EL CORDERO MÍSTICO DE VAN EYCK
Este de Francia
Finales de septiembre de 1944
El capitán Robert Posey, granjero de Alabama y oficial de Monumentos del 3.er Ejército del general George Patton, colgó la toalla del gancho y volvió a su tienda de campaña. Era el 23 de septiembre de 1944 y acababa de darse la primera ducha caliente desde su desembarco en Normandía más de dos meses antes. Se pasó la mano por la cara caliente recién afeitada. Durante años había llevado bigote, y seguía sin acostumbrarse a su ausencia. Con el labio desnudo, parecía un niño y no un arquitecto de cuarenta años, casado, padre y soldado. El bigote, además, era una declaración de principios. Al ser llamado a filas se había afeitado las puntas, a imitación del bien conocido estilo de Hitler. Era su particular puyazo al Tercer Reich, aunque al general no le había hecho mucha gracia.
—Maldita sea, Bobby, aféitese esa porquería del labio —estalló Patton al ver la franja de pelo.[79]
A Posey no le molestaban los ocasionales arranques de malhumor del comandante. Era un honor servir en el ejército de Patton, el mejor contingente de todo el territorio europeo. La verdad es que Robert Posey se sentía más próximo a los hombres del 3.er Ejército que a sus compañeros de la sección de Monumentos, y no había tardado en adoptar su orgullo, su camaradería y su exasperación ante el hecho de que el resto de ejércitos aliados siguieran sin reconocer su evidente superioridad. Ellos eran el ejército que había roto el «Anillo de Acero» en Normandía; el que había cerrado la bolsa de Falaise, cortando la retirada de los últimos alemanes en la Francia occidental; el ejército que encabezaba la carga por el flanco sur mientras los demás ejércitos avanzaban poco a poco hacia el norte. Si Eisenhower hubiera dado vía libre al 3.er Ejército cuando Patton sugirió interceptar a los alemanes en el este, tal vez la guerra ya habría terminado. Tenían la moral alta, y todo gracias al hombre de la tienda grande, el general George S. Patton Jr. Sin duda Patton era impetuoso, arrogante y en ocasiones algo lunático, pero Posey habría hecho cualquier cosa por él. Al único que no podía sufrir era a Willie, el perro del general, un bull terrier bautizado en honor de Guillermo el Conquistador.
Se dejó caer sobre el catre, se puso la camisa y tomó entre sus manos una carta reciente de su mujer, Alice. La releyó por cuarta o quinta vez y por un momento sintió reblandecerse de nuevo el duro caparazón del soldado. La vieja y familiar llamada del hogar. Alice se había instalado en Carolina del Sur con unos parientes durante el tiempo que durase la guerra, pero Posey pensaba en la casa que habían compartido. La pequeña parcela de jardín; el «zoo», como él lo llamaba. La sonrisa traviesa de su hijo; la elegante confusión de la dulce voz de su esposa. De pronto, le entraron ganas de abrazarla. Como los censores habían levantado la prohibición sobre incluir ciertos detalles en las cartas personales —por lo menos en los territorios ya conquistados— decidió hablarle de sus viajes:
La campaña de Francia casi ha terminado y ya podemos hablar de las ciudades que hemos visto. He visitado las grandes catedrales de Coutances, Dol, Rennes, Laval, Le Mans, Orleans, París, Reims, Châlons-sur-Marne, Chartres y Troyes. Chartres es la mayor de todas. También he visto las preciosas iglesias de muchos pueblos y muchos castillos, incluidos el famoso monte Saint-Michel y Fontainebleau. El pueblecito del que te hablé [en una carta anterior] es Les Iffs, a medio camino entre Rennes y Saint-Malo, en la península de Bretaña. Tengo muchas postales con autógrafos.[80]
Revolvió entre las postales que guardaba para Dennis, su hijo de cinco años, al que llamaba Woogie. Le gustaba mandarle pequeños trofeos de vez en cuando: postales, botones y hasta un hebilla de cinturón con una esvástica y una toalla con la enseña «Kriegsmarine» bordada que había encontrado en una base de submarinos alemana. Recuerdos de soldado, como los que mandaban los hombres del 3.er Ejército, a los que se sentían tan unido. Era su forma de conservar la unión con su hijo y de documentar su viaje por Europa, al que, como muy bien sabía, podía poner fin una mina o una bala en cualquier momento.
Al pensar en el viaje ahora, fresco de la ducha, le parecía increíble haber llegado tan lejos. Había crecido con el ejército y si tenía estudios era gracias al ROTC. Se había convertido en arquitecto, aunque seguía alistado en la reserva cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor. Habría partido para el Pacífico al día siguiente, pero eran momentos de tanta confusión que aún tardó seis meses en incorporarse al servicio activo. A mediados de verano lo mandaron a una base de Luisiana, el lugar más cálido y sofocante en el que jamás hubiera estado —lo que ya es decir para quien se ha criado en el centro de Alabama—. De allí pasó directamente a Churchill, Manitoba, el único gran puerto canadiense en el océano Ártico y con mucho el lugar más frío que hubiera pisado en su vida. La mayor parte del tiempo se dedicó a diseñar y construir pistas de aviación contra una posible invasión alemana a través del Polo Norte.
¡El Polo Norte! ¿Quién habría sido el general al que, mirando un globo del mundo, le había entrado el sudor frío al considerar esa posibilidad? Posey no vio a un solo alemán en la tundra helada, pero mantuvo contacto regular con otro enemigo: los osos polares. El pobre muchacho de Alabama había descubierto que Churchill, Manitoba, era la capital mundial de los osos polares.
Y ahora se encontraba en un cuartel ganado a los alemanes en el este de Francia. En pocas semanas, quizá incluso días teniendo en cuenta el ritmo al que avanzaba el 3.er Ejército, entrarían en Alemania y, poco después, en Berlín…, por lo menos mientras la ofensiva dependiera de papá Patton.
Terminó la carta —añadiendo una posdata sobre el lujo de la ducha caliente— y a continuación tomó un paquete llegado unos días antes desde el SHAEF. Dentro había fotografías, descripciones e información de fondo acerca de los tesoros culturales desaparecidos en Bélgica. Dos de ellos sobresalían en importancia. Uno, la Madona de Brujas de Miguel Ángel, cuyo robo había sido documentado por Ronald Balfour hacía exactamente una semana. El otro, el retablo de Gante.
La adoración del cordero místico, más conocido como el retablo de Gante, era el tesoro artístico más importante y preciado de Bélgica. Medía tres metros y medio de alto por cuatro cuarenta de ancho y consistía en dos hileras de paneles de madera: cuatro en el centro y cuatro en cada postigo, pintados por ambos lados. Las veinticuatro obras, individuales aunque relacionadas en virtud de la temática, estaban dispuestas de tal forma que la vista cambiara dependiendo de si el retablo estaba abierto o cerrado. El panel central, que da nombre a la obra, representaba al cordero de Dios sobre un altar, con el Espíritu Santo en forma de paloma brillando encima de él, y un corro de adoradores. El retablo fue un encargo de Hubert Van Eyck, descrito como «maior quo nemo repertus» («más grande que ninguno»), pero a su muerte en 1426 fue continuado por su hermano Jan Van Eyck, quien se definía a sí mismo como «arte secundus» («el segundo mejor en el arte»), y completado en 1432.
Su inauguración en la catedral de San Bavón de Gante fue todo un acontecimiento en Holanda. Estaba pintado en estilo realista, confiando en la observación directa y no en las formas idealizadas de la antigüedad ni en las imágenes planas de la Edad Media. Las imágenes de los paneles, incluso las de menor importancia, estaban ejecutadas poniendo una atención extraordinaria en cada detalle, desde los rostros de las figuras humanas, inspiradas en personajes reales del Flandes del siglo XV, hasta los edificios, el paisaje, la vegetación, los tejidos, las joyas, las togas y los materiales. Su minucioso realismo, logrado gracias al hábil empleo de la pintura al óleo, no conocía parangón en el mundo del arte. Gracias a él tendría lugar una transformación pictórica y daría comienzo el Renacimiento nórdico, la edad de oro de la cultura holandesa, que habría de rivalizar con el Renacimiento italiano.
Quinientos ocho años más tarde, en mayo de 1940, los cerros y praderas tan vívidamente representados en la obra maestra de Van Eyck presenciaban el asalto y la ocupación por parte de las fuerzas alemanas. Mientras medio millón de soldados británicos y franceses se retiraban hacia el norte perseguidos por la Wehrmacht, tres camiones se dirigían hacia el sur llevando a bordo las obras más señaladas del Estado belga, entre ellas el retablo de Gante. La intención era llevarlas al Vaticano para que gozaran de la protección papal, pero al alcanzar la frontera francesa Italia declaró la guerra a los países de Europa occidental. Los camiones, hostigados por las divisiones Panzer alemanas que acudían al norte con el propósito de detener la evacuación de las tropas británicas en Dunkerque, cambiaron de ruta hasta que por fin dieron con un castillo que hacía las veces de depósito de arte en Pau, en el sudoeste de Francia, donde los aterrorizados conductores confiaron la seguridad del retablo al gobierno francés.
Hitler sabía que era imposible robar obras maestras de la categoría del retablo de Gante sin ganarse la condena de la comunidad internacional. Llevados por su mentalidad conquistadora —Hitler se consideraba con plenos derechos sobre el botín de guerra—, el Führer y los nazis no vacilaron en dictar nuevas leyes y procedimientos para «legalizar» las prácticas saqueadoras que seguirían. Una de ellas era la obligación, por parte de los países conquistados, de entregar determinadas obras de arte como parte de los términos de su rendición. De acuerdo con los designios de Hitler, los países del este de Europa, por ejemplo Polonia, estaban destinados a convertirse en yermos industriales y agrícolas en los que los esclavos eslavos producirían bienes para el consumo de la raza suprema. La mayor parte de sus iconos culturales fueron destruidos; sus edificios, demolidos; sus estatuas, derribadas y fundidas para producir balas y proyectiles de artillería. Occidente, por el contrario, sería como una recompensa para los alemanes, un lugar en el que los arios pudieran disfrutar de los frutos de su conquista. No había necesidad de privar a esos países de sus tesoros artísticos, por lo menos de entrada. Después de todo, el Tercer Reich había de durar mil años. Hitler se abstuvo de poner las manos sobre algunas obras de importancia comparable a la del retablo de Gante, como la Mona Lisa y La ronda nocturna, aun conociendo su paradero. Sin embargo, ambicionaba el Cordero.
En 1940, Hitler (a través de Goebbels, su ministro de Propaganda) encargó un inventario, conocido después como el Informe Kümmel por su redactor principal, el doctor Otto Kümmel, director general de los museos nacionales de Berlín. El inventario registraba todas las obras de arte de Occidente —Francia, Países Bajos, Gran Bretaña y Estados Unidos (que según Kümmel poseían nueve de estas obras)— que por derecho pertenecían a Alemania. Según la definición de Hitler, aquí se incluían todas las obras arrebatadas a Alemania desde el año 1500, todas las obras de artistas de ascendencia alemana o austríaca, todas las obras encargadas o terminadas en Alemania y todas las obras identificables como de estilo germánico. Obviamente, el retablo de Gante era uno de los pilares y emblemas de la cultura belga, pero para los nazis su estilo era lo bastante «germánico» como para considerarlo de su propiedad.
Es más: seis de los paneles laterales (pintados por ambos lados y representando un total de catorce escenas) del retablo de Gante habían pertenecido al Estado alemán antes de 1919. En aplicación del Tratado de Versalles, que puso fin a la primera guerra mundial, Alemania se vio obligada a devolver los paneles a Bélgica en calidad de reparación de guerra. Hitler había profesado siempre un profundo odio hacia el Tratado de Versalles, al que consideraba una humillación para el pueblo alemán y un símbolo de la debilidad de los anteriores líderes de su país. Al invadir Francia en junio de 1940, Hitler decidió orquestar una revancha simbólica ordenando a sus tropas que localizaran el vagón de tren donde en 1918 se había firmado el vergonzoso armisticio para que lo trasladaran a la ciudad francesa de Compiègne, el lugar exacto donde se encontraba veintidós años atrás. Sentado sobre la misma silla que el mariscal Foch, el héroe francés de la primera guerra mundial y vencedor aquel día, Hitler obligó a los franceses a firmar un nuevo armisticio. Terminada la ceremonia, Hitler ordenó enviar el vagón a Berlín, donde fue paseado por la histórica avenida Unter den Linden y, tras cruzar la puerta de Brandemburgo, expuesto en el Lustgarten, a orillas del río Spree. La requisa del vagón de Compiègne era la prueba de que Alemania le había dado la vuelta al desastroso «crimen de Compiègne» y aplastado a su odiado enemigo. Pero también probaba otra cosa: que nada era tan grande ni tan sagrado como para que los nazis no pudieran robarlo.
El retablo de Gante, la gran obra maestra que había cambiado la historia de la pintura para siempre, representaba, pues, un doble triunfo para Hitler: corregía el «agravio» histórico del Tratado de Versalles y añadía un tesoro mundial indiscutible al Führermuseum de Linz.
En 1942, Hitler se vio incapaz de resistir ya más la tentación. En julio, mandó una delegación secreta encabezada por el doctor Ernst Buchner, director general de los museos de Baviera, al depósito de Pau. La misión no sería una demostración de fuerza —la delegación estaba formada tan sólo por un camión y un coche—, sino de discreción. Cuando el superintendente francés de Pau se negó a entregarles el retablo, Buchner se puso en contacto con la Cancillería del Reich. En cuestión de horas, llegó un telegrama de Pierre Laval, jefe del gobierno de la Francia de Vichy, controlada por los nazis, en el que se ordenaba que el retablo fuera puesto en manos de Buchner. Para cuando las autoridades artísticas francesas y belgas tuvieron noticia de la orden, el retablo de Gante ya había desaparecido en Alemania. El Gobierno belga protestó enérgicamente —llegando a acusar a los franceses de traición a su cultura—, pero no podía hacerse nada. El retablo de Gante se había esfumado.
Más de dos años más tarde, Robert Posey estaba sentado en su catre en una tienda de campaña en Francia, estudiando una fotografía de aquel irreemplazable tesoro. Sabía que el mundo tenía sus esperanzas puestas en él y en sus compañeros de la sección de Monumentos. Era su deber buscarlo, encontrarlo, obtener la rendición de quienes lo custodiasen, lo codiciasen o quisieran destruirlo y devolverlo a Bélgica intacto.