Capítulo IV
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Stephen Farraday

Stephen Farraday pensaba en Rosemary. Lo hacía con el asombro y la incredulidad que su imagen siempre despertaba en él. Por regla general desterraba de su mente todo pensamiento de aquella mujer tan aprisa como se presentaba. Pero había veces en que, tan persistente en la muerte como lo fuera en la vida, se negaba a ser desterrada tan arbitrariamente.

Su primera reacción era siempre la misma: un rápido estremecimiento de irresponsabilidad al recordar la escena del restaurante. Por lo menos, no tenía necesidad de pensar en eso. Trasladó sus pensamientos hacia el tiempo en que Rosemary había estado viva, en que la había visto sonriente, respirando, mirándole a los ojos.

¡Qué imbécil! ¡Cuan increíblemente imbécil había sido!

Le había poseído el asombro, un asombro total. ¿Cómo había sucedido? No lograba comprenderlo. Era como si su vida estuviese dividida en dos partes: una, la más extensa, una progresión ordenada, juiciosa, bien equilibrada; la otra, una locura breve que no le era característica. No había manera de hacer encajar las dos partes.

Porque, a pesar de toda su habilidad y de la perspicacia de su intelecto, Stephen carecía de la percepción interna necesaria para darse cuenta de que, en realidad, encajaban demasiado bien.

A veces pasaba revista a su vida, examinándola fríamente, sin indebida emoción, pero con cierta mojigata satisfacción. Desde muy temprana edad había tenido la voluntad de triunfar en la vida y, a pesar de las dificultades y de ciertas desventajas iniciales, sí que había triunfado.

Siempre había profesado un credo muy sencillo. Creía en la Voluntad. Lo que un hombre quería hacer, eso hacía.

El pequeño Stephen Farraday había cultivado asiduamente la voluntad. No podía contar con mucha ayuda en la vida, salvo la que obtuviera gracias a sus propios esfuerzos. A los siete años de edad era un niño pequeño y pálido, de frente despejada y mandíbula que expresaba determinación, y ya tenía el propósito de elevarse, y de subir muy alto. Sabía ya que sus padres de nada le servirían. Su madre se había casado con un hombre de escala social inferior a ella, y lo había lamentado. El padre, un contratista de obras de poca importancia, perspicaz, astuto y tacaño, había merecido siempre el desprecio de su mujer y también el de su hijo.

A su madre, aturdida, despistada, propensa a bruscos cambios de humor, Stephen la había mirado siempre con cierto desconcierto e incomprensión, hasta el día en que la sorprendiera echada sobre un rincón de la mesa, con una botella de colonia vacía, que se le había caído de la mano. Jamás se le había ocurrido pensar que la bebida pudiera tener nada que ver con los humores de su madre. Nunca bebía cerveza ni licores, y en ninguna ocasión se le había ocurrido pensar que la manía que tenía por el agua de colonia pudiera tener otro origen que la confusa explicación que ella daba acerca de sus dolores de cabeza.

En aquel instante se dio cuenta de que profesaba muy poco afecto a sus padres. Sospechó, perspicaz, que ellos tampoco le profesaban mucho amor. Era pequeño para su edad, callado, y propenso al tartamudeo. Su padre le creía afeminado. Un niño de muy buenos modales, que daba muy poco quehacer en casa. A su padre le hubiera gustado que hubiese sido más revoltoso. «Yo siempre andaba haciendo alguna trastada a su edad», solía decir. A veces, al mirar a Stephen, se daba cuenta, con desasosiego, de la situación de inferioridad social en que se hallaba en relación a su esposa. Stephen había salido a la familia de la madre.

Sin bulla, pero con creciente determinación, Stephen trazó su plan de vida. Iba a triunfar. Como primera prueba de su voluntad, se dedicó a vencer su tartamudez. Ensayó, hablando muy despacio, con una leve pausa entre palabra y palabra. Y, con el tiempo, vio sus esfuerzos coronados por el éxito. Ya no tartamudeaba. En el colegio, se concentró en los estudios. Estaba decidido a adquirir cultura. La cultura le abriría camino. No tardaron sus maestros en interesarse por él, en animarle. Ganó una beca. Los educadores abordaron a los padres. El muchacho prometía. Mr. Farraday, que estaba obteniendo buenos beneficios en un bloque de casas baratas, se dejó convencer y gastó dinero en educar a su hijo.

A los veintidós años, Stephen salió de Oxford con un título, con fama de saber hablar bien y con ingenio, y facilidad para escribir artículos. Había hecho muy buenas amistades, por añadidura. Lo que a él le atraía era la política. Había aprendido a dominar su innata timidez y a cultivar unos modales admirables: modesto, amistoso, y con ese destello de inteligencia que hace decir a la gente: «Ese muchacho llegará muy lejos». Aunque sentía una manifiesta predilección por el liberalismo, Stephen se dio cuenta de que, de momento, el partido liberal estaba muerto. E ingresó en las filas del partido laborista. No tardó en sonar su nombre como el de un joven de porvenir. Pero el partido laborista no le satisfizo. Lo encontró menos abierto a ideas nuevas, mucho más atado por la tradición que su grande y potente rival. Los conservadores, por su parte, andaban a la busca de jóvenes de talento.

Otorgaron su aprobación a Stephen Farraday. Era éste precisamente el tipo de muchacho que querían. Presentó su candidatura por un distrito electoral que gozaba fama de ser un feudo del laborismo, y sacó el acta por una mayoría muy pequeña. Stephen alcanzó su escaño en la Cámara de los Comunes con una sensación de triunfo. Había empezado su carrera y aquélla era la carrera en que mejor podía distinguirse. En ella podía poner toda su habilidad, toda su ambición. Sentía dentro de sí la capacidad de gobernar y hacerlo bien. Tenía la facultad de saber llevar a la gente, de conocer cuándo debía adular y cuándo mostrarse en desacuerdo. Un día llegaría, se lo prometió a sí mismo, en que formaría parte del Gobierno.

No obstante, en cuanto se hubo calmado la emoción que le había producido el verse miembro de la Cámara, experimentó una rápida desilusión. La reñida campaña electoral le había hecho figurar en primer término. Ahora se encontraba convertido en simple e insignificante unidad, sometido a jefes de partido que le obligaban a no salirse de su lugar. No era fácil allí salir de la oscuridad. Allí inspiraba desconfianza la juventud. Hacía falta algo más que habilidad. Era necesaria la influencia.

Existían ciertos intereses, ciertas familias… Uno necesitaba padrinos.

Pensó en el matrimonio. Hasta entonces se había preocupado muy poco de semejantes cosas. Había soñado vagamente con una mujer hermosa que compartiría su vida y sus ambiciones. Una mujer que le daría hijos y con la que podría desahogarse hablando de sus pensamientos y sus perplejidades. Una mujer que sintiera lo que él, que ansiara su triunfo y que estuviera orgullosa de él cuando lo alcanzara.

Hasta que un día asistió a una de las grandes recepciones dadas en Kidderminster House. La familia Kidderminster era la más poderosa de Inglaterra. Era, y siempre había sido, una familia de políticos. Lord Kidderminster, con su perilla y su porte distinguido, era conocido de vista en todas partes. La cara de caballo de lady Kidderminster se había visto en todos los entarimados y en todos los estrados públicos de Inglaterra. Tenían cinco hijas —tres de ellas muy hermosas— y un hijo todavía en Eton.

Los Kidderminster tenían la costumbre de animar a los miembros jóvenes del partido. De ahí que Farraday fuera invitado.

No conocía a mucha gente allí y se hallaba solo junto a una ventana unos veinte minutos después de su llegada. Estaba disminuyendo el grupo congregado junto a la mesa de té y pasaban a otros salones, cuando Stephen vio a una muchacha alta, vestida de negro, sola, que parecía algo desconcertada de momento.

Stephen Farraday era buen fisonomista. Aquella misma mañana había recogido en el metro una revista abandonada por una viajera y le echó una ojeada con cierto regocijo. Había una reproducción algo borrosa de lady Alexandra Hayle, hija tercera del conde Kidderminster. Y debajo, unas cuantas palabras acerca de ella: «… siempre ha sido tímida y retraída. Le gustan los animales… Lady Alexandra ha cursado estudios domésticos, porque lady Kidderminster es partidaria de que sus hijas conozcan bien todos los asuntos relacionados con el hogar».

Aquella joven que estaba viendo era lady Alexandra y, con la certera percepción de la persona tímida, Stephen se dio cuenta de que ella era tímida también. Al ser la menos agraciada de las cinco hijas, Alexandra había sufrido siempre complejo de inferioridad. Aunque se había criado exactamente igual que sus hermanas jamás había alcanzado del todo su savoir faire, cosa que molestaba profundamente a su madre. Era preciso que Sandra hiciera un esfuerzo. Era absurdo que pareciera tan torpe, tan gauche.

Stephen no sabía eso, pero sí sabía que la muchacha se sentía fuera de su elemento e infeliz. De pronto, adquirió una convicción. ¡Aquélla era su oportunidad! «¡Aprovéchala, imbécil, aprovéchala! ¡Ahora o nunca!».

Cruzó la estancia. Se acercó a la muchacha y tomó un emparedado. Luego se volvió, hablando nervioso y con esfuerzo (no hacía comedia, ¡estaba nervioso!), y le dijo:

—Perdone, ¿se molestaría si le hablo? No conozco a mucha gente aquí y me doy cuenta de que usted tampoco. No me haga un desprecio. La verdad es que soy muy tí… tímido (el tartamudeo de años anteriores volvió en el momento más oportuno), y… y creo que usted es tí… tímida también. ¿Verdad que sí?

La muchacha se puso algo colorada, abrió la boca. Pero, como Stephen había adivinado, fue incapaz de decirlo. Era demasiado difícil encontrar palabras para decir: «Soy hija de la casa». En lugar de eso, admitió en voz baja:

—La verdad es que sí… sí que soy tímida. Siempre lo he sido.

—Es una sensación horrible —prosiguió Stephen apresuradamente—. No sé si llega uno a vencerla con el tiempo. A veces me siento completamente mudo, sin querer.

—Y yo también.

Siguió adelante, hablando bastante aprisa, tartamudeando un poco con aire aniñado muy atractivo. Era algo que había sido natural en él muchos años antes y ahora retenía y cultivaba deliberadamente. Era juvenil, ingenuo…

Encauzó la conversación hacia el teatro. Mencionó una obra que se estaba representando y que había despertado mucho interés. Sandra la había visto. La obra tocaba temas sociales y no tardaron en enfrascarse en una discusión sobre las medidas que se podían adoptar al respecto.

Stephen no exageró la nota. Vio entrar en el cuarto a lady Kidderminster y echar una mirada a su alrededor en busca de su hija. No formaba parte de su plan el que le presentaran en aquel momento. Se despidió.

—Me ha resultado muy agradable hablar con usted. Odiaba la fiesta hasta que la encontré. Gracias.

Salió de Kidderminster House con una sensación vigorizante. Había aprovechado la oportunidad. Ahora, a consolidar lo empezado.

Durante varios días rondó por los alrededores de Kidderminster House. Una vez salió Sandra con una de sus hermanas. Otra vez salió de casa sola, pero caminando apresuradamente. Sacudió la cabeza. Aquello no convenía. Iba, evidentemente, a una cita. Entonces, cosa de una semana después de la fiesta, vio recompensada su paciencia. Sandra salió una mañana con un perrito negro y echó a andar sin prisas en dirección al parque.

Cinco minutos más tarde, un joven que caminaba rápidamente en dirección opuesta se detuvo en seco delante de Sandra, y exclamó alegremente:

—¡Caramba! ¡Qué suerte! ¡Empezaba o preguntarme si volvería a verla algún día!

Era tal el contento que respiraba su voz, que ella se ruborizó un poco.

Se agachó a acariciar el perro.

—¡Qué simpático es! ¿Cómo se llama?

—MacTavish.

—¡Eso sí que es un nombre escocés!

Hablaron de perros un rato. Luego Stephen dijo, con cierto embarazo:

—No le dije mi nombre, el otro día. Me llamo Farraday. Stephen Farraday. Un miembro del Parlamento muy poco conocido.

La miró interrogador y vio cómo le salían los colores de nuevo al decir:

—Yo soy Alexandra Hayle.

El supo hacer muy bien su papel. Como cuando, siendo estudiante en Oxford, había pertenecido al elenco teatral. Sorpresa, reconocimiento, chasco, embarazo…

—¡Ah! ¡Es… es usted Alexandra Hayle…! Usted… ¡Santo Dios! ¡Qué imbécil debió creerme usted el otro día!

La respuesta de ella era inevitable. Su crianza y su bondad innata le exigían que hiciese todo lo que pudiera por desvanecer su embarazo, por tranquilizarlo.

—Debía habérselo dicho.

—Debería haberlo sabido. ¡Qué estúpido debió creerme!

—¿Cómo podía usted saberlo? Y, ¿qué importa después de todo? Por favor, Mr. Farraday, no ponga esa cara de disgusto. Demos un paseo hasta el lago Serpentine[3]. MacTavish no deja de tirar.

Después de aquello, la vio varias veces en el parque. Le contó sus ambiciones. Discutieron tópicos políticos. La encontró inteligente, bien informada y comprensiva. Tenía buena cabeza y carecía de prejuicios. Ahora ya eran amigos.

Dio otro paso hacia delante cuando le invitaron a cenar a Kidderminster House y a un baile después. Les había fallado un invitado en el último instante. Cuando lady Kidderminster se devanaba los sesos para encontrarle sustituto, Sandra comentó discretamente:

—¿Y si invitáramos a Stephen Farraday?

—¿Stephen Farraday?

—Sí. Asistió a la fiesta del otro día y nos hemos visto dos o tres veces desde entonces.

Se consultó a lord Kidderminster y éste se mostró partidario de animar a los jóvenes, esperanza del mundo político.

—Un muchacho inteligente… brillante. No he oído hablar nunca de su familia; pero se hará famoso el día menos pensado.

Stephen aceptó la invitación y supo quedar a la altura de las circunstancias.

—Es un joven que puede ser interesante conocer —señaló lady Kidderminster con su arrogancia habitual.

Dos meses más tarde, Stephen puso su suerte a prueba. Estaban Sandra y él junto al lago Serpentine, y MacTavish, tumbado, apoyaba la cabeza en el pie de Sandra.

—Sandra… tú sabes, tú tienes que saber que te quiero.

Deseo que te cases conmigo. No te lo pediría si no creyese que iba a abrirme camino. Sí que lo creo. No te avergonzarás de haberme aceptado. Te lo juro.

—No me avergüenzo —le respondió ella.

—Así, pues, ¿me quieres?

—¿No lo sabías?

—Tenía esperanza pero no estaba seguro. Sabes que te he querido desde el primer momento en que te vi en tu casa, y, armándome de valor, me acerqué a hablar contigo. Jamás estuve más asustado en mi vida.

—Yo también creo que te quise desde entonces.

No todo el monte fue orégano. Cuando Sandra anunció tranquilamente que iba a casarse con Stephen Farraday, su familia protestó. ¿Quién era Stephen? ¿Qué sabían de él?

Stephen se mostró muy franco con lord Kidderminster al hablar de su familia y origen. Durante un fugaz instante, pensó que era una suerte para sus posibilidades que sus padres hubieran muerto ya.

A su esposa, lord Kidderminster le dijo: «¡Hura…! Hubiera podido ser peor».

Conocía a su hija bastante bien, y sabía que bajo su aspecto de tranquilidad se ocultaba una voluntad inflexible. Si tenía la intención de casarse con aquel hombre, lo liaría. ¡Jamás cedería!

«Ese muchacho tiene porvenir. Con un poco de apoyo llegará lejos. Bien sabe Dios que nos hace falta sangre joven. Además, parece una buena persona.».

Lady Kidderminster asintió aunque de mala gana. No era lo que ella consideraba un buen partido para su hija. No obstante, verdad era que Sandra resultaba la más difícil de colocar. Suzanne había sido una belleza y Esther tenía inteligencia. Diana, una muchacha lista, se había casado con el joven duque de Harwick, el partido de la temporada. Sandra, desde luego, tenía menos encanto, había que tener en cuenta su timidez, y si este joven tenía el porvenir que todos le auguraban…

Capituló ante las palabras de su esposo.

«Pero, claro está —murmuró—, habrá que usar las influencias…».

Así que Alexandra Catherine Hayle se casó con Stephen Leonard Farraday, vestida de raso blanco y encajes de Bruselas, con seis damas de honor y dos minúsculos pajes y todos los accesorios de una boda de sociedad. Fueron a pasar la luna de miel a Italia y regresaron a una encantadora casita de Westminster y, poco tiempo después, murió la madrina de Sandra y le legó un delicioso palacete estilo reina Ana, en el campo. Todo le marchó bien a la feliz pareja. Stephen se lanzó a la vida parlamentaria con renovado ardor. Sandra le ayudó en todo y por todo, identificándose en cuerpo y alma con sus ambiciones. A veces, Stephen pensaba, casi con incredulidad, en cómo le había favorecido la fortuna. Su alianza con la poderosa familia Kidderminster le aseguraba un rápido ascenso en su carrera. Su propia habilidad e inteligencia consolidaría la posición que la oportunidad le proporcionaba. Creía sinceramente en su propia fuerza y estaba dispuesto a trabajar sin descanso por el bien de su país.

Con frecuencia, al mirar a su esposa sentada al otro lado de la mesa, se decía con satisfacción que era la compañera perfecta, tan perfecta como él siempre se la había imaginado. Le gustaba el bello contorno de su cabeza y de su cuello, los ojos de avellana, de mirar directo, bajo las rectas cejas; la frente blanca, bastante ancha, y la leve arrogancia de su nariz aguileña. Parecía, pensó, algo así como un caballo de carreras, tan bien cuidada, tan llena de abolengo, tan orgullosa. La encontraba una compañera ideal. La mente de ambos funcionaba con celeridad y alcanzaba simultáneamente la misma rápida conclusión. Sí, pensó, Stephen Farraday, aquel niño desconsolado había sabido medrar o su vida estaba adoptando la forma que él había querido que adoptara. Pasaba un año o dos de los treinta y tenía el éxito en su mano.

Imbuido de aquel humor de triunfante satisfacción, se fue con su esposa a pasar quince días en Saint Moritz. Y, al mirar al otro lado del salón del hotel, vio a Rosemary Hartón.

Jamás comprendió lo que le ocurrió en aquel momento. Casi como en una venganza poética, las palabras que dijera a otra mujer se convirtieron en realidad. Se enamoró desde el otro lado del salón. Profunda, avasalladoramente; con locura. Era la clase de amor desesperado, reflexivo, juvenil, que debiera haber experimentado años antes y haber olvidado.

Siempre había supuesto que no era un hombre apasionado. Uno o dos asuntos efímeros, un flirteo sin consecuencias; eso, que él supiera, era todo lo que el amor significaba para él. Los placeres sensuales no le atraían. Se decía que era un fastidio soportar cosa semejante.

Si le hubieran preguntado si quería a su esposa, hubiera replicado: «Naturalmente». Sin embargo, sabía sin vacilar que jamás hubiera soñado casarse con ella si hubiera sido, por ejemplo, la hija de un caballero rural sin fortuna. Le era simpática, la admiraba, le inspiraba un profundo afecto, así como un verdadero agradecimiento por lo que su posición social le había conseguido.

El hecho de que fuera capaz de enamorarse como un mozalbete imberbe, de experimentar las mismas angustias, obrar con la misma irreflexión, resultaba una revelación para él. No podía pensar en nada más que en Rosemary. El hermoso y risueño rostro, el color castaño de su cabellera, la figura que se contoneaba voluptuosa. No podía comer. No podía dormir. Fueron a esquiar juntos. Bailaron juntos. Y, al estrecharla entre sus brazos, comprendió que la deseaba más que a ninguna otra cosa del mundo. ¡Aquella angustia, aquel doloroso anhelo! ¡Esto era amor!

Aún en plena exaltación bendijo a la suerte que le había dotado de un comportamiento natural imperturbable. Nadie debía adivinar, nadie debía saber lo que sentía, salvo la propia Rosemary.

Los Barton se marcharon una semana antes que los Farraday. Stephen le dijo a Sandra que Saint Moritz no era muy divertido. ¿No sería mejor que acortaran su estancia y regresaran a Londres? Ella asintió con sumo agrado. Dos semanas después de su regreso, se convirtió en amante de Rosemary.

Un período extraño, agotador, de éxtasis, febril, irreal. Duró… ¿Cuánto duró? Seis meses a lo sumo. Seis meses durante los cuales Stephen siguió haciendo su trabajo como de costumbre. Visitó su distrito; hizo interpelaciones en la Cámara, habló en varios mítines, discutió de política con Sandra, y no tuvo más que un único pensamiento: Rosemary.

Sus entrevistas secretas en el apartamento, su belleza, el apasionado cariño que por ella derrochó, los apasionados abrazos que ella le prodigaba. Un sueño, loco, sensual…

Y tras el sueño, el despertar.

Pareció ocurrir de pronto.

Como salir de un túnel a la luz del sol.

Un día, el absorto amante; al siguiente, Stephen Farraday de nuevo. Stephen Farraday, que se preguntaba si no sería mejor que no viese a Rosemary con tanta frecuencia. ¡Qué idiotez! Habían estado corriendo riesgos terribles. ¡Si Sandra llegara a sospechar! Le echó una mirada de soslayo cuando desayunaban. Menos mal que no desconfiaba. No tenía la menor idea. Y, sin embargo, algunas de las excusas que le había dado últimamente para justificar su ausencia habían sido bastante pueriles. Otras mujeres se hubieran puesto sobre aviso. Por fortuna, Sandra no era una mujer desconfiada.

Respiró profundamente. En verdad que Rosemary y él habían sido bastante temerarios. Era una maravilla que su esposo no se hubiese enterado. Uno de esos hombres tontos, confiados, muchos años más viejo que ella.

¡Qué hermosa era! Pensó de pronto en los campos de golf. Aire fresco barriendo las dunas de arena, recorrer el campo con los palos a cuestas, un golpe limpio de salida, un golpe corto de aproximación al hoyo. Hoyo tras hoyo… Hombres… hombres con bombachos fumando en pipa. Y… prohibida la entrada a las mujeres.

De improviso le dijo a Sandra:

—¿No podríamos ir a Fairhaven?

Ella alzó la cabeza, sorprendida.

—¿Quieres hacerlo? ¿Dispones de tiempo?

—Podría aprovechar los días de entre semana. Me gustaría jugar unos partidos de golf. Me siento agotado.

—Podríamos irnos mañana si quieres. Pero tendremos que dar excusas a los Astley, y será necesario que aplace la reunión del martes. Pero ¿y los Lovat?

—Oh, aplacemos eso también. Podemos inventar una excusa. Quiero marcharme.

Había sido apacible la vida en Fairhaven, con Sandra y los perros en la terraza y en el jardín cercado por el viejo muro. Golf en Sandley Heath. Vuelta a pie a la granja al anochecer, seguido de MacTavish.

La sensación experimentada había sido la del hombre que se recupera de una enfermedad.

Había fruncido el entrecejo al ver la escritura de Rosemary. Le había dicho que no escribiese. Era demasiado peligroso. Y no era que Sandra le preguntara de quién eran las cartas que recibía. No obstante, resultaba poco prudente. No siempre se podía uno fiar de la servidumbre.

Algo molesto rasgó el sobre una vez solo en su despacho. Páginas a montones.

Al leer, se sintió de nuevo dominado por el encanto de antaño. Ella le adoraba. Le amaba más que nunca. No podía soportar la idea de estar sin verlo cinco días completos. ¿Le pasaba a él lo mismo? ¿Echaba de menos el leopardo a su etíope?

Medio sonrió, medio suspiró. Aquella broma absurda, nacida al comprarle él un batín masculino con lunares por el que ella había mostrado admiración, y lo del cambio de manchas del leopardo[4]. Y él había contestado: «Pero no debes cambiar de piel, querida». Y, después de eso, ella le había llamado siempre «Mi leopardo» y él a ella «Mi belleza negra».

Estúpido a más no poder. Sí, estupidísimo. Muy amable al escribirle tantísimas páginas. Pero no debía haberlo hecho. ¡Qué rayos! ¡Tenían que andar con cuidado! Sandra no era mujer para aguantar una cosa así. Si llegase a tener la menor sospecha. Era peligroso escribir cartas. Se lo había advertido a Rosemary. ¿Por qué no podía esperar a que regresara él a la ciudad? ¡Maldita sea! La vería dentro de un par o tres de días.

Encontró otra carta en la mesa del desayuno a la mañana siguiente. Esta vez Stephen masculló mentalmente una maldición. Le pareció que la mirada de Sandra se fijaba en ella durante un par de segundos. Pero no dijo nada. Menos mal que no era una de esas mujeres que hacen preguntas acerca de la correspondencia del marido.

Después del desayuno, marchó con el coche a la población vecina, a ocho millas de distancia. Hubiera sido imprudente pedir una conferencia desde el pueblo. Rosemary se puso al teléfono.

—¡Hola…! ¿Eres tú, Rosemary…? No me escribas más cartas.

—¡Stephen! ¡Querido! ¡Qué adorable es escuchar tu voz!

—Ten cuidado. ¿No te puede oír nadie?

—¡Claro que no! ¡Oh, ángel mío, cuánto te he echado de menos! ¿Me has echado de menos tú a mí?

—Claro que sí. Pero no me escribas. Es demasiado arriesgado, ¿comprendes?

—¿Te gustó mi carta? ¿Te hizo sentir que estaba a tu lado? Querido, quiero estar contigo en todo instante. ¿Te pasa a ti lo mismo?

—Sí… pero no por teléfono.

—¡Eres tan absurdamente cauteloso…! ¿Qué importa?

—Estoy pensando en ti también, Rosemary. No podría soportar la idea de que pudiera sucederte nada malo por mi culpa.

—Me tiene sin cuidado lo que ocurra. Eso ya lo sabes.

—Pues a mí sí que me importa, encanto.

—¿Cuándo volverás?

—El martes.

—Y nos veremos en el apartamento el miércoles.

—¡Sí, sí!

—Querido, apenas puedo soportar la espera. ¿No puedes inventar una excusa y venir hoy? ¡Oh, Stephen! ¡Sí que podrías! La política o cualquier estupidez así.

—Lo siento, pero no puedo.

—No creo que me eches de menos tanto como yo te encuentro a faltar a ti.

—Estás muy equivocada.

Cuando colgó el teléfono se sentía cansado. ¿Por qué se empeñarían las mujeres en ser tan temerarias? Rosemary y él tendrían que andar con más cuidado en adelante. Tendrían que verse con menos frecuencia.

Después de aquello, las cosas se pusieron algo difíciles. Estaba ocupado, muy ocupado. Era completamente imposible dedicarle tiempo a Rosemary y, lo peor del caso era que ella no parecía ser capaz de comprenderlo. Él se lo explicaba, pero Rosemary se negaba sencillamente a escucharle.

—¡Bah! ¡Tú y tus estúpidos políticos! ¡Como si fueran importantes!

—¡Claro que lo son!

No quería comprender. No le importaba. No tenía el menor interés por su trabajo, sus ambiciones, su carrera. Lo único que deseaba era oírle repetir que la amaba.

«¿Tanto como siempre? Dime otra vez que me amas de verdad».

¡Eso ya se podía dar por sentado a estas alturas! Era una mujer bellísima, encantadora. Lo malo era que no se podía hablar con ella.

Indiscutiblemente, se habían estado viendo con demasiada frecuencia. No es posible sostener una relación pasional prolongada. Tendrían que verse con menos frecuencia, y aún distanciarse un poco.

Pero esto despertaba en ella un resentimiento, un resentimiento enorme.

Ahora le colmaba de reproches.

«Tú no me quieres como antes».

Entonces él tenía que consolarla, jurarle que su amor era el mismo. Y ella se empeñaba en recordarle todo cuanto él le había dicho.

«¿Te acuerdas de cuando dijiste que sería muy hermoso morir juntos? Dormirse para siempre estrechamente abrazados. ¿Recuerdas cuando dijiste que formaríamos una caravana y nos internaríamos en el desierto? Los dos solos… Sin más testigos que las estrellas y los camellos… olvidando al mundo para siempre».

¡Qué sandeces se dicen cuando se está enamorado! No habían parecido tan fatuas en el momento de decirlas; pero ¡recordárselas a uno así, a sangre fría! ¿Por qué no podían las mujeres dejar en paz el pasado? A un hombre no le hacía ninguna gracia que le estuviesen recordando siempre el ridículo que había hecho.

Le planteaba de pronto exigencias irrazonables. ¿No podría marcharse él al extranjero, al sur de Francia, y ella reunirse con él allí? O ir a Sicilia o Córcega, o a uno de aquellos lugares en los que nunca se encontraba a gente conocida. Stephen contestó con hosquedad que no existía semejante paraje en el mundo. Siempre se encontraba, en el sitio más improbable, algún antiguo amigo de colegio que hacía años que no se tropezaba.

Y entonces ella dijo algo que lo asustó.

—Bueno, pero… no importaría gran cosa en realidad, ¿verdad?

Se puso alerta, en guardia, sintiendo de pronto un frío interior.

—¿Qué quieres decir con eso?

Ella le sonreía, con aquella misma sonrisa encantadora que en otros tiempos le embrujara y despertara en él un anhelo doloroso por lo intenso. Ahora sólo sirvió para impacientarlo.

—Mi leopardo querido, he pensado a veces que es una estupidez andar con estos tapujos. Resulta indigno en mi opinión. Marchémonos juntos. Dejemos de fingir. George me concederá el divorcio y a ti te lo concederá tu mujer, y entonces podremos casarnos.

¡Así como sonaba! ¡Desastre! ¡Ruina! ¡Y ella no lo comprendía!

—No te permitiría que hicieses semejante cosa.

—Pero, querido, ¡si a mí me da igual! No tengo nada de convencional en realidad.

«Pero yo sí, yo sí», pensó Stephen.

—Yo creo que el amor es la cosa más importante del mundo. Lo que la gente piense de nosotros es lo de menos.

—Para mí no sería lo de menos, querida. Un escándalo así pondría fin a mi carrera.

—Pero ¿importaría eso en realidad? Hay otras mil cosas que podrías hacer.

—No seas tonta.

—Y, después de todo, ¿qué necesidad tienes de hacer nada? Yo tengo mucho dinero. Mío, quiero decir, no de George. Podríamos vagar por el mundo, ir a los lugares más apartados y encantadores, lugares en los que quizá nadie ha estado jamás. A alguna isla del Pacífico… imagínatela… el sol tórrido, el mar azul, los arrecifes de coral.

Sí que se lo imaginaba. ¡Una isla en los mares del Sur! ¿Habríase visto idiotez mayor? ¿Por quién lo habría tomado? ¿Por un vagabundo?

La miró con ojos de los que había caído ya por completo la venda. ¡Una encantadora criatura con sesos de mosquito! Había estado loco, completamente loco. Pero había recobrado la cordura. Y tenía que salir de aquel atolladero. A menos que anduviera con cuidado, le arruinaría la vida.

Dijo todas las cosas que un sinfín de hombres habían dicho antes que él. Tendrían que acabar de una vez, le había escrito. Sería injusto con ella si hiciera otra cosa. No podía correr el riesgo de ser la causa de su desgracia. Ella no comprendía, y así sucesivamente.

«Se ha acabado». Era preciso que le hiciera comprender eso.

Pero era precisamente lo que ella se negaba a comprender. No sería tan fácil como creía. Ella le adoraba, ella le quería más que nunca, ¡no podía vivir sin él! Lo único honesto era que ella se lo dijera a su esposo y que Stephen le dijese a su mujer la verdad. Recordó el frío interior que sintió al leer la carta. ¡La muy imbécil! ¡La muy estúpida! Iría a contárselo todo a George Barton y entonces George accedería a divorciarse y le citaría ante los tribunales como parte. Y Sandra tendría que divorciarse también de él, por fuerza. No tenía la menor duda de ello. Sandra, hablando una vez de una amiga, había dicho: «Naturalmente, cuando averiguó que se entendía con otra mujer, ¿qué recurso le quedaba más que divorciarse de él?». Lo mismo opinaría Sandra en su caso. Era orgullosa. Jamás se conformaría con compartir un hombre con otra.

Y entonces ¡adiós su porvenir! Le retirarían el poderoso apoyo de los Kidderminster. Jamás lograría que se echase en olvido un escándalo de esa clase, aun cuando la opinión pública se había hecho más tolerable que antaño. ¡Pero no en un caso flagrante como éste! ¡Adiós a sus sueños, a sus ambiciones! Todo destrozado, perdido, por haberse encaprichado estúpidamente de una mujer veleidosa. Un amor de adolescente en el momento equivocado de su vida.

Perdería todo aquello por lo que tanto había luchado. ¡Fracaso! ¡Ignominia!

Perdería a Sandra…

Y de pronto, con una sacudida de sorpresa, se dio cuenta de que era eso lo que más le importaría: perderá Sandra. Sandra, de frente blanca y cuadrada y ojos de color de avellana, Sandra, su querida amiga y compañera; su orgullosa, arrogante y leal Sandra. No, no podía perder a Sandra. ¡Ah! No podía… Cualquier cosa menos eso.

Gruesas gotas de sudor perlaron su frente.

Tenía que salir de aquel trance de una manera u otra.

Tendría que hacer entrar en razón a Rosemary. Pero… ¿querría escucharle? Rosemary y el sentido común estaban reñidos. ¿Y si le dijera que, después de todo, estaba enamorado de su mujer? No. Se negaría rotundamente a creerlo. ¡Era una mujer tan estúpida! De cabeza hueca, posesiva, empalagosa… Y ella le amaba aún; ahí estaba el inconveniente.

Sintió una furia ciega. ¿Cómo diablos podría arreglárselas para calmarla? ¿Cómo sellarle los labios? «Sólo una dosis de veneno sería capaz de conseguirlo», pensó con amargura.

Una avispa zumbaba cerca de él. La miró distraído. Se había metido en un tarro de mermelada e intentaba escapar de nuevo.

«Como yo —pensó—, se ha dejado tentar por la dulzura y ahora no puede escapar, ¡pobre bicho!».

Pero él, Stephen Farraday, pensaba escapar de una manera o de otra. Era preciso ganar tiempo.

Por entonces, Rosemary guardaba cama aquejada de gripe. Había preguntado por su estado de una forma convencional. Y le había enviado un ramo de flores. Aquello le daba un momento de respiro. Tiempo para pensar. A la semana siguiente Sandra y él fueron a comer con los Barton, una fiesta de cumpleaños para Rosemary. Ella le había dicho: «No haré nada hasta después de mi cumpleaños… Sería demasiado cruel para George.

¡Está preparándolo todo con tanta ilusión! Pasada esa fecha, llegaremos a un acuerdo.

¿Y si yo le dijera, con brutal franqueza, que todo había terminado? ¿Que ya no la quería? Se estremeció. No, no se atrevía a decirle eso. Podría ocurrírsele ir a ver a George con un ataque de nervios. Hasta cabía la posibilidad de que se enemistara con Sandra. Se imaginaba oír la voz de Rosemary, lacrimosa, aturdida… «Dice que ya no me quiere, pero sé que eso no es verdad. Quiere ser leal… portarse como es debido contigo… pero creo que estarás de acuerdo conmigo en que, cuando dos personas se quieren, no hay más camino que la franqueza, la sinceridad… Por eso quiero pedirte que le des la libertad».

Algo así diría Rosemary, o cualquier otra cosa no menos nauseabunda. Y Sandra, con gesto de orgullo, replicaría: «¡Por mí, la tiene concedida!».

Sandra no la creería. ¿Cómo iba a creerla? Si Rosemary presentaba aquellas cartas, las cartas que había sido lo bastante idiota para escribirle. ¡Dios sabía lo que había llegado a decirle en ellas! Lo bastante y más que lo bastante para convencer a Sandra. Jamás le había escrito a ella nada parecido.

Tenía que pensar en algo. Alguna manera de conseguir que Rosemary guardara silencio.

«Es una lástima —pensó— que no vivamos en el tiempo de los Borgia…».

La única cosa capaz de silenciar a Rosemary sería una copa de champán envenenado.

Sí. Había llegado el punto de pensar en eso.

Cianuro en la copa de champán, cianuro en el bolso. Depresión tras un fuerte resfriado.

Y, por encima de la mesa, la mirada de Sandra se encontró con la suya.

Había trascurrido cerca de un año. Y no podía olvidar.