CAPÍTULO 7

MONTECASSINO

Italia meridional

Invierno de 1943-1944

El 5.º Ejército estadounidense desembarcó en las proximidades de Salerno el 9 de septiembre de 1943. En teoría se trataba de un desembarco sorpresa, sin apoyo aéreo o naval, pero en cuanto los transportes de tropas se acercaron a las costas salernitanas, los alemanes gritaron en inglés por un altavoz: «Acérquense y ríndanse. Les estamos apuntando», lo cual no impidió que los estadounidenses abrieran fuego y que aquélla se convirtiera en una de las batallas más sangrientas de la guerra. El resto de la campaña tampoco fue fácil. La batalla por los principales aeródromos de Foggia, por ejemplo, fue tan intensa que, a su término, la diezmada 82.ª División Aerotransportada tuvo que unirse al X Cuerpo británico.

Con todo, el 5.º Ejército alcanzó su objetivo primordial, la ciudad portuaria de Nápoles, el 1 de octubre. El avance prosiguió sin pausa y el 6 de octubre se ganó la elevación situada al sur del río Volturno. Ante las tropas se extendían varios cientos de kilómetros de terreno escarpado, sembrado de fortificaciones y cruzado por cuatro grandes líneas defensivas. La capitulación italiana, declarada el 3 de septiembre, el día del primer desembarco aliado en suelo peninsular, se había hecho pública el día 8, pero el hecho no cogió por sorpresa a Hitler, quien, previendo la falta de determinación de los italianos, había apostado tropas por todo el país. Al mismo tiempo que los italianos rendían las armas, los refuerzos alemanes ocupaban posiciones. Eran tropas bien adiestradas, curtidas en el campo de batalla, determinadas. Además, estaban por todas partes. El tiempo empeoró. Las lluvias torrenciales transformaron las pistas de barro en ciénagas, y éstas se convirtieron en hielo por culpa del frío. Los ríos se salían del cauce y los campamentos de las tropas se inundaban. El traicionero terreno montañoso situado al norte del Volturno permitía a los alemanes atacar y retirarse con letal eficacia. Los observadores alemanes situados en lo alto de las montañas ordenaban fuego de artillería de forma incesante. Los comandantes aliados habían planeado llegar a Roma antes del comienzo de invierno. Para cuando cayó la primera aguanieve todavía no se encontraban ni a mitad de camino.

El 1 de diciembre, el 5.º Ejército entró en el valle del Liri. Las unidades de flanco combatieron a los alemanes sobre las cumbres nevadas mientras el contingente principal avanzaba por el valle bajo un auténtico diluvio, la mayor parte del tiempo al abrigo de la oscuridad, pero en todo momento bajo fuego enemigo. Cuarenta y cinco días más tarde llegaron al otro extremo del que ya se conocía como el valle del Corazón Púrpura, por el elevado número de soldados heridos o caídos en acto de servicio. Ante ellos se encontraba la ciudad de Cassino, el pilar de la Línea Gustav, el principal atrincheramiento de los alemanes al sur de Roma. La cadena montañosa que se alzaba sobre la ciudad dominaba todo el valle, y gracias a ello los alemanes pudieron repeler el asalto aliado del 17 de enero de 1944. La lluvia siguió cayendo durante semanas sobre el pelotón de hombres, muertos de frío a causa de las bajas temperaturas. El segundo embate aliado también fue repelido, provocando un gran número de bajas; las balas caían con tanta intensidad como la lluvia.

El ascenso a la montaña fue difícil, pero mucho peor habría de ser lo que aguardaba en la cima: la formidable, majestuosa y milenaria abadía de Montecassino. El monasterio había sido fundado por san Benito hacia el año 529, durante los últimos días del Imperio romano, en parte porque su excelente posición defensiva le ofrecía protección frente al mundo pagano. En Montecassino escribió el santo las reglas benedictinas, introduciendo con ellas la tradición monástica en Occidente. La abadía era tierra sagrada, un centro intelectual y «un símbolo de la preservación y el cultivo de los logros de la mente aun en tiempos de gran congoja».[27] Mas por aquellos días, la espléndida e imponente abadía parecía observar desafiante a los exhaustos y ensangrentados soldados aliados, como un símbolo del poderío nazi.

Los mandos aliados se resistían a destruir la abadía. Sólo unas pocas semanas antes, en una de sus últimas disposiciones antes de abandonar Italia, el general Dwight D. Eisenhower había emitido una orden ejecutiva por la cual prohibía bombardear emplazamientos de importante valor histórico-artístico. Montecassino, una de las grandes obras de la temprana cultura italiana y cristiana, era, por supuesto, un lugar protegido. Es cierto que la orden de Eisenhower contemplaba algunas excepciones: «Si tenemos que elegir entre destruir un edificio famoso y sacrificar a nuestros hombres —escribió—, entonces la vida de nuestros hombres cuenta infinitamente más y el edificio deberá caer»,[28] pero también trazaba una línea entre la necesidad y la conveniencia militar, y ningún comandante estaba dispuesto a ser el primero en averiguar dónde empezaba una y terminaba la otra.

De modo que durante un mes los mandos aliados estuvieron vacilando, y durante un mes los soldados aliados tuvieron que aguantar el tipo en las profundidades del valle de la muerte. Empezaba a hacer un frío polar y parecía que la lluvia no fuera a remitir jamás. Muchos días, las nubes eran tan espesas que las tropas no alcanzaban a ver el monasterio, y el mundo se reducía a los troncos renegridos de los árboles mordidos por las balas. Otros, las nubes se retiraban y la abadía los vigilaba sin perderlos de vista. Día tras día, los soldados avanzaban a través del barro helado y espeso, calados hasta los huesos y hostigados por los proyectiles alemanes. La prensa se hizo eco de sus adversidades e informó no sólo de la severidad de las condiciones, sino también de la creciente lista de muertos y heridos. Con el tiempo, prensa y soldados dejaron de considerar la montaña como una maravilla para ver en ella una trampa mortal y traicionera, erizada de cañones alemanes. El nombre de Montecassino dio la vuelta al mundo: la montaña de la muerte, el valle de la tristeza, el edificio que se interponía entre las fuerzas aliadas y Roma.

La ciudadanía, consternada por el sufrimiento de los muchachos, exigió la destrucción de Cassino. Los mandos británicos se pronunciaron en el mismo sentido. También los soldados. Pero los mandos estadounidenses y franceses, a falta de pruebas que demostrasen que los alemanes se encontraban en el interior de la abadía, se oponían. El brigadier Butler, comandante segundo de la 34.ª División estadounidense, señalaba: «No estoy seguro, pero no creo que el enemigo se halle en el interior del convento [sic]. Los disparos proceden de las lomas de la colina que quedan debajo del muro».[29] Al final, las fuerzas británicas y, sobre todo, indias, australianas y neozelandesas, designadas como primera oleada del asalto contra el atrincheramiento alemán, terminaron imponiéndose. El mayor general Howard Kippenberger, comandante de las fuerzas neozelandesas en Montecassino, resumió así la necesidad del bombardeo:

Si entonces no estaba ocupado [el monasterio], lo estaría al día siguiente, y en cualquier caso no parecía difícil que el enemigo pudiera valerse de él para introducir reservas durante un ataque o para parapetar ahí sus tropas en el caso de perder las posiciones exteriores. Era imposible pedirles a nuestros hombres que tomaran una colina dominada por un edificio intacto como aquél.[30]

El 15 de febrero de 1944, entre los vítores de los soldados aliados y los corresponsales de guerra, un bombardeo aéreo a gran escala destruyó la magnífica abadía de Montecassino. El general Eaker, de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, lo saludó como un gran triunfo, una muestra de lo que en lo sucesivo los alemanes podían esperar de la guerra.

Pero el resto del mundo no vitoreaba. Al contrario: Alemania e Italia intentaron volver las tornas contra los Aliados, sugiriendo que si aquello era lo que el mundo podía esperar de ellos, entonces los bárbaros y los traidores eran los Aliados. El cardenal Maglione, hablando en nombre del Vaticano, tachó la destrucción de la abadía de «yerro colosal» y de «muestra de burda estupidez».[31]

Dos días después, tras una serie de ataques menores, los Aliados lanzaron un asalto a gran escala. Una vez más, las tropas fueron repelidas a balazos. Tal y como había sospechado el brigadier Butler, los alemanes no se encontraban en la abadía —pues habían respetado la importancia cultural del lugar—, y el bombardeo no había debilitado sus posiciones. Es más, las había reforzado al permitir el aterrizaje de paracaidistas en las ruinas, con el consiguiente incremento de las defensas. Para la captura de Montecassino serían necesarios otros tres meses y unos 54.000 muertos y heridos entre las filas aliadas.

El 27 de mayo de 1944, una semana después de su conquista y más de tres meses después de su destrucción, el primer oficial de Monumentos que visitó la ciudad de Cassino, el mayor Ernest DeWald, se llegó al lugar para inspeccionar las ruinas de la abadía. Se encontró con que, si bien los fundamentos y las estancias subterráneas del complejo estaban intactas, casi todo lo que sobresalía de la superficie había sido arrasado. La iglesia del siglo XVII había desaparecido; la biblioteca, las galerías de arte y el monasterio no eran más que cascotes. DeWald encontró los restos de lo que antaño había sido la basílica, pero no halló el menor rastro de sus famosas puertas de bronce del siglo XI. Ignoraba si la rica biblioteca y la celebrada colección de arte del monasterio habían quedado enterradas o habían sido destruidas, o si los alemanes se las habrían llevado antes del bombardeo. La única pieza de valor que el mayor DeWald encontró aquella tarde, removiendo entre los escombros, fueron las caras de los ángeles que habían adornado la sillería del coro. Aunque algunas estaban rotas, la mayoría seguían enteras, y sus ojos observaban sin parpadear el vasto cielo azul.

16 de abril de 1943

Oficio de remisión de Rosenberg a Hitler anejo a los álbumes de fotografías de obras de arte robadas para el Führermuseum