Capítulo XI

Anthony sabía, porque se lo habían avisado por teléfono, que Lucilla Drake iba a salir a las cinco a tomar el té con una antigua amiga. En previsión de cualquier contingencia —la posibilidad de que se olvidara el portamonedas y tuviese que volver por él, que se decidiera a última hora a regresar por el paraguas, o por si acaso se quedara a charlar un rato a la puerta de su casa—, Anthony calculó su llegada a Elvaston Square para las cinco y veinticinco. Era a Iris a quien quería ver, no a su tía. Y, por lo que le habían dicho, como le pillara Lucilla por su cuenta, iba a tener muy pocas probabilidades de hablar con Iris sin interrupciones.

La doncella, una muchacha menos avispada que Elizabeth Archdale, le dijo que miss Iris Marle acababa de entrar y se hallaba en el despacho. Lo acompañaría.

—No se moleste —dijo Anthony con una sonrisa—. Ya sé llegar yo solo.

Entró y se dirigió al despacho.

Iris se volvió sobresaltada al oírle entrar.

—¡Ah! ¡Eres tú!

Se acercó a ella.

—¿Qué ocurre, querida?

—Nada. —Hizo una pausa y luego agregó apresuradamente—: Nada. Sólo que por poco me atropellan. ¡Oh! La culpa fue mía. Supongo que iba enfrascada en mis pensamientos y crucé la calle sin mirar. El coche dobló la esquina a toda velocidad y no me atropello de milagro.

Él la sacudió dulcemente.

—Debes andar con cuidado. Iris. Me tienes preocupado… ¡Oh! ¡No por lo milagrosamente que te has librado de que te pasara por encima un auto, sino por el motivo que te distrae hasta ese punto! ¿Qué sucede, querida? ¿De qué se trata? ¿Es algo especial?

Ella asintió. Los ojos que le miraron estaban opacos y dilatados de miedo. Leyó el mensaje antes de que ella hubiera dicho en voz muy baja y rápida:

Tengo miedo.

Anthony recobró el aplomo, la serenidad y la sonrisa. Se sentó a su lado en un sofá.

—Vamos —le persuadió—. Cuéntamelo.

—No creo que debiera decírtelo, Anthony.

—Vamos, boba, no seas como las heroínas de las novelas baratas, que empiezan por tener en el primer capítulo algo que no pueden decir… sin más razón que la de enredar al héroe y conseguir que la historia se alargue otras cincuenta mil palabras.

Ella sonrió débilmente.

—Quiero decírtelo, Anthony, pero no sé lo que pensarás. No sé si creerás…

Anthony alzó una mano y empezó a contar con los dedos, pausadamente:

—Uno: un hijo natural. Dos: un amante chantajista. Tres: un…

—¡Claro que no! —le interrumpió ella indignada—. ¡Nada de todo eso!

—Me proporcionas un gran alivio —dijo Anthony—. Habla, no seas boba.

El rostro de Iris volvió a ensombrecerse.

—No es cosa de risa. Es… es por lo de la otra noche.

—¿Qué?

—Estuviste en la encuesta esta mañana. Oíste…

Hizo una pausa.

—Muy poco —dijo Anthony—. Oí al forense hablar con tecnicismos de los cianuros en general y del de potasio en particular. Del efecto del mismo en George. Y las investigaciones previas hechas por aquel primer inspector, no Kemp, sino el del bigotito elegante, que fue el primero en llegar al Luxemburgo. Luego, de la identificación del cadáver de George Barton. A continuación, la encuesta fue aplazada una semana.

—Al inspector me refiero —dijo Iris—. Describió haber hallado un paquetito de papel debajo de la mesa, un paquetito que contenía restos de cianuro.

Anthony dio muestras de interés.

—Sí. Es evidente que quien echó el veneno en la copa de George, tiró luego el paquetito debajo de la mesa. Es la cosa más natural del mundo. No podía correr el riesgo de que se lo encontraran encima.

Con gran sorpresa suya. Iris empezó a temblar violentamente.

—¡Oh, no, Anthony! ¡Oh, no! ¡No fue así!

—¿Qué quieres decir, querida? ¿Qué sabes tú de ello?

—Fui yo quien lo tiró debajo de la mesa.

Él la miró con asombro.

—Escucha, Anthony: ¿recuerdas que George bebió el champán y después cayó? Fue terrible… como una pesadilla. Ocurrió cuando todo peligro parecía haber desaparecido. Quiero decir que, después del espectáculo, cuando se encendieron las luces, ¡sentí un alivio…! Porque fue entonces cuando encontramos a Rosemary muerta, ¿recuerdas? Y, sin saber por qué, tenía el presentimiento de que iba a reproducirse la escena… Como una sensación de que se hallaba allí muerta, en la mesa…

—Querida…

—Sí, ya lo sé. Sólo eran mis nervios. Sea como fuere, allí estábamos, y no había ocurrido nada terrible y, de pronto, pareció como si todo el asunto se hubiera terminado por fin, de una vez para siempre, y una pudiera… no sé cómo explicarlo… respirar otra vez. Así que bailé con George y empecé a divertirme de verdad por fin. Y volvimos a la mesa. Entonces George se puso a hablar inesperadamente de Rosemary y nos pidió que bebiéramos a su memoria. A continuación murió él, y toda la pesadilla volvió a comenzar.

»Creo que quedé como paralizada. Al parecer, permanecí allí inmóvil pero temblando. Tú te acercaste a mirarle, y yo me aparté un poco. Y se acercaron los camareros, y alguien pidió un médico. Durante todo ese tiempo, yo estaba como helada. Luego, de pronto, se me hizo un nudo en la garganta y empezaron a resbalar las lágrimas por mis mejillas. Entonces abrí el bolso para sacar el pañuelo. Rebusqué en el bolso, porque las lágrimas no me dejaban ver bien, y saqué el pañuelo. Pero vi que había algo enganchado en él, un trozo de papel blanco doblado, parecido al que usan los farmacéuticos para envolver polvos medicinales. Sólo que aquel papel no estaba en mi bolso al salir de casa, ¿comprendes, Anthony? No había contenido nada que se le pareciese. Yo misma había metido las cosas dentro, el bolso estaba completamente vacío. Una polvera, una barrita de carmín, el pañuelo, un peine dentro de su estuche, un chelín y un par de monedas de seis peniques. Alguien me había metido aquel paquetito en el bolso. Tenía que haber sido así. Y recordé que habían encontrado un paquetito igual en el bolso de Rosemary después de su muerte. Y que había contenido cianuro. Me asusté, Anthony. Me asusté una barbaridad. Los dedos se me quedaron exangües. El paquete se escapó del pañuelo y cayó debajo de la mesa. Lo dejé caer y no dije nada. Estaba demasiado asustada. Alguien tenía la intención de que pareciera que había matado yo a George… Y yo no hice tal cosa, Anthony.

Anthony emitió un prolongado silbido.

—Y… ¿nadie te vio? —quiso saber.

Iris titubeó.

—No estoy segura —contestó muy despacio—. Creo que Ruth se dio cuenta. Pero parecía tan aturdida que aún no estoy segura de si se dio cuenta de verdad… o si me estaba mirando sin verme.

Anthony volvió a silbar.

—En menudo jaleo te has metido.

—Ha sido un sufrimiento terrible —dijo Iris—. ¡He tenido tanto miedo de que se enteraran…!

—¿Por qué no se encontraron en el paquete tus huellas dactilares? Lo primero que harían sería buscar las huellas latentes.

—Supongo que sería porque lo debí sujetar a través del pañuelo.

Anthony asintió.

—Sí, tuviste suerte en eso.

—Pero ¿quién pudo meterlo en mi bolso? Lo tuve conmigo toda la noche.

—Eso no es tan imposible como tú crees. Cuando fuiste a bailar después del espectáculo, dejaste el bolso sobre la mesa. Alguien pudo haberlo hecho entonces. Y hay que tener en cuenta a las mujeres. ¿Podrías ponerte en pie y enseñarme lo que hace una mujer en el guardarropa? Es algo de lo que yo no sé una palabra. ¿Os reunís y charláis, o bien os vais cada una a un espejo distinto?

Iris reflexionó.

—Todas nos acercamos a la misma mesa, una mesa muy larga, con el tablero de vidrio. Dejamos los bolsos y nos miramos la cara, ¿sabes?

—No, no lo sé. Continúa.

—Ruth se empolvó la nariz y Sandra se dio unos toques al pelo y se puso una horquilla. Y yo me quité la capa y se la di a la encargada del guardarropa. Entonces vi que tenía sucia la mano, una salpicadura de barro, y me acerqué a los lavabos.

—¿Dejaste el bolso sobre la mesa de cristal?

—Sí. Y me lavé las manos. Creo que Ruth aún se estaba retocando el maquillaje. Y Sandra vino y entregó su capa y luego regresó al espejo. Ruth vino a lavarse las manos y yo volví a la mesa y me arreglé un poco el cabello.

—Así que, ¿cualquiera de las dos hubiera podido meter algo en el bolso sin que tú lo vieras?

—Sí, pero no puedo creer que ni Ruth ni Sandra fuesen capaces de hacer semejante cosa.

—Tienes un concepto muy elevado de la gente. Sandra es una de esas mujeres que hubieran quemado a sus enemigos vivos en la Edad Media y Ruth resultaría la envenenadora más práctica, completa e implacable que haya jamás pisado esta tierra.

—De haber sido Ruth, ¿por qué no dijo que me había visto dejar caer el papel?

—Ahí me pillaste. Si Ruth hubiera escondido el paquete de cianuro en tu bolso con toda la mala intención, hubiese tenido buen cuidado de que no pudieras deshacerte de él. Así que parece ser que no fue Ruth. Es más, la mejor probabilidad la constituye un camarero… ¡El camarero… el camarero! Si por lo menos hubiese habido un camarero extraño, un camarero singular, un camarero alquilado para aquella noche tan sólo. Pero, en lugar de eso, no tenemos más que a Giuseppe y Pierre. Y ninguno de los dos encaja en este caso.

Iris exhaló un suspiro.

—Me alegro de habértelo dicho. Nadie se enterará ahora, ¿verdad? Sólo lo sabremos tú y yo.

Anthony la miró con cierto embarazo.

—Las cosas no van a quedar así precisamente, Iris. Es más, vas a ir ahora mismo conmigo, en un taxi, a ver a Kemp. No podemos ocultar eso.

—¡Oh, no, Anthony! Creerán que yo maté a George.

—¡No cabe la menor duda de que lo creerán si descubren más adelante que les habías ocultado eso! Tu explicación no resultará entonces muy convincente. Si la ofreces ahora voluntariamente, existe una probabilidad de que te crean.

—Por favor, Anthony…

—Escucha, Iris, te encuentras en una situación difícil. Pero, aparte de toda otra consideración, existe una cosa que se llama verdad. No puedes preocuparte exclusivamente de tu propia seguridad cuando se trata de administrar justicia.

—¡Oh, Anthony! ¿Es necesario que te muestres tan grandilocuente y abnegado? ¿Quieres dártelas de tener un gran corazón?

—¡Astuto golpe! —dijo Anthony—. A pesar de lo cual, vamos a ir a ver a Kemp. ¡Ahora mismo!

Salió con él al vestíbulo de muy mala gana. El abrigo de Iris estaba tirado sobre una silla. El joven le ayudó a ponérselo.

En los ojos de Iris brillaba una expresión de rebeldía y de temor, pero Anthony no dio muestras de ceder.

—Tomaremos un taxi al otro lado de la plaza —dijo. Cuando se dirigían a la puerta, alguien oprimió el timbre y le oyeron sonar en el sótano. Iris exhaló una exclamación.

—Me había olvidado. Es Ruth. Iba a venir aquí a la salida de la oficina para discutir los detalles del entierro. Se celebrará pasado mañana. Se me ocurrió que podríamos arreglarlo todo mejor en ausencia de tía Lucilla, porque ella complica las cosas de una manera…

Anthony se adelantó y abrió la puerta antes de que pudiera hacerlo la doncella, que subía corriendo la escalera.

—Déjalo, Evans —dijo Iris. Y la muchacha se volvió a marchar. Ruth parecía cansada y algo desgreñada. Llevaba un maletín bastante grande.

—Siento mucho llegar tarde, pero el metro estaba tan lleno esta noche… y luego tuve que esperar tres autobuses y no encontré un taxi por ninguna parte.

«Está muy poco en consonancia con el temperamento de la eficiente Ruth el presentar excusas», pensó Anthony. Una prueba más de que la muerte de George había logrado dar al traste con aquella eficiencia que casi no resultaba humana.

—No puedo ir contigo ahora, Anthony —dijo Iris—. Ruth y yo tenemos que arreglar unas cosas.

Anthony respondió con firmeza:

—Me temo que lo que hemos de hacer nosotros es mucho más importante. Siento mucho, miss Lessing, tener que llevarme a Iris, pero se trata de algo verdaderamente importante.

—No se preocupe, Mr. Browne. Puedo arreglarlo todo con Mrs. Drake cuando llegue —sonrió levemente—. Soy capaz de manejarla muy bien, ¿sabe?

—Estoy seguro de que sería usted capaz de manejar a cualquiera, miss Lessing —dijo Anthony con admiración.

—Quizás, Iris, si pudiera usted hacerme alguna indicación especial…

—No hay ninguna. Propuse que lo arregláramos nosotras nada más porque tía Lucilla cambia de parecer cada dos minutos y me pareció muy duro que usted pagase las consecuencias. ¡Ha tenido usted tanto quehacer! Pero en realidad me tiene sin cuidado la clase de entierro que se haga. A tía Lucilla le gustan los entierros, pero yo los odio. Hay que enterrar a la gente, pero para eso no hace falta tanto jaleo. A los difuntos les tiene completamente sin cuidado. Han escapado de todo eso. Los muertos no vuelven.

Ruth no contestó, e Iris repitió con extrañeza y desafiadora insistencia:

—¡Los muertos no vuelven!

—Vamos —dijo Anthony.

Y la sacó por la puerta de un tirón.

Un taxi libre cruzaba lentamente la plaza. Anthony lo paró y ayudó a subir a Iris.

—Dime, hermosura —preguntó cuando hubo ordenado al conductor que les llevara a Scotland Yard—, ¿quién sentías que estaba en el vestíbulo cuando te pareció tan necesario afirmar que los muertos, muertos están? ¿George o Rosemary?

—¡Nadie! ¡Nadie en absoluto! ¡Te digo que odio los entierros!

Anthony exhaló un suspiro.

—Decididamente —murmuró—, debo de tener facultades psíquicas.