de Jaujard, se habían robado 22.000 importantes obras de arte.
Hasta el momento, Rorimer no había conseguido ninguna información al respecto, ya que los nazis se habían llevado o destruido casi todos los archivos. En cuanto a las víctimas, la mayoría habían abandonado el país o habían desaparecido en los campos de trabajo nazis, y los testigos se mostraban reticentes a prestar declaración. La oleada de terror había remitido —se había acabado el rapar la cabeza a las mujeres en público o ejecutar de forma sumarísima a los sospechosos de colaboracionismo—, pero la confianza en el nuevo régimen era peligrosamente baja. Los riesgos de hablar eran demasiados, y las recompensas, pocas, al menos por el momento. La mayoría de los parisinos de a pie consideraban preferible beber champán en las celebraciones y mantener la boca cerrada.
A los dirigentes de los museos franceses no les iba mucho mejor. La primera reunión de la autodenominada Commission de Récupération Artistique (Comisión de Recuperación Artística) se celebró el 29 de septiembre de 1944. El jefe de la comisión era Albert Henraux, mecenas y uno de los principales contactos de Jacques Jaujard en la Resistencia francesa; la secretaria, mademoiselle Rose Valland, la ayudante jefe del Museo del Jeu de Paume. A Rorimer le bastaba con eso para saber que, pasara lo que pasara, su amigo Jaujard estaría en todo momento en condiciones de ejercer una influencia considerable. Pese a los contactos de Jaujard, la comisión sólo había sido reconocida formalmente un par de días atrás, el 24 de noviembre. Y hasta donde a Rorimer le alcanzaba, tampoco habían hecho grandes avances en lo relativo a la recuperación de arte.
Al final de su recorrido por el Louvre —acaso su primera tarde de turista, pensó, desde su llegada a París tres meses antes—, Rorimer se detuvo ante la puerta del despacho de su amigo. Era casi la hora del cierre, los últimos mecenas eran invitados a abandonar el museo, pero Jaujard, como siempre, estaba frente a su escritorio. Aquel hombre era infatigable.
—Todo un éxito —dijo Rorimer, refiriéndose a la inauguración. La gente había formado cola durante horas para ver el tapiz de Bayeux, a pesar de los diez francos de la entrada (unos veinte centavos); los militares eran los únicos que podían entrar de forma gratuita.
—El público se alegra de que vuelva a haber exposiciones —respondió Jaujard—. Es un gran paso.
—Y eso que, fuera de la comunidad museística, nadie sabe el trabajo que ha costado organizarla.
—Eso le ocurre a todo el mundo, James. Estoy seguro de que los ganaderos de la leche también se quejan de que no sabemos nada de lo mucho que les cuesta sacar la leche al mercado.
—Y los soldados estadounidenses se quejan de lo difícil que es hacerles la corte a las parisinas y comprar perfumes. ¡Algunos vendedores han empezado a cobrarles!
Jaujard se rió.
—Los norteamericanos sois los únicos capaces de bromear sobre vuestra presencia aquí. Nosotros, los parisinos…, nos quejamos, pero el recuerdo de la ocupación está demasiado fresco como para no estaros agradecidos. Aunque hayamos dejado de regalároslo todo.
Siguieron charlando unos minutos sobre la exposición y la ciudad. Unidos por las circunstancias y la admiración mutua, habían terminado trabando amistad. Al rato, cuando lo consideró oportuno, Rorimer sacó el tema de la comisión.
—Me alegro de que me lo preguntes —dijo Jaujard—. Hay algo en lo que quizá puedas ayudarnos. —Hizo una pausa, como si tratara de encontrar la manera adecuada de exponer la situación—. Me imagino que ya has oído hablar del saqueo de las colecciones privadas por parte de los nazis.
—Veintidós mil obras de arte. Como para olvidarlo.
—Oh, la cifra podría ser mucho mayor. Robaron por todo París y alrededores. Como comprenderás, seguir la pista de cada fuente es casi imposible. Así que ¿por qué no empezar por el final? Antes de salir de París, las obras de arte expoliadas se enviaban a un lugar para catalogarlas y embalarlas: el Jeu de Paume. Dentro teníamos un espía.
Rorimer se inclinó hacia Jaujard. ¿Un espía? ¿Sería ésa la pista que estaba esperando?
—¿Quién? —preguntó.
—Rose Valland.
Rorimer se acordó de la administradora del Jeu de Paume, a la que había conocido casi dos meses antes en el despacho de Jaujard. Desde entonces la había visto en varias ocasiones, pero aun así le costaba recordar gran cosa de ella, a excepción de su atuendo insulso, sus delicadas gafas de montura metálica y su omnipresente moño de abuela. Una matrona. Seguía sin ocurrírsele mejor forma de describirla. Le parecía una solterona inofensiva.
Aunque en verdad… siempre había creído que tenía golpes escondidos. Y no sólo por el fuego y la inteligencia de su mirada, ni porque hubiera empezado a sospechar su grado de implicación en el mundo de Jaujard, pues hasta entonces no se le había pasado por la cabeza. A lo largo de los repetidos encuentros de aquellas semanas se había mantenido tan hermética como el primer día. Rara vez hablaba, y cuando lo hacía casi nunca revelaba nada interesante. No es que no rebatiera las hipótesis de Rorimer, pues a menudo se mostraba sarcástica, pero sus comentarios nunca dejaban huella, tanto era así que, de hecho, le costaba recordar cualquiera de ellos, lo cual por sí solo habría debido hacerle sospechar. No era una simple empleada de museo amargada, sino que era algo más. Era la espía perfecta.
Jaujard sonrió.
—Te dije que era una heroína, y no lo entendiste. Le ocurre a todo el mundo. Rose Valland no es una mujer joven ni especialmente atractiva, pero justo gracias a eso pudo cumplir con su deber. Es de mediana edad, de modales discretos, es fácil no fijarse en ella. ¿Qué estás haciendo, James?
—Mediana edad, de modales discretos… —repetía Rorimer mientras garabateaba notas en unos pedazos de papel roto.[111]
—Segura de sí misma, independiente —continuó Jaujard—. No confía en sus encantos femeninos, pero es inescrutable como el gato en el juego del gato y el ratón… Un gato capaz de hacerle creer a uno que en realidad es el ratón. Cuando se la conoce también tiene sentido del humor. Suspira antes de hablar, con algo de afectación femenina, pero siempre se muestra risueña. Y aun así, nunca subordina su fuerza de voluntad a sus artes de mujer. Es de las que siempre carga su propia maleta, por pesada que sea, ya me entiendes. Veamos: sensible, infatigable, minuciosa… ¿Es suficiente?[112]
Rorimer levantó la vista de sus notas.
—Más que suficiente —respondió—. Sobre todo porque no sé ni por qué lo estoy apuntando.
—Porque quieres hablar con ella, James.
—¿Por qué?
—Llevas tres meses en París, en este tiempo has podido ver cuál es la situación…, la falta de confianza, las dificultades para reinstaurar un gobierno, las demoras burocráticas con las que nos vemos obligados a lidiar. No es extraño que después de cuatro largos años en el Jeu de Paume con los nazis, mademoiselle Valland se muestre reticente a entregar todas sus notas e información.
Rorimer recogió los pedacitos de papel y los guardó dentro del prospecto de la exposición del tapiz de Bayeux que había cogido en la puerta.
—Puede que no sepa nada —dijo.
—Eso mismo piensa McDonnell, tu colega de Monumentos. Ha estado investigando y dice que no hay nada. Pero se equivoca.
Rorimer caviló un instante.
—No tiene sentido. Si tiene información, ¿por qué no la comparte?
Jaujard se recostó en el asiento.
—La ha compartido… por lo menos una parte…, pero sólo conmigo. Ten en cuenta que se ha pasado los cuatro años de la ocupación alemana trabajando con colaboracionistas. Ése es un problema muy serio todavía hoy. Se hace difícil confiar en los paisanos. No sabe uno de quién fiarse.
—Pero de ti sí que se puede fiar.
—La confianza es sólo una parte, James. Yo soy un eslabón más en la burocracia francesa. Cada vez que me ha dado información (y créeme, era información valiosísima), he cumplido con mi deber y la he remitido a las autoridades gubernamentales competentes. Por desgracia, no siempre se han adoptado las medidas requeridas, o por lo menos no con la urgencia necesaria. El gobierno necesitó dos meses (dos meses, James) para seguir la pista de ciento doce cajones de obras de arte saqueadas sobre las cuales me había informado mademoiselle Valland. Durante todo ese tiempo, apenas estuvieron protegidas. Para cuando las encontramos, algunas habían sido desvalijadas. —Jaujard miró a Rorimer, pero el oficial de Monumentos no dijo nada—. Tiene que ser alguien de fuera, James —añadió—. Alguien que pueda ser expeditivo. Sólo así se fiará.
—Pero si ni siquiera me conoce.
—Puede que tú no la conozcas a ella, pero ella sí te conoce a ti. Te ha estado observando. Y la ha impresionado lo que has hecho por Francia. Ella misma te lo dijo cuando os conocisteis en mi despacho. No digas que no —dijo Jaujard levantando la mano—. Has hecho más de lo que crees. Y cuando has tropezado con obstáculos…, pues bueno, por lo menos te has estrellado de cabeza contra el muro de la burocracia. Algo es algo. —Jaujard se levantó del escritorio—. Pero no perdamos la noche entera hablando de Rose Valland. Habla con mi amigo Alfred Henraux. Está al frente de la comisión y opina como yo. Él te lo explicará todo. —Descolgó el sombrero del perchero junto a la puerta y salió al pasillo—. Nunca me canso de mirar el tapiz de Bayeux. ¿Te puedes creer que por fin lo tengamos aquí, en el Louvre? ¿Sabes cuándo fue la última vez que estuvo en París? En 1804. Napoleón se lo llevó de Bayeux y lo trajo aquí. Planeaba invadir Gran Bretaña y quería inspirar a sus generales.
Rorimer observó las paredes, todavía vacías en aquella parte del museo. Sólo había regresado una pequeña parte de los fondos; muchas menos obras de las que los nazis habían robado a los ciudadanos de Francia, pero aun así era una visión esperanzadora.
—Odio preguntártelo, Jacques, pero… ¿cómo sabes que no estaba con ellos? Es decir, ¿cómo sabes que no trabajaba para los nazis?
—Porque espiaba para mí. Le ordené que se quedara en el Jeu de Paume, y aceptó de buen grado a pesar del peligro. Casi todas las semanas me traía información. Información valiosa. Gracias a ella, la Resistencia consiguió retrasar de forma indefinida la partida del último tren alemán cargado de valiosas obras de arte robadas de las grandes colecciones privadas francesas. —Jaujard se detuvo—. La conozco, James. Su lealtad a Francia y al arte está por encima de toda duda. Cuando la conozcas, te darás cuenta. —Echó a caminar de nuevo—. Si dudas de ella —añadió sonriendo—, pregúntale por los detalles del tren del arte. Probablemente Rose Valland salvó más obras de arte —dijo como hablando para sí mismo— de las que pasarán por las manos de muchos conservadores en toda la vida. Sobre todo las de quienes no han tenido que vivir esta maldita guerra. Ah, ya estamos.
Estaban entrando en la sala donde se exponía el tapiz de Bayeux, que ocupaba dos de las paredes. Rorimer lo recorrió despacio, absorto en la maestría de su ejecución. La efusión de los detalles, la amplitud de la narración y las estampas de la vida medieval brillaban ante sus ojos con todo su esplendor, cual si fuera una novela en imágenes.
—Hay algo que me pregunto desde mi visita de hace dos semanas —dijo Rorimer desde el otro lado de la sala. Una de las últimas escenas, que si mal no recordaba, representaba a un grupo de soldados dispersándose con las armas en alto, estaba tapada por una pared provisional—. ¿Verdad que no estaba dañado? Después de tantos siglos…
Jaujard sacudió la cabeza.
—El problema no era el estado del tapiz —dijo—, sino la inscripción: «In fuga verterunt Agli», «Los ingleses fueron puestos en fuga».
Rorimer recordó de pronto el significado de los soldados dispersados: las huestes inglesas retirándose ante la superioridad de los franceses. No pudo reprimir la risa.
—Qué susceptibles estamos.
Jaujard se encogió de hombros.
—Es la guerra.