Capítulo V

Race encontró a Ruth Lessing sentada ante una mesa de despacho, muy ocupada con unos papeles. Vestía chaqueta negra, falda del mismo color y blusa blanca; su actividad le impresionó. Observó las grandes ojeras que tenía y el mohín de tristeza de su boca; pero dominaba su dolor, si es que era dolor, tan bien como sus demás emociones.

Race explicó el objeto de su visita y ella reaccionó inmediata y favorablemente.

—Le agradezco mucho que haya venido. Ya sé quién es usted, claro está. Mr. Barton esperaba que se reuniera con nosotros anoche, ¿verdad? Recuerdo que lo dijo.

—¿Dijo eso antes de la fiesta?

Ella reflexionó unos instantes.

—No. Fue cuando nos sentábamos a la mesa. Recuerdo que quedé un poco sorprendida… —Hizo una pausa y se puso levemente colorada—… no porque le hubiera invitado a usted, naturalmente. Sé que es un antiguo amigo. Quise decir que quedé sorprendida de que, si iba usted a venir, no hubiera invitado a otra mujer para completar las parejas. Pero claro está, si usted iba a llegar tarde y existía la posibilidad de que no viniera siquiera… —Se interrumpió—. ¡Qué estúpida soy! ¿A qué hablar de esas pequeñeces que no importan? ¡Sí que estoy estúpida esta mañana!

—¡Pero… ha venido a trabajar como de costumbre!

—Naturalmente. —Pareció sorprendida, casi escandalizada—. Es mi trabajo. ¡Hay tantas cosas por resolver y ordenar!

—George me habló muchas veces de lo mucho que confiaba en usted —murmuró el coronel con dulzura.

Ella volvió la cabeza. Le vio tragar algo y parpadear. El hecho de que no diera muestras de emoción alguna casi le convenció de su inocencia. Casi, pero no del todo. Había conocido a más de una buena actriz, mujeres cuyos enrojecidos párpados y grandes ojeras obedecían a causas artificiales y no naturales.

Se reservó la opinión de momento, mientras pensaba: «Sea como fuere, es una mujer muy serena».

Ruth volvió la cabeza de nuevo y, en contestación a su último comentario, dijo:

—He estado con él mucho tiempo, en abril se cumplirían los ocho años. Conocía muy bien sus costumbres y creo que él… tenía confianza en mí.

—Estoy seguro de ello. —Tras una pausa Race prosiguió—: Falta poco para la hora de comer. Esperaba que me haría usted el honor de acompañarme a comer a algún sitio tranquilo. Quisiera hablarle de otras cosas.

—Gracias. Aceptaré encantada su invitación.

La llevó a un pequeño restaurante que conocía, donde las mesitas estaban muy separadas unas de otras y era posible hablar con tranquilidad.

Pidió lo que deseaban y, una vez se hubo marchado el camarero, miró a su acompañante. «Es una muchacha muy bien parecida», decidió. La negra cabellera era hermosa. La boca y la barbilla indicaban voluntad.

Habló de todo un poco hasta que les sirvieron. Y ella siguió su ejemplo, mostrándose inteligente y sensata.

Al poco rato, tras una pausa, Ruth dijo:

—¿Quiere usted hablar conmigo sobre lo de anoche? No vacile en hacerlo. Resulta todo tan increíble, que me gustaría hablar de ello. De no ser porque sucedió y yo lo vi, no lo hubiera creído posible.

—Habrá usted visto al inspector Kemp, ¿verdad?

—Sí, anoche. Parece un hombre inteligente y de mucha experiencia. —Hizo una pausa—. ¿Ha sido de veras un asesinato, coronel Race?

—¿Se lo dijo Kemp?

—No me dio información alguna. Pero, por sus preguntas, comprendí perfectamente lo que estaba pensando.

—La opinión de usted sobre si fue un suicidio o no debiera de valer tanto como la de cualquier otra persona, miss Lessing. Conocía usted muy bien a Barton y estuvo usted con él casi todo el día de ayer. ¿Qué estado de ánimo tenía, en su opinión? ¿Como de costumbre? ¿Estaba turbado… excitado?

Ella vaciló.

—Es difícil contestar. Estaba disgustado, inquieto… pero, después de todo, había motivos para ello.

Explicó la situación surgida por culpa de Víctor Drake y contó a grandes rasgos la vida y milagros del joven en cuestión.

—¡Hum! —dijo Race—. El inevitable bala perdida. Y… ¿Barton estaba disgustado por su culpa?

—Es difícil de explicar —contestó Ruth muy despacio—. Yo conocía tan bien a Barton, ¿comprende? Estaba molesto y preocupado por el asunto, y deduje de sus palabras que Mrs. Drake estaba disgustadísima y hecha un mar de lágrimas, como solía sucederle siempre en ocasiones semejantes… con que, claro, quería arreglarlo todo. Pero tuve la impresión…

—Diga, miss Lessing. Estoy seguro de que sus impresiones resultarán atinadas.

—Bueno, me pareció que su disgusto no era de los normales… si me es lícito expresarlo así. Porque ya habíamos tenido que enfrentarnos con lo mismo en otras ocasiones. El año pasado Víctor Drake estaba en este país y en un atolladero. Y tuvimos que embarcarlo para América del Sur. Durante el pasado junio, telegrafió pidiendo dinero. Así que, como usted comprenderá, estaba acostumbrada a ver cómo reaccionaba Mr. Barton en tales casos. Esta vez creí que su disgusto provenía más bien de que el telegrama hubiese llegado en el preciso instante en que se dedicaba por completo a ultimar los preparativos para la fiesta. Parecía tan absorto en ella, que le molestaba que surgiera ninguna otra preocupación.

—¿Le pareció que había algo raro en la fiesta que iba a dar, miss Lessing?

—Sí, señor. Mr. Barton parecía muy afectado. Daba muestras de excitación… como le hubiera ocurrido a un chiquillo.

—¿Se le ocurrió pensar que la fiesta en cuestión pudiera tener un fin determinado?

—¿Quiere usted decir porque era una reproducción exacta de la fiesta celebrada cuando Mrs. Barton se suicidó?

—Sí.

—Con franqueza, me pareció una idea extraordinaria.

—Pero… ¿George no le brindó explicación alguna… no le confió ningún detalle que la justificara?

Ella meneó con la cabeza.

—Dígame, miss Lessing, ¿ha dudado usted alguna vez de que Mrs. Barton se suicidara?

Ella le miró con asombro.

—¡Oh, no! —respondió.

—¿George Barton no le dijo que creía que su mujer había muerto asesinada?

Ruth le miró boquiabierta.

—¿George dijo eso?

—Veo que es la primera noticia que tiene usted de ello. Sí, miss Lessing. George había recibido unos anónimos en los que se aseguraba que su mujer no se había suicidado, sino que había muerto asesinada.

—Así que… ¿por eso estuvo tan raro todo el verano? No comprendía qué podía sucederle.

—¿No sabía usted nada de los anónimos?

—Nada. ¿Fueron muchos?

—A mí me enseñó dos.

—¡Y yo no sabía una palabra de ellos!

Había un dejo de amargura y de dolor en su voz.

La contempló unos instantes. Luego preguntó:

—Bien, miss Lessing, ¿qué dice usted? ¿Es posible, en su opinión, que George se suicidara?

Ella meneó la cabeza.

—No… ¡oh, no!

—Pero ¿dice usted que estaba excitado, disgustado?

—Sí, pero llevaba así algún tiempo. Ahora comprendo por qué. Y comprendo por qué le excitaba tanto la fiesta de anoche. Debía tener una idea fija… la esperanza de que, si reproducía la fiesta del año pasado, lograría averiguar algo más… ¡Pobre George! ¡Qué confusión reinaría en su cerebro!

—Y… ¿qué me dice de Rosemary Barton, miss Lessing? ¿Sigue creyendo que se trató de un suicidio?

Ella frunció el entrecejo.

—Jamás he creído que pudiera tratarse de otra cosa. Parecía tan natural.

—¿Depresión tras una gripe?

—Verá, algo más que eso, en realidad. No era feliz ni mucho menos. Eso se veía a la legua.

—Y… ¿se podía adivinar la causa?

—Pues sí. Por lo menos yo sí. Claro está que puedo haberme equivocado. Pero las mujeres como Mrs. Barton son muy transparentes. No se molestan en ocultar sus sentimientos. Afortunadamente, no creo que Mr. Barton supiera nada. Oh, sí, no era nada feliz. Y sé que tenía un dolor de cabeza muy fuerte aquella noche además de estar deprimida.

—¿Cómo sabe usted que tenía dolor de cabeza?

—Oí que se lo decía a lady Alexandra… en el guardarropa. Dijo que sentía no tener una aspirina, pero lady Alexandra le dio un comprimido Faivre.

El coronel Race, un poco ensimismado, detuvo su mano con el vaso en el aire.

—Y… ¿ella lo aceptó?

—Sí.

Dejó el vaso sin probar su contenido y miró a la muchacha. Ésta tenía el rostro sereno y no parecía darse cuenta de que pudiera tener algún significado especial lo que acababa de decir. Pero era importantísimo. Significaba que Sandra, quien por su posición en la mesa le era prácticamente imposible echar nada en la copa de Rosemary, había tenido otra oportunidad de administrar el veneno. Podía habérselo dado a Rosemary en un comprimido. Normalmente, un comprimido de esta índole hubiera necesitado unos minutos para disolverse, pero aquél podía haber sido uno especial, forrado de gelatina o de cualquier otra sustancia. O tal vez no lo hubiese tomado Rosemary entonces sino más tarde.

—¿Le vio usted tomarlo? —le preguntó bruscamente.

—¿Perdón?

Comprendió por su expresión ausente que se había distraído y pensaba en otra cosa.

—¿Vio a Rosemary tragar el comprimido?

Ruth pareció sobresaltarse un poco.

—Yo… pues no, no lo vi. Se limitó a darle las gracias a lady Alexandra.

Así que Rosemary pudo muy bien haber guardado el comprimido en el bolso y luego, durante el espectáculo, al acentuársele el dolor de cabeza podía haberlo echado en la copa de champán, dejando que se disolviera. Suposición, mera suposición, pero una posibilidad.

—¿Por qué me lo pregunta?

Su mirada se había tornado de pronto alerta. Tenía los ojos llenos de preguntas. Observó, o así lo creyó él, cómo funcionaba su inteligencia.

—¡Ah, comprendo! —prosiguió ella—. Ahora veo por qué compró George aquella casa cerca de los Farraday. Y comprendo por qué no me habló de esas cartas. Me parecía tan extraordinario que no lo hubiese hecho. Pero claro está, si les daba crédito, ello significaba que uno de nosotros, una de las cinco personas sentadas a la mesa, tenía que haberla matado. Podía… ¡podía incluso haber sido yo!.

—¿Tenía usted algún motivo para matar a Rosemary Barton? —dijo Race con voz muy suave.

Creyó, al principio, que no había oído su pregunta. Tan quieta se quedó, con la vista baja.

Pero de pronto exhaló un suspiro y le miró a la cara.

—No es una cosa de la que me guste hablar —dijo—. No obstante, creo preferible que lo sepa. Yo estaba enamorada de George Barton. Estaba enamorada de él aun antes de que conociera a Rosemary. No creo que él se diera cuenta jamás. Desde luego, él no me quería. Me tenía afecto, mucho afecto, pero supongo que nunca fue un cariño de esa clase. Y, sin embargo, yo solía pensar que hubiese resultado una buena esposa para él… que hubiese podido hacerle feliz. Amaba a Rosemary, pero no era feliz con ella.

—Y… ¿a usted le era antipática Rosemary?

—¡Ya lo creo que sí! ¡Oh! Era muy hermosa y muy atractiva, y sabía ser encantadora. ¡Jamás se preocupó de mostrarse encantadora conmigo! Me era muy antipática. Me horroricé cuando murió… Me horrorizó la forma de su muerte… pero no lo sentí, en realidad. Me temo que hasta me alegré bastante.

Hizo una pausa.

—Por favor, ¿no podemos hablar de otra cosa?

—Quisiera —se apresuró Race en contestar— que me contara usted detalladamente todo lo que pueda recordar de ayer… desde la mañana en adelante… en especial todo cuanto dijera George.

Ruth replicó enseguida, relatando lo ocurrido por la mañana. El disgusto de George por lo inoportuno de Víctor, las llamadas que ella había hecho a América del Sur, las medidas tomadas y el alivio de George al saber que había quedado zanjado el asunto. Luego describió su llegada al Luxemburgo, y lo excitado que se mostró George como anfitrión. Continuó su narración hasta el momento final de la tragedia. Su relato concordaba con lo ya escuchado.

Ruth, con el entrecejo fruncido, dio voz a su propia perplejidad.

—No fue un suicidio. Estoy segura de que no fue un suicidio. Pero ¿cómo puede haber sido un asesinato? La contestación es que no puede haberlo sido. ¡No puede haberlo cometido uno de nosotros, por lo menos! Y en tal caso, ¿pudo haber echado alguien veneno en la copa de George mientras estábamos bailando? Y en caso afirmativo, ¿quién? No parece tener sentido común eso.

—Hay pruebas de que nadie se acercó a la mesa mientras ustedes bailaban.

—Entonces, ¡eso sí que resulta absurdo! ¡El cianuro no puede meterse en un vaso por sí solo!

—¿No tiene usted la menor idea, la menor sospecha de quién pudo poner el cianuro en la copa? Reflexione. ¿No hay nada… ningún incidente insignificante que despierte sus sospechas en grado alguno… por muy pequeño que sea?

Vio cambiar su expresión varias veces. Observó cómo aparecía en sus ojos, durante un instante, una expresión de incertidumbre. Hubo una pausa minúscula, casi infinitesimal, antes de que contestara:

—Nada.

Pero sí que había habido algo. Estaba seguro de ello. Algo que había visto u oído, o tal vez observado, que, por alguna razón, había decidido no mencionar.

No insistió. Sabía que, con una muchacha como Ruth, nada adelantaría insistiendo. Si por alguna razón había decidido guardar silencio, estaba seguro de que no cambiaría de opinión.

Pero sí que había habido algo. El saberlo le animó y reforzó su seguridad. Era la primera señal de una grieta en la sólida pared que tenía delante.

Se despidió de Ruth después de la comida y se dirigió a Elvaston Square pensando en la mujer que acaba de dejar.

¿Era posible que Ruth Lessing fuera culpable? En conjunto, le había impresionado favorablemente. Había parecido completamente sincera.

¿Era capaz de cometer un asesinato? La mayor parte de la gente lo era, si se llegaba a profundizar. Por eso resultaba tan difícil eliminar a nadie. Aquella joven tenía algo de despiadada. Y no le faltaba móvil, o mejor dicho, una serie de móviles. Matando a Rosemary, tenía bastantes probabilidades de convertirse en Mrs. Barton. Ya se tratara de casarse con un hombre rico o con un hombre a quien amaba, la eliminación de Rosemary era lo primero.

Race se inclinaba a creer que el casarse con un hombre rico no era suficiente. Ruth Lessing era demasiado serena y cautelosa para arriesgar el cuello simplemente por vivir con comodidad. ¿Amor? Quizá. A pesar de su porte sereno y distante, sospechaba que Ruth era una de esas mujeres en quienes un hombre determinado puede despertar una pasión avasalladora. Por amor a George y odio a Rosemary tal vez hubiese decidido y llevado a cabo el asesinato de Rosemary con toda tranquilidad. El hecho de que todo hubiese salido a pedir de boca y de que se hubiera admitido sin protestar la teoría de un suicidio, demostraba su inherente capacidad.

Y luego George había recibido anónimos. ¿De quién? ¿Por qué? Ése era el problema que no dejaba de extrañarle, que no le permitía vivir en paz. Y había empezado a desconfiar. Había preparado una trampa. Y Ruth le había sellado los labios.

No, eso no era así. No sonaba a verdad. Semejante proceder hacía suponer pánico por parte del asesino, y Ruth Lessing no era de las que experimentaban pánico. Tenía más inteligencia que George y hubiera podido burlar cualquier trampa que él le hubiese tendido, con la mayor facilidad del mundo.

Parecía como si Ruth no encajara en el papel de criminal, después de todo.