ENTRANDO EN ALEMANIA
Aquisgrán, Alemania
Octubre-noviembre de 1944
Durante dos semanas, Walker Hancock vio cómo las bombas caían sobre Aquisgrán, la ciudad más occidental de Alemania. Mediaba octubre de 1944 y el frío empezaba a notarse. Se arrebujó con la chaqueta y miró al horizonte. ¿Adónde había ido el sol de septiembre? El humo formaba volutas en el cielo gris. La ciudad estaba en llamas. A su espalda, la radio crepitaba y de vez en cuando se oían mensajes procedentes o dirigidos al frente.
Hancock se había reunido con su colega George Stout en Verviers, el cuartel avanzado del 1.er Ejército estadounidense, en el momento en que la maquinaria bélica de los Aliados occidentales empezaba a quedarse sin combustible y sin munición. En dos meses, los ejércitos habían avanzado cientos de kilómetros sin apenas resistencia hasta alcanzar la frontera alemana. Allí, al revés de lo que esperaban, no encontraron al enemigo huyendo en retirada, sino una línea de fortines, alambre de espino, campos de minas y barreras antitanque, conocida como la Línea Siegfried. Los fortines se habían oxidado con el paso del tiempo y la mayor parte de los 700.000 hombres que los ocupaban eran reclutas novatos extraídos de entre la diezmada población alemana, muchos de ellos demasiado jóvenes o demasiado mayores como para haber combatido en campañas anteriores, pero aun así, la Línea Siegfried se reveló un baluarte defensivo de difícil asalto para las desbordadas fuerzas aliadas. En Normandía, los Aliados habían quebrado las líneas alemanas arremetiendo en aplastantes oleadas, pero para cuando llegaron a la Línea Siegfried las unidades estaban dispersas, el suministro era deficiente y habían perdido el empuje del primer momento. El XXI Grupo de Ejércitos del general Bernard Montgomery (que incluía el 1.er Ejército canadiense, en el que servía Ronald Balfour) fue repelido en los Países Bajos al intentar cruzar el Rin; el 3.er Ejército de Patton quedó detenido en las proximidades de la ciudad francesa de Metz, y Hancock y el 1.er Ejército encontraron, por primera vez desde Normandía, un núcleo de resistencia en Aquisgrán.
El plan era sortear Aquisgrán, rodeándola por el norte y el sur, y reunirse en el conjunto montañoso situado al este de la ciudad. Aquisgrán, cuyo número de habitantes había pasado de casi 165.000 a 6.000 durante el avance aliado, hacía presagiar un combate prolongado, que era precisamente lo que los Aliados querían evitar, sobre todo teniendo en cuenta que la ciudad ni contaba con una importante industria pesada ni tenía valor estratégico. Lo que sí tenía era historia. Aquisgrán había sido la sede del poder durante el Sacro Imperio Romano, al que Hitler se refería como el Primer Reich. Fue en Aquisgrán donde Carlomagno consolidó su poder y unió Europa central bajo su gobierno. Aunque fuera en Roma donde, en el año 800, el papa León III lo hubiera coronado emperador del Sacro Imperio Romano —el primero desde la caída del Imperio romano—, Carlomagno ejercía su gobierno desde Aquisgrán. La catedral de Aquisgrán era su basílica de San Pedro. A partir del año 936, el oratorio de Carlomagno, la capilla Palatina, se convirtió en la sala de coronación de los reyes y reinas germánicos y revistió esa función durante los seiscientos años siguientes. La catedral de Aquisgrán y el distrito adyacente eran tesoros históricos de indiscutible valía. Los Aliados tenían razones de sobra para no asediar la ciudad.
Por desgracia, Aquisgrán revestía un gran valor simbólico para Adolf Hitler, no sólo por ser la cuna del Primer Reich germánico (y acaso fuente de inspiración para el Führermuseum de Linz), sino también por ser la primera ciudad alemana amenazada por las tropas aliadas. De hecho, al replegarse en ella, los soldados alemanes habían sido recibidos con vítores por los habitantes de la ciudad, pese a lo cual, al aparecer los Aliados en el horizonte, los oficiales nazis cargaron un último tren con sus posesiones personales y abandonaron a la población a su suerte. A Hitler la ciudadanía lo traía sin cuidado —después de todo, dar la vida por Alemania se consideraba un gran honor—, pero tal fue su ira al ver que los oficiales nazis abandonaban una de las principales ciudades de Alemania que los destinó como soldados al frente oriental, lo cual prácticamente equivalía a una pena de muerte. Acto seguido, envió una división de cinco mil efectivos con órdenes de luchar hasta el último hombre o hasta que en Aquisgrán no quedara piedra sobre piedra.
Los Aliados vacilaron. Tras rodear la ciudad y conquistar las elevaciones de los alrededores, los mandos resolvieron que dejar un contingente enemigo de cinco mil hombres tan cerca de la línea de suministro era demasiado arriesgado. El 10 de octubre de 1944 exigieron la rendición alemana. Alemania se negó. El 13 de octubre, el 1.er Ejército atacó. Justificar la necesidad de preservar los monumentos de países conquistados como Francia o Bélgica era relativamente sencillo, pero ¿y en Alemania? A Hancock le parecía que el bombardeo aéreo era más intenso. Las tropas, por supuesto, no estaban dispuestas a tener ninguna clemencia. El lema del batallón lo decía todo: «Knock’em all down», «Acabad con todos». Los Aliados parecían impacientes por arrasar Aquisgrán.
La batalla se prolongó ocho días. Los Aliados ganaban en número, pero los alemanes se escondían por todas partes, hasta en el sistema de alcantarillado, y pronto el combate se convirtió en una lucha caótica casa por casa. Los bombarderos, guiados por los observadores apostados en las colinas, lanzaban bombas de detonación retardada que en vez de estallar en los tejados penetraban varios pisos en el interior de los edificios y los hacían saltar en pedazos. El fuego de los tanques y la artillería demolía las casas de una en una. Como los edificios antiguos del centro de la ciudad eran demasiado resistentes para los tanques, los estadounidenses optaron por disparar a bocajarro contra los muros con la mayor pieza de su artillería; luego las excavadoras barrían los escombros para permitir el avance de las tropas, que se regodeaban en la destrucción. Unos cuantos kilómetros atrás, los Aliados habían cruzado una línea invisible. Ya no estaban en Francia, sino en Alemania. Según Hancock, los Aliados partían de la idea de que Aquisgrán se merecía cuanto pudiera ocurrirle y más.
El 21 de octubre, a pesar de la orden de Hitler de morir por el Reich, los alemanes que quedaban capitularon. Soldados y civiles fueron rodeados y detenidos, y Walker Hancock y sus colegas siguieron su camino hacia el interior de Alemania. Cruzaron los campos de minas de la Línea Siegfried, delimitados con cinta blanca por los ingenieros del ejército. Detrás de los campos de minas se extendían los dientes de dragón, una serie de pilones de hormigón alineados en hileras como las lápidas del cementerio nacional de Arlington, demasiado juntos y pesados para permitir el paso de los tanques. Y detrás, las alambradas y más campos de minas, nidos de ametralladoras y unos fortines de hormigón tan macizos que incluso habían resistido los ataques aéreos.
Entretanto, Aquisgrán era pasto de las llamas. Dos semanas atrás, en el depósito de Maastricht, Hancock había creído que estaba en otro mundo, pero lo que ahora tenía ante sí parecía sacado de otro universo: aquélla era la estampa «más extraña y fantástica» que hubiera visto jamás.[94] Ventanas hechas añicos, raíles de tranvía sobresaliendo de la calzada como siniestros dedos metálicos, innumerables casas convertidas en montañas de desechos. En una zona donde la destrucción era más amplia y no había más que un campo sembrado de dinteles y pilares rotos, un grupo de soldados había colocado un cartel en el que se leía una cita de Hitler: «Gebt mir fünf Jahre und Ihr werdet Deutschland nicht wiederkennen»; debajo, la traducción: «Dadme cinco años y no reconoceréis Alemania».[95]
Hancock se apartó de la vía de avance principal, por donde seguían circulando tanques y patrullas con suministros y órdenes, y se encaminó al centro de la ciudad. Al doblar una esquina, el mundo se cerró sobre él y de pronto se sintió totalmente solo. «Uno puede leer descripciones de toda clase acerca de la destrucción provocada por un bombardeo aéreo y ver infinidad de fotos, pero la sensación que se tiene al estar en una de estas ciudades muertas es inimaginable.»[96] Los escombros alcanzaban los seis metros de altura y las calles laterales se habían convertido en largos y claustrofóbicos corredores de fachadas partidas y resquebrajadas. De vez en cuando aparecían fantasmas: un grupo de belgas merodeando, un soldado estadounidense a caballo tocado con unas plumas de indio sacadas de la compañía de ópera de la ciudad. «¿He visto lo que he visto?», se preguntaba Hancock, mientras el jinete desaparecía entre el humo. La ciudad desintegrada, el hormigón cayendo a pedazos a su alrededor. Observó la fachada de un edificio vacío y sin techo a través de la cual se veían pedacitos de cielo enmarcados por el hormigón roto. Las ventanas estaban hechas pedazos y los suelos se habían derrumbado. «Una ciudad esqueleto —diría más tarde— es más terrible que una totalmente arrasada por las bombas. Aquisgrán era un esqueleto.»[97]
Cerca del centro, para avanzar había que ir subiendo y bajando por una sucesión de escombros putrefactos. De vez en cuando se veía la cúpula de la catedral, milagrosamente intacta, irguiéndose por encima de los edificios desmoronados. Al torcer una esquina, desaparecía. Sólo se oía el silbido de los obuses que ambos bandos seguían disparándose. El bombardeo se intensificó. Hancock recorrió veinte manzanas a través de las sinuosas calles del casco antiguo parapetándose bajo portales y pilas de cascotes cada pocos pasos y echando a correr cada vez que estallaba un proyectil.
Las puertas de la catedral estaban abiertas. Cruzó la plaza a la carrera y entró en la capilla Palatina. Durante cientos de años, aquella estructura octogonal había absorbido a todo el que ponía los pies en ella, ya fuera fiel o peregrino, sustrayéndolo al mundo exterior y poniéndolo en las manos de Dios. Walker Hancock no fue ninguna excepción. Dentro, se sintió a salvo. Los ventanales estaban hechos añicos, pero ni siquiera eso podía perturbar aquella profunda sensación de paz y seguridad. A su alrededor, el coro estaba cubierto de fragmentos de cristal y restos de mampostería. Debajo de los escombros, podían verse colchones y mantas sucias. Recorrió despacio el pasillo central, rompiendo cristales al pisar. Los bancos estaban llenos de comida y tazas con café. Al fondo, junto a una mampara de quita y pon, se había colocado un altar improvisado. Al entrar en el coro gótico, vio que una bomba aliada había atravesado el ábside y demolido el gran altar. Hancock podía ver los alerones grises del proyectil incrustado en la madera partida. Sorprendentemente, no había estallado, gracias a lo cual se habían salvado cientos de vidas y mil años de historia.
Hancock se volvió hacia aquel campamento fantasma de mantas y tazas de café. Levantó la vista hacia las aberturas poco antes cerradas por vitrales. Los delicados marcos de piedra de los ventanales parecían recortar el cielo. Se acordó de los ventanales vacíos de la catedral de Chartres. En ese momento varios obuses explotaron en rápida sucesión; el cielo se llenó de humo y la catedral quedó sumida en la penumbra. Volvió a mirar el triste campo de refugiados en el que estaba; le llamó la atención una estatua rota que parecía observarlo desde la oscuridad. Aquello no era como Chartres.
—Durante más de once siglos —murmuró Hancock—, estos sólidos muros se han mantenido en pie. Que yo haya llegado justo a tiempo para ser el único testigo de su destrucción resulta inconcebible y, en cierta manera, reconfortante.[98]
Se encontraba de nuevo en la capilla Palatina, examinando los daños más de cerca, cuando una figura apareció entre las sombras. Hancock, más que asustarse, se asombró. Creía estar solo en un mundo paralelo.
—Hier —dijo la figura, invitándolo a acercarse con un gesto.[99] Era el vicario de la catedral de Aquisgrán, estaba delgado y tenía mal aspecto. En su mano temblaba una linterna. Condujo a Hancock por una estrecha escalera, pisando con cuidado entre los escombros. Al final se abría un pasadizo angosto, apenas de la anchura de un hombro, y Hancock cayó en la cuenta de que se encontraban en el interior de los grandes muros de piedra. El vicario había dispuesto unas pocas sillas en un pequeño cuarto e invitó a Hancock a sentarse. Sólo entonces se percató de que el hombre temblaba como una hoja.
—Seis chicos —dijo el vicario temblando, en un inglés chapurreado—. Entre quince y veinte años. Nuestros bomberos. Ocho veces se ha incendiado el tejado y han salvado la cúpula. Sus soldados se los han llevado al campo de Brand. Ahora nadie puede manejar las bombas y las mangueras. Un obús, y la catedral podría perderse.
El débil reflejo de la linterna proyectaba sombras en la cara exhausta del vicario. Hancock reconoció en una esquina los viejos colchones y los restos de comida de los que se había alimentado el hombre desde el inicio de los bombardeos, seis semanas antes.
—Son buenos chicos —dijo el vicario—. Es verdad que pertenecían a las Juventudes Hitlerianas, pero —añadió llevándose la mano al corazón— no lo sentían. Tiene que salvarlos antes de que sea demasiado tarde.[100]
Hancock no supo si quería decir demasiado tarde para los chicos o para la catedral, pero en cualquier caso el vicario tenía razón. Tomó nota de sus nombres: Helmuth, Hans, Georg, Willi, Carl, Niklaus, todos alemanes.[101] Pero Hancock era lo bastante inteligente para saber que no todos los alemanes eran nazis o villanos.
—¿Cómo cuidará de ellos? —preguntó. En la ciudad no había comida, electricidad, agua corriente ni suministros básicos.
—Dormirán aquí. Hay agua y productos básicos. En cuanto a la comida…
—Tal vez pueda conseguirle algo de comida —dijo Hancock.
—Hay un sótano donde se conservará fresca.
Al mencionar el sótano, Hancock recordó algo. La catedral de Aquisgrán era famosa por sus reliquias: el busto de oro y plata dorada de Carlomagno, en cuyo interior se guardaba un fragmento de su cráneo; la cruz procesional de Lotario II, del siglo X, decorada con incrustaciones y un camafeo de César Augusto, y otros relicarios de época gótica. Aún no había visto ninguno.
—Vicario, ¿dónde están los tesoros? ¿Están en la cripta?
El vicario sacudió la cabeza.
—Se los han llevado los nazis. Para salvaguardarlos.
Hancock se estremeció: había oído demasiadas cosas acerca de las operaciones de «salvaguarda» de los nazis.
—¿Adónde? —preguntó.
—Al este —respondió el vicario encogiéndose de hombros.