LA PRIMERA CAMPAÑA
Sicilia
Verano de 1943
En enero de 1943, mientras Wheeler y Ward-Perkins formalizaban sus proyectos para Leptis Magna y George Stout se trasladaba a Maryland con la Marina, el presidente Roosevelt y Winston Churchill celebraban una cumbre secreta en Casablanca —el líder soviético, Iósif Stalin, también estaba invitado pero no pudo asistir—. Tras la expulsión de Italia de territorio argelino a manos de las fuerzas de la Francia Libre y Gran Bretaña, todo el norte de África quedaba bajo dominio aliado, aunque la Fortaleza Europea se mantenía incólume. Roosevelt, aconsejado por sus comandantes, y en especial por el general George C. Marshall, se mostraba partidario de un ataque inmediato a través del canal de la Mancha; por su parte, Churchill y sus asesores militares, con el respaldo de Dwight D. Ike Eisenhower, sostenían que los Aliados todavía no estaban listos. Después de diez días de reuniones, ambas potencias acordaron invadir Europa, pero no por el canal de la Mancha, sino por la puerta trasera: la isla de Sicilia, en la punta de la bota italiana.
La campaña de Sicilia sería una operación conjunta sin precedente en la historia: Estados Unidos y Gran Bretaña compartirían todas las decisiones, desde las operaciones de combate aéreo a las tareas de lavandería en la base de Argel. Ni que decir tiene que no iba a ser fácil integrar a dos ejércitos distintos. Casi de inmediato las tropas del norte de África constataron que ciertas tareas se prestaban a confusión: la comida corría a cargo de Gran Bretaña y los baños a cargo de Francia, cuando se suponía que iba a ser al revés. Era un presagio de lo que se avecinaba.
Entre las miles de responsabilidades compartidas entre las dos potencias «aliadas» aquella primavera se encontraba el incipiente programa de conservación emprendido por Wheeler y Ward-Perkins en Leptis Magna. A finales de abril de 1943, se decidió que dos oficiales, estadounidense el uno y británico el otro, serían enviados a Sicilia para inspeccionar los monumentos de los territorios ocupados «tan pronto como sea factible tras la ocupación».[23] Paul Sachs y los directores de los museos recibieron el primer revés cuando el ejército de Estados Unidos les pidió que recomendaran a alguien para ocupar el puesto de asesor estadounidense de Bellas Artes y Monumentos. Sugirieron a uno de los suyos, Francis Henry Taylor, el director del Met de cuyos «grandes planes» se burlaba George Stout, pero lo declararon inhábil para el servicio militar por razón de… su sobrepeso. El tiempo apremiaba, y como había que elegir a alguien que formara ya parte del ejército, los directores escogieron al capitán Mason Hammond, un catedrático de clásicas de Harvard que se desempeñaba en los servicios de inteligencia de las Fuerzas Aéreas.
Desafortunadamente, nadie le explicó nada a Hammond, quien al desembarcar en Argel para incorporarse a la misteriosa misión lo único que sabía era que participaría en labores de conservación. Los primeros días fueron un no parar de sobresaltos, y no sólo por lo repugnante de la comida y lo insalubre de los baños.
Hammond llegó en junio y le informaron de que la invasión estaba programada para principios de julio.
¿Invasión? Él creía que estaba destinado al norte de África. No, le dijeron, su destino era Sicilia.
Así las cosas, lo mejor que podía hacer era ir a la biblioteca de Argel para ponerse al día, pues Sicilia quedaba fuera de su campo de especialidad. Lo lamentamos, le respondieron, nada de investigaciones públicas. Había que evitar que los espías alemanes pudieran prever el próximo movimiento del ejército.
En tal caso, estudiaría a partir de las investigaciones del ejército. Pero no pudo ser: por los mismos motivos, tampoco el ejército disponía de información.
¿Sería posible estudiar los listados y descripciones de los monumentos que supuestamente debía proteger? Por desgracia, Paul Sachs y sus colegas de Nueva York no habían terminado de confeccionarlos todavía. Tal vez tardaran semanas. Por lo demás, aun en el caso de que llegaran antes de la invasión, sería imposible consultarlos. La razón, siempre la misma: los espías alemanes. Los listados se enviarían a Sicilia, donde serían entregados a los comandantes después del desembarco.
En ese caso, necesitaría hablar de inmediato con el resto de expertos en arte.
¿Expertos? No había más que uno. Y era británico. Y… no se encontraba allí. Lord Woolley, que dirigía las operaciones del lado británico, habría querido en el cargo a Wheeler o a Ward-Perkins, pero ambos habían cambiado de destino desde la toma de Leptis Magna. Al saber que no podía contar con ellos, había decidido postergar su decisión.
¿Postergarla?
No había ningún otro oficial disponible. Al menos por el momento.
¿Y entre el personal que iba a ser desplegado?
No había tal personal.
¿Medios de transporte?
No había medios asignados.
¿Y máquinas de escribir? ¿Radios? ¿Linternas? ¿Mapas? ¿Papel de borrador? ¿Lápices?
Tampoco había suministros.
¿Y qué decían las órdenes?
No había órdenes. Tenía libertad para ir a donde gustara.
Hammond, al encontrarse con la realidad sobre el terreno, cayó en que, en resumidas cuentas, no había misión. Decir que tenía libertad, por lo visto, era una forma como otra de admitir que no había nada importante que hacer. Lo cual tampoco le quitaba el sueño. «Dudo que para este trabajo se requiera a un gran equipo de especialistas —le escribía a un amigo desde el norte de África—, dado que en el mejor de los casos se trata de un lujo, y los militares no verían con buenos ojos que un grupo de expertos en arte corriera por todas partes tratando de decirles que no estropearan nada.»[24] Ya el primer oficial de Monumentos, como se conocería a los expertos en conservación, vio de buen comienzo que el enfoque que el ejército estaba dando a la misión era una perfecta insensatez y una pérdida de tiempo.
Los Aliados arribaron a Sicilia la noche del 9 al 10 de julio de 1943. Hammond, que pese a formar parte de la fuerza de ocupación no estaba en un lugar prioritario en la lista de desembarque, no llegó hasta el 29 de julio, mucho después de que las tropas hubiesen abandonado la cabeza de playa. En Siracusa, su primer acuartelamiento, hacía calor pero corría una brisa agradable. Los funcionarios culturales del lugar lo recibieron con entusiasmo —los italianos de tierra firme y los alemanes les habían dispensado un trato lamentable y se alegraban de haberse librado de ellos— y se lo llevaron a visitar los monumentos locales. Pese a hallarse en plena ruta del ejército, sólo habían sufrido daños menores. En la costa sur, su próxima parada, reinaba la calma: ni rastro de nada que no fueran las colinas descendiendo con suavidad hasta el mar. Días después, al contemplar las formidables ruinas romanas de Agrigento, veteadas de sombra bajo el implacable sol siciliano, vio que presentaban graves daños, pero ninguno de ellos había sido cometido en los últimos mil años. Su predicción parecía cumplirse: aparte de consultar con unos pocos expertos sicilianos, un oficial de Monumentos no podía hacer gran cosa allí.
La realidad llamó por fin a la puerta en Palermo, la capital siciliana. Los Aliados habían bombardeado incesantemente la ciudad como parte de una campaña de distracción, arrasando la antigua zona portuaria, numerosas iglesias y catedrales, la biblioteca pública, los archivos y los jardines botánicos. Al parecer, los oficiales de la zona exigían que el Gobierno Militar Aliado hiciera algo al respecto y todos terminaban dirigiéndose al pobre capitán, que sentado sobre una silla plegable ocupaba un rincón mugriento en un despacho compartido. Los sicilianos estaban dispuestos a colaborar, pero necesitaban explicaciones, valoraciones, financiación para las restauraciones, equipo, medios y artesanos experimentados para intervenir con carácter de emergencia en los edificios con peligro de derrumbe. El arzobispo quería que se prestara una atención especial a las iglesias… y a su palacio personal. Y el general Patton, cuyas tropas del 7.º Ejército habían tomado la ciudad, quería dinero para redecorar su cuartel, el antiguo palacio del rey de Sicilia.
Hammond no disponía de tiempo para escuchar todas las solicitudes, y tanto menos para darles respuesta. Durante más de un mes no pudo ni salir del despacho para realizar inspecciones sobre el terreno. Con su propia máquina de escribir, traída de casa, escribía largas cartas personales y los informes para el Ministerio de Guerra, en los que suplicaba información y refuerzos. La respuesta se hizo esperar hasta septiembre, cuando por fin se presentó el oficial de Monumentos británico, el capitán F. H. J. Maxse. Sin embargo, para entonces era ya demasiado tarde. Cuando los Aliados pasaron de Sicilia a la Italia continental el 3 de septiembre de 1943, el frustrado y confuso capitán Hammond seguía encallado, desesperado y sin saber qué hacer a cientos de kilómetros, en Palermo. A pesar de sus reducidas dimensiones, la rural Sicilia había desbordado las capacidades iniciales de la MFAA.
El 10 de septiembre de 1943, una semana después del desembarco aliado en la Italia continental, un Paul Sachs exultante le escribía a George Stout:
Debería haberle escrito hace algún tiempo para comunicarle que por fin su «embrión» ha tomado forma oficial y, como sabe, el presidente ha nombrado una Comisión Estadounidense para la Protección y Salvamento de Monumentos Artísticos e Históricos de Europa con el magistrado [del Tribunal Supremo] Roberts como presidente, y que me han pedido que participe en la comisión, a lo cual he accedido. […] Me ha parecido […] lo más indicado escribirle sin dilación, pues esta comisión no sólo es el resultado de las grandes ideas y firmes declaraciones que usted presentó durante la reunión en el Metropolitano que siguió a Pearl Harbor, sino que en verdad considero que es usted el auténtico padre del proyecto. […] Creo con firmeza que el nombramiento de esta comisión se debe a su iniciativa, a su imaginación y a su energía.[25]
Stout debió de quedarse algo desconcertado al leer la noticia. No cabía duda de que él era el padre, pero ¿qué era lo que había dado a luz? ¿Una nueva capa burocrática en vez del cuerpo de peritos destacados en primera línea que había previsto? Tras dos años de esfuerzos, el que había logrado imponerse era el proyecto de Paul Sachs y los directores de los museos, no el suyo.
El 13 de septiembre, mientras el 5.º Ejército estadounidense luchaba a la desesperada por mantener la cabeza de playa de Salerno, Stout le respondió a Sachs: «Mis congratulaciones al gobierno de Estados Unidos y al presidente de la comisión estadounidense por haberle aceptado —decía quitándose importancia con su habitual estilo entre mordaz y humorístico—. Es usted muy considerado al concederme tan gran parte en la puesta en marcha de esta misión, pero exagera usted de forma bárbara. No hacía falta ni mucho menos ser una lumbrera para entender lo que debería hacerse. Lo que cuenta es llevarlo a la práctica».[26]
20 de marzo de 1941
Informe al Führer de Alfred Rosenberg, jefe de la principal organización encargada del saqueo nazi, conocida como ERR