¡Ojalá no hubiesen venido nunca aquí!
Sandra Farraday pronunció estas palabras con una amargura, tan inesperada, que su esposo se volvió a mirarla con sorpresa. Era como si hubiese dado voz a sus propios pensamientos, los pensamientos que tantos esfuerzos había estado haciendo por ocultar. ¿Así que Sandra sentía lo mismo que él? También ella había experimentado la sensación de que aquellos vecinos del otro lado del parque habían estropeado Fairhaven, habían turbado su paz.
—No sabía yo que a ti también te producían ese efecto —dijo impulsivamente, dando voz a su sorpresa.
Inmediatamente, o así le pareció a él, Sandra se refugió en su caparazón como un caracol.
—¡Son tan importantes los vecinos en el campo! No hay más remedio que mostrarse grosero o amistoso. Aquí no se pueden tener simples conocidos como se hace en Londres.
—No —asintió Stephen—, no puede hacerse eso.
—Y ahora nos hemos comprometido a asistir a esa extraordinaria reunión.
Ambos guardaron silencio, repasando mentalmente la escena de la comida. George Barton se había mostrado amistoso y hasta exuberante, pero los dos se habían dado cuenta de que en el fondo estaba muy excitado. George Barton estaba, en verdad, muy raro últimamente. Stephen no se había fijado mucho en él antes de la muerte de Rosemary. George, el marido bondadoso y aburrido de una mujer joven y hermosa, había existido en segundo término. No había experimentado jamás el menor remordimiento por la traición de que le estaban haciendo víctima. George era la clase de marido que nace para que le engañen. Mayor, desprovisto de los atractivos necesarios para conservar a una mujer bella y caprichosa. ¿Había vivido engañado? Stephen no lo creía. En su opinión, George conocía muy bien a Rosemary. La amaba, y era de aquéllos que no se hacen ilusiones acerca de sus facultades para conservar el interés de una esposa.
No obstante, George debía de haber sufrido…
Stephen empezó a preguntarse qué habría sentido George al morir Rosemary.
Le había visto muy poco durante los meses que siguieron a la tragedia, sólo al aparecer repentinamente como el vecino de Litlle Priors, y a Stephen le había parecido inmediatamente un hombre cambiado.
Más vivo. Más seguro de sí. Y, decididamente, extraño.
Hoy mismo había estado muy raro. La brusca invitación. Una fiesta para celebrar el decimoctavo cumpleaños de Iris. Esperaba que Sandra y Stephen asistieran a ella. Ambos les habían tratado con mucha amabilidad.
Sandra se había apresurado a contestar que sí, que resultaría encantador. Como era natural, Stephen estaría un poco atado cuando regresaran a Londres y ella misma tenía la mar de compromisos; pero confiaba sinceramente que les sería posible acudir.
—Entonces, fijemos un día ahora, ¿quieren?
El rostro de George animoso, contento, insistente.
—Había pensado en un día dentro de dos semanas… ¿Miércoles o jueves? El jueves es el dos de noviembre. ¿Les iría bien? Pero fijaremos el día que les vaya mejor a los dos.
Había sido una de esas invitaciones que molestan precisamente por su falta de savoirfaire. Stephen notó que Iris Marle se había puesto colorada y parecía experimentar cierto embarazo. Sandra había estado perfecta. Se había resignado, sonriente, a lo inevitable, y afirmó que el jueves, dos de noviembre, les iría muy bien.
—De todas formas —dijo de pronto Stephen con brusquedad, dando voz a sus pensamientos—, no estamos obligados a ir.
Sandra se volvió hacia él. Estaba muy pensativa.
—¿Tú crees que no?
—Es fácil encontrar una excusa.
—Entonces insistirá en que vayamos otro día… y que cambie la fecha. Parece muy empeñado en que vayamos.
—No comprendo por qué. Es Iris quien da la fiesta, y no puedo creer que tenga tantas ganas de nuestra compañía.
—No, no… —murmuró Sandra pensativa y añadió—: ¿Sabes dónde se va a celebrar la reunión?
—No.
—En el Luxemburgo.
La sorpresa casi le privó del habla. Sintió que palidecía. Se rehizo y la miró a los ojos. ¿Era ilusión suya o había algo en la mirada de Sandra?
—¡Es absurdo! —exclamó con un esfuerzo por ocultar su emoción—. El Luxemburgo, donde… ¡Recordar todo eso! Ese hombre debe de estar loco.
—Ya había pensado en eso —dijo Sandra.
—En tal caso, nos negaremos a ir, claro está. Todo aquello fue muy desagradable. Recordarás la publicidad que se dio al asunto, las fotografías que publicaron los periódicos.
—Recuerdo lo desagradable que fue.
—¿No se da cuenta de lo desagradable que resultará para nosotros?
—Tiene un motivo, Stephen. Un motivo que me explicó.
—¿Cuál?
Stephen agradeció que ella desviara la mirada mientras le respondía.
—Me llamó aparte después de comer. Dijo que quería darme una explicación. Me aseguró que la muchacha, Iris, jamás se había rehecho del todo de los efectos de la muerte de su hermana.
Hizo una pausa, y Stephen dijo de mala gana:
—Es posible que eso sea verdad. No tiene muy buen aspecto. Me di cuenta durante la comida que parecía enferma.
—Sí, yo también me di cuenta, aunque últimamente parecía gozar de buena salud y estar de humor. Pero te estoy contando lo que dijo George Barton. Me aseguró que, desde que ocurrió el suceso, Iris ha evitado ir al Luxemburgo todo lo que ha podido.
—No me extraña.
—Según él, eso es un error. Parece ser que consultó el caso a un especialista en enfermedades nerviosas, a uno de esos médicos modernos, y le dijo que, después de un suceso de tal magnitud, es necesario hacer frente al hecho y no esquivarlo. Deduzco que se trata de algo así como obligar a un aviador a que emprenda un vuelo inmediatamente después de haberse estrellado.
—¿Sugiere el especialista otro suicidio?
—Sugiere —replicó Sandra serenamente— que debe superar las asociaciones con el restaurante. Después de todo, no es más que eso: un restaurante. Se propone dar allí una fiesta corriente, agradable, con la asistencia de las mismas personas, si es posible.
—¡Delicioso para las personas en cuestión!
—¿Tanto te importa, Stephen?
El hombre experimentó una punzada de alarma.
—Claro que no me importa —se apresuró a contestar—. Es que me pareció una idea un poco macabra. A mí, personalmente, me tendría sin cuidado. En realidad, estaba pensando en ti. Si a ti no te importa.
Ella le interrumpió.
—Me importa, y mucho. Pero tal como lo planteó George Barton, resulta muy difícil negarse. Después de todo, he ido con frecuencia al Luxemburgo desde entonces… Y tú también. No te invitan a otra parte.
—Pero no en estas circunstancias.
—No.
—Como dices —señaló Stephen—, es difícil rechazar la invitación. Y si damos largas volverán a invitarnos, pero no existe razón alguna para que tú tengas que soportarlo, Sandra. Yo iré… y tú puedes zafarte del compromiso en el último instante… una jaqueca, un resfriado, cualquier cosa.
Le vio alzar la barbilla.
—Eso sería una cobardía. No, Stephen, si tú vas, yo también. Después de todo —le posó la mano en el brazo—, por muy poco que signifique nuestro matrimonio, debiera por lo menos significar compartir nuestras dificultades.
Él la miró boquiabierto, enmudecido por la punzante frase que se le había escapado con tanta facilidad, como si expresara un hecho conocido desde tiempo y no muy importante.
—¿Por qué dices eso? ¿Por muy poco que nuestro matrimonio signifique?.
Ella lo miró fijamente, los ojos muy abiertos y muy sinceros.
—¿No es cierto, acaso?
—Desde luego que no. Nuestro matrimonio lo significa todo para mí.
Ella sonrió.
—Supongo que sí, en cierto modo. Hacemos buena pareja, Stephen. Vamos tirando juntos con resultados aceptables.
—No quería decir eso. —Se dio cuenta de que empezaba a respirar con dificultad. Cogió la mano de ella, estrechándola con fuerza—. Sandra, ¿no sabes que lo significas todo para mí?
Y de pronto, ella lo supo. Era increíble, imprevisto. Pero era cierto.
Se encontró en sus brazos y él la estrechaba con emoción, la besaba, tartamudeando palabras incoherentes.
—Sandra… Sandra querida. Te quiero. ¡He tenido tanto miedo de perderte!
Se oyó a sí misma preguntar:
—¿Por culpa de Rosemary?
—Sí.
La soltó. Retrocedió. La sorpresa reflejada en su semblante resultaba casi ridícula.
—¿Sabías… lo de Rosemary?
—Claro que sí… Desde el primer momento.
—Y… ¿lo comprendes?
Ella negó con la cabeza.
—No, no lo comprendo. No creo que lo pueda comprender jamás. ¿La querías?
—No. En realidad, era a ti a quien quería.
Le invadió una oleada de amargura.
—¿Desde el primer momento en que me viste al otro lado del salón? —citó ella—. No repitas esa mentira… ¡Porque era mentira!
Stephen no se sorprendió por el súbito ataque.
—Sí, fue una mentira y sin embargo, ¡cosa rara!, no lo fue. Oh, por favor, procura comprender, Sandra. Hay gente que siempre tiene un motivo noble y bueno para justificar sus actos más ruines, gente que tiene que ser «honrada y franca» cuando quiere ser cruel, que cree un deber repetir tal o cual cosa, que es tan hipócrita consigo misma que se pasa la vida convencida de que cada uno de sus ruines y bestiales actos obedece a un espíritu de abnegación. Procura comprender que también existe el reverso de esta gente. Gente tan cínica, que desconfía tanto de sí misma y de la vida, que sólo cree en sus malas intenciones. Tú eras la mujer que yo necesitaba. Eso, por lo menos, es cierto. Y creo sinceramente ahora, al recordarlo, que, de no haber sido cierto, jamás hubiese seguido adelante…
—No estabas enamorado de mí —dijo ella con amargura.
—No. Jamás me había enamorado. Era un ser egoísta y asexuado que me envanecía, sí, es verdad, de la fastidiosa frialdad de mi temperamento. Y de pronto me enamoré desde el otro lado del salón con un amor estúpido, violento, de adolescente. Un amor como una tempestad de verano, breve, irreal, fugaz. Fue de verdad —agregó con amargura—, «una historia contada por un idiota, con mucho aparato, sin que nada signifique»[5]. Hizo una pausa.
—Fue aquí, en Fairhaven —agregó—, donde desperté me di cuenta de la verdad.
—¿La verdad?
—Que lo único que me importaba en la vida eras tú… y el conservar tu amor.
—¡Si yo hubiese sabido…! —murmuró ella.
—¿Qué pensaste?
—Creí que tenías la intención de fugarte con ella.
—¿Con Rosemary? —Stephen se rió—. ¡Eso sí que hubiera sido una condena a perpetuidad!
—¿No quería Rosemary que te fugaras con ella?
—Sí.
—¿Qué sucedió?
Stephen respiró profundamente. Habían vuelto al punto aquel, enfrentados una vez más a la intangible amenaza.
—Sucedió lo del Luxemburgo.
Guardaron silencio, viendo, los dos lo sabían, la misma cosa, el rostro cianótico de una mujer hermosa. Contemplando con fijeza a la mujer muerta, para luego mirarse el uno al otro.
—Olvídalo, Sandra —dijo Stephen—. ¡Por el amor de Dios, olvidémoslo!
—Es inútil olvidar. No nos dejarán olvidarlo. Hubo una pausa.
—¿Qué vamos a hacer? —inquirió Sandra.
—Lo que dijiste hace un momento. Hacer frente a situación… juntos. Asistir a esa horrible fiesta, sea cual fuere su objetivo.
—¿No crees lo que dijo George Barton de Iris?
—No. ¿Y tú?
—Podría ser verdad. Pero, aunque así fuera, no es ese el verdadero motivo.
—¿Cuál crees tú que es el verdadero motivo?
—No lo sé, Stephen. Pero tengo miedo.
—¿De George Barton?
—Sí, creo que él sabe…
—Sabe… ¿qué? —preguntó Stephen vivamente.
Ella volvió lentamente la cabeza hasta que sus ojos se encontraron con los de su marido.
—No debemos tener miedo —susurró—. Es preciso que tengamos valor, todo el valor del mundo. Vas a ser un gran hombre, Stephen, un hombre a quien el mundo necesita. Nada se interpondrá en tu camino. Yo soy tu esposa y te quiero.
—¿Qué crees tú que es esa fiesta, Sandra…?
—Creo que es una trampa.
—¿Y vamos a meternos en ella? —dijo él muy despacio.
—No podemos permitirnos el lujo de demostrar que sabemos que se trata de una trampa.
—No, eso es cierto.
De pronto, Sandra echó hacia atrás la cabeza y rompió a reír.
—¡Haz lo peor que sepas, Rosemary! —exclamó. ¡No vencerás!
Stephen la asió del hombro.
—Calla, Sandra. Rosemary está muerta.
—¿Lo está? A veces da la sensación de estar más viva que nunca…