Anthony tuvo la satisfacción de leer en los ojos de sus dos compañeros que ambos habían comprendido instantáneamente.
¡Le duró muy poco la satisfacción, sin embargo, porque le asaltó otro pensamiento con la fuerza de un golpe físico!
—¡Dios Santo…! —gritó—. ¡El coche! ¡Qué imbécil fui! ¡Qué idiota! Me dijo que por poco la había atropellado un automóvil y apenas le hice caso. —Se puso en pie de un brinco—. ¡Vamos! ¡Aprisa!
—Aseguró que se iba directamente a su casa cuando salió de Scotland Yard —dijo Kemp.
—Sí. ¿Por qué no la acompañaría yo?
—¿Quién está en la casa? —inquirió Race.
—Ruth Lessing estaba allí, aguardando a Mrs. Drake. ¡Es posible que las dos estén discutiendo los detalles del entierro aún!
—Y discutiendo todo lo demás también, o no conozco a Mrs. Drake —dijo Race, y agregó bruscamente—: ¿Tiene Iris Marle algún otro pariente?
—Que yo sepa, no.
—Creo comprender en qué dirección le llevan sus ideas y pensamientos. Pero… ¿es físicamente posible?
—Creo que sí. Considere usted mismo lo mucho que se ha dado por sentado, basándose en la palabra de una sola persona.
Kemp estaba pagando la consumición. Los tres hombres salieron apresuradamente.
—¿Usted cree que miss Marle corre peligro inmediato? —preguntó Kemp.
—Sí que lo creo.
Anthony masculló una maldición y paró un taxi. Los tres subieron al coche y el conductor recibió la orden de dirigirse a Elvaston Square lo más a prisa posible.
—Aún no he hecho más que formarme una idea general —dijo Kemp lentamente—. ¿Elimina esto por completo a los Farraday?
—Me alegro de eso por lo menos. Pero ¿es posible que haya otro atentado tan pronto?
—Cuanto antes mejor —manifestó Race—. Antes de que hayamos tenido tiempo de empezar a pensar con la cabeza. A la tercera va la vencida. Iris Marle me dijo, delante de Mrs. Drake, que se casaría con usted tan pronto como usted quisiera.
Hablaba espasmódicamente, porque el conductor estaba siguiendo al pie de la letra sus instrucciones y doblaba esquinas y serpenteaba por entre el tráfico con verdadero entusiasmo.
Al llegar a Elvaston Square, se detuvo con una violenta sacudida delante de la casa.
Jamás había parecido más apacible aquella plaza.
Anthony se esforzó por recobrar su serenidad habitual.
—Como en las películas —murmuró—. Se siente uno como si estuviera haciendo el ridículo.
Pero se hallaba en el último escalón tocando el timbre cuando Kemp empezaba a subir el primero y Race pagaba el taxi.
La doncella abrió la puerta.
—¿Ha regresado miss Marle? —le preguntó con brusquedad.
Evans pareció sorprenderse.
—Oh, sí, señor. Llegó hace cosa de media hora.
Anthony exhaló un suspiro de alivio. Había tal tranquilidad en la casa y todo parecía tan normal, que se avergonzó de sus recientes y melodramáticos temores.
—¿Dónde está?
—Supongo que en la sala, con Mrs. Drake.
Anthony asintió y subió rápidamente la escalera. Race y Kemp le siguieron.
En la placidez de la sala a media luz, Lucilla Drake registraba las gavetas de la mesa escritorio tan absorta y esperanzada como un perro perdiguero, sin dejar de murmurar: «¡Caramba, caramba! ¿Dónde puse la cartera de Mrs. Marsham? Vamos a ver…
—¿Dónde está Iris? —preguntó Anthony bruscamente.
Lucilla se volvió y se quedó mirándolo fijamente.
—¿Iris? Ella… ¡Usted perdone! —Se irguió—. ¿Me es lícito preguntarle quién es usted?
Race se asomó por detrás del joven y el rostro de Lucilla se despejó. No vio al inspector Kemp, que fue el tercero en entrar en la sala.
—¡Oh, mi querido coronel Race! ¡Cuánto le agradezco que haya venido! Pero lástima que no hubiese estado aquí un poco antes. Me hubiera gustado consultarle algunos pormenores del entierro. ¡Es tan importante el consejo de un hombre! Y la verdad, me sentí tan disgustada, como le dije a miss Lessing, que ni siquiera podía pensar… y he de reconocer que miss Lessing se mostró muy simpática y comprensiva por una vez y ofreció hacer todo lo que le fuera posible por quitarme esa carga de encima… Sólo que, como ella misma dijo muy razonablemente, yo era la persona más indicada para saber cuáles eran los himnos favoritos de George… aunque no es que lo supiera en realidad, porque me temo que George no iba con frecuencia a la iglesia… pero, claro está, como esposa de un clérigo… como viuda, quiero decir… sí que sé cuáles son los más apropiados…
—¿Dónde está miss Marle?
—¿Iris? Entró hace rato. Dijo que tenía dolor de cabeza y que se iba a su cuarto. Los jóvenes no parecen tener mucha resistencia hoy en día… ¿sabe usted? No comen suficientes espinacas y parece disgustarles hablar de los detalles del entierro, aunque, después de todo, alguien ha de cuidarse de esas cosas. A una le gusta tener la seguridad de que se ha hecho todo lo mejor posible, y que se ha mostrado el debido respeto a los muertos. Y no es que me hayan parecido a mí nunca verdaderamente respetuosas las carrozas automóviles que hoy se estilan, no es como usar caballos de cola negra larga, entiéndame usted… pero, claro está, dije enseguida que no había inconveniente y Ruth… la llamo Ruth y no miss Lessing… y yo lo estábamos resolviendo todo magníficamente, con que le dijimos que podía dejarlo todo en nuestras manos.
Kemp se impacientaba.
—¿Se ha ido miss Lessing?
—Sí. Lo resolvimos todo y se fue hace cosa de diez minutos. Se llevó las notas que ha de publicar la prensa. Nada de flores, dadas las circunstancias, y el canónigo Westbury se encargará personalmente del servicio…
A medida que la mujer hablaba, Anthony se fue acercando a la puerta. Había salido ya de la sala cuando Lucilla interrumpió de pronto su narración para preguntar:
—¿Quién era ese joven que vino con usted? No me di cuenta al principio de que era usted quien lo había traído. Creí que a lo mejor sería uno de esos terribles periodistas. Nos han dado tanto que hacer ya…
Anthony subía los peldaños de la escalera de dos en dos. Oyó pasos detrás de él, volvió la cabeza y dirigió una sonrisa al inspector Kemp.
—¿También usted ha desertado? ¡Pobre Race!
—El sabe hacer las cosas bien —murmuró Kemp—. Yo no soy admitido ahí abajo.
Se hallaban en el primer piso y se disponían a subir al segundo, cuando Anthony oyó pasos que bajaban. Tiró de Kemp y ambos se metieron en un cuarto de baño vecino.
Los pasos continuaron escalera abajo.
Anthony volvió a salir y subió el último tramo a toda prisa. Sabía que el cuarto de Iris era el pequeño que había en la parte de atrás. Llamó con los nudillos en la puerta.
—¡Eh, Iris!
No obtuvo contestación. Llamó y habló otra vez. Luego probó la puerta y la encontró cerrada con llave.
Empezó a golpearla con verdadera urgencia.
—¡Iris…! ¡Iris…!
Al cabo de un par de segundos se interrumpió y miró hacia abajo. Se hallaba de pie sobre una de esas viejas esteras peludas hechas para que encajen por la parte de fuera de las puertas y no dejen pasar corrientes de aire. Aquélla estaba muy pegada a la puerta. La apartó de un puntapié. El espacio de debajo de la puerta era muy grande. Dedujo que en algún tiempo lo rebajarían para dar cabida a una alfombra que ya no se usaba.
Se agachó pero no pudo ver nada a través del ojo de la cerradura. De pronto alzó la cabeza y olfateó. Luego se dejó caer al suelo y acercó la nariz al espacio de abajo.
Se puso en pie de un brinco.
—¡Kemp! —gritó.
No veía al inspector. Anthony volvió a gritar.
Fue el coronel Race, sin embargo, quien subió corriendo la escalera. Anthony no le dio tiempo a hablar.
—¡Gas…! —exclamó—. ¡Sale a chorros! ¡Tendremos que echar la puerta abajo!
Race tenía un cuerpo atlético. Entre él y Anthony no tardaron en eliminar el obstáculo. La cerradura cedió.
Retrocedieron un instante.
—Está allí, junto a la chimenea —le avisó Race—. Yo entraré de una carrera y romperé la ventana. Usted sáquela.
Iris yacía junto a la estufa de gas con la boca y la nariz pegadas a la espita abierta.
Un minuto o dos más tarde, medio ahogados ambos, Anthony y Race depositaron a la muchacha en el suelo del descansillo para que le diera la corriente de aire procedente de la ventana del pasillo.
—Le aplicaré la respiración artificial —dijo Race—. Usted llame a prisa a un médico.
Anthony empezaba a bajar la escalera cuando Race le gritó:
—No se preocupe. Creo que no será nada. Llegamos a tiempo.
En el vestíbulo, Anthony marcó un número y habló por teléfono con un fondo de exclamaciones procedentes de Lucilla Drake.
—Le pesqué. Vive al otro lado de la plaza. Estará aquí dentro de un par de minutos.
—… pero ¡es preciso que sepa lo que ha ocurrido! ¿Está Iris enferma?
Era el gemido final de Lucilla.
—Estaba en su cuarto con la puerta cerrada, la cabeza en la estufa y la espita abierta —le explicó Anthony.
—¿Iris? —Mrs. Drake soltó un penetrante chillido—. ¿Que Iris se ha suicidado? No puedo creerlo. ¡No lo creo!.
En los labios de Anthony se dibujó una sombra de su sonrisa habitual.
—No es necesario que lo crea —contestó—. No es verdad.