CAPÍTULO 8

MONUMENTOS, BELLAS ARTES Y ARCHIVOS

Shrivenham, Inglaterra

Primavera de 1944

George Stout, el distinguido conservador del Fogg reciclado en militar de Marina, respiraba las primeras brisas templadas de la primavera británica. Era el 6 de marzo de 1944, había pasado un mes desde la destrucción de Montecassino, pero todavía faltaban unos meses para la planeada invasión del norte de Francia. El sur de Inglaterra estaba repleto ya de soldados británicos y estadounidenses, más de un millón si hay que hacer caso de los rumores, lo cual no contribuía a mejorar la situación de un país cosido a bombazos tras cuatro años de ataques de la Luftwaffe y en el que la comida y los productos básicos escaseaban. «Lo malo de los yanquis es que están sobrepagados, sobresexuados, sobrealimentados y sobre nosotros», decía un dicho popular que corría por Londres.[32] Claro que ¿qué podía esperarse de aquellos jóvenes, muchos de ellos apenas adolescentes? Sin duda actuaban con prepotencia, pero sólo era una forma de ocultar su miedo. Al fin y al cabo, en breve tendrían que lanzarse a las cabezas de playa de la Fortaleza Europea y todos sabían que muchos de ellos nunca volverían a casa.

En Shrivenham, una pequeña población rural a medio camino entre Bristol y Londres, el ambiente era distinto. El cuerpo conjunto británico-estadounidense de Asuntos Civiles había convertido la escuela norteamericana (una universidad de estilo americano) en un centro de adiestramiento de Asuntos Civiles, y, quitando algún que otro pelotón de soldados marchando en uniforme, las paredes de piedra y las amplias extensiones de césped parecían muy alejadas de los horrores de la guerra.

Lo que más llamaba la atención de George Stout cuando salía del recinto eran los retoños. En los árboles despuntaban ya los primeros brotes de la primavera y, aunque Stout los juzgaba prematuros y temía que una helada tardía pudiera quemarlos, se sentía lleno de optimismo. Los rigores del invierno habían pasado y la noche anterior había recorrido ocho kilómetros a pie hasta el pub local con un par de colegas, un inglés y un norteamericano. El pub era el típico abrevadero inglés: granjeros rubicundos con pintas de cerveza, vigas de madera, paredes de piedra, la diana de los dardos en una esquina, ni un soldado a la vista. La cerveza era suave y amarga; la compañía, agradable. Echaba de menos las tablas del barco con el que había cruzado el Atlántico, la formación cerrada, el ritmo simple y preciso del mar. El paseo de regreso a Shrivenham por la oscura y ordenada campiña de Oxfordshire, con sus campos nítidamente circunscritos y sus cuidados huertos y jardines de flores, era justo lo que Stout necesitaba para olvidar que ya llevaba allí dos semanas y que todavía no había recibido ninguna carta de los suyos.

«Un marinero destinado al ejército de tierra —pensaba para sí—. Soy como un pez fuera del agua. Aquí no me encuentra ni el cartero».

Pero aquel domingo, de camino a la aldea vecina bajo la fresca luz de la mañana, podía ver el desorden del mundo que lo rodeaba. Los bojes y los demás árboles cubiertos de hiedra. Los sinuosos muros de piedra. Los dispersos retoños, algunos entreabiertos, otros aplastados por las suelas en el barro. Los campos llenos de pisadas de animales. El enramado de los árboles. La carretera serpenteante. Todo parecía inconexo, pero por debajo de la superficie podía intuirse un orden, cierta armonía entre espacio y tiempo, una composición en aparente desorden, hasta que de pronto, uno logra apreciar la lógica de los trazos.

Aun así, Stout habría preferido no salir del barco. O estar en casa. Poder trabajar en un mundo en paz. Pero aquello era la guerra, y además tenía que admitir que la misión encomendada le venía, valga la expresión, que ni pintada: Monumentos, Bellas Artes y Archivos. Cuando lo pensaba casi le entraba la risa. La unidad de peritos con rango de oficiales destinada a hacerse cargo de la conservación artística por fin estaba en marcha.

La subcomisión de Monumentos, Bellas Artes y Archivos (MFAA) había adquirido forma definitiva a finales de 1943 como operación conjunta entre Estados Unidos y Gran Bretaña, dirigida por la rama de Asuntos Civiles del Gobierno Militar Aliado para los Territorios Ocupados (AMGOT) y supeditada en última instancia a la división M-5 del Ministerio de Guerra británico. Los escollos burocráticos eran un buen testimonio de la prioridad concedida a la operación, que se hallaba tan abajo en la cadena de mando que resultaba casi invisible. Todo el mundo tenía presentes los errores cometidos en Italia. La oficina de Hammond había sido disuelta y reemplazada por una nueva jerarquía, pero la operación de la MFAA en Italia —operación completamente al margen, dirigida por una cadena de mando distinta dependiente de la Comisión de Control Aliada (ACC)— seguía teniendo dificultades para actuar. Por poner un ejemplo: cuando se tomó la decisión de destruir la abadía de Montecassino no había ni un solo oficial de Monumentos al norte de Nápoles. Ese fracaso no sólo hizo que los oficiales de Monumentos de Italia pasaran a la acción de inmediato, sino que demostró lo difícil que era crear una organización en plena campaña militar.

Era de esperar que en el norte de Europa la situación fuera distinta. La intención de Asuntos Civiles era desplegar un grupo de oficiales sobre el terreno antes de desembarcar en Francia. La Comisión Roberts había encomendado a Paul Sachs, el jefe de Stout en el Museo Fogg, la responsabilidad de seleccionar a los estadounidenses destinados al cuerpo, y George Stout había sido uno de los primeros elegidos. Eso ocurría en septiembre de 1943. Stout llevaba meses sin tener noticias, aunque tampoco le sorprendía, pues sabía muy bien que con proyectos como aquél era fácil que saliera el tiro por la culata, según la ingeniosa (si bien accidental) opinión de uno de sus compañeros en la Marina.[33] Por lo demás, ningún proyecto que dependiera de los directores de los museos le merecía crédito alguno.

Pese a su desconfianza, Stout envió a Sachs unas cuantas recomendaciones de cara a la operación. Cada ejército, señalaba, debía disponer de un equipo de conservadores formado por personal especializado, diez personas como mínimo, dieciséis a poder ser, incluyendo embaladores, encargados de transporte, taxidermistas (sí, taxidermistas), secretarios, chóferes y, sobre todo, fotógrafos. El personal no podía reclutarse sobre el terreno, porque Stout sabía por su experiencia en la primera guerra mundial que en el campo de batalla nadie es prescindible y ningún comandante estaría dispuesto a ceder a sus hombres. Era preciso, pues, contar con personal específico para las tareas de conservación y con un buen equipo: jeeps, camiones, cajones, cajas, material de embalaje, cámaras, aerómetros para comprobar la calidad del aire… Todas las herramientas del oficio.

En diciembre, Stout seguía sin recibir respuesta de Sachs y oyó rumores de que la operación estaba en un impasse. Dando por hecho que los directores se encontraban en un callejón sin salida, volvió a trabajar en camuflaje aéreo. Era una pena, pensaba, que el ejército hubiera dejado el asunto en manos de los sahibs.

Stout no abandonó su incredulidad ni tan sólo cuando le anunciaron su traslado en enero de 1944. En una carta a su esposa Margie escribía:

Con respecto a la operación de salvamento, pienso lo mismo que tú. Si se organiza bien, puede salir adelante y ser de mucha utilidad. Si no, surgirán irritantes dificultades, retrasos y frustraciones. En cualquier caso, creo que serán inevitables. Me guste o no, si el ejército decide llevar a cabo el plan, es probable que yo participe. […] Una cosa es segura: si sale adelante, será un proyecto militar. No lo dirigirán los civiles desde los museos, sino el ejército y la Marina. Si la gente al mando fueran los civiles de los museos, yo me lavarías las manos. [Pero] mis compañeros serán militares, según tengo entendido. En el ejército y la Marina la eficacia es la regla y las relaciones con la gente se basan en la más completa sinceridad. Aquí las imposturas no llegan muy lejos. Así que veremos.[34]

George Stout subestimaba a los sahibs. La comunidad museística, en la figura de la Comisión Roberts (y después de su equivalente inglesa, la Comisión Macmillan), había posibilitado la creación del cuerpo de conservadores y había sido la gran impulsora del proyecto. Cabe dudar de que el ejército estadounidense hubiera permitido la MFAA de no ser por el prestigio de la Comisión Roberts, formada con el apoyo explícito de Roosevelt; y nadie estaba mejor capacitado que los dirigentes de la élite cultural norteamericana para reunir al grupo de «trabajadores especiales» de George Stout. La lección del norte de África y Sicilia —que el ejército estaba dispuesto a escuchar a los conservadores, siempre y cuando fueran oficiales militares, y que dichos conservadores debían acceder al frente durante o inmediatamente después del combate, no semanas ni meses más tarde— serviría para delinear las bases de un plan factible. Y para Stout, por lo menos, había otro signo prometedor: ni un solo director de museo había entrado a formar parte del cuerpo de oficiales de la MFAA.

No, no era el perfil de los oficiales ni la finalidad de la misión lo que preocupaba a George Stout aquella mañana inusualmente cálida en que sus pensamientos giraban en torno a la inminente invasión, sino el carácter ad hoc de la operación. No existía ninguna declaración formal de la misión, ni siquiera una cadena de mando determinada. Nadie parecía saber muy bien cuántos hombres serían necesarios, cómo se repartirían por el continente, ni cuándo, ni si se les sumarían más soldados. Los oficiales llegaban sin más con sus documentos de traslado, sin aparente orden ni concierto. Los escritos que Stout había publicado a partir de 1942 se utilizaron para confeccionar un manual general sobre procedimientos de conservación, aunque Stout no participó de forma directa en la redacción. Contrariamente a lo previsto, los hombres de Monumentos que iban llegando no tenían formación específica. Se hacía énfasis sobre todo en puntos básicos como el inventario de monumentos protegidos en los distintos países de Europa. Que Stout supiera, ni siquiera había alguien al frente del lado militar de la operación, como la provisión de armas, jeeps, uniformes o raciones. Decir que la carrera para reunir una unidad de conservación antes de la invasión de Francia había empezado despacio era decir poco.

Aparte de eso, estaba la cuestión de las dimensiones del operativo. Stout había recomendado a Sachs una plantilla de dieciséis hombres por oficial, pero cada vez parecía más evidente que quizá no habría ni dieciséis hombres en todo el operativo de la MFAA en Europa. Stout sabía que no era fácil negociar traslados a través de la burocracia militar, y tanto menos cuando lo que se prepara es la operación más importante de la historia mundial. Además, estaba seguro de que Sachs conocía a hombres mejor cualificados; después de todo, él había formado a la mayor parte de los jóvenes trabajadores de los museos de Norteamérica, y por eso le extrañaba que los hombres destinados a la sección de Monumentos pudieran contarse con los dedos de la mano: Rorimer, Balfour, LaFarge, Posey, Dixon-Spain, Methuen, Hammett. Con un poco de suerte llegarían a la docena. En total. Menos que los hombres que compartían mesa con él durante la travesía hasta Inglaterra, y eso que el suyo era sólo un barco entre mil y que en él se daba de comer a cientos de personas todos los días.

Pensó en los oficiales de Monumentos de que disponían hasta el momento posando para un retrato imaginario en la soleada ladera que bajaba hasta las puertas de su base de Shrivenham.

Geoffrey Webb, el oficial al mando, alto y enjuto, cincuentón, titular de la cátedra Slade de Cambridge y uno de los estudiosos del arte más prominentes de las islas Británicas.

A su lado, lord Methuen y el jefe de escuadrón Dixon-Spain, veteranos ambos de la primera guerra mundial.

El más joven del contingente británico era Ronald Balfour, menudo y medio calvo, unos cuarenta años e historiador del arte en el King’s College de Cambridge —de hecho era colega de Geoffrey Webb y había entrado en la MFAA a sugerencia de éste—. Stout, que compartía cuarto con Balfour en Shrivenham, se había sentido atraído enseguida por el talante lúcido, generoso y cortés de su compañero. Ferviente protestante, Balfour era un experto en estudios eclesiásticos, en los que se había introducido procedente del campo de la historia, que por supuesto también tenía su parte de implicaciones e imágenes religiosas. Tras licenciarse había permanecido en Cambridge y se había convertido en lo que los ingleses llaman un gentleman scholar, un académico profesional despreocupado de publicar o medrar, enamorado de las empresas intelectuales y las largas y reposadas charlas y discusiones con tertulianos afines a sus inquietudes.

Según Stout, con los años se había convertido en un enamorado del papel. Podría considerárselo el experto en archivos y manuscritos del grupo, el único entre ellos a quien preocupaba más la salvación de los documentos históricos que de las artes visuales. Su mayor triunfo —como el propio Balfour dijo en más de una ocasión— era la biblioteca de ocho mil volúmenes que había conseguido reunir a sus cuarenta y cinco años, todos ellos libros de calidad, según él mismo se complacía en señalar. Pese a ser un hombre criado entre papeles, Ronald Balfour no era un hombre de papel: puede que su pequeña estatura y sus gafas de montura metálica no le confirieran un aspecto aguerrido, pero poseía una determinación férrea y ardía en deseos de entrar en combate. Se había educado en la disciplina militar en el centro de Inglaterra —Buckinghamshire, para ser más precisos— y conocía y respetaba la cultura castrense. Por lo demás, había tardado años en reunir su biblioteca y no estaba dispuesto a dejar que las bombas alemanas la destruyeran.

Luego estaba la sección estadounidense: Marvin Ross, antiguo alumno de Harvard, experto en arte bizantino y segundo al mando después de Webb, y Ralph Hammett y Bancel LaFarge, ambos arquitectos y expertos en edificaciones.

Walker Hancock, a sus poco más de cuarenta años, era un reputado escultor de obras monumentales. Su obra Sacrificio, el memorial a los soldados en San Luis, Missouri, su ciudad natal, resultaba significativa, pues Hancock, más que otros compañeros suyos, era un hombre presto al sacrificio: se había sacrificado por su padre ingresando por un tiempo en la Academia Militar de Virginia durante la primera guerra mundial. De haber sido preciso, no habría vacilado en volver a sacrificarse, pero al finalizar la guerra su vocación artística lo había llevado a volver a su ciudad de origen para estudiar en la Universidad de Washington primero y en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania después, hasta entrar, a finales de la década de 1920, en la Academia Americana de Roma. Era el artista del grupo y tal vez, pensaba George Stout, su miembro más condecorado. En 1925, Walker Hancock había recibido el prestigioso Premio de Roma, y en 1942, durante la instrucción básica, supo que había ganado el concurso para diseñar la Medalla del Aire, uno de los máximos honores de la carrera militar. Gracias al galardón lo habían apartado de las unidades de infantería de primera línea.

Pese a su carácter despreocupado, accesible y optimista, el sacrificio personal de Walker Hancock era evidente: apenas unas pocas semanas antes de embarcar con rumbo a Inglaterra se había desposado con su prometida, Saima, en una pequeña capilla de la catedral Nacional de Washington. Saltaba a la vista que estaba profundamente enamorado de ella, pues parecía no pensar en otra cosa. Aun así, había sacrificado su carrera y su matrimonio por cruzar el océano. No sólo eso, sino que se había presentado voluntario, ya que en un principio el ejército lo había destinado al Pentágono, y lo había hecho de buen grado. Su dedicación, sus maneras y su afabilidad eran algo fuera de lo común. A Stout le costaba imaginárselo en el campo de batalla. Cuando pensaba en él, siempre lo veía echado con Saima en el estudio de su casa en Massachusetts —Hancock ponía mucho cuidado en guardar parte de su paga para la compra de la vivienda—, con la chimenea encendida y un gran busto de Atlas a medio esculpir al fondo. Hancock se reía. Nada lo desanimaba durante mucho tiempo. Tenía un carácter positivo y bondadoso, y aseguraba disfrutar incluso con el rancho.

James Rorimer, de sólo treinta y ocho años y recién llegado, era el polo opuesto del encantador Hancock: un hombre autoritario y ambicioso, forjado en el competitivo mundo de los museos; un hombre pequeño pero robusto, de aspecto guerrero. Había entrado a trabajar en el Museo Metropolitano de Arte nada más licenciarse en Harvard, y con menos de treinta años había desempeñado un papel crucial en los planes de expansión de la colección medieval del museo. En 1934, después de sólo siete años de carrera, había ascendido al rango de conservador de arte medieval. Al abrirse en 1938 la nueva sede de la colección medieval del Met, los Claustros, en la parte alta de Manhattan, Rorimer se había convertido en uno de sus promotores y conservadores más destacados. Sólo un hombre dinámico y de gran talento habría sido capaz de subir escalafones en el Met con tanta celeridad. Quizá por eso Stout no se sorprendió al saber que Rorimer provenía de una ciudad obrera como Cleveland, Ohio, y que su padre había alterado la ortografía del apellido judío Rorheimer por miedo al antisemitismo norteamericano.[35]

Rorimer, por supuesto, no pertenecía oficialmente a la sección de Monumentos. En teoría estaba destinado en Asuntos Civiles, el departamento encargado del complejo de instrucción de Shrivenham. Rorimer había pasado a la MFAA el 3 de marzo, y Stout sabía de buena tinta que su interés en el área de monumentos era sincero y que el comandante de la MFAA Geoffrey Webb lo quería con ellos. ¿Cómo no? Rorimer era un estudioso de primera fila, hablaba francés, conocía bien París e incluso asistía a clase seis veces por semana en Shrivenham para manejarse con fluidez en alemán.

Stout tenía que admitir que si algo tenía el muchacho, era tenacidad. Nadie en Shrivenham había trabajado tan duro por ingresar en la MFAA y nadie porfiaba tanto por mejorar sus aptitudes. James Rorimer era de los que se desviven por cumplir la tarea encomendada. Stout sospechaba que lo hacía con las miras puestas en una futura condecoración de la élite cultural norteamericana. Si es que sobrevivía a la guerra.

Luego estaba Robert Posey, el outsider del grupo. Stout no sabía gran cosa acerca de él. La mayor parte del tiempo permanecía callado y separado de los demás. No formaba parte del círculo de Harvard de Paul Sachs y, que los demás supieran, no era una figura especialmente destacada en su campo, la arquitectura. Había crecido en la más extrema pobreza en Alabama, algo que según Stout saltaba a la vista, y se había licenciado en la Universidad de Auburn, honor financiado de forma casi íntegra por el Cuerpo de Instrucción de Oficiales en la Reserva. Su formación y temperamento eran declaradamente militares, lo cual, sumado a los conocimientos de su ámbito de especialidad, hacía de él un hombre ideal para la unidad. Nadie sabía muy bien cómo había logrado entrar en la MFAA. Se rumoreaba que había llegado a Inglaterra desde el Círculo Ártico, afirmación demasiado inverosímil como para no ser cierta. Llegó a decir, en un arrebato de elocuencia, que era la única persona que había destruido un tanque en Pensilvania; por lo visto, como parte de su anterior quehacer militar, había diseñado un puente experimental que resultó ser un fiasco: el primer tanque que intentó cruzarlo cayó directo al río y se hundió. Stout sabía que el resto de oficiales de Monumentos no sabían muy bien cómo tratar con Robert Posey, pero Stout se mostraba más comprensivo. Posey era un obrero, un granjero de manual criado en la América profunda. Tenían mucho en común.

Aunque ahí terminaba la foto. Balfour el erudito británico, Hancock el artista amistoso, Rorimer el conservador porfiado, Posey el granjero de Alabama y, escondido en segundo plano, el distinguido George Leslie Stout, con su fino bigote. Stout doblaba un recodo de la carretera y le entraba la risa. George Stout no era ya el hombre impecable de antaño. El peso de la colada sucia sobre el hombro —no era otro el motivo de aquella excursión dominical— le recordaba que los aseos de la escuela de instrucción dejaban mucho que desear y que él presentaba un aspecto algo más descuidado de lo deseable.

Y es que por más que el «embrión» —como decía Paul Sachs— de la operación fuera cosa suya, en aquel cuartel George Stout no era más que un recluta cualquiera, sin autoridad sobre nadie. Mejor así. Stout profesaba un recelo instintivo hacia los líderes, aun dentro del ejército; prefería mancharse las manos trabajando de verdad y lavárselas a conciencia al terminar.

Había que admitir que era un buen grupo. Si de él hubiera dependido, tal vez habría elegido a los mismos hombres. Por desgracia no eran más que once, sin embargo los once eran excelentes. Quizá no fueran conservadores con experiencia, pero no había motivos para quejarse: eruditos, artistas, conservadores de museos y arquitectos, hombres de los que trabajan para ganarse la vida, no de los que mandan trabajar a los demás. Eran profesionales establecidos. Casi todos estaban casados y la mayoría tenían niños. Tenían edad suficiente para saber lo que estaba en juego, aunque seguían siendo lo bastante jóvenes para sobrevivir a las inclemencias del campo de batalla.

Sobrevivir. A George no le gustaba pensar en esa palabra. Aquellos hombres y él se dirigían a la guerra, y eso significaba que probablemente algunos de ellos no sobrevivirían. Pensó que era un crimen mandarlos al frente sin el equipo y el personal adecuados.

Stout le achacaba la culpa a lord Woolley, el viejo arqueólogo del Ministerio de Guerra. Ronald Balfour solía decir que era un buen tipo, pero la verdad es que estaba ahogando al grupo. Woolley mostraba un orgullo desmedido ante el hecho de que entre sólo tres personas dirigieran toda la operación de conservación —una de ellas lady Woolley, su esposa—. Con tan poco personal, ¿cómo iba a tomarse alguien en serio la misión? «Proteger las artes al mínimo coste posible»,[36] era el lema de Woolley, tomado de la oración fúnebre de Pericles. Stout sabía que la jerarquía militar apreciaba la referencia histórica. Esa argucia les sería sin duda de gran utilidad sobre el terreno.

«Si se organiza bien», le había escrito a su esposa. Ahí estaba la clave. ¿Era mucho pedir cien hombres a un ejército que tenía un millón? ¿Realmente era demasiado pedir unos pocos miles de dólares para cámaras, radios y demás equipo básico?

—¿Qué te parece, George? Ahí está —dijo Ronald Balfour con su entrecortado acento británico.

Las palabras interrumpieron los pensamientos de Stout y lo devolvieron a Inglaterra, a la primavera de 1944. Levantó la vista. Ante él había un pequeño conjunto de casas de piedra con tejado de paja. Más allá sobresalía el campanario de una iglesia, uno de los motivos por los que se habían desplazado hasta aquella pequeña aldea. Stout echó un vistazo al sol, ya alto, y a continuación consultó el reloj. El servicio debía de haber terminado hacía ya un buen rato.

—Una parada rápida para dejar esto —dijo Stout, señalando la bolsa de la colada— y subimos.

—Perfecto —contestó Balfour sonriendo.

Era difícil no tomarle aprecio a Balfour, pensó Stout, y, sobre todo, era un hombre en quien se podía confiar. Por suerte, porque serían los hombres como Balfour los que marcarían la diferencia. Stout era un científico, un hombre de su tiempo, pero nunca se fió de las máquinas. El hábil observador, que no la máquina, era lo esencial en el oficio de la conservación. En su opinión, ése era el secreto del éxito en cualquier empresa: observar el mundo de forma meticulosa, informada y eficaz, y actuar en consecuencia con lo observado. Para tener éxito sobre el terreno, un oficial de Monumentos no podía confiar tan sólo en sus conocimientos; se requería pasión, destreza, flexibilidad y nociones de cultura militar: saber hacia dónde apunta el cañón, cuál es la cadena de mando. Stout veía en Balfour una mezcla de aguda inteligencia, instinto práctico y respeto al uniforme. Y eso le inspiraba confianza.

«Llevadnos a destino —pensó—, y cumpliremos con nuestro cometido».

De joven, Stout había pasado un verano con su tío en Corpus Christi, Texas. Trabajaban seis días por semana; al séptimo pescaban. Un día atraparon un lenguado del golfo, un pez con ambos ojos al mismo lado de la cara que habita los fondos marinos. Para un muchacho de Iowa era difícil creer que en el mundo pudieran vivir peces tan insólitos y peculiares. Aquella tarde, de regreso al puerto, el motor se averió. Stout remó durante horas, pero la barca iba a la deriva, flotando inerte por las aguas poco profundas del golfo de México hasta que apareció una goleta y lo remolcó hasta la orilla. A partir de aquel día, Stout no volvió a fiarse de los motores. Sólo creía en las mareas y los remos. Sabía que así siempre lograría volver a tierra.

A decir verdad, la sección de Monumentos no desembarcaría en Francia con las manos vacías. Disponían de mapas cedidos por importantes estructuras y museos, dibujados bajo la supervisión de los directores de museos y otros asesores y después colocados sobre fotografías de reconocimiento aéreo. Los listados de monumentos protegidos, compilados por civiles y revisados por los oficiales de Asuntos Civiles, eran más que aceptables. Tampoco podía decirse nada en contra de los manuales de técnicas de conservación, basados en el trabajo del propio Stout.

Aun así, había que seguir puliendo la operación. Los directores de museos no comprendían la dinámica del ejército y el ejército seguía sin convencerse de que todo aquello fuera una buena idea. Los hombres de Monumentos eran simples asesores, no podían obligar a los oficiales de ningún rango a acatar sus decisiones. Se les permitía circular con libertad, pero no disponían de vehículos, ni de despachos, ni de personal de refuerzo, ni de un plan de apoyo. El ejército les había dado un barco, pero no el motor. George Stout se temía que sus compañeros no sólo iban a tener que remar, sino que tendrían que hacerlo a contracorriente. Aunque él sabía que cuando uno se echa al mar y no dejar de dar bogadas, tarde o temprano aparece una goleta.

«Llevadnos a destino —pensaba Stout, aún sin persuadirse de que la operación no fuera a hacer aguas en cualquier momento—. Dadnos una oportunidad».

—Neorrománica —dijo Balfour por encima del hombro de Stout—. Pequeña pero bien edificada, probablemente de finales del XIX. ¿Tú qué opinas, George?

George Stout echó un vistazo a la iglesia rural. Era sencilla, sólida, con elegantes ornamentos. Nada en ella irradiaba una belleza deslumbrante, aunque tampoco se advertían discordancias, extravagancias o deterioros, por lo que el efecto general era agradable. Quizá fuera de estilo neorrománico, pero a Stout la palabra que le vino a la cabeza fue «romántico». Romántico como un paisaje hecho a medida de los amantes, en el que él y su esposa Margie hubieran podido ser felices tiempo atrás. ¿O tal vez romántico en el sentido de optimista y lleno de buenas intenciones, como ellos, que confiaban en poder salvar edificios como aquél en los campos de batalla de una guerra moderna?

—Si encontramos una como ésta en el continente, podemos darnos con un canto en los dientes —dijo Stout, levantando la vista hacia la iglesia.

Balfour sonrió.

—Ah, George, perro viejo. Tú y tu pesimismo.

Stout pensó en los dos seguros de vida que había contratado antes de zarpar para Inglaterra, por si acaso. No le gustaba dejar las cosas al azar.

—Soy optimista, señor Balfour. Un optimista cauto, pero optimista.