Cuando cruzaban el parque, Iris se detuvo al llegar a mitad del recorrido.
—¿Te importa si no vuelvo contigo, George? Tengo ganas de dar un paseo. Había pensado subir a la colina del Fraile y bajar cruzando el bosque. Llevo todo ti día con dolor de cabeza.
—¡Pobre chica! Ve. No iré contigo. Espero una visita esta tarde y no estoy muy seguro de la hora a la que se presentará. —Bien. Hasta la hora del té. Torció bruscamente, dirigiéndose en ángulo recto hacia donde una faja de alerces se alzaba sobre la ladera de la colina.
Cuando llegó a la cima, respiró profundamente. Era uno de esos días húmedos, pesados, típicos de octubre. La humedad cubría las hojas de los árboles y los nubarrones que se cernían sobre su cabeza prometían más lluvia para dentro de poco. En realidad, no había mucho más aire aquí arriba que en el valle, pero a Iris le parecía, no obstante, que podía respirar mejor.
Se sentó en un tronco caído y fijó la mirada en el valle hacia donde Little Priors parecía anidar entre la arboleda de la hondonada. Más a la izquierda asomaba la mancha rosa sobre ladrillo de Fairhaven Manor.
Iris contempló sombría el paisaje, con la barbilla apoyada en la palma de la mano.
El leve rumor que se oyó a sus espaldas apenas fue mayor que el producido por las hojas al gotear; pero Iris volvió la cabeza vivamente cuando se apartaron las ramas y apareció Anthony Browne.
Se sobresaltó.
—¡Tony! ¿Por qué has de llegar siempre así… —gritó medio enfadada—… como el diablo en un guiño?
Anthony se dejó caer en el suelo junto a ella. Sacó la pitillera, se la ofreció y, al mover ella negativamente la cabeza, sacó un cigarrillo para sí y lo encendió. Luego, inhalando el humo, replicó:
—Porque soy lo que los periódicos llaman un «hombre misterioso». Me gusta aparecer como caído del cielo.
—¿Cómo supiste dónde estaba?
—Gracias a unos excelentes prismáticos. Me enteré de que comías con los Farraday y te vigilé desde la ladera cuando saliste.
—¿Por qué no te acercas a casa como una persona normal?
—Yo no soy una persona normal —contestó Anthony con voz escandalizada—. Soy un ser extraordinario.
—Sí, creo que lo eres.
La miró vivamente.
—¿Sucede algo?
—No, claro que no. Por lo menos…
Hizo una pausa.
—¿Por lo menos…? —insistió Anthony.
Iris respiró profundamente.
—Estoy harta de estar aquí. Lo odio. Quiero volver a Londres.
—¿Os marcharéis pronto?
—La semana que viene.
—Así que la fiesta en casa de los Farraday… ¿fue una despedida?
—No fue una fiesta. Sólo estaban ellos y una prima anciana.
—¿Te gustan los Farraday, Iris?
—No lo sé. No creo que me gusten mucho aunque, en realidad, no debiera decir eso, porque han sido muy amables con nosotros.
—¿Crees que les resultas simpática?
—No. Yo creo que nos odian.
—Muy interesante.
—¿Lo crees así?
—Oh, no me refiero a lo del odio, si es que en efecto existe. Lo decía por tu empleo del «nos». Mi pregunta se refería a ti personalmente.
—Ah. Yo creo que a mí me encuentran muy simpática, de una forma negativa. Se me antoja que lo que no les gusta es tenernos a nosotros, como familia, por vecinos.
No teníamos gran amistad con ellos. En realidad eran amigos de Rosemary.
—Sí —asintió Anthony—, como dices, eran amigos de Rosemary, aunque supongo que Sandra Farraday y Rosemary nunca fueron amigas íntimas, ¿eh?
—No —dijo Iris. Se alarmó un poco, pero Anthony siguió fumando tranquilamente.
—¿Sabes lo que más me llama la atención de los Farraday? —preguntó él.
—¿Qué?
—Eso precisamente: que sean los Farraday. Siempre pienso en ellos así. No como Sandra y Stephen, dos personas unidas por el Estado y por la Iglesia, sino en una entidad dual: los Farraday. Eso es mucho menos corriente de lo que tú te imaginas. Son dos personas que tienen un objetivo común, siguen el mismo camino, comparten iguales esperanzas, temores y creencias. Y lo singular del caso es que, en realidad, son de temperamento completamente distinto. Stephen Farraday es, en mi opinión, un hombre de gran capacidad intelectual, extremadamente sensible a la opinión ajena, bastante creído de sí mismo y algo falto de valores morales. Sandra, por su parte, tiene una mentalidad estrecha, medieval, capaz de profesar un amor fanático y es valerosa hasta el extremo de ser temeraria.
—A mí —dijo Iris—, él siempre me ha parecido bastante pomposo y estúpido.
—No tiene nada de estúpido. Pertenece simplemente a la categoría de triunfadores desgraciados.
—¿Desgraciados?
—La mayoría de los triunfadores son desgraciados. Por eso triunfan. Necesitan reafirmarse, para lo cual les es preciso hacer algo que llame la atención del mundo.
—¡Qué ideas más extraordinarias tienes, Anthony!
—Descubrirás que son ciertas si las examinas un poco. La gente feliz fracasa porque se encuentra en tan buenas relaciones consigo misma, que le tiene sin cuidado todo lo demás. Como me ocurre a mí. También resulta gente de trato bastante agradable por regla general… como me ocurre a mí.
—Tienes muy buen concepto de ti mismo.
—No hago más que señalar mis buenas cualidades, por si no te has fijado en ellas.
Iris se echó a reír. Se había animado. La depresión y el temor que la poseyeran se habían desvanecido. Consultó su reloj.
—Ven a casa a tomar el té y así los demás disfrutarán también de tu agradable compañía.
Anthony meneó la cabeza.
—Hoy no. Tengo que regresar.
Iris se volvió vivamente hacia él.
—¿Por qué te niegas siempre a venir a casa? Alguna razón debe de haber.
Anthony se encogió de hombros.
—Digamos que soy un poco raro en mis ideas sobre eso de aceptar hospitalidad. No soy santo de la devoción de tu cuñado, eso lo ha dado a entender claramente.
—Oh, no te preocupes por George, si tía Lucilla y yo le invitamos. Mi tía es un encanto. Te gustará.
—Estoy convencido de ello, pero sigue en pie mi objeción.
—Solías venir en tiempo de Rosemary.
—Eso era algo distinto.
Iris sintió como el leve contacto de una mano helada en el corazón.
—¿Qué te hizo venir aquí hoy? —preguntó—. ¿Tenías asuntos que atender en esta parte del mundo?
—Asuntos de gran importancia que atender… contigo. Vine aquí a hacerte una pregunta, Iris.
El contacto de la mano fría desapareció. En lugar de eso, experimentó un leve revoloteo, esa emoción que las mujeres han experimentado desde tiempo inmemorial. Y con ello el rostro de Iris adoptó la misma expresión interrogadora que su propia bisabuela hubiera podido tener unos minutos antes de escuchar una declaración amorosa y de exclamar: «¡Oh! ¡Es tan inesperado todo esto…!».
—¿El qué? —inquirió al tiempo que miraba a Anthony con una expresión de inocencia muy poco creíble.
Él la miraba con los ojos muy serios, casi severos.
—Respóndeme la verdad, Iris. Mi pregunta es ésta: ¿Tienes confianza en mí?
La dejó parada. No era lo que ella había esperado. Él se dio cuenta de ello.
—¿No creías que era eso lo que iba a decir? Pues es una pregunta muy importante, Iris. La pregunta más importante del mundo para mí. Vuelvo a hacértela: ¿Tienes confianza en mí?
Ella vaciló un segundo. Luego, con la mirada baja, respondió:
—Sí.
—En tal caso, voy a preguntarte otra cosa. ¿Estás dispuesta a volver a Londres, casarte conmigo, y no decirle una palabra a nadie?
Ella le miró boquiabierta.
—Pero… ¡no podría hacer eso! ¡Es completamente imposible!
—¿No podrías casarte conmigo?
—Así no.
—Y, sin embargo, me quieres. Porque tú me quieres, ¿verdad?
Se oyó a sí misma contestar:
—Si, te quiero, Anthony.
—Pero no quieres ir a Londres a casarte conmigo en la iglesia de Santa Elfrida, en Bloomsbury, en cuya parroquia llevo residiendo desde hace algunas semanas y donde, por consiguiente, puedo obtener una licencia matrimonial en cualquier momento.
—¿Cómo quieres que pueda hacer una cosa así? A George le dolería muchísimo y tía Lucilla no me perdonaría jamás. Además, soy menor de edad. Tengo dieciocho años.
—Tendrás que mentir en cuanto a tu edad se refiere. No sé en qué pena incurriría por casarme con una menor sin el consentimiento de su tutor. Y, a propósito, ¿quién es tu tutor?
—George. Y es mi fideicomisario también.
—Como estaba diciendo, fueran cuales fueran las penas en que incurriese, no podrían descasarnos, y eso es lo único que me importa en realidad.
—No podría hacerlo. No podría ser tan cruel. Y de todas formas, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Qué sentido tiene?
—Por eso te pregunté primero si tenías confianza en mí. Tendrías que hacerlo a ciegas. Digamos que es la mejor salida. Pero no importa.
—Si George llegara a conocerte un poco mejor… —dijo Iris con timidez—. Vuelve ahora conmigo. Sólo están él y tía Lucilla.
—¿Estás segura? Yo creía… —hizo una pausa—. Al subir la colina, vi a un hombre caminar en dirección a tu casa. Y lo curioso del caso es que creí reconocer en él a un hombre a quien… —vaciló— había conocido.
—Es verdad, lo había olvidado. George me dijo que esperaba visita.
—El hombre a quien creí ver era un tal Race, coronel Race.
—Es muy posible —asintió Iris—. George conoce, en efecto, a un tal coronel Race. Estaba invitado a asistir a la fiesta la noche en que Rosemary…
Calló, temblorosa. Anthony le cogió la mano.
—No sigas recordando eso, querida. Fue horrible. Lo sé.
Ella sacudió la cabeza.
—No puedo remediarlo, Anthony…
—¿Qué?
—¿Pensaste alguna vez que… que Rosemary pudiera no haberse suicidado? ¿Que pudieran haberla asesinado?
—¡Santo Dios, Iris! ¿Quién te metió esa idea en la cabeza?
Ella no replicó. Se limitó a insistir: —¿Jamás se te ocurrió esa posibilidad?
—Claro que no. Rosemary se suicidó, sin el menor género de duda.
Iris permaneció en silencio.
—¿Quién te ha insinuado esas cosas?
Durante un instante estuvo tentada en contarle toda la increíble historia de George, pero se abstuvo.
—Era sólo una idea —declaró muy despacio.
—Olvídala, querida boba. —La puso en pie de un tirón y le dio un beso en la mejilla—. Querida morbosilla. Olvida a Rosemary. No pienses más que en mí.