CAPÍTULO 5

LEPTIS MAGNA

Norte de África

Enero de 1943

Mientras en Estados Unidos cundía la alarma y se hacían planes, Gran Bretaña participaba ya de forma activa en las operaciones de combate dirigidas contra las potencias del Eje. En Europa, la maquinaria bélica aliada dependía principalmente de saboteadores encubiertos y de los valerosos pilotos que combatían a la Luftwaffe alemana sobre el canal de la Mancha; en la Unión Soviética, el Ejército Rojo resistía en las trincheras la agresiva ofensiva nazi; y en el Mediterráneo, la guerra se libraba con suerte alterna en los vastos desiertos del norte de África. Los británicos defendían Egipto, y una fuerza conjunta germano-italiana, Libia y Argelia, al oeste. Durante dos años, a contar desde la primera acometida italiana contra Egipto en 1940, la batalla se mantuvo encallada en el desierto. No sería hasta octubre de 1942, con la decisiva victoria de las fuerzas germano-italianas en la segunda batalla del El Alamein, cuando Gran Bretaña lograría abrir una brecha y avanzar hacia Trípoli, la capital libia.

En enero de 1943 ya habían alcanzado Leptis Magna, unas inmensas ruinas romanas situadas a sólo cien kilómetros al este de Trípoli. Fui allí donde el teniente coronel sir Robert Eric Mortimer Wheeler, de la Real Artillería del Ejército Norteafricano británico, contempló la majestuosidad de la ciudad del emperador Lucio Septimio Severo: la imponente puerta de la basílica, los centenares de columnas que delimitaban la antigua plaza del mercado, la enorme gradería del anfiteatro, con las azules aguas del Mediterráneo centelleando al fondo. Durante su apogeo, hacia el siglo III de nuestra era —después de que el emperador Severo dotara de grandes riquezas a su ciudad natal en un intento de convertirla en la capital cultural y económica de África—, Leptis Magna fue una ciudad portuaria, pero en los últimos mil setecientos años el puerto se había encenagado hasta convertirse en una dura capa de arcilla, un mundo gris y vacío.

«He aquí el poder —pensó Mortimer Wheeler—. Y un recuerdo de nuestra mortalidad».

Era una ciudad arruinada, en descomposición, medio engullida por el desierto del Sáhara, que llevaba dos mil años ganándole terreno. La mayoría de las columnas y bloques de piedra presentaban un color mortecino, semejante al de la arena rojiza, pero entre las ruinas se distinguían unos cuantos añadidos de color blanco, parte de las muchas «mejoras» realizadas por los italianos a lo largo de la década anterior. «Un nuevo imperio se alza de entre las cenizas del antiguo —solía repetirles Mussolini a los italianos—. Estamos construyendo un nuevo imperio romano». Wheeler dio un trago a su cantimplora y oteó el cielo en busca de aviones enemigos. Nada, ni una nube. Los italianos abandonaban por segunda vez una de las piedras angulares de su «imperio» sin ni siquiera oponer resistencia.

La primera vez había sido en 1940, cuando 36.000 soldados británicos y australianos contrarrestaron el avance hacia Egipto de 200.000 hombres del 10.º Ejército italiano.

Los británicos perdieron las ruinas en 1941 cuando los italianos, con el respaldo de las tropas alemanas y bajo el mando del general Erwin Rommel, los hicieron retroceder de vuelta a Egipto. Poco después, los italianos publicaron una muestra ejemplar de propaganda cultural: Che cosa hanno fatto gli Inglesi in Cirenaica (Qué han hecho los ingleses en Cirenaica). El panfleto mostraba objetos robados, estatuas destrozadas y paredes pintarrajeadas en el Museo de Cirene, obra, según los italianos, de los soldados británicos y australianos. Los británicos no supieron que la denuncia de los italianos era falsa hasta poco tiempo después, al recuperar Cirene, seiscientos cuarenta kilómetros al este de Leptis Magna. Las estatuas llevaban rotas cientos de años, los pedestales estaban vacíos porque los italianos habían retirado las estatuas y las pintadas no estaban en las paredes de las galerías del museo, sino en un cuarto trasero lleno de pintadas semejantes hechas por los soldados italianos.

El episodio, sin embargo, logró empañar la imagen del Ministerio de Guerra: durante casi dos años, los británicos tuvieron que defenderse contra acusaciones que no tenían modo de confirmar ni de negar. No disponían de arqueólogos en el norte de África, y nadie había examinado el yacimiento mientras éste había estado en manos británicas. A decir verdad, nadie en el ejército había reparado en el valor histórico y cultural, y por consiguiente propagandístico, de Cirene.

Wheeler se encontraba ahora en el centro de Leptis Magna, observando estupefacto cómo los británicos volvían a caer en el mismo error. A su izquierda, los camiones de carga resquebrajaban las antiguas losas romanas. A su derecha, los soldados se encaramaban sobre los muros caídos. Luego se fijó en un vigilante árabe que no podía hacer más que agitar los brazos al ver que un tanque pasaba por su lado y penetraba en el templo. El artillero abrió la escotilla y saludó. Su compañero le sacó una fotografía. «Un día perfecto en el norte de África, ojalá estuvieras aquí». ¿Acaso el ejército británico no había aprendido nada con la debacle de Cirenaica? Si aquello seguía así, las quejas de los italianos pronto hallarían fundamento.

—¿No podemos hacer nada, señor? —le preguntó Wheeler al jefe segundo de los oficiales de Asuntos Civiles (OAC). Asuntos Civiles era el organismo responsable de administrar los territorios conquistados una vez concluido el combate. Se encargaba de mantener la paz, aun cuando el frente se encontrase a sólo uno o dos kilómetros.

El oficial se encogió de hombros.

—Los soldados son así —respondió.

—Pero esto es Leptis Magna —protestó Wheeler—, la gran ciudad del emperador romano Lucio Septimio Severo. Son las ruinas romanas mejor conservadas de toda África.

El oficial se quedó mirándolo.

—Nunca había oído hablar de ella —fue su respuesta.

Wheeler sacudió la cabeza. Todos los oficiales habían sido advertidos de lo ocurrido en Cirenaica, pero un OAC del Ejército Norteafricano británico no había oído hablar nunca de Leptis Magna, aun cuando era sabido que el ejército tendría que combatir allí. ¿Por qué? ¿Porque no los habían acusado de profanarla? ¿Es que se iban a pasar la guerra comprendiendo sus errores sólo después de cometerlos?

—¿Son importantes? —preguntó el oficial.

—¿El qué?

—Estas casas caídas.

—Son ruinas clásicas, señor. Y sí, son importantes.

—¿Por qué?

—Son insustituibles. Son historia. Son… Como soldados tenemos el deber de protegerlas, señor. Si no lo hacemos, el enemigo lo utilizará contra nosotros.

—¿Es usted historiador, teniente?

—Soy arqueólogo. Soy el director del Museo de Londres.[21]

El oficial de Asuntos Civiles asintió con la cabeza.

—Entonces haga usted algo, señor director.

Al ver que el OAC lo decía en serio, Wheeler se puso manos a la obra. Por suerte, no tardó en descubrir que un colega arqueólogo del Museo de Londres, el teniente coronel John Bryan Ward-Perkins, estaba destinado como oficial de artillería en una unidad cercana a Leptis Magna. Entre ambos, con la ayuda del OAC, redirigieron el tráfico, fotografiaron los daños sufridos, apostaron vigilantes y organizaron trabajos de reparación en la ciudad en ruinas. «Por lo menos servirá para mantener ocupada a la tropa», pensaron.

En Londres, sus informes fueron recibidos con miradas socarronas. ¿Leptis Magna? ¿Preservar?

—Mándenselo a Woolley —dijo alguien por fin—. Él sabrá qué hacer.

Woolley era sir Charles Leonard Woolley, un arqueólogo de fama en el mundo entero que en los años previos a la primera guerra mundial había trabajado mano a mano con sir Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia. Tenía sesenta años y servía en el Ministerio de Guerra británico, en un cargo del todo ajeno a su especialidad. Woolley, efectivamente, se interesó por aquellos antiguos tesoros, y, en la primavera de 1943, los tres empezaron a dedicar su tiempo libre a preparar planes de conservación para los tres yacimientos de antigüedades de Libia.

Fueron Wheeler y Ward-Perkins quienes insistieron en que, además de protegerlos, «los yacimientos antiguos y los museos [del norte de África grecorromano] debieran hacerse accesibles a los soldados con el fin de despertar en ellos el interés por las antigüedades».[22] En otras palabras: un ejército culto es un ejército respetuoso y disciplinado. Y un ejército respetuoso y disciplinado es mucho menos susceptible de provocar estragos culturales. Sin saberlo, los británicos empezaban a apuntar hacia el mismo objetivo que con tanto ahínco perseguía George Stout en Estados Unidos: el primer programa de protección de monumentos situados en zona de guerra.