LA CATEDRAL Y LA OBRA MAESTRA
Norte de Francia
Finales de septiembre de 1944
*
Sur de Bélgica
Principios de octubre
A mediados de septiembre de 1944 llegó al continente el último miembro del cuerpo de oficiales original de la MFAA, el amigable capitán Walker Hancock, que voló directamente desde Londres a París. El avión se vio obligado a volar a poca altura debido a la nubosidad, pero como la Luftwaffe había desaparecido del cielo francés, ello no entrañaba ningún peligro. Desde la ventanilla Hancock pudo distinguir Rouen, donde una semana o dos antes Ronald Balfour había descubierto los restos carbonizados del Palacio de Justicia. Incluso desde el cielo podía apreciarse la destrucción de la ciudad, aunque más allá de Rouen los campos parecían tranquilos, y las granjas, las vacas y las ovejas desprendían un halo intemporal. Los terrenos bien cultivados, divididos por las escarpadas líneas de los setos, formaban una trama deliciosa. Las pequeñas aldeas, con sus sosegadas calles, daban sensación de paz y prosperidad; hasta que uno observaba más de cerca y descubría en ellas las marcas de la destrucción. Hancock se fijó en que todos los puentes habían sido derribados.
París mostraba todavía las señales de la batalla, pero a Walker Hancock se le antojó más hermosa que nunca. La Torre Eiffel dominaba el horizonte, por supuesto, aunque era en las pequeñas avenidas donde mejor se percibía el milagro de la liberación. Miles de banderas francesas, británicas y estadounidenses ondeaban en las ventanas, y de no ser por el paso ocasional de un convoy o un camión militar, las calles se veían libres de tráfico motorizado. En una carta a su mujer, Saima, escribe Hancock:
Todo el mundo se desplaza en bicicleta, lo cual significa que por todas partes se ven piernas bonitas. Parecía imposible imaginarse París sin taxis, pero yo lo he visto. A las 10 p.m. se encienden las luces —tras una larga tarde a oscuras—, aunque evidentemente no hay farolas. El metro funciona y va más lleno que el de Nueva York. Los soldados aliados suben sin pagar. Fueron los alemanes los que exigieron ese privilegio, y los franceses lo han hecho extensivo a sus «Liberadores». […] Las primeras demostraciones de alegría han terminado, por lo que al principio cuesta percibirla. Pronto, sin embargo, se da uno cuenta de la amabilidad que se nos profesa. Ocurre a menudo que un chiquillo con guantes blancos se acerca y nos estrecha la mano con solemnidad sin decir palabra. Los niños más pobres insisten en regalarnos recuerdos, chucherías que encuentran, como los cromos que vienen (o más bien venían) con las barras de chocolate o envolturas de cigarrillo. […] Hoy he comprado unas cuantas postales en una aldea cercana al campamento. El tendero se ha negado a cobrarme. «Todo se lo debemos a ustedes —ha dicho—, y no tenemos cómo corresponderles».
El otoño se respiraba en el aire, y no obstante, a Hancock el mundo le parecía fresco y reluciente como el verano parisino. «He estado en París —continuaba—, y nunca dejaré de dar gracias por haber llegado a ella un mes después de su liberación.»[65]
Pasó una noche con James Rorimer, Jimsie, como lo llamaban sus compañeros, que había recibido el puesto que más anhelaba: oficial de Monumentos en la sección del Sena, que a la postre quería decir París. Rorimer se alojaba en el apartamento de su hermana y su cuñado, que estaba vacío desde antes de la guerra. Desayunaron huevos frescos, los primeros que Hancock probaba en meses, y hablaron de sus experiencias. Rorimer había llegado con el convoy del general Pleas B. Rogers, el primer convoy estadounidense que entró en la Ciudad de las Luces. Había visto columnas de humo elevándose sobre la ciudad, enmarcadas por la Torre Eiffel. Las balas silbaban desde los tejados; la Cámara de los Diputados estaba en llamas. Los prisioneros alemanes eran trasladados al Comptoir National d’Escompte, en la Place de l’Opéra. En los Jardines de las Tullerías, los frenos de las bocas de los cañones abandonados por los alemanes estaban calientes todavía.
—Entre los nervios y la emoción —le dijo Rorimer a Hancock—, no pude descansar hasta que me eché en la cama del Hôtel du Louvre. Parece absurdo, pero en medio de la devastación estaba ese cómodo hotel con agua corriente caliente y fría y grandes cuartos de techo alto, con cristaleras, cortinas y balcón. Por un instante me recordó al París de antes de la guerra.[66]
Walker Hancock no iba a quedarse en París. De hecho, estaba impaciente por marcharse. Le esperaba el deber, un deber en el que creía tan firmemente que, para cumplirlo, había dejado atrás una vida acomodada. A diferencia de algunos de sus compañeros, que habían ido a la guerra tanto por convicción como por obligación, Hancock podría haber seguido haciendo su vida en Estados Unidos. Era un reputado escultor de obras monumentales, entre ellas el gran caballo alado conocido como Sacrificio del memorial en honor de los soldados de la primera guerra mundial de su ciudad natal de San Luis. Era propietario de dos estudios, y aunque estaba endeudado (razón de más para no aceptar los bajos sueldos del ejército), con los encargos y clientes que tenía le habría bastado para vivir el resto de sus días. Por si todo esto fuera poco, un mes antes de zarpar para el viejo continente a sus cuarenta y dos años había contraído matrimonio con Saima Natti, el amor de su vida.
Y sin embargo, ningún soldado afrontaba la guerra con mejor disposición que Walker Hancock. Impelido por el sentido del deber, y pese a contar casi cuarenta años, después de Pearl Harbor solicitó su ingreso en los servicios de inteligencia de las Fuerzas Aéreas. Como suspendió las pruebas físicas, pasó a inteligencia de Marina, donde las superó con nota, y, tras ser llamado a filas, empezó la instrucción básica. Poco después, el sargento instructor lo separó de la formación y le informó de que iban a trasladarlo. Hancock creyó que lo devolvían a inteligencia de la Marina, pero en realidad había ganado el concurso para diseñar la Medalla del Aire, una de las mayores condecoraciones militares al valor. Una vez acuñada la medalla, Hancock entró en la sección italiana del Departamento de Guerra y, finalmente, fue reclutado para la MFAA.
«¡Qué extraños designios depara la vida a los mortales! —le escribía a su prometida, Saima, en octubre de 1943—. Feliz como soy gracias a ti, de repente me informan de que van a mandarme a Europa para dedicarme al trabajo que más deseo dentro del ejército.»[67] El 4 de diciembre de 1943, Hancock y Saima se casaron en la ciudad de Washington. Dos semanas más tarde llegaba la orden del traslado. «Recuerdo como si fuera ayer que mientras el taxi se alejaba, dando principio a la primera etapa de mi viaje, me volví y vi a Saima de pie delante de la puerta, llorando. […] En mi vida he vivido momento más sombrío.»[68]
Hancock perdió su barco en Nueva York —una vez más, nadie estaba al corriente de que había un oficial de Monumentos en el pasaje—, así que tuvo que presentarse todos los días en el muelle por si en algún barco quedaba una litera libre. Debía ir de uniforme y con el petate a cuestas, pero a excepción de eso no tenía nada más que hacer. A veces resultaba deprimente. «Esto de estar “disponible” todos los días es como estar en prisión —le escribía a Saima—, cuando yo lo que quiero es estar contigo. […] Entretanto sigo en las nubes; no me acuerdo ni de darle cuerda al reloj. ¡Menudo oficial!»[69]
En ocasiones, sin embargo, no podía contener su entusiasmo y su optimismo: «Mirémoslo por el lado bueno: lo más maravilloso de todo es que sabemos cuánto nos queremos y que por eso mismo la alegría de prestar un servicio útil debería ser grande y no verse disminuida».[70]
Saima se desplazó hasta Nueva York y se alojó con su marido en un hotel para militares. Cada mañana era posible que Hancock no volviera del muelle. Durante dos semanas volvió todos los días, hasta que por fin una tarde, al ver que no regresaba, supo que había partido. Ni siquiera habían tenido ocasión de despedirse.
«El sol, el viento y este inspirador embarcadero —le escribió a Saima nada más llegar a Inglaterra— me recuerdan que tengo el privilegio de presenciar algunos de los acontecimientos del que será el año más importante de las próximas generaciones, en vez de leer sobre ellos en las cámaras acorazadas del Pentágono.»[71] Según él, a sus cuarenta y dos años había aprendido a tener los ojos abiertos a las maravillas del mundo; lo que le preocupaba era que «la mayoría de los muchachos despertarán cuando sea demasiado tarde y se darán cuenta de lo que se han perdido».[72]
Por fin, tras ocho meses en Inglaterra, había llegado al norte de Francia. La victoria en Normandía había hecho retroceder al enemigo y los Aliados avanzaban hacia Alemania sin encontrar apenas resistencia entre las tropas alemanas que se batían en retirada. El general George C. Marshall, el asesor militar de confianza de Roosevelt, estaba convencido de que la batalla por Europa terminaría «entre el 1 de septiembre y el 1 de noviembre de 1944» y aconsejaba a sus oficiales que empezaran a considerar traslados al teatro de operaciones del Pacífico.[73] Por esa misma época, las lluvias veraniegas de Normandía parecieron conceder una tregua. Gracias al tiempo despejado, la primera misión oficial de Walker Hancock como oficial de Monumentos del 1.er Ejército estadounidense —un viaje en jeep con su compañero el capitán Everett Bill Lesley para examinar los monumentos protegidos en las proximidades de la retaguardia del 1.er Ejército— fue poco menos que un paseo. Hancock, con su acostumbrado entusiasmo, le escribió a Saima que «todos estos días cada hora ha sido de placer».[74]
Los daños eran mínimos. Los alemanes habían entrado como una apisonadora en el noreste de Francia en 1940. Cuatro años después, los Aliados lo habían reconquistado con gran rapidez, dejando amplias franjas de territorio al margen de la guerra. La mayor parte de los problemas tenían su origen en las fuerzas de ocupación nazis: museos locales saqueados, campos sembrados de minas o en cualquier caso impracticables, pequeños objetos como candelabros y pomos de ventanas de latón robados como recuerdos. Algunas pinturas habían desaparecido, aunque la pérdida más sensible era la de los invalorables muebles Luis XIV tan comunes en las antiguas casas solariegas de Francia. Muchos habían sido empleados como leña para dejar sitio a los recargados muebles modernos más del gusto de los oficiales alemanes. Las bodegas, por supuesto, habían sido vaciadas, y muchas de las botellas de las añadas más caras trocadas por vino de manzana, muy popular entre los soldados alemanes. La misión resultó idílica, puesto que la mayor parte de los lugares ya habían sido inspeccionados por el diligente George Stout, quien había cubierto una porción de terreno vastísima para alguien destacado cerca del frente.
A veces se vivían momentos espectaculares. La catedral de Chartres destacaba, como siempre, como una montaña entre los trigales, pero en la ciudad, habitualmente bulliciosa, reinaba la calma y su famoso templo se alzaba solitario y desafiante. Aún más que en sus anteriores visitas siendo estudiante en la Academia Americana de Roma, Hancock se sintió inspirado por su tamaño, su complejidad y su extraordinaria ambición. Sus formidables muros y torres, con su rica ornamentación, eran el fruto de siglos de trabajo; era imposible, pensaba, que cuatro años de guerra pudieran destruir tanta belleza.
¿Habría aumentado su amor por ella de saber que eso no era cierto, que la Wehrmacht había estado a punto de destruir en una tarde lo que había tardado cuatro generaciones en construirse? Cuando los Aliados llegaron a Chartres, descubrieron que los nazis habían colocado veintidós cargas de detonación en puentes y demás estructuras de los alrededores, lo cual podría haber provocado daños a la catedral e incluso su derrumbe.
El experto en demoliciones Stewart Leonard, quien tras el fin de las hostilidades se convertiría en oficial de Monumentos, ayudó a desactivar las cargas y salvar la catedral. Como más tarde le confiaría a su compañero Bernie Taper tomando unas copas en un apartamento berlinés, «lo bueno de estar en la unidad de artificieros es que los oficiales no te miran por encima del hombro».
Pero Taper quería saber si el arte valía la vida de una persona. Como al resto de miembros de la sección, la pregunta lo intrigaba.
—Yo tuve que elegir —respondió Leonard—. Y elegí desactivar las cargas. La recompensa lo valía.
—¿Qué recompensa?
—Cuando terminé, fui a sentarme a la catedral de Chartres, que se había salvado en parte gracias a mí, durante una hora. Estaba solo.[75]
Walker Hancock se preguntó si las generaciones venideras comprenderían lo que significaba contemplar aquella catedral bajo la amenaza de la guerra. ¿Apreciarían más su valor si la vieran como estaba entonces, sin vidrieras, con sacos de arena apilados hasta alturas de nueve metros y con las torres llenas de aspilleras para la artillería? En el suelo podía verse el tortuoso laberinto que durante siglos los peregrinos han recorrido de rodillas en pos de la salvación. En lo alto, los cobertores de plástico de los ventanales se agitaban desafiantes con la brisa.
Sobre ella escribió Hancock:
No esperaba tanta belleza. Los ventanales estaban abiertos al cielo […] de tal forma que veíamos a la vez el interior y el exterior de aquel fantástico edificio. Ver cómo los arbotantes penetraban el techo y se prolongaban hasta los nervios de las bóvedas fue una lección muy gráfica de ingeniería medieval. Pero eso no es todo. Vistos desde dentro, la presencia de aquellos poderosos arcos característicos de Chartres, que casi parecían doblarse bajo la presión de los muros del ábside, tenía algo de estimulante. […] Podía uno colocarse ahí en medio y observar con una nueva luz interior las figuras de los reyes y reinas de Judá y el Cristo del Apocalipsis.[76]
Por un instante, la catedral parecía un monumento al triunfo aliado y una estructura situada fuera del tiempo, ajena a la guerra, una obra que había de durar para siempre, hasta más allá del fin del mundo.
Pero la visión no duró mucho. El sol estaba poniéndose, sus rayos se deslizaban a través de los amplios arcos de los ventanales y subían por las paredes. El frente de batalla se encontraba en la dirección contraria, hacia el este. Hancock sabía que allí se requería su ayuda. Se cargó la mochila al hombro y regresó a la guerra.
Unas semanas después, alguien despertó a Walker Hancock al poco de haberse dormido. Junto al catre vio a George Stout, su compañero del 1.er Ejército; pese a lo intempestivo de la hora, su aspecto era tan pulcro como de costumbre.
—Tenemos trabajo —dijo poniéndose los anteojos de conducir.
Fuera llovía a cántaros. La niebla era tan espesa y el cielo estaba tan encapotado que Hancock sólo alcanzaba a distinguir la oscura silueta del gigantesco cuartel donde se acantonaba el 1.er Ejército.
Recordó con pesar que el automóvil de Stout —el destartalado Volkswagen que conducía desde que estaban en Normandía— no tenía techo y que por lo tanto no podían cobijarse en él. Se ciñó el abrigo. Era el 10 de noviembre de 1944 y se intuía la llegada del invierno.
Desayunó con Stout en el comedor de la tropa. Hancock había llegado sólo una semana antes al acuartelamiento del 1.er Ejército en Verviers, ciudad del este de Bélgica a apenas una treintena de kilómetros de la frontera alemana, y todavía no se había acostumbrado al ritmo de vida del cuartel. Había partido de París con Bill Lesley a bordo de su jeep y después había hecho autoestop por el norte de Francia durante una semana. Yendo hacia el este, de camino a Bélgica, había entrado en una zona saqueada por los ocupantes alemanes. Las familias que empezaban a volver se encontraban con sus casas destruidas o desvalijadas. Los patios y jardines estaban llenos de fortines y material abandonado. La gente de los pueblos, aun cuando la comida era escasa debido a que los campos no habían sido labrados, le regalaba cebollas, tomates y frases de agradecimiento, y a pesar de su situación pedían bien poco a cambio. Todos relataban la misma historia: los alemanes «fueron maravillosamente disciplinados y “correctos” mientras tuvieron el control, pero enloquecieron cuando se hizo evidente que su visita había llegado al final».[77]
En una carta a Saima advertía:
Veo venir que a partir de ahora mis cartas serán pocas y espaciadas. De repente mi vida se ha vuelto un hervidero de actividad. Me da vueltas la cabeza nada más pensar en dónde he estado y qué he hecho en los últimos dos días. Pero estoy tan feliz y me interesa tanto lo que hago que, en comparación, los meses que he pasado a la espera, haciendo planes, teorizando e instruyendo a otros se me antojan de un gran tedio.[78]
Ahora se encontraba en otra región, en las colinas y bosques del este de Bélgica. Los montes parecían grises bajo la lluvia y Hancock los atravesó sin la sensación de maravilla de los primeros viajes. Stout conducía a velocidad constante, sin apartar los ojos de la carretera. Por lo menos estaban resguardados de la lluvia, ya que Stout había mandado a reparar el Volkswagen y le habían prestado un vehículo mejor, si bien, como se verá, sólo por un tiempo. Con todo, a pesar de que la lluvia caía con tanta fuerza que apenas dejaba ver la carretera, Hancock daba gracias a su suerte. De hecho, ni siquiera se dio cuenta de que habían cruzado la frontera con Holanda hasta que pararon al pie de una empinada colina cubierta de matorrales. En la falda se veían unos muros de hormigón. Al principio, Hancock creyó que era un túnel ferroviario, pero la entrada estaba cerrada herméticamente por dos enormes puertas metálicas de seguridad.
—¿Qué es este sitio?
—Un depósito de arte —respondió Stout mientras las puertas se abrían y el jeep avanzaba hacia el interior.
La caverna, excavada en el siglo XVII con el objeto de proteger los tesoros holandeses del invasor francés, estaba perfectamente habilitada: los cuartos de almacenaje estaban bien iluminados, y la temperatura y la humedad, controladas. A medida que bajaban a través del fantasmagórico silencio hacia las profundidades de la montaña, a Hancock le parecía estar entrando en otro mundo. Los dos civiles a cargo del depósito los condujeron a través de unas paredes de piedra labrada iluminadas por largas hileras de luces que emitían zumbidos. Hacia el fondo había unos cuantos soportes giratorios, parecidos a los postaleros de las tiendas de recuerdos, sólo que en vez de postales de a dos centavos lo que sujetaban eran cuadros procedentes del mayor museo de los Países Bajos, el Rijksmuseum de Ámsterdam. El cuidador giró una manivela, y las obras más notables de los maestros holandeses —bodegones sobre tabla, deliciosos paisajes de ricos cielos salpicados por nubes grisáceas, retratos de burgueses sonrientes vestidos de negro— empezaron a girar. El crujido de los ejes resonaba en la bóveda desnuda.
—Asombroso —murmuró Hancock. Habría deseado poder explicárselo a Saima, pero los censores jamás habrían permitido revelar detalles tan concretos debido al eterno miedo a las intercepciones y a los espías.
Al darse la vuelta, se fijó en un gran lienzo enrollado en torno a un eje como una alfombra. En uno de los extremos había una manivela metálica y el conjunto había sido cubierto con una caja de madera. El material de embalaje enrollado junto con la pintura sobresalía como si fueran bordes arrugados y bastos de papel de estraza.
—La ronda nocturna —dijo uno de los cuidadores dando unas palmadas al cajón de madera. Hancock se quedó boquiabierto. Lo que estaba viendo era el borde de uno de los lienzos más famosos de Rembrandt, la colosal obra maestra que representa a la milicia del capitán Frans Banning Cocq, pintada en 1642.
Stout apartó un poco el basto material de embalaje, examinó el borde del cuadro y arrugó el entrecejo. No es bueno almacenar óleos a oscuras de forma prolongada, porque en los bordes pueden crecer microorganismos parasitarios y las resinas empleadas en el barnizado del cuadro amarillean, apagando los colores y oscureciendo los contrastes. Ya en marzo de 1941, Stout había oído de boca de expertos holandeses que La ronda nocturna parecía estar adquiriendo un tono amarillento, y ahora podía comprobar que, como se temía, los tres años y medio transcurridos no habían tenido piedad del cuadro. Como siguiera allí mucho más habría que decaparlo y rebarnizarlo, solución potencialmente peligrosa tratándose de una obra de cientos de años. Lo más preocupante, sin embargo, era el hecho de que la tela hubiera estado enrollada y fuera del bastidor durante tanto tiempo, con el consiguiente riesgo de que la pintura se agriete, se descascarille o se raye, daños estructurales irreversibles. Las grandes obras maestras no se habían concebido para ser enrolladas y enterradas en escondites de montaña. Pero por el momento no se podía hacer más. El mundo estaba en guerra, y La ronda nocturna recibía el mejor trato posible. Stout se preguntó por la suerte de otras obras maestras, como El astrónomo de Jan Vermeer, sustraído por los nazis de las paredes de la mansión parisina de los Rothschild en 1941 y en paradero desconocido desde entonces.
—¿Dónde están los guardias? —preguntó Stout.
Uno de los cuidadores le indicó a un par de agentes de policía en el extremo opuesto de la sala.
—¿Eso es todo?
El hombre asintió. Eran años difíciles y, aunque se tratara de los tesoros de una nación, sólo había unos pocos guardias disponibles. Por lo demás, tampoco eran necesarios. Hacía tiempo que los alemanes conocían la existencia del depósito de Sint Pietersberg, cerca de Maastricht. De hecho, los oficiales y soldados nazis habían supervisado un traslado anterior de La ronda nocturna, que había pasado por varios «escondites» antes de llegar a Maastricht, conveniente por su proximidad a la frontera alemana, en 1942. Tal vez por eso los cuidadores holandeses parecían tan sorprendentemente despreocupados ante la falta de protección. Aislados del resto del mundo en su guarida de la ladera, no habían oído la noticia del reciente robo de la Madona de Brujas. George Stout se percató de que no comprendían que el mayor peligro no había sido cuando los alemanes tenían el control absoluto, sino ahora que lo habían perdido y se daban cuenta de que era la última oportunidad para actuar. ¿Qué era lo que el doctor Rosemann le había dicho al deán de la iglesia de Brujas? «Durante todos estos años he tenido una fotografía de ella encima de mi mesa». ¿Qué era lo que los campesinos franceses le habían dicho a Hancock? «Los alemanes fueron maravillosamente disciplinados y “correctos” mientras tuvieron el control, pero enloquecieron cuando se hizo evidente que su visita había llegado al final».
—Conseguiremos más guardias —dijo Stout—. Como mínimo diez hasta que la zona vuelva a la normalidad.
Como las líneas telefónicas estaban cortadas, la petición de refuerzos tendría que esperar hasta que regresasen al cuartel. Saltaba a la vista que Stout estaba muy descontento ante tanta ineficacia y falta de planificación, por no hablar del peligro que entrañaba aquel retraso, pero poco después se le pasó y recuperó su habitual talante pragmático e impasible.
—Los refuerzos podrían llegar mañana —dijo de camino al coche—. Aunque tratándose del ejército, no puedo garantizárselo. Gracias, amigos, por tan insólita visita.
«Dios mío —pensó Hancock mientras volvía al vehículo con el conservador y echaba un último vistazo a la obra maestra de Rembrandt, que a primera vista no parecía más que una alfombra a punto de ser desplegada sobre el suelo de un salón—. Qué extraña es la guerra».