El coronel Race dio una chupada a su pipa y miró pensativo a George Barton. Conocía a George desde que era pequeño. El tío de Barton había sido vecino de los Race en el campo. Existía una diferencia de cerca de veinte años en la edad de los dos hombres. Race tenía más de sesenta, era alto, erguido, de porte marcial, rostro atezado, el pelo canoso cortado muy corto y ojos oscuros y perspicaces.
No podía decirse que jamás hubiera existido verdadera intimidad entre los dos hombres. Pero, para Race, Barton continuaba siendo «el pequeño George», una de las muchas vagas figuras asociadas al pasado.
Estaba pensando en este instante que, en realidad, no tenía idea de cómo era George. En las raras ocasiones en que se habían visto durante los últimos años, no habían encontrado gran cosa en común. Race era hombre amante de los espacios abiertos y se había pasado la mayor parte de su vida en el extranjero. George, por su parte, era el ejemplo del caballero urbano. Les interesaban cosas completamente distintas y, cuando se veían, se limitaban a hablar de los tiempos pasados y, agotado este tema, solía haber una pausa embarazosa. El coronel Race no sabía hablar por hablar. Es más, era el prototipo del hombre fuerte y silencioso, tan amado de los novelistas de antaño.
Silencioso en este instante, se preguntaba por qué habría insistido tanto «el pequeño George», en que se entrevistaran. Se estaba diciendo también que se había operado un sutil cambio en el hombre desde que le viera un año antes. George Barton siempre le había parecido la quinta esencia de la solidez, cauteloso, práctico, sin imaginación.
Era obvio que le ocurría algo grave, pensó. Tenía los nervios de punta. Había encendido ya tres veces el puro, cosa inusitada en él.
Se quitó la pipa de la boca.
—Bien, George, ¿qué ocurre?
—Tienes razón, Race, algo ocurre. Necesito con urgencia que me aconsejes y ayudes.
El coronel asintió y aguardó.
—Hace cerca de un año ibas a comer un día con nosotros en Londres, en el Luxemburgo, y tuviste que marcharte al extranjero en el último instante.
Race volvió a asentir.
—A África del Sur.
—Durante aquella cena, mi esposa murió.
Race se agitó inquieto en su asiento.
—Ya lo sé. Lo leí. No he hablado de ello ni te he dado el pésame ahora porque no quería recordarte el pasado. Pero lo siento, eso ya lo sabes.
—Sí, sí. No se trata de eso. Se dio por hecho que mi mujer se había suicidado.
Race se agarró a las palabras claves. Enarcó las cejas.
—¿Se dio por hecho?
—Lee esto.
Le metió las dos cartas en la mano. Race enarcó las cejas aún más.
—¿Anónimos?
—Sí. Y los creo.
Race meneó la cabeza lentamente.
—Es peligroso hacer eso. Te sorprendería saber el número de cartas maliciosas que se escriben después de todo suceso al que se haya dado publicidad.
—Ya lo sé. Pero estos anónimos no se escribieron entonces, se escribieron seis meses después.
—Eso es otra cosa —manifestó Race—. ¿Quién crees tú que los ha escrito?
—No lo sé. Y no me importa. Lo importante es que creo lo que dicen. Mi mujer murió asesinada.
Race soltó la pipa. Se irguió un poco más en su asiento.
—¿Por qué lo crees? ¿Tenías alguna sospecha cuando ocurrió el hecho? ¿La tuvo la policía?
—Yo estaba demasiado aturdido cuando ocurrió, abrumado. Acepté el veredicto en la encuesta. Mi mujer había estado en cama con gripe, estaba deprimida. No se sospechó que pudiera ser otra cosa que un suicidio. Encontraron el veneno en su bolso, ¿comprendes?
—¿Qué veneno era?
—Cianuro.
—Ahora recuerdo. Lo tomó con el champán.
—Sí. Por entonces todo parecía bastante claro.
—¿Había amenazado alguna vez con suicidarse?
—No, nunca —declaró Barton—. Rosemary estaba enamorada de la vida.
Race asintió. Sólo había visto a la mujer de George una vez. Le había parecido una mujer sin seso, singularmente hermosa, pero no de tipo melancólico.
—¿Y las declaraciones médicas acerca de su estado de ánimo y todo lo demás?
—El médico de Rosemary, un anciano que ha asistido a la familia Marle desde siempre, se hallaba ausente, haciendo un crucero por el mar. Su sustituto, un joven, asistió a Rosemary cuando pilló la gripe. Recuerdo que lo único que dijo fue que aquella gripe solía ir seguida de una profunda depresión.
George hizo una pausa.
—No hablé con su médico hasta haber recibido los anónimos. No dije una palabra de las cartas, claro está. Me limité a discutir lo ocurrido. Me dijo entonces que le había sorprendido mucho el suceso. Jamás lo hubiera creído posible, me aseguró. Rosemary no era, ni con mucho, de las que se suicidan. Lo cual demostraba en su opinión que, hasta un paciente a quien se cree conocer bien, puede obrar de pronto de una manera completamente reñida con el carácter que se le supone.
Tras una nueva pausa continuó:
—Fue después de hablar con él cuando me di cuenta de lo poco convincente que resultaba para mí el suicidio de Rosemary. Después de todo, yo la conocía muy bien. Era una mujer capaz de accesos violentos de tristeza. Se excitaba mucho, a veces por nimiedades y, en ocasiones, hacía cosas intempestivas y poco consideradas. Pero nunca la he conocido en un estado de ánimo en que quisiera «acabar con todo de una vez».
—¿Pudo haber tenido algún otro motivo para querer suicidarse además de una simple depresión? —preguntó Race con cierto embarazo—. ¿Se sentía desgraciada por alguna cosa?
—Yo… no… Quizá tuviera los nervios un poco exaltados.
—¿Era melodramática? —Race procuró no mirar a su amigo—. Yo sólo la vi una vez. Pero existe un tipo de mujer que, bueno, parece hallar cierto placer morboso en suicidarse… generalmente cuando ha regañado con alguien. Es el caso infantil de: «¡Yo haré que les pese!».
—Rosemary y yo no habíamos discutido.
—No. El hecho de que se empleara cianuro excluye esa posibilidad. No es una de esas cosas con las que se puede jugar sin peligro. Y eso lo sabe todo el mundo.
—Éste es el detalle. Si por una increíble casualidad Rosemary hubiera llegado, en efecto, a pensar en suicidarse, ¿crees tú que lo hubiese hecho de esa manera? Dolorosa… y atroz. Lo más probable es que hubiera escogido tomar una sobredosis de cualquier hipnótico.
—Estoy de acuerdo. ¿Hubo alguna prueba testifical de que hubiera comprado o conseguido el cianuro?
—No, pero había estado unos días con unos amigos en el campo, y un día destruyeron un nido de avispas. Se aceptó la hipótesis de que hubiera podido coger entonces un poco de cianuro.
—Sí. No es tan difícil de conseguir. La mayoría de los jardineros suelen tener. —Tras una pausa prosiguió—: Hagamos un breve resumen de la situación. No existían pruebas definitivas de una tendencia al suicidio, ni de que hubiese hecho preparativos para cometerlo. Todas las pruebas fueron negativas. Pero tampoco hubo prueba alguna que indicara asesinato porque, de lo contrario, la policía la hubiera encontrado.
—La mera idea de un asesinato hubiera parecido fantástica.
—Pero no te parece fantástica seis meses más tarde.
—En el fondo creo —dijo George despacio— que nunca estuve satisfecho con la explicación. Es posible que estuviera preparándome de forma subconsciente, de suerte que, cuando lo vi escrito, lo acepté sin el menor género de duda.
—Sí —asintió Race—. Bueno, habla de una vez. ¿De quién sospechas?
George se inclinó hacia delante, con el rostro sacudido por los tics nerviosos.
—Ahí está lo terrible. Si Rosemary murió asesinada, el culpable tiene que ser uno de nuestros amigos sentado a la mesa. No se acercó nadie más a la mesa.
—¿Camareros? ¿Quién sirvió el vino?
—Charles, el maitre del Luxemburgo. ¿Lo conoces?
Race asintió. Todo el mundo lo conocía. Parecía imposible imaginar que Charles hubiera podido envenenar deliberadamente a un cliente.
—Y el camarero que nos sirvió fue Giuseppe. Conocemos muy bien a Giuseppe. Hace años que lo conozco. Siempre me sirve él. Es un hombrecillo alegre y servicial.
—Así que nos quedan los asistentes a la cena. ¿Quiénes estaban?
—Stephen Farraday, diputado, y su esposa lady Alexandra Farraday; mi secretaria, Ruth Lessing; un tal Anthony Browne; la hermana de Rosemary, Iris; y yo. Siete en total. Hubiéramos sido ocho de haber asistido tú. Cuando anunciaste que no podíais ir, no tuvimos tiempo de pensar en una persona apropiada que te sustituyese.
—Ya veo. Bueno, Barton, ¿quién crees que lo hizo?
—¡No lo sé…! ¡Te digo que no lo sé…! Si tuviera alguna idea…
—Bueno, bueno. Creí que tenías un sospechoso concreto. No importa, no será difícil. ¿Cómo estabais sentados, empezando por ti?
—Tenía a Sandra Farraday a mi derecha. A su lado, Anthony Browne. Luego, Rosemary. A continuación Stephen Farraday. Después Iris y, por último, Ruth Lessing que estaba sentada a mi izquierda.
—Comprendo. ¿Tu mujer había bebido champán antes?
—Sí. Se habían llenado las copas varias veces. Ocurrió durante el espectáculo. Había la mar de jaleo. Era uno de esos números de negros y todos los estábamos mirando. Rosemary cayó hacia delante sobre la mesa, un instante antes de que se encendieran las luces. Quizá gritó, o gimió, pero nadie oyó nada. El médico aseguró que la muerte debió ser casi instantánea. Por eso, por lo menos, hay que dar gracias a Dios.
—En efecto. Bien, Barton, a simple vista parece bastante obvio. Explícate.
—Stephen Farraday, claro está. Estaba a su derecha. Tendría la mano izquierda cerca de la copa de Rosemary. Facilísimo echar dentro el veneno al amortiguarse las luces mientras todo el mundo estaba pendiente del escenario. No veo que nadie tuviese tan buena ocasión como él. Conozco las mesas del Luxemburgo. Hay sitio de sobra a su alrededor. Dudo mucho que hubiera podido inclinarse nadie sobre la mesa, por ejemplo, sin ser observado a pesar de estar amortiguadas las luces. Lo mismo puede decirse del que estaba sentado a la izquierda de Rosemary. Hubiese tenido que inclinarse por delante de ella para echarle algo en la copa. Existe otra posibilidad, pero nos ocuparemos primero de la persona que más salta a la vista. ¿Existía motivo alguno para que Stephen Farraday quisiera deshacerse de tu esposa?
—Habían sido bastante amigos… —contestó George con voz ahogada—. Sí… si Rosemary le hubiese rechazado, por ejemplo, quizás hubiera deseado vengarse.
—Resulta demasiado melodramático. ¿Es ese el único móvil que puedes sugerir?
—El único —asintió George que se sonrojó.
Race le dirigió una mirada muy fugaz.
—Examinaremos la posibilidad número dos. Una de las mujeres.
—¿Por qué las mujeres?
—Mi querido George, ¿no has pensado nunca que en un grupo de siete, compuesto de cuatro mujeres y tres hombres, probablemente hay uno o dos ratos durante la noche en que tres parejas bailan y una mujer se queda sentada sola a la mesa? ¿Bailasteis todos?
—Oh, sí.
—Bien. Antes de que empezase el espectáculo, ¿recuerdas quién estuvo sentada sola en algún momento?
—Creo que sí. Iris fue la que quedó desaparejada la última. La anterior fue Ruth.
—¿No recuerdas cuándo bebió tu mujer la última vez?
—Deja que piense. Había estado bailando con Browne. Recuerdo que volvió a la mesa diciendo que le había hecho sudar. Es uno de esos bailarines de salón. Rosemary apuró entonces su copa. Unos instantes más tarde tocaron un vals y… bailó conmigo. Sabía que lo único que sé bailar medianamente bien es el vals. Farraday bailó con Ruth y lady Alexandra con Browne. Iris permaneció sentada. Inmediatamente después de eso, empezó el espectáculo.
—Entonces, hablemos de la hermana de tu esposa. ¿Heredó algo al morir Rosemary?
George se indignó.
—Mi querido Race, no seas absurdo. Iris era una niña, una colegiala.
—He conocido a dos colegialas que cometieron un asesinato.
—¡Pero, Iris! Quería a Rosemary con delirio.
—¿Y qué? Tuvo la oportunidad de hacerlo. Quiero saber si existía un móvil. Tu esposa, según tengo entendido, era rica. ¿A quién fue a parar el dinero? ¿A ti?
—No, lo heredó Iris. Se trataba del fondo del fideicomiso.
Explicó la situación y Race le escuchó atentamente.
—Una situación bastante curiosa. La hermana rica y la hermana pobre. Algunas muchachas se sentirían resentidas.
—Estoy seguro de que Iris no lo estuvo nunca.
—Es posible. Pero tenía motivos para desear su muerte. Probaremos en otra dirección ahora. ¿Qué otra persona tenía motivos?
—Nadie, nadie en absoluto. Rosemary no tenía un solo enemigo en el mundo, estoy seguro. He estado investigando todo eso, he preguntado, intentando averiguar. He comprado esta casa cerca de los Farraday para poder…
Se interrumpió bruscamente. Race volvió a coger la pipa y se puso a rascar la cazoleta.
—¿No será mejor que me lo cuentes todo, George?
—¿Qué quieres decir?
—Estás ocultando algo. Eso se ve a la legua. Puedes estarte ahí sentado defendiendo el buen nombre de tu esposa, o puedes intentar averiguar si la asesinaron o no. Pero si es esto último lo que más te interesa, más vale que desembuches.
Hubo un silencio.
—De acuerdo —dijo George, con voz ahogada—. Tú ganas.
—Tenías motivos para creer que tu esposa tenía un amante, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Stephen Farraday?
—¡No lo sé! ¡Te juro que no lo sé! Puede haber sido él o puede haber sido otro, el tal Browne. Nunca pude llegar a una conclusión. Fue un verdadero infierno.
—Dime lo que sepas de ese Anthony Browne. ¡Qué raro! Me parece haber oído ese nombre.
—No sé una palabra de él. Nadie sabe nada. Es un joven apuesto y divertido. Unos dicen que es norteamericano, pero no se le distingue el acento.
—Tal vez sepan algo de él en la embajada. ¿No tienes la menor idea de cuál de los dos fue?
—No, no. Te diré una cosa. Ella estaba escribiendo una carta amorosa… Yo… examiné el papel secante después. Era… era una carta de amor, en efecto, pero no llevaba nombre.
Race desvió la mirada muy despacio.
—Bueno, con eso tenemos más datos que nos ayudarán a trabajar, por lo menos. Lady Alexandra, por ejemplo. Ella podría estar involucrada si su marido la engañaba con tu esposa. Es una de esas mujeres que sienten con mucha intensidad. Aguas profundas. Tenemos, pues, al misterioso Browne, a Farraday, a su esposa y a Iris Marle. ¿Y esa otra mujer, Ruth Lessing?
—Ruth no puede haber tenido nada que ver con el asunto. Ella, por lo menos, no tenía motivos de ninguna clase.
—¿Dices que es tu secretaria? ¿Qué clase de muchacha es?
—¡La mejor muchacha del mundo! —George contestó con entusiasmo—. Casi puede decirse que es de la familia. Es mi brazo derecho. No sé de nadie que me merezca más elevado concepto ni en quien tenga una absoluta confianza.
—Le tienes afecto… —dijo Race pensativo.
—Muchísimo. Esa muchacha, Race, es una verdadera joya. Confío en ella en todos los sentidos. Es la mujer más buena y leal del mundo.
Race murmuró algo que sonó como «uuhum» y cambió de tema. Ningún gesto suyo, ni una palabra, indicó a George que había anotado mentalmente un móvil bien definido al lado del nombre de Ruth Lessing. «La mujer más buena y leal del mundo» podría tener muy buenas razones para desear mandar a Mrs. Barton a un mundo mejor. Podría tratarse de un móvil mercenario. Pudiera haber aspirado a convertirse en la segunda Mrs. Barton. Y pudiese ser que se hallara verdaderamente enamorada de su jefe. En cualquier caso, el móvil existía.
Race empleó su tono de voz más dulce para decir:
—Supongo que se te ha ocurrido pensar ya, George, que tú también tenías muy buenos motivos.
—¿Yo? —exclamó el otro, estupefacto.
—Hombre, acuérdate de Otelo y Desdemona.
—Comprendo lo que quieres decir. Pero… pero las cosas no estaban en ese plan entre Rosemary y yo. La adoraba, naturalmente, pero siempre comprendí que habría cosas que tendría que… que soportar. Y no es que no me apreciara; sí que me apreciaba. Siempre se mostró afectuosa y dulce conmigo. Pero no se me oculta que soy un aburrido. No tengo nada de romántico. Sea como fuere, cuando me casé con ella, ya estaba convencido de que todo el monte no iba a ser orégano. Casi puede decirse que me lo advirtió. Me dolió, claro está, cuando se dio el caso… pero, insinuar que fui capaz de tocarle un solo cabello…
Se interrumpió y cambió de tono.
—En cualquier caso, si lo hubiese hecho, ¿por qué había de querer resucitar el asunto? Después de haberse declarado oficialmente que se trataba de un suicidio y de haberse cerrado por completo el asunto, hubiera sido una locura.
—Una locura completa. Por eso no sospecho de ti, amigo mío. Si hubieses cometido un asesinato con tanto éxito y hubieras recibido después dos cartas como éstas, las hubieses echado al fuego sin decirle a nadie una palabra. Y ahora llego a lo que yo considero el punto verdaderamente importante de la cuestión. ¿Quién escribió esas dos cartas?
—¿Eh? —George pareció sobresaltarse—. No tengo la menor idea.
—No parece haberte interesado ese detalle. A mí sí que me interesa. Fue la primera pregunta que te hice. Creo que podemos dar por sentado que no fue el asesino quien las escribió. ¿Por qué había de estropearse él mismo la combinación, cuando, como tú dices, todo estaba ya terminado y se aceptaba universalmente la teoría del suicidio? Entonces, ¿quién las escribió? ¿Quién es la persona que tiene interés en resucitar el asunto?
—¿La servidumbre? —murmuró George.
—Es posible. En tal caso, ¿qué miembros de la servidumbre y qué saben ellos? ¿Tenía Rosemary una doncella de confianza?
George meneó la cabeza.
—No. Por entonces teníamos una cocinera, Mrs. Pound, todavía está con nosotros… y un par de criadas. Creo que las dos se despidieron. No permanecieron con nosotros mucho tiempo.
—Bien, Barton, pues si quieres que te dé un consejo, y deduzco que sí lo quieres, estudia el asunto con mucho cuidado. Por un lado, está el hecho de que Rosemary ha muerto. No puedes resucitarla, hagas lo que hagas. Si las pruebas de que se suicidó no son muy convincentes, tampoco lo son las de que fuera asesinada. Admitamos como base de discusión que Rosemary fue, en efecto, asesinada. ¿Quieres, en serio, desenterrar todo el asunto? Podría significar mucha y muy desagradable publicidad. Sacarían los trapitos a relucir, los devaneos amorosos de tu esposa pasarían al dominio público…
George Barton hizo una mueca como si le hubiesen dado un latigazo.
—¿Me aconsejas en serio que permita que un canalla mate con impunidad? —exclamó con violencia—. Ese Farraday, con sus pomposos discursos y pensando siempre en su carrera, y a lo mejor es un cobarde asesino.
—Sólo quiero que te des perfecta cuenta de lo que significa.
—Quiero descubrir la verdad.
—Está bien. En tal caso, yo llevaría estas cartas a la policía. Probablemente descubrirán con facilidad quién las ha escrito y averiguarán si su autor sabe algo. Pero no olvides que, en cuanto los hayas puesto sobre la pista, no te será posible detenerlos.
—No pienso acudir a la policía. Por eso deseaba verte. Voy a prepararle una trampa al asesino.
—¿Qué diablos quieres decir?
—Escucha, Race. Voy a dar una fiesta en el Luxemburgo. Quiero que asistas a ella. La misma gente. Los Farraday, Anthony Browne, Ruth Lessing, Iris y yo. Ya lo tengo todo pensado.
—¿Qué vas a hacer?
George rió levemente.
—Ése es mi secreto. Lo echaría a perder si lo comunicase a nadie de antemano, incluso a ti. Quiero que asistas sin prejuicios y que veas lo que ocurre.
Race se inclinó hacia delante. Su voz se tornó de pronto incisiva.
—No me gusta, George. Esas ideas melodramáticas de las novelas rara vez salen bien. Acude a la policía. No hay mejor institución. Ellos saben cómo resolver estos problemas. Son profesionales. No es aconsejable la actuación de aficionados en cuestiones criminales.
—Por eso quiero que te halles presente. Tú no eres un aficionado.
—Mi querido amigo, ¿lo dices porque antaño trabajé para el servicio secreto? Y sea como fuere, tienes el propósito de mantenerme en la ignorancia.
—Eso es necesario.
Race sacudió la cabeza.
—Lo siento. Me niego. No me gusta tu plan y no quiero tener arte ni parte en él. Renuncia a eso, George, sé un buen chico.
—No pienso renunciar. Lo tengo todo calculado. —No seas tan endiabladamente testarudo. Sé algo más de estas cosas que tú. No me gusta la idea. No saldrá bien. Hasta es posible que resulte peligrosa. ¿Has pensado en eso?
—¡Ya lo creo que resultará peligrosa… para alguien! Race exhaló un suspiro.
—No sabes lo que estás haciendo. Bueno, por lo menos no podrás decir que no te lo advertí. Por última vez te suplico que renuncies a seguir adelante con esa idea tan loca.
George Barton se limitó a menear la cabeza.