Capítulo VI
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George Barton

Rosemary… George Barton bajó el vaso y contempló el fuego con cara de mochuelo.

Había bebido lo bastante para sentirse desgraciado y compadecerse a sí mismo.

¡Qué muchacha más hermosa había sido! Siempre había estado loco por ella. Ella lo sabía, pero había supuesto siempre que se reiría de él.

Hasta cuando le pidió por primera vez que se casara con él, lo hizo sin ninguna convicción.

Las palabras no le salían. Se había mostrado torpe en extremo y obrado como un tonto de remate.

—¿Sabes, chica? Cuando tú quieras… No tienes más que hablar. Ya sé que es inútil. No me mirarías dos veces. Siempre he sido un idiota. Pero tú ya conoces mis sentimientos, ¿verdad? Quiero decir que… siempre me encontrarás esperando. Ya sé que no existe la menor posibilidad, pero pensé que nada perdía con decírtelo.

Rosemary se había echado a reír y le había dado un beso en la calva.

—Eres un encanto, George, y recordaré tu bondadoso ofrecimiento, pero no pienso casarme con nadie de momento.

—Haces bien —había contestado él muy serio—. Mira bien a tu alrededor y no te precipites. Tú puedes escoger.

Jamás había tenido esperanzas. No lo que pudiera llamarse verdaderas esperanzas.

Por eso se había mostrado tan incrédulo y aturdido cuando Rosemary le dijo que iba a casarse con él.

No estaba enamorada de él, desde luego. Eso lo sabía perfectamente. Es más, ella misma se lo había confesado.

—Lo comprendes, ¿verdad que sí? Quiero sentirme casada, feliz y segura. Contigo lo estaré. ¡Estoy tan harta de sentirme enamorada! Siempre hay algo que sale mal y termina peor. Me gustas, George. Eres agradable, gracioso y encantador. Y me crees maravillosa. Eso es lo que yo quiero.

—Paso a paso se llega lejos —respondió George con cierta incoherencia—. Seremos felices como reyes.

Bueno, en eso no se había equivocado. Habían sido felices. Siempre se había sentido muy humilde. Siempre se había dicho que tropezarían con algún escollo sin duda. Rosemary no iba a darse por satisfecha con un hombre aburrido como él. Habría incidentes. Se había hecho la idea de aceptarlos. ¡Se mantendría firme en la confianza de que no serían duraderos! Rosemary siempre volvería a su lado. En cuanto aceptara sin reservas este punto de vista, todo iría bien.

Porque ella le tenía afecto, un afecto constante, invariable, que existía completamente aparte de los flirteos y los devaneos amorosos.

Se había hecho a la idea de aceptarlos. Se había dicho a sí mismo que eran inevitables tratándose de una mujer de un temperamento tan voluble y de una belleza tan extraordinaria como la de Rosemary. Con lo que no había contado era con sus propias reacciones.

Los galanteos con este o aquel joven no tenían importancia, pero cuando olfateó por primera vez la existencia de un asunto amoroso serio…

Se había dado cuenta enseguida, notó el cambio operado en ella. La creciente excitación, el aumento de su belleza, el radiante conjunto. Luego, lo que el instinto le decía se vio confirmado por hechos concretos y desagradables.

Recordó el día en que, al entrar en su salita, ella había tapado instintivamente la página de la carta que estaba escribiendo. Entonces lo había sabido: Rosemary le escribía a su amante.

Más tarde, cuando ella salió de la salita, llevándose consigo la carta, miró el papel secante. Estaba casi sin usar. Lo acercó al espejo y vio escritas de puño y letra de Rosemary las palabras «Mi amadísimo y querido…».

La sangre le había zumbado en los oídos. Comprendió en aquel instante los sentimientos de Otelo. ¿Propósitos prudentes? ¡Bah! Sólo el hombre primitivo importaba. ¡De buena gana la hubiese estrangulado! ¡De buena gana hubiera asesinado a su amante a sangre fría! ¿Quién era? ¿Aquel tipo de Browne…? ¿O sería Stephen Farraday? Los dos la habían estado mirando con ojos de carnero degollado.

Se vio el rostro en el espejo. Tenía los ojos inyectados en sangre. Parecía como si fuera a ser víctima de un ataque de apoplejía.

Al recordar aquel instante, George Barton dejó escapar la copa de entre sus dedos. Volvió a experimentar la sensación de ahogo, el zumbido de la sangre en sus oídos. Aún ahora…

Con un esfuerzo apartó el recuerdo. Nada de revivir la escena. Pertenecía al pasado, a un pasado muerto. Nunca más sufriría así. Rosemary había muerto. Estaba muerta y descansaba en paz. Y él disfrutaba de tranquilidad… y de paz también. No más sufrimientos.

Resultaba curioso pensar que era eso lo que para él había representado su muerte: Paz.

Nunca se lo había dicho a Ruth. Buena chica, Ruth. Tenía una cabeza excepcional. La verdad, no hubiera sabido qué hacer sin ella. ¡Cómo le ayudaba! ¡Cómo le comprendía y simpatizaba con él! Sin la menor insinuación sexual. Los hombres no la traían loca como a Rosemary.

Rosemary… Rosemary sentada a la mesa redonda del Luxemburgo. Algo demacrada después de la gripe. Un poco deprimida, pero hermosa… ¡Tan hermosa! Y una hora más tarde…

No. No pensaría en eso. No en aquel momento. Su plan. Pensaría en el plan.

Hablaría con Race primero. Le enseñaría las cartas. ¿Qué sacaría Race en limpio de las cartas? Iris se había quedado estupefacta. Evidentemente no había tenido la menor idea de ello.

Bueno, ahora él se había hecho cargo de la situación. Lo tenía todo arreglado.

El plan. Trazado hasta en su más mínimo detalle. La fecha. El lugar.

El 2 de noviembre. Día de los Difuntos. Era un acierto. El Luxemburgo, naturalmente. Intentaría conseguir la misma mesa.

Y los mismos invitados. Anthony Browne, Stephen Farraday, Sandra Farraday. Luego, claro, Ruth, Iris y él mismo. Y, como séptimo invitado, Race, que según el plan original debía de haber asistido a la fiesta.

Y habría un lugar vacante. ¡Resultaría magnífico! Una repetición del crimen.

Una repetición precisamente no… Pensó en el pasado… En el cumpleaños de Rosemary… Rosemary, caída hacia delante sobre aquella mesa. Muerta.