Había tres hombres sentados alrededor de una pequeña mesa con tablero de mármol. El coronel Race y el inspector Kemp estaban tomando sendas tazas de té muy cargado. Anthony estaba paladeando lo que los ingleses llaman una taza de buen café. No estaba Anthony muy de acuerdo con esta definición, pero lo soportaba simplemente para que se le admitiera en términos de igualdad a la conferencia de los otros dos hombres.
El inspector Kemp, tras comprobar cuidadosamente las credenciales de Anthony, había accedido a reconocerle como colega.
—Si quieren que les dé mi opinión —dijo el inspector que echó varios terrones de azúcar en su té—, este caso nunca llegará a juicio. Jamás lograremos pruebas suficientes.
—¿Usted cree que no? —inquirió Race.
Kemp meneó la cabeza y tomó un trago de té.
—La única esperanza estaba en obtener pruebas de que alguno de esos cinco hubiera comprado o tenido en su poder cianuro. Han resultado infructuosas todas mis pesquisas en esa dirección. Será uno de esos casos en que se sabe quién es el culpable, pero no se puede demostrar.
—¿Usted sabe quién es el culpable? —dijo Anthony que miró con interés a Kemp.
—En mi fuero interno estoy casi convencido: lady Alexandra Farraday.
—¡Así que esa es su opinión! —manifestó Race—. ¿Razones?
—Las va usted a saber —declaró Kemp—. Creo que es de esas mujeres que tienen unos celos terribles. Y es autocrática también. Como esa reina de la historia… Leonor de no sé qué, que siguió la pista hasta el nido de amor de la Bella Rosamunda y le dijo que escogiera entre el puñal y la taza de veneno[11].
—Sólo que en este caso —dijo Anthony—, a la Bella Rosemary no le dieron a escoger.
—Alguien avisa a Mr. Barton —prosiguió Kemp—, y éste empieza a desconfiar. Y yo creo que tendría unas sospechas bien definidas, sino no hubiera llegado hasta el punto de comprar una casa en el campo a menos que quisiera vigilar a los Farraday. Ella debió de comprenderlo enseguida al oírle hablar tanto de la fiesta y ver su insistencia en que acudieran. Ella no es de las que dice «esperemos y veamos». Siempre autocrática, la eliminó. Eso, me dirán ustedes, no es más que una teoría basada en el temperamento de lady Alexandra. Pero yo digo que la única persona que puede haber tenido ocasión de dejar caer algo en la copa de Barton, un poco antes de que bebiera, es la dama sentada a su derecha.
—¿Y nadie le vio hacerlo? —preguntó Anthony.
—Hubiera podido verla alguien, en efecto. Pero nadie la vio. Diga si quiere que demostró mucha destreza.
—Una verdadera prestidigitadora.
Race tosió. Sacó la pipa y empezó a cargarla.
—Un detalle de menor cuantía —dijo—. Admitamos que lady Alexandra es autocrática, celosa y que quiere con locura a su marido, y admitamos que no vacilaría en asesinar si fuera preciso. ¿Cree usted que es de las que meterían pruebas condenatorias en el bolso de una muchacha? ¿Una muchacha completamente inocente, fíjese bien, que jamás le había hecho daño alguno? ¿Está eso de acuerdo con la tradición de los Kidderminster?
El inspector Kemp se movió con desasosiego en su asiento y contempló el interior de su taza.
—Las mujeres no juegan limpio —contestó—, si es eso lo que quiere decir.
—Muchas de ellas, sí —dijo Race, sonriendo—; pero me alegro de ver que no ha quedado usted muy convencido.
Kemp salió de su apuro volviéndose hacia Anthony, con aire de condescendencia y protección.
—A propósito, Mr. Browne, seguiré llamándole así, si le es igual, quiero decirle que le estoy muy agradecido por la rapidez con que trajo a miss Marle aquí esta tarde para que contara lo que le había ocurrido.
—Tuve que hacerlo aprisa —respondió Anthony—. De haber esperado, probablemente no la hubiera podido traer.
—Ella no quería venir, claro está —dijo Race.
—Estaba asustada, pobre chica. Me parece natural.
—Mucho —asintió el inspector.
Y se sirvió té. Anthony tomó un trago de café.
—Bueno —añadió Kemp—, yo creo que la hemos tranquilizado. Se fue a casa bastante satisfecha.
—Espero —comentó Anthony— que después del entierro podrá escaparse conmigo al campo. Creo que le sentarán bien veinticuatro horas de paz y tranquilidad, lejos de la eterna charla de tía Lucilla.
—La incansable lengua de tía Lucilla tiene sus ventajas —dijo Race.
—Para usted. Y que le aprovechen —dijo Kemp—. Suerte que no se me ocurrió tomar taquigráficamente lo que decía cuando le tomé la declaración. De haberlo hecho, el desgraciado taquígrafo se encontraría a estas horas en el hospital con una mano paralizada.
—Quizá tenga usted razón, inspector —opinó Anthony—, al asegurar que el asunto jamás llegará a juicio. Pero ése es un final muy poco satisfactorio… Y aún hay una cosa que no sabemos… ¿quién escribió a George Barton los anónimos diciéndole que a su mujer la habían asesinado? No tenemos la menor idea de quien puede ser.
—¿Sigue con sus sospechas, Browne? —preguntó Race.
—¿Ruth Lessing? Sí, sigue siendo mi candidata. Me dijo usted que le había confesado que estaba enamorada de George. Rosemary, según todos los indicios, la trataba con desprecio. Imagínese que vio de pronto una buena oportunidad para deshacerse de Rosemary y que estaba convencida de que, una vez con la mujer fuera de circulación, ella podría casarse con George…
—Todo eso se lo concedo —respondió Race—. Reconozco que Ruth Lessing tiene la serenidad y la eficiencia necesarias para pensar en un asesinato y llevarlo a cabo, y que quizá carece de esa piedad que es esencialmente producto de la imaginación. Sí, hasta le concedo que haya cometido el primer asesinato. Pero, por mucho que me esfuerce, no me la imagino cometiendo el segundo. ¡No concibo que le entrara pánico y que envenenara al hombre a quien amaba y con quien esperaba casarse! Otro de los detalles que la excluyen: ¿por qué se calló cuando vio a Iris tirar el paquete debajo de la mesa?
—Quizá no lo vio —sugirió Anthony algo dubitativo.
—Casi tengo la seguridad de que lo vio —señaló Race—. Cuando la interrogué, me dio la impresión de que ocultaba algo. Y la propia Iris Marle cree que Ruth Lessing la vio.
—Vamos, coronel —dijo Kemp—, sepamos ahora por quién vota usted. De alguien sospecha, ¿verdad?
Race asintió.
—Hable. Lo que es justo, es justo. Ha escuchado ya nuestra opinión… y hecho objeciones.
La mirada de Race se apartó pensativa del rostro de Kemp para clavarse en el de Anthony.
Él enarcó las cejas.
—No me diga usted que sigue creyéndome el «traidor».
Race meneó la cabeza lentamente.
—No se me ocurre motivo alguno para que quisiera usted matar a George Barton. Creo saber quién lo mató, y también a Rosemary.
—¿Quién?
—Es curioso que todos hayamos escogido como candidato una mujer —musitó Race—. Yo también sospecho de una. —Hizo una pausa y luego agregó—: Yo creo que la culpable es Iris Marle.
Anthony retiró la silla violentamente. Durante un instante se le congestionó el rostro. Luego, con esfuerzo, volvió a dominarse. Su voz al hablar, tenía un leve temblor, pero era tan despreocupada y burlona como siempre.
—Discutamos esa posibilidad. No faltaría más —dijo—. ¿Por qué Iris Marle? Y, en tal caso, ¿por qué había ella de contarme espontáneamente lo de haber dejado caer el paquetito de cianuro debajo de la mesa?
—Porque —dijo Race— sabía que Ruth Lessing le había visto hacerlo.
Anthony meditó sobre la respuesta. Por fin hizo un gesto de asentimiento.
—¡Vale! —dijo—. Prosiga. ¿Por qué sospechó de ella?
—El móvil. A Rosemary le habían legado una fortuna en la que Iris no había de participar. Hasta es posible que durante muchos años la consumiera lo que ella consideraría una injusticia. Sabía que si Rosemary moría sin hijos, todo aquel dinero iría a parar a sus manos. Y Rosemary estaba deprimida, era desgraciada, acababa de pasar una gripe que la había dejado una depresión. Se hallaba precisamente en un estado en que fácilmente se admitiría la teoría de un suicidio sin vacilar.
—¡Adelante! —exclamó Anthony—. ¡Pinte a la muchacha como un monstruo!
—No como un monstruo —dijo Race—. Había otra razón para que yo sospechara de ella… una razón que les parecerá un poco cogida por los pelos: Víctor Drake.
—¿Víctor Drake? —exclamó Anthony boquiabierto.
—Un mal bicho. Herencia. No en balde escuché a Lucilla Drake. Conozco la historia de la familia Marle. Víctor Drake, más que débil, es un verdadero malvado. La madre, de intelecto débil e incapaz de reflexionar. Héctor Marle, débil, vicioso y borracho. Rosemary, inestable desde el punto de vista emocional. Una historia de debilidad, vicio e inestabilidad. Causas que predisponen.
Anthony encendió un cigarrillo. Le temblaban las manos.
—¿No cree usted posible que de una planta débil… mala incluso, pueda salir una flor sana?
—Claro que es posible. Pero no estoy muy seguro de que Iris Marle sea una flor sana.
—Y mi palabra de nada sirve —dijo Anthony muy despacio—, porque estoy enamorado de Iris. ¿George le enseñó las cartas y ella se asustó y lo mató? Ésa es una idea, ¿no le parece?
—Sí. Cabría la posibilidad del pánico en su caso.
—¿Cómo consiguió echar el veneno en la copa de George Barton?
—Confieso que no lo sé.
—Me alegro de que haya algo que usted no sepa. —Anthony echó su silla hacia atrás y luego hacia delante. Sus ojos lanzaban destellos de ira y estaba de un humor peligroso—. ¡Hace falta valor para decírmelo a mí!
—Lo sé —replicó Race serenamente—. Pero consideré que era preciso decirlo.
Kemp observó a los dos con interés pero no habló. Revolvió el té con la cucharilla, distraído.
—Está bien. —Anthony se irguió en su asiento—. Las cosas han cambiado. Ya no es cuestión de permanecer sentados bebiendo estas asquerosas infusiones y exponiendo teorías académicas. Éste caso tiene que resolverse. Tenemos que superar todas las dificultades y descubrir la verdad. Éste será mi trabajo, y lo haré de una manera o de otra. He de meditar sobre las cosas que no sabemos… porque, al saberlas, quedará todo aclarado.
«Volveré a plantear el problema. ¿Quién sabía que Rosemary había muerto asesinada? ¿Quién escribió a George y se lo dijo? ¿Por qué le escribieron?». Y ahora los asesinatos en sí. Eliminemos el primero. Hace demasiado tiempo que se cometió y no sabemos exactamente lo ocurrido. Pero el segundo asesinato se cometió ante mis propios ojos. Yo lo vi. Por consiguiente, debiera saber cómo se llevó a cabo. El momento ideal para echarle cianuro en la copa a George fue durante el espectáculo… pero no es posible que lo pusieran entonces, porque bebió de la copa inmediatamente después. Yo le vi beber. Después de beber él, nadie puso nada en la copa, pero estaba llena de cianuro. No es posible que lo envenenaran, pero lo envenenaron. Había cianuro en su copa… ¡pero nadie pudo haberlo echado dentro! ¿Hacemos progresos?
—No —dijo Kemp.
—Sí —lo contradijo—. El asunto ha entrado ahora en el campo de la prestidigitación. O en el terreno de una manifestación espiritista. Ahora voy a dar un breve resumen de mi teoría psíquica. Mientras bailábamos, el fantasma de Rosemary se cernió sobre la copa de George y dejó caer dentro una materialización de cianuro. Cualquier espíritu es capaz de fabricar cianuro con ectoplasma. George regresó y bebió a su salud y… ¡qué caramba!
Los otros dos le miraron con curiosidad. Anthony se había llevado las manos a la cabeza. Se mecía de un lado para otro, víctima, al parecer, de una gran angustia mental.
—Eso es… eso es —decía—, el bolso… el camarero…
—¿El camarero? —Kemp aguzó las orejas.
Anthony sacudió la cabeza.
—No, no. No quiero decir lo que usted quiere decir. Sí que creí antes que lo que necesitábamos era un camarero que no fuese camarero, sino un prestidigitador… un camarero que hubiera sido contratado el día anterior. En lugar de eso, tuvimos un camarero que siempre había sido camarero, un camarero que pertenecía a la dinastía real de camareros, un camarero seráfico, un camarero por encima de toda sospecha. Y sigue estando por encima de toda sospecha, pero ¡desempeñó su papel! ¡Dios Santo, sí! ¡Ya lo creo que desempeñó su papel…! Y un papel estelar, por añadidura.
Les miró fijamente.
—¿No se dan cuenta? Un camarero hubiera podido envenenar el champán; pero el camarero no lo hizo. Nadie tocó la copa de George, pero George murió envenenado. Un artículo indeterminado. El artículo determinado. ¡La copa de George! ¡George! Dos cosas distintas. Y el dinero… ¡dinero a espuertas! ¿Y quién sabe…?, quizás amor también. Me miran como si me creyeran loco. Vengan. Les enseñaré.
Echó la silla hacia atrás y se puso en pie de un brinco. Asió a Kemp de un brazo.
—Venga conmigo.
Kemp dirigió una mirada llena de sentimiento a su taza a medio beber.
—Hay que pagar —dijo.
—No, no. Volveremos en seguida. Vamos. He de enseñarle algo ahí fuera. ¡Vamos, Race!
Apartó la mesa de un empujón y les llevó al vestíbulo.
—¿Ven ustedes esa cabina telefónica?
—Sí.
Anthony se registró los bolsillos.
—Maldita sea, no tengo dos peniques sueltos. No importa. Ahora que lo pienso mejor, prefiero no hacerlo así. Volvamos.
Regresaron al café. Kemp entró primero, seguido de Race, y Anthony con la mano posada en el brazo del coronel.
Kemp tenía una expresión preocupada cuando se sentó y cogió la pipa. Sopló por ella y empezó luego a hurgarla con una horquilla que se sacó del bolsillo del chaleco.
Race miraba a Anthony intrigado. Tomó la taza y la apuró de un trago.
—¡Maldición! —exclamó con violencia—. ¡Tiene azúcar!
Miró por encima de la mesa y vio aparecer en el rostro de Anthony una sonrisa de satisfacción.
—¡Vaya! —dijo Kemp al probar el contenido de su taza—. ¿Qué diablos es esto?
—Café —dijo Anthony—. Y no creo que le guste. A mí no me ha gustado.