CAPÍTULO 1

FUERA DE ALEMANIA

Karlsruhe, Alemania

1715-1938

La ciudad de Karlsruhe, en el suroeste de Alemania, fue fundada en 1715 por el margrave Carlos Guillermo de Baden-Durlach. Cuenta la leyenda local que un día, caminando por los bosques, Carlos Guillermo se quedó dormido y soñó con un palacio rodeado por una ciudad. En verdad, si abandonó su residencia de Durlach fue por enfrentamientos con las gentes del lugar. Con todo, el optimismo de Carlos Guillermo mandó disponer su nuevo asentamiento en forma de rueda, con el palacio en el centro y treinta y dos carreteras partiendo de éste a modo de radios. Como en el sueño, la ciudad empezó a florecer en torno al palacio.

Confiado en que la nueva ciudad no tardaría en prosperar y convertirse en potencia regional, Carlos Guillermo invitó a todo el mundo a instalarse donde más le pluguiera, sin distinciones de raza o credo. Extraño privilegio, sobre todo para los judíos, que en buena parte de Europa oriental se veían obligados a vivir en núcleos segregados. En 1718 se estableció una congregación judía en Karlsruhe. En 1725, un mercader judío de nombre Seligmann llegó allí procedente de Ettlingen, ciudad vecina donde su familia había vivido desde el año 1600. Seligmann logró medrar en Karlsruhe, acaso porque las primeras leyes antijudías no se promulgaron hasta 1752, cuando por fin la ciudad se vio a sí misma como potencia regional. Hacia 1800 los habitantes de Alemania fueron obligados por ley a adoptar un apellido, y los descendientes de Seligmann tomaron el de Ettlinger, en recuerdo de su ciudad de origen.

Kaiserstrasse es la calle principal de Karlsruhe, y en ella los Ettlinger abrieron en 1850 un comercio de ropa para mujeres: Gebrüder Ettlinger. Por entonces a los judíos les estaba vetado poseer tierras de labranza. Las profesiones liberales, como la medicina y las leyes, y el funcionariado eran accesibles, pero también abiertamente discriminatorias, mientras que los gremios, como el de plomeros o el de carpinteros, les negaban el ingreso. De aquí que muchas familias judías optaran por abrir pequeños comercios. Gebrüder Ettlinger quedaba a dos manzanas del palacio, y hacia finales de la década de 1890 se convirtió en uno de los comercios de moda de la región por encontrarse entre sus clientas una descendiente de Carlos Guillermo, la gran duquesa Hilda de Baden, esposa de Guillermo II de Baden. Hacia 1900 la tienda ocupaba cuatro pisos y contaba con cuarenta empleados. La duquesa perdió su posición en 1918, de resultas de la derrota alemana en la primera guerra mundial, pero esta pérdida no hizo mella en la fortuna de la familia Ettlinger.

En 1925, Max Ettlinger se casó con Suse Oppenheimer, hija de un comerciante de textiles al por mayor de la vecina ciudad de Bruchsal cuya principal fuente de ingresos provenía del suministro de telas para uniformes de empleados del gobierno, como policías y agentes de aduanas. Las raíces de los Oppenheimer, también judíos, se remontaban a 1450, y éstos eran conocidos por su integridad, generosidad y filantropía. La madre de Suse había ocupado, entre otros, el cargo de presidenta local de la Cruz Roja. De modo que cuando en 1926 nació el primogénito de Max y Suse, Heinz Ludwig Chaim Ettlinger, al que llamaban Harry, la familia no sólo gozaba de una posición económica privilegiada, sino que su buena reputación estaba consolidada en toda la zona de Karlsruhe.

Como los niños viven en un mundo aislado, el pequeño Harry creía que la vida había sido siempre como él la conocía. No tenía amigos gentiles, pero tampoco sus padres, por lo que eso nada tenía de extraño. Conocía a los gentiles de verlos en la escuela y en los parques, y aunque el trato con ellos era cordial, en el fondo se daba cuenta de que, por alguna razón, él era distinto. Ignoraba que el mundo se encaminaba hacia una crisis económica y que los tiempos difíciles propician reproches y acusaciones. En privado, los padres de Harry estaban cada vez más preocupados, no sólo por la situación económica, sino también por la creciente oleada de nacionalismo y antisemitismo. Harry lo único que veía era que la línea entre él y el mundo exterior de Karlsruhe era cada vez más visible y difícil de cruzar.

En 1933, con siete años, a Harry se le prohibió la entrada en la asociación deportiva local. En verano de 1935, su tía abandonó Karlsruhe para instalarse en Suiza. Cuando Harry empezó quinto curso pocos meses después, de cuarenta y cinco alumnos, en su clase sólo había otro que fuera judío. Su padre era un veterano condecorado de la primera guerra mundial y había sido herido de metralla en las afueras de la ciudad francesa de Metz, razón por la que Harry quedó temporalmente excluido de las leyes de Núremberg de 1935, en aplicación de las cuales los judíos habían de ser desprovistos de la nacionalidad alemana y, por ende, de la mayor parte de sus derechos. Obligado a sentarse en la última fila, las notas de Harry bajaron de forma notable. Y no por ostracismo o intimidaciones —que las hubo, si bien Harry nunca recibió palizas ni abusos físicos por parte de sus compañeros de clase—, sino por los prejuicios de sus profesores.

Dos años más tarde, en 1937, Harry se cambió a una escuela judía. Poco después, él y sus dos hermanos pequeños recibieron un regalo sorpresa: bicicletas. Gebrüder Ettlinger había ido a la bancarrota por culpa del boicot a los negocios regentados por judíos, y su padre había entrado a trabajar con el abuelo Oppenheimer en la empresa textil. Harry aprendió a montar en bicicleta para poder moverse por Holanda, adonde la familia esperaba trasladarse. La familia de su mejor amigo planeaba emigrar a Palestina. De hecho, casi todos los conocidos de Harry estaban intentando salir de Alemania. Poco después se supo que la solicitud de los Ettlinger había sido denegada. No iban a ir a Holanda. Poco después, Harry tuvo un accidente con la bicicleta; el hospital también se negó a admitirlo.

En Karlsruhe había dos sinagogas, y los Ettlinger, sin ser practicantes asiduos, frecuentaban la menos ortodoxa. La sinagoga de Kronenstrasse era un edificio centenario y espacioso de rica decoración. El centro de oración se elevaba hasta una altura de cuatro pisos en una serie de cúpulas ornamentadas —cuatro pisos era la altura máxima permitida, pues ningún edificio de Karlsruhe podía superar a la torre del palacio de Carlos Guillermo—. Los hombres, vestidos con traje y sombrero de copa negros, ocupaban los largos bancos de la sección inferior. Las mujeres se sentaban en los palcos de la parte superior. A su espalda, el sol penetraba a través de los amplios ventanales y bañaba la estancia con su luz.

Los viernes por la noche y los sábados por la mañana, Harry podía observar a la congregación desde su puesto en la galería del coro. La gente a la que conocía se fue marchando, obligada a expatriarse debido a la pobreza, la discriminación, la amenaza de la violencia y un gobierno que promovía la emigración como mejor «solución», tanto para los judíos como para el Estado alemán. Aun así, la sinagoga estaba siempre llena. A medida que el mundo les daba la espalda —económica, cultural, socialmente—, los judíos acudían a la sinagoga en busca de la tolerancia que el exterior les negaba. No era extraño ver a quinientas personas reunidas en el templo, cantando juntas y rogando por la paz.

En marzo de 1938, los nazis se anexionaron Austria. La adulación general subsiguiente fortaleció el poder de Hitler y reforzó la ideología del «Deutschland über alles» («Alemania por encima de todo»). Según el Führer, estaba formándose un nuevo imperio alemán que duraría mil años. ¿Imperio alemán? ¿Alemania por encima de todo? Los judíos de Karlsruhe creían que la guerra era inevitable. No sólo contra ellos sino contra toda Europa.

Un mes después, el 28 de abril de 1938, Max y Suse recorrieron en tren los ochenta kilómetros que había hasta Stuttgart para personarse ante el consulado estadounidense. Habían solicitado permiso para emigrar a Suiza, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, pero todas las solicitudes habían sido rechazadas. Aquélla no era una visita para solucionar papeles sino para hallar respuesta a unas cuantas preguntas, pero el consulado era un hervidero de gente y reinaba la confusión. La pareja fue de despacho en despacho, sin saber a dónde iban ni para qué. Hicieron preguntas y rellenaron formularios. Días después recibieron una carta. La solicitud para emigrar a Estados Unidos estaba en fase de tramitación. Según se sabría después, el 28 de abril fue el último día que Estados Unidos aceptó peticiones de emigración; todo aquel misterioso papeleo era la solicitud. Los Ettlinger tenían vía libre.

Pero antes Harry tenía que celebrar el Bar Mitzvá. La ceremonia estaba prevista para enero de 1939, luego la familia se pondría en camino. Harry se pasó el verano estudiando hebreo e inglés mientras las propiedades de la familia iban desapareciendo. Algunas fueron enviadas a amigos y parientes, pero el grueso de sus objetos personales se embalaron para enviarlos a Norteamérica. A los judíos no se les permitía sacar dinero del país —lo cual convertía en superflua la tasa del cien por cien sobre el valor de los envíos destinada al Partido Nazi—, pero todavía podían conservar algunas de sus posesiones, privilegio que les sería retirado a finales de año.

En julio, la ceremonia del Bar Mitzvá de Harry se adelantó a octubre de 1938. Envalentonado por su éxito en Austria, Hitler había anunciado que si los Sudetes, una pequeña franja de territorio unida a Checoslovaquia tras la primera guerra mundial, no eran entregados a Alemania, el país iría a la guerra. El pronóstico era de lo más sombrío. La guerra no sólo parecía inevitable sino inminente. En la sinagoga, los rezos por la paz se hicieron más frecuentes y desesperados. En agosto, los Ettlinger adelantaron otras tres semanas la fecha del Bar Mitzvá de su hijo y su salida de Alemania.

En septiembre, Harry, de doce años, y sus dos hermanos recorrieron veinticinco kilómetros en tren hasta Bruchsal para visitar a sus abuelos por última vez. El negocio textil se había hundido y sus abuelos estaban a punto de trasladarse a la cercana ciudad de Baden-Baden. La abuela Oppenheimer preparó un almuerzo sencillo para los muchachos. El abuelo Oppenheimer les enseñó una última vez unas cuantas piezas selectas de su colección de grabados. Era un estudiante del mundo y un modesto mecenas. Su colección se componía de casi dos mil grabados, sobre todo ex libris y obras de impresionistas alemanes menores activos entre 1890 y la primera década del siglo XX. Una de las mejores era un grabado realizado por un artista local del autorretrato de Rembrandt expuesto en el museo de Karlsruhe. El cuadro era una de las joyas de la colección del museo. El abuelo Oppenheimer solía detenerse a admirarlo en sus frecuentes visitas al museo con ocasión de conferencias y reuniones, aunque por entonces llevaba cinco años sin verlo. Harry no lo había visto nunca, pese a haber vivido toda la vida a cuatro manzanas de distancia. En 1933, el museo había cerrado sus puertas a los judíos.

Finalmente, el abuelo Oppenheimer guardó los grabados y se volvió hacia un globo terráqueo.

—Pronto, niños, seréis norteamericanos —les dijo con tristeza—, y vuestro enemigo —añadió girando el globo y colocando el dedo no sobre Berlín sino sobre Tokio— será Japón.[2]

Una semana después, el 24 de septiembre de 1938, Harry Ettlinger celebraba el Bar Mitzvá en la magnífica sinagoga de Kronenstrasse. El servicio duró tres horas y durante éste Harry se puso en pie para leer los pasajes de la Torá en hebreo antiguo, como se viene haciendo desde hace milenios. La sinagoga estaba al límite de su capacidad. La ceremonia conmemoraba su paso a la edad adulta, sus esperanzas de futuro, pero para muchos la posibilidad de seguir viviendo en Karlsruhe parecía haberse desvanecido. No había empleo, la comunidad judía padecía el rechazo y el acoso, y Hitler había retado a las potencias occidentales que osaran oponérsele. Terminada la ceremonia, el rabino se llevó aparte a los padres de Harry y les dijo que no perdieran tiempo, que no partieran al día siguiente sino esa misma tarde, en el tren de la una para Suiza. Los padres estaban desconcertados. El rabino les aconsejaba viajar en sabbat, el día de descanso. Era algo inaudito.

Las diez calles de vuelta a casa se les hicieron interminables. El almuerzo de celebración, durante el cual comieron emparedados fríos, transcurrió con calma en el apartamento casi vacío. Los únicos invitados eran los abuelos Oppenheimer, la otra abuela de Harry, Jennie, y la hermana de ésta, la tía Rosa, que habían ido a vivir con la familia tras el cierre de Gebrüder Ettlinger. Cuando la madre de Harry le comunicó al abuelo Oppenheimer lo que el rabino les había aconsejado, el veterano del ejército alemán se acercó a la ventana, echó un vistazo a Kaiserstrasse y vio a docenas de soldados paseándose con sus uniformes.

—Si la guerra fuera a empezar hoy —dijo el astuto veterano—, todos estos soldados no estarían en la calle sino en los cuarteles. La guerra no va a empezar hoy.[3]

El padre de Harry, también él un orgulloso veterano del ejército alemán, asintió. La familia no partió esa tarde, sino a la mañana siguiente, a bordo del primer tren con destino a Suiza. El 9 de octubre de 1938 desembarcaron en el puerto de Nueva York. Justo un mes después, el 9 de noviembre, los nazis aprovecharon el asesinato de un diplomático para precipitar la cruzada contra los judíos alemanes. Durante la Kristallnacht, la noche de los cristales rotos, se destruyeron más de siete mil negocios judíos y doscientas sinagogas. Los varones judíos de Karlsruhe, entre ellos el abuelo Oppenheimer, fueron capturados e ingresados en el cercano campo de internamiento de Dachau. La magnífica sinagoga centenaria de Kronenstrasse, donde sólo unas semanas antes Heinz Ludwig Chaim Ettlinger había celebrado el Bar Mitzvá, fue quemada hasta los cimientos. Harry Ettlinger fue el último muchacho que celebró la ceremonia del Bar Mitzvá en la vieja sinagoga de Karlsruhe.

Esta historia, sin embargo, no trata de la sinagoga de Kronenstrasse, ni del campo de internamiento de Dachau, ni siquiera del Holocausto judío. Trata de otro de los actos de negación y agresión perpetrados por Hitler contra los pueblos y naciones de Europa: la guerra contra su cultura. Cuando el soldado del ejército estadounidense Harry Ettlinger volvió por fin a Karlsruhe, no fue en busca de familiares perdidos ni de los restos de la comunidad, sino para investigar el destino de otro legado arrebatado por el régimen nazi: la preciada colección de arte de su abuelo. Por el camino habría de descubrir, enterrado a ciento ochenta metros bajo tierra, algo que siempre había conocido pero que jamás había esperado ver: el Rembrandt de Karlsruhe.