Capítulo I
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Iris Marle

Iris Marle pensaba en su hermana Rosemary. Durante cerca de un año había intentado deliberadamente desterrar de sus pensamientos su recuerdo. No había querido recordarla.

Era demasiado doloroso, ¡demasiado horrible!

El semblante cianótico. Los dedos convulsivos, crispados…

El contraste entre aquélla y la bella y alegre Rosemary del día anterior… Bueno, alegre tal vez no. Había tenido una gripe… estaba deprimida, postrada.

Todo eso había salido a relucir durante la encuesta. La propia Iris había insistido al respecto. Eso explicaba que Rosemary se hubiese suicidado, ¿verdad?

Una vez terminada la encuesta, Iris había insistido en desterrar el asunto de su mente. ¿De qué serviría acordarse? ¡A olvidarlo todo! A olvidar por completo el horrible suceso.

Pero ahora se daba cuenta de que tenía que recordarlo. Tenía que bucear en el pasado… Recordar con mucho cuidado hasta el incidente más leve y carente de importancia…

La extraordinaria entrevista con George, anoche, exigía que lo recordara.

Había sido tan inesperada, tan atemorizadora… Un momento: ¿Había sido tan inesperada? ¿No había habido indicios de antemano? La creciente abstracción de George, su distracción, sus incomprensibles acciones… su… bueno, su rareza era el único vocablo que podía expresarlo, culminando todo ello en aquel momento de la noche anterior, en que le había llamado al despacho y sacado las cartas del cajón de la mesa.

Así que ahora ya no tenía remedio. Era preciso que pensara en Rosemary, que recordara

Rosemary, su hermana…

Iris se dio cuenta de pronto, y con sobresalto, de que aquélla era la primera vez en su vida que pensaba en Rosemary. Es decir, que pensaba en ella objetivamente como persona.

Siempre había aceptado a Rosemary sin pensar en ella. Una no pensaba en su madre, ni en su padre, ni en su hermana, ni en su tía. Existían simplemente sin que una pusiera en tela de juicio su existencia con aquel grado de parentesco.

Una no pensaba en ellos como gente. Ni siquiera se preguntaba cómo eran.

¿Cómo había sido Rosemary?

Pudiera tener importancia ahora. Podrían depender muchas cosas de ello. Iris se concentró en el pasado. Rosemary y ella de niñas…

Rosemary tenía seis años más que ella.

Acudieron a su mente jirones del pasado, destellos fugaces, escenas cortas. Ella, de niña, comiendo sopas de leche, y Rosemary, dándose importancia con sus trenzas, haciendo sus trabajos escolares en la mesa.

En la playa, en verano, Iris envidiaba a Rosemary que era «mayor» ¡y sabía nadar!

Rosemary en el internado; en casa, durante las vacaciones. Luego, ella en la escuela y Rosemary en París, terminando su educación. La colegiala Rosemary, desgarbada, todo brazos y piernas. La Rosemary terminada de educar, de regreso de París, con una elegancia nueva, extraña, impresionante; la voz dulce, el cuerpo grácil, ondulante, cabello de oro rojizo y ojos grandes azul oscuro, bordeados de negro. Una criatura turbadora, hermosa, hecha ya mujer en un mundo distinto.

Desde aquel momento se habían visto muy poco. La diferencia de seis años de edad parecía haberse convertido en una brecha insalvable.

Iris aún asistía a la escuela cuando Rosemary estaba en el apogeo de la «temporada» social. Aún después de haber regresado Iris a casa, la brecha persistió. Rosemary se levantaba tarde, comía con otras debutantes en sociedad, asistía a bailes todas las noches. Iris tomaba lecciones con mademoiselle, salía a dar paseos por el parque, cenaba a las nueve y se acostaba a las diez. La relación entre las dos hermanas se había limitado a un breve intercambio de frases, como por ejemplo:

«Hola, Iris; pide un taxi por teléfono, ¿quieres? Voy a llegar fantásticamente tarde».

«No me gusta ese vestido nuevo, Rosemary. No te sienta bien. Es demasiado recargado».

Luego, el compromiso de Rosemary con George Barton. Emoción, compras, paquetes a montones, vestidos de dama de honor.

La boda. La marcha nupcial por la nave de la iglesia y los susurros: «¡Qué bellísima está la novia…!».

¿Por qué se había casado Rosemary con George? Incluso entonces, a Iris le había sorprendido un poco. ¡Eran tantos los jóvenes que llamaban a Rosemary por teléfono y que la sacaban de paseo…! ¿Por qué escoger a George Barton, quince años mayor que ella, bondadoso, agradable, pero francamente aburrido?

George estaba en buena posición; pero no era cuestión de dinero. Rosemary tenía dinero propio y en gran cantidad.

El dinero de tío Paul…

Iris escudriñó cuidadosamente su memoria, tratando de hallar la diferencia entre lo que sabía ahora y lo que había sabido entonces. ¿Tío Paul, por ejemplo?

En realidad, no era tío suyo, eso siempre lo había sabido. Sin que nadie se lo hubiera dicho concretamente, conocía ciertos detalles. Paul Bennett había estado enamorado de su madre. Ésta prefirió casarse con otro pretendiente más pobre. Paul Bennett había aceptado su derrota con romántica resignación. Había seguido siendo el amigo de la familia y, adoptando una actitud de devoción platónica, se había convertido en tío Paul y en padrino de la primogénita Rosemary. A su muerte se descubrió que había legado toda su fortuna a su ahijada, que contaba entonces trece años.

Rosemary, además de bella, era rica. Y se había casado con el simpático pero aburrido George Barton.

«¿Por qué?», se había preguntado Iris por aquel entonces y se lo preguntaba ahora. Iris no creía que Rosemary hubiese estado jamás enamorada de él. Pero había parecido muy feliz en su compañía y le tenía afecto; sí, mucho afecto. Iris había tenido oportunidades de comprobarlo, porque su madre, la hermosa y delicada Violet Marle, había muerto un año después de la boda; Iris, que tenía a la sazón diecisiete años, se había ido a vivir con Rosemary Barton y su esposo.

Una muchacha de diecisiete años. Trató de evocar su propia imagen. ¿Qué aspecto había tenido? ¿Qué había sentido, pensado y visto?

Llegó a la conclusión de que la joven Iris Marle había dado pruebas de una madurez tardía; no pensaba, aceptaba las cosas como se presentaban. ¿Había despertado en ella rencor, por ejemplo, el hecho de que su madre se mostrara tan absorta en Rosemary en los primeros tiempos? En conjunto, le parecía que no. Había aceptado sin vacilar el hecho de que Rosemary era la importante. Rosemary había hecho su entrada en sociedad y, naturalmente, la madre se concentraba, hasta donde su delicada salud se lo permitía, en la hija mayor. Muy natural. Ya le tocaría a ella más adelante. Violet Marle había sido siempre una madre algo distante, que se preocupaba principalmente del estado de su salud. Dejaba a las niñas en manos de ayas, institutrices y colegios; pero las fascinaba invariablemente en los fugaces instantes en que se cruzaba en su camino. Héctor Marle había muerto cuando Iris tenía cinco años. El convencimiento de que bebía más de lo conveniente se había infiltrado en ella con tal sutileza, que ya no tenía la menor idea de cómo lo había adquirido.

Iris Marle, a los diecisiete años, aceptó la vida tal cual se le presentaba. Lloró a su madre, se vistió de luto y se fue a vivir con su hermana y su cuñado a su casa de Elvaston Square.

A veces se había aburrido mucho en aquella casa. Iris no había de ser presentada oficialmente en sociedad hasta el año siguiente. Entretanto, tomaba clases de francés y alemán tres veces por semana y asistía también a clases de economía doméstica. Había veces que no tenía nada qué hacer ni nadie con quién hablar. George era bueno, invariablemente afectuoso y fraternal. Jamás había cambiado su actitud. Era igual ahora.

¿Y Rosemary? Iris había visto muy poco a Rosemary. Rosemary paraba muy poco en casa. Modistas, reuniones, bridge…

Puesta a pensar, ¿qué era lo que sabía de Rosemary en realidad? ¿Qué sabía de sus gustos, sus esperanzas, sus temores? Asustaba lo poco que podía una llegar a saber de una persona con la que se había estado conviviendo. Entre las dos hermanas casi no había existido intimidad alguna. Pero tenía que pensar ahora. Tenía que recordar. Podría ser importante.

Desde luego, Rosemary había parecido bastante feliz.

Hasta aquel día, una semana antes de que ocurriese.

Ella, Iris, jamás olvidaría aquel día. Resaltaba diáfano como un cristal, cada detalle, cada palabra. La brillante mesa de caoba, la silla retirada de la mesa, la escritura característica y precipitada…

Iris cerró los ojos y evocó la escena.

Su propia entrada en la salita, su brusca parada.

¡La había sobresaltado tanto lo que vio! Rosemary sentada ante su secreter, la cabeza apoyada en los brazos, Rosemary llorando con desesperación. Nunca había visto llorar a su hermana hasta entonces. Y aquel llanto amargo y violento la asustó.

Cierto que Rosemary había tenido una fuerte gripe. Se había levantado un día o dos antes. Y todo el mundo sabe que la gripe le deja a una deprimida. No obstante…

Iris había exclamado, llena de sobresalto, con su voz infantil:

—¡Oh, Rosemary! ¿Qué te ocurre?

Rosemary se irguió y apartó el cabello de su desfigurado semblante. Luchó por recobrar su aplomo. Dijo apresuradamente:

—¡No es nada… nada… No me mires así!

Se puso en pie, pasó junto a su hermana y salió corriendo de la habitación.

Extrañada, intranquila. Iris se internó más en el cuarto. Su mirada, atraída hacia el secreter, vio su propio nombre escrito de puño y letra de su hermana. ¿Había estado Rosemary escribiéndole a ella?

Se acercó más, contempló la hoja azul y la escritura grande, ancha, característica, más desparramada que de costumbre, debido a las prisas y a la agitación de la mano que había guiado la pluma:

Queridísima Iris:

Es innecesario hacer testamento puesto que heredarás mi dinero de todas formas; pero me gustaría que algunas de mis cosas fueran para determinadas personas.

Para George, las joyas que él me regaló y la arquilla esmaltada que compramos juntos cuando nos prometimos.

A Gloria Kings, mi pitillera de platino.

A Margaret, mi caballo de porcelana china que siempre ha admir…

Terminaba allí con un garabato, trazado sin duda por la pluma al soltarla Rosemary y romper a llorar. Iris se quedó de piedra.

¿Qué significaba? Rosemary no iría a morirse, ¿verdad? Había estado muy enferma, pero ya se encontraba bien. Además, nadie se moría por una gripe. Es decir, a veces sí se morían; pero Rosemary no se había muerto. Se encontraba perfectamente, sólo que un poco débil y alicaída.

La mirada de Iris volvió a recorrer las líneas y esta vez una frase destacó con estremecedor efecto:

«… heredarás mi dinero de todas formas».

Era la primera noticia que tenía acerca de las condiciones del testamento de Paul Bennett. Sabía desde niña que Rosemary había heredado la fortuna de tío Paul, que Rosemary era rica mientras que ella era relativamente pobre. Pero hasta aquel instante nunca se le había ocurrido preguntar qué sería de aquel dinero al morir su hermana.

Si se lo hubieran preguntado, hubiera respondido que suponía que iría a parar a manos de George, puesto que era su marido. Pero hubiese agregado que resultaba absurdo pensar que Rosemary pudiera morirse antes que George.

Ahí estaba, sin embargo, claramente escrito de puño y letra de Rosemary. A la muerte de su hermana, ella, Iris, heredaría el dinero. Pero ¿era posible que eso fuese legal? El marido o la mujer heredaban lo que hubiese, no una hermana; a menos, naturalmente, que tío Paul lo hubiese dispuesto así en su testamento. Sí; eso debía de ser. Tío Paul había dicho que, de morir Rosemary, el dinero pasaría a sus manos. Así resultaba la cosa algo menos injusta.

¿Injusta?. Tuvo un sobresalto al surgir la palabra en sus pensamientos. ¿Acaso había pensado que era injusto que Rosemary heredara todo el dinero de tío Paul? Supuso que, en su subconsciente, era eso lo que había estado pensando. Sí que era injusto. ¿Por qué había de dárselo tío Paul todo a Rosemary?

¡Rosemary siempre lo tenía todo!

Fiestas, vestidos, admiradores y un marido que la adoraba.

¡La única cosa poco agradable que a Rosemary le había ocurrido en su vida era el haber pillado una gripe! Y aun eso no le había durado más de una semana.

Iris vaciló de pie junto al secreter. Aquella hoja de papel… ¿quería Rosemary que se quedara allí para que la viese toda la servidumbre?

Después de un leve titubeo, la recogió, la dobló y la metió en uno de los cajones de la mesa.

La encontraron allí después de la fatal fiesta de cumpleaños, y había sido una prueba adicional —si es que era necesaria alguna prueba— de que Rosemary se había encontrado deprimida y turbada después de su enfermedad y de que posiblemente ya había estado pensando en suicidarse en aquel momento.

Depresión tras una gripe. Tal fue el dictamen emitido al celebrarse la encuesta judicial, motivo que la declaración de la propia Iris contribuyó a establecer. Motivo inadecuado quizá, pero el único posible y, por consiguiente, fue aceptado. La gripe había sido bastante maligna aquel año.

Ni Iris ni George Barton hubieran podido sugerir ningún otro motivo… por entonces.

Ahora, al recordar el incidente de la buhardilla, Iris se preguntó cómo podría haber sido tan ciega.

¡Todo el asunto debió de haberse gestado en sus propias narices! ¡Y ella no había visto nada, no había notado nada!

Su mente saltó por encima de la tragedia de la fiesta de cumpleaños. ¡No había necesidad de pensar en eso!

Ya había pasado. Era preciso desterrar el horror de todo aquello y de la encuesta y del contraído rostro de George y de sus ojos inyectados en sangre. Mejor sería repasar el incidente del baúl de la buhardilla.

Aquello había ocurrido seis meses después de la muerte de Rosemary.

Iris había continuado viviendo en la casa de Elvaston Square. Después del entierro, el abogado de la familia Marle —un anciano todo cortesía, de brillante calva y ojos inesperadamente perspicaces— se había entrevistado con Iris. Había explicado con admirable claridad que, según el testamento otorgado por Paul Bennett, Rosemary había heredado su fortuna en usufructo para legarla a su muerte a los hijos que pudiera tener. De morir Rosemary sin sucesión, los bienes habrían de pasar a Iris, sin trabas de ninguna especie. Era —explicó el abogado— una fortuna cuantiosa que le pertenecería por completo en cuanto cumpliera los veintiún años o se casase.

Entretanto, lo primero que había de decidir era su lugar de residencia. George Barton se había mostrado ansioso de que continuara viviendo con él, y había propuesto que la hermana del padre de Iris, Mrs. Drake, que se hallaba en difíciles circunstancias por culpa de las exigencias económicas de un hijo —el bala perdida de la familia Marle—, fuese a vivir con ellos y acompañara a Iris en los actos de sociedad. ¿Estaba de acuerdo con aquel plan?

Iris se había mostrado completamente conforme, encantada de no tener que hacer planes nuevos. Tía Lucilla, según la recordaba, era una señora de cierta edad, muy amable y una ovejita sin voluntad propia.

Conque así había quedado acordado. George Barton había dado muestras de emoción y de contento al saber que su cuñada iba a seguir viviendo en su casa y la había tratado afectuosamente, como a una hermana menor. Mrs. Drake, si bien no era una compañera muy estimulante, se mostraba completamente sumisa a los deseos de Iris. El ambiente del hogar era amistoso.

Fue cosa de seis meses más tarde cuando Iris hizo su descubrimiento en la buhardilla.

La buhardilla de la casa de Elvaston Square se usaba sólo para almacenar trastos de todas clases, baúles y maletas.

Iris había subido cierto día después de buscar infructuosamente un jersey rojo al que tenía cariño. George le había suplicado que no vistiera de luto por Rosemary. «Rosemary siempre fue contraria a que se llevara luto», aseguró. Iris sabía que eso era cierto, conque accedió y siguió usando ropa corriente, algo no muy bien visto por parte de Lucilla Drake, que era mujer educada a la antigua y a quien gustaba que se observaran las «costumbres decentes», como ella las llamaba. Ella seguía fielmente la tradición de llevar crespones por su esposo, muerto hacía veinte años.

No ignoraba Iris que se habían guardado en un baúl algunas ropas anticuadas. Comenzó a buscar el jersey, y encontró, mientras lo hacía, varias cosas suyas ya olvidadas: una chaqueta y una falda gris, un montón de medias, su equipo de esquiar y algunos trajes de baño.

Fue entonces cuando descubrió una bata de Rosemary que, por casualidad, no había sido regalada con las demás prendas de su propiedad. Era una bata de seda con lunares, de corte masculino, y tenía bolsillos muy grandes.

Iris la desdobló y vio que se hallaba en muy buen estado. Luego volvió a doblarla cuidadosamente y la metió en el baúl. Al hacerlo, algo crujió en uno de los bolsillos. Metió la mano y sacó un papel arrugado, escrito de puño y letra de Rosemary. Lo alisó y leyó:

Mi querido leopardo, no es posible que hables en serio… No puedes… no puedes… ¡Nos queremos! ¡Nos pertenecemos! ¡Eso lo debes saber tú tan bien como yo! No podemos decirnos adiós sin más ni más y seguir viviendo como si tal cosa. Tú sabes que eso es imposible, querido… completamente1 imposible. Tú y yo estamos destinados a vivir juntos… para siempre jamás. Yo no soy una mujer convencional y me tiene sin cuidado lo que diga la gente. El amor me importa mucho más que ninguna otra cosa. Nos iremos juntos y seremos felices. Yo te haré feliz. Me dijiste una vez que la vida sin mí no sería más que polvo y cenizas para ti… ¿Te acuerdas, querido? Y ahora me escribes tranquilamente que es mejor que todo esto termine… que es injusto para mí que continúe. ¿Injusto para mí? Pero ¡si no puedo vivir sin ti! Lo siento por George. Siempre ha sido muy bueno conmigo; pero él comprenderá. Querrá dejarme en libertad. No está bien que dos personas sigan viviendo juntas si no se quieren ya. Dios nos hizo el uno para el otro, querido… Estoy segura de ello. Vamos a ser maravillosamente felices… pero hemos de tener valor. Se lo diré a George enseguida, quiero ser completamente sincera en esta cuestión. Se lo diré después de mi cumpleaños.

Sé que estoy obrando bien, leopardo querido… y no puedo vivir sin ti… no puedo, no puedo… ¡NO PUEDO! ¡Qué estúpida soy por escribir esto! Hubiera bastado con dos líneas simplemente: «Te quiero. No pienso permitirte que me abandones». ¡Oh querido!

La carta terminaba así.

Iris se quedó inmóvil, contemplándola.

¡Cuan poco sabía de su propia hermana!

Así que Rosemary había tenido un amante y le había escrito apasionadas cartas de amor. ¿Había hecho planes para fugarse con él?

¿Qué había sucedido? Rosemary no había llegado a mandar la carta después de todo. ¿Qué carta había mandado? ¿Qué habían decidido finalmente Rosemary y el desconocido?

¡Leopardo! ¡Qué ocurrencias más extrañas tenía la gente cuando se enamoraba! Era tan estúpido aquello… ¡Leopardo! ¡Vaya!

¿Quién era aquel hombre? ¿Amaba a Rosemary tanto como ella le amaba a él? La habría amado a no dudar. ¡Rosemary era tan increíblemente hermosa…! Y, sin embargo, según la carta de Rosemary, había propuesto que «todo aquello terminara». Ello sugería… ¿qué? ¿Cautela? Le había dicho a Rosemary, evidentemente, que la ruptura era por su propio bien. Que debía llevarse a cabo, porque lo contrario sería injusto para ella. Sí, pero ¿no decían los hombres cosas así, nada más que por cubrir las apariencias? ¿No significaría, en realidad, que el hombre, fuera quien fuese, se había cansado ya? Tal vez hubiera sido para él una simple distracción pasajera. Quizá no la hubiese querido nunca de verdad. Sin saber por qué, a Iris se le metió en la cabeza que el desconocido había tenido el firme propósito de romper finalmente con Rosemary.

Pero Rosemary había opinado de distinta forma. Rosemary tenía la intención de no pararse a pensar en las consecuencias. También Rosemary estaba decidida…

Iris sintió un escalofrío.

¡Y ella, Iris, no se había enterado de una palabra! ¡Ni siquiera lo había adivinado! Había dado por sentado que Rosemary era feliz y estaba satisfecha, y que George y ella estaban completamente satisfechos el uno del otro. ¡Ciega! Tenía que haberlo estado para no darse cuenta de una cosa así en su propia hermana.

Pero ¿quién era el hombre?

Trató de pensar, de recordar… ¡Habían sido tantos los hombres que rodearon a Rosemary, que la amaron, que salieron con ella, que la telefonearon…! No había habido ninguno en particular. Pero uno había de haber, el único que importaba. Los demás eran una simple pantalla para encubrirlo. Iris frunció el entrecejo, perpleja, ordenando sus recuerdos.

Dos hombres se destacaban entre ellos. Tenía que ser —sí, forzosamente— el uno o el otro. ¿Stephen Farraday? Debía de ser Stephen Farraday. ¿Qué podía haber visto Rosemary en él? Un joven pomposo y envarado, y no tan joven, por cierto. Claro que la gente decía que poseía una inteligencia poco común. Un político en auge —se le auguraba la subdirección de un Ministerio en el próximo futuro— que contaba con todo el apoyo del influyente Kidderminster. ¡Un futuro primer ministro! ¿Era eso lo que le había rodeado de una aureola ante los ojos de Rosemary? No era posible que hubiese amado tan desesperadamente al hombre en sí, a un hombre tan frío y egocéntrico. Pero decían que su propia mujer estaba locamente enamorada de él… que, en contra de la voluntad de su poderosa familia, se había casado con él, un don Nadie con ambiciones políticas. Si era capaz de despertar tales sentimientos en una mujer, ¿por qué no había de poder hacer lo propio en otra? Sí, tenía que ser Stephen Farraday.

Porque si no era Stephen Farraday, tenía que ser Anthony Browne.

E Iris no quería que fuese Anthony Browne.

Cierto que había sido un verdadero esclavo de Rosemary, siempre atento a su menor deseo, obedeciendo todas sus órdenes con una humorística desesperación reflejada en su moreno y bien parecido rostro. Pero ¿no había sido acaso demasiado abierta, demasiado libremente declarada su adoración para que pudiera tener raíces profundas?

Era curioso cómo había desaparecido a la muerte de Rosemary. Nadie le había vuelto a ver desde entonces.

Sin embargo, no tan curioso, después de todo. Era hombre que viajaba mucho. Había hablado de Argentina, de Canadá, de Uganda y de Estados Unidos. Es más, tenía la idea de que Anthony era norteamericano o canadiense, aun cuando apenas se le notaba acento alguno. No, en realidad no era curioso que no hubieran vuelto a verle desde entonces.

La amistad se la había profesado a Rosemary. No existía razón alguna para que continuara yendo a visitar a ninguno de los otros una vez faltara ella. Había sido amigo de Rosemary. Pero ¡no el amante! No quería que hubiese sido su amante. Eso le hubiera dolido, le habría hecho un daño enorme.

Volvió a mirar la carta que tenía en la mano. La estrujó. La tiraría, la quemaría…

Fue el instinto lo que la detuvo.

«A lo mejor, algún día resultaría importante poder presentar aquella carta…».

La alisó, se la llevó y la encerró en su joyero.

Podría ser importante algún día demostrar por qué se había suicidado Rosemary.

«¿Alguna cosa más?».

La absurda frase entró en la mente de Iris y le hizo contraer los labios en una amarga sonrisa. La pregunta del dependiente parecía representar con exactitud el proceso mental que tan cuidadosamente estaba dirigiendo.

¿No era eso precisamente lo que intentaba al pasar revista a tiempos pretéritos? Había acabado con el sorprendente descubrimiento hecho en la buhardilla. Y ahora: «¿Alguna cosa más? ¿A qué o a quién le tocaba ahora?».

Al comportamiento cada vez más extraño de George, sin duda alguna. Ya venía de años atrás. Detalles que la habían intrigado le parecían ahora claros a la luz de la sorprendente entrevista de la noche anterior. Acciones y comentarios dispersos ocuparon su verdadero lugar en el curso de los acontecimientos.

Y luego la reaparición de Anthony Browne. Sí, quizá fuera el siguiente punto de la secuencia, puesto que había sucedido una semana justa después del hallazgo de la carta.

Iris no recordaba con exactitud sus sensaciones.

Rosemary había muerto en noviembre. En el mayo siguiente, Iris, bajo la tutela de Lucilla Drake, había sido presentada en sociedad. Había asistido a comidas, tés y bailes sin divertirse mucho en realidad. Se había sentido deprimida e insatisfecha. Fue durante un baile aburrido, hacia finales de junio, cuando oyó una voz que decía a sus espaldas:

—Es usted Iris Marle, ¿verdad?

Al volverse ruborizada, había visto el rostro moreno y burlón de Anthony… de Tony…

—No espero que me recuerde, pero… —dijo él.

—Pero ¡sí que le recuerdo! ¡Claro que sí! —le interrumpió Iris.

—¡Magnífico! Temí que me hubiese olvidado. ¡Hace tanto tiempo que no la había visto!

—Lo sé. Desde la fiesta que dio Rosemary para su cumple…

Calló. Las palabras habían acudido alegre e impensadamente a sus labios. Sus mejillas perdieron de pronto el color, se quedaron blancas, sin sangre. Le temblaron los labios. De pronto, abrió los ojos desmesuradamente.

Anthony Browne se apresuró a decir:

—Lo siento mucho. Fui un bruto al recordárselo.

Iris tragó el nudo que se le había formado en la garganta.

—No se preocupe —le dijo.

(No desde la fiesta que diera Rosemary por su cumpleaños. Desde la noche del suicidio de Rosemary. No quería pensar en eso. ¡No quería recordarlo!).

—Lo siento en el alma —insistió Anthony Browne—. Le ruego que me perdone. ¿Bailamos?

Ella asintió y, aun cuando ya tenía comprometido el baile que empezaba, salió a la pista con él. Vio a su pareja, un adolescente ruboroso que parecía llevar un cuello demasiado grande, escudriñando a los invitados en su busca. «La clase de pareja —pensó con desdén—, que tienen que soportar las debutantes. No como este hombre, el amigo de Rosemary».

Sintió una aguda punzada. El amigo de Rosemary. Aquella carta, ¿había ido dirigida al hombre con el que ahora bailaba con ella? La gracia felina con que se movía bailando justificaba el apodo de «Leopardo» que citaba Rosemary en su escrito. ¿Habían acaso Rosemary y él…?

—¿Dónde ha estado usted todo este tiempo? —le preguntó Iris con brusquedad.

Él la apartó un poco y la miró a los ojos. No sonreía ya, y su voz era fría.

—He estado viajando… Asuntos de negocios.

—Ya —dijo Iris. Y prosiguió sin poderse dominar—: ¿Por qué ha vuelto?

—Quizá… —contestó él con una sonrisa—… para verla a usted, Iris Marle.

Y, estrechándola contra él de pronto, se deslizó por entre las demás parejas con un movimiento continuo, ágil, milagrosamente calculado. Iris se preguntó, con una sensación que era casi completamente de placer, por qué sentía temor.

Desde entonces Anthony se había convertido definitivamente en parte de su vida. Se veían por lo menos una vez a la semana. Se encontraba con él en el parque, en los bailes y, con frecuencia, lo sentaban a su lado en las cenas.

El único sitio al que jamás acudía era a la casa de Elvaston Square. Tardó algún tiempo en darse cuenta de ello, tan hábilmente lograba él esquivar o rechazar cuantas invitaciones recibiera para ir allá. Cuando Iris cayó en la cuenta, empezó a preguntarse la causa. ¿Sería porque Rosemary y él…?

Hasta que un día, con gran asombro suyo, George, el tolerante George, el George que nunca se metía en nada, le habló de él.

—¿Quién es ese Anthony Browne con quien vas a todas partes? ¿Qué sabes de él?

Ella le miró boquiabierta.

—¿Saber de él? ¡Pero si era amigo de Rosemary!

Una sacudida nerviosa contrajo el rostro de George. Parpadeó.

—Sí, claro. Es verdad —dijo con voz pesada y opaca.

—Perdona. No debía habértelo recordado —exclamó contrita.

—No, no. No quiero que se la olvide —dijo George con dulzura—. Eso nunca. Después de todo —habló con dificultad, desviando la mirada—, eso es lo que significa su nombre: recuerdo[1]. —La miró fijamente—. No quiera que olvides a tu hermana, Iris.

Ella suspiró con fuerza.

—Jamás la olvidaré.

—Pero volvamos a ese joven, Anthony Browne —prosiguió George—. Es posible que Rosemary lo encontrara simpático, pero no creo que supiera gran cosa de él. Tienes que andar con cuidado. ¿Sabes, Iris, que eres una jovencita muy rica?

Una oleada de ira la invadió.

—Tony… Anthony tiene dinero en abundancia. ¡Si se aloja en el hotel Claridge cuando está en Londres!

George Barton sonrió un poco.

—Es un hotel eminentemente respetable —murmuró—, además de caro. No obstante, querida, nadie parece saber gran cosa de ese hombre.

—Es norteamericano.

—Es posible. En tal caso, es raro que en su propia embajada no se le considere un poco más. No viene mucho a esta casa, ¿verdad?

—No. Y comprendo por qué, si hablas en forma tan desagradable de él.

George sacudió la cabeza.

—Al parecer he metido la pata. ¡Oh! Bueno… Sólo quería avisarte a tiempo. Hablaré con Lucilla.

—¡Lucilla! —exclamó Iris con desdén.

—¿Marcha todo bien? —preguntó George con ansiedad—. Quiero decir… ¿se encarga Lucilla de que lo pases todo lo bien que lo debes pasar? ¿Fiestas… y todo eso?

—Ya lo creo que sí. Se desvive por hacerme agradable la existencia.

—Porque, de lo contrario, no tienes más que hablar, hija mía. Podríamos buscar a otra persona. Una más joven y más moderna. Quiero que te diviertas.

—Me divierto, George. Sí que me divierto.

—En tal caso, me alegro. No sirvo yo para esas cosas ni nunca he servido. Pero no dejes de tener todo cuanto te apetezca. No hay necesidad de reparar en gastos.

George era así, bondadoso, torpe, aturdido.

Cumpliendo su promesa o amenaza, habló de Anthony Browne con Mrs. Drake, pero quiso la suerte que el momento no fuera propicio para que Lucilla prestara mucha atención a sus palabras: acababa de recibir un telegrama del bala perdida de su hijo, a quien quería con delirio y que sabía de sobra cómo acongojar a su madre y sacar de ello provecho.

«¿Puedes mandarme doscientas libras? Desesperado. Vida o muerte. Víctor.».

Lucilla estaba llorando.

—¡Víctor tiene un concepto tan elevado del honor! Sabe cuan escasos son mis medios y jamás se dirigiría a mí más que en un caso extremo. Nunca lo ha hecho. ¡Tengo siempre tanto miedo de que se suicide!

—No hay peligro —respondió George Barton, sin la menor piedad.

—No lo conoces. Soy su madre, y, naturalmente, conozco el temperamento de mi hijo. Jamás me perdonaría no haber hecho lo que me pidiese. Me las podré arreglar para mandarle el dinero vendiendo esas acciones.

—Escucha, Lucilla, obtendré informes detallados por medio de uno de mis corresponsales allí. Averiguaremos exactamente en qué clase de atolladero se ha metido Víctor. No obstante, te doy un consejo: déjalo que se las arregle él sólito. No conseguirás que se enderece hasta que lo hagas así.

—¡Eres tan duro, George! El pobre chico siempre ha tenido mala suerte…

George se contuvo y no le dio a conocer su opinión. Nunca se conseguía nada discutiendo con mujeres. Se limitó a decir:

—Diré a Ruth que se encargue de eso inmediatamente. Mañana mismo ya sabremos algo.

Lucilla se apaciguó a medias. Las doscientas libras se redujeron finalmente a cincuenta; pero Lucilla insistió en mandarle esta última cantidad.

Iris sabía que George había sacado el dinero de su bolsillo, aunque simuló haber vendido las acciones de Lucilla. Le admiraba por su generosidad y así se lo dijo. La respuesta de George fue muy sencilla:

—Según yo veo las cosas, en todas las familias hay algún sinvergüenza… alguien a quien hay que mantener. Uno u otro tendrá que pagar las cuentas de Víctor mientras viva.

—Pero no es necesario que seas tú. No es pariente tuyo.

—La familia de Rosemary es mi familia.

—Eres muy bueno, George. Pero ¿no podría hacerlo yo? Siempre dices que estoy forrada.

Él sonrió.

—No puedes hacer nada de eso hasta los veintiún años, jovencita. Y si eres prudente, tampoco lo harás entonces. Pero te haré una advertencia. Cuando un joven telegrafía asegurando que se pegará un tiro sino recibe doscientas libras urgentemente, descubrirás que, por lo general, veinte libras bastan y sobran… ¡Incluso se conformaría con diez! No hay manera de impedir que una madre se deje extorsionar por su hijo; pero siempre puede rebajarse la cantidad. No lo olvides. Ni qué decir tiene que a Víctor Drake jamás se le ocurriría quitarse la vida. La gente que muchas veces amenaza con suicidarse nunca lo hace.

¿Nunca?. Iris pensó en Rosemary. Luego desterró aquella idea. George no estaba pensando en Rosemary. Pensaba en un joven caradura y falto de escrúpulos que vivía en Río de Janeiro.

Desde el punto de vista de Iris, la ventaja era que las preocupaciones maternales de Lucilla le impedían prestar toda la atención debida a su amistad con Anthony Browne.

Así que, «¿Alguna cosa más?». ¡El cambio que se había producido en George! Iris no podía aplazar por más tiempo estudiarlo mejor. ¿Cuándo había empezado? ¿Cuál era su causa?

Aún ahora. Iris no lograba establecer con exactitud el momento en que se había iniciado. Desde la muerte de Rosemary, George se había mostrado abstraído y propenso a ratos de ensimismamiento. Todo ello era muy natural. Pero ¿cuándo se había convertido su abstracción en algo más que natural?

En su opinión, fue después de su choque por la cuestión de Anthony Browne, cuando notó por primera vez que la miraba perplejo. Luego adquirió la costumbre de regresar a casa temprano de la oficina y de encerrarse en el despacho. No parecía hacer nada allí dentro. Iris había entrado una vez y le había visto sentado ante la mesa, con la mirada fija en el vacío. La miró con ojos apagados. Parecía como si hubiera recibido un rudo golpe; pero al preguntarle ella qué ocurría, él replicó brevemente: «Nada».

A medida que transcurrían los días su aspecto de ensimismamiento aumentaba.

Nadie prestaba gran atención al asunto. Iris, tampoco. Las preocupaciones se achacaban siempre a «los negocios».

Entonces, empezó a hacer preguntas a intervalos y sin causa aparente. Fue entonces cuando Iris empezó a encontrar su comportamiento decididamente «raro».

—Oye, Iris, ¿hablaba mucho contigo Rosemary?

La joven lo miró con sorpresa.

—Pues claro que sí, George. Por lo menos…

—Bueno, pero ¿de qué?

—Oh, de sí misma, de sus amistades, de cómo le iban las cosas. De si era feliz o desgraciada. Todo eso…

Creyó comprender lo que le angustiaba. Debía de haber oído algo del desgraciado asunto amoroso de Rosemary.

—Nunca decía gran cosa —continuó muy despacio—. Quiero decir… siempre estaba muy ocupada… haciendo algo.

—Y tú no eras más que una cría, claro está. Sí, ya lo sé. No obstante, creí que pudiera haberte contado algo.

La interrogó con la mirada, casi como un perro que espera que le echen algo.

Iris no quería que George se llevara un disgusto. Y de todas formas era cierto que Rosemary nunca le había dicho nada. Sacudió la cabeza.

George suspiró.

—Oh, bueno… —dijo con tristeza—. No importa.

Otro día le preguntó, bruscamente, quiénes habían sido las mejores amigas de Rosemary.

Iris reflexionó.

—Gloria King, Mrs. Atwell… Margarita Atwell, Joan Raymond.

—¿Hasta dónde llegaba su intimidad con ellas?

—Pues… no lo sé con exactitud.

—Quiero decir que ¿tú crees que alguna de ellas pudo ser su confidente?

—En realidad no lo sé… pero no lo creo muy probable. ¿A qué clase de confidencias te refieres?

Se arrepintió inmediatamente de haber hecho la pregunta. La respuesta de George la sorprendió, sin embargo.

—¿Dijo Rosemary alguna vez que le tuviera miedo a alguien?

—¿Miedo…? —exclamó Iris que la miró boquiabierta.

—Lo que quiero saber es si Rosemary tenía enemigos.

—¿Entre otras mujeres?

—No, nada de eso. Enemigos de verdad. ¿No había nadie que tú supieras que… que le quisiera mal?

La mirada de Iris pareció desconcertarle. Se puso colorado y añadió:

—Parece tonto, ya lo sé, melodramático. Pero eso era lo que me estaba preguntando.

Un día o dos más tarde empezó a preguntar cosas de los Farraday.

¿Con cuánta frecuencia había visto Rosemary a los Farraday?

Iris se mostró dubitativa.

—La verdad es que no lo sé, George.

—¿Hablaba alguna vez de ellos?

—No, creo que no.

—¿Tenían alguna intimidad?

—A Rosemary le interesaba mucho la política.

—Sí, después de haber conocido a los Farraday en Suiza. Antes de eso jamás le importó un comino.

—Es verdad. Creo que fue Stephen Farraday quien despertó su interés por la política. Acostumbraba a dejarle folletos y cosas así.

—¿Qué opinaba Sandra Farraday de ello? —apremió George.

—¿De qué?

—De que su marido le prestara folletos a Rosemary.

—No lo sé —respondió Iris con desasosiego.

—Sandra Farraday es una mujer reservada. Parece fría como el hielo. Pero dicen que está loca por su marido. Es la clase de mujer que podría sentir grandes celos si su esposo tuviera amistad con otra mujer.

—Tal vez.

—¿Cómo se llevaban Rosemary y ella?

—No creo que se llevaran muy bien —contestó Iris lentamente—. Rosemary se reía de Sandra. Decía que era una de esas señoras gordas como un caballo de peluche. No sé si te habrás dado cuenta; pero sí que se parece a un caballo. Rosemary solía decir: «Si la pincharas empezaría a salir aserrín.».

George soltó un gruñido.

—¿Sigues viendo mucho a Anthony Browne?

—Bastante. En algunas fiestas, bailes, exposiciones… —respondió Iris con frialdad.

Pero George no aceptó sus evasivas. Por el contrario, dio muestras de interés.

—Ha corrido mucho, ¿verdad? Debe de haber tenido una vida muy interesante. ¿Te habla alguna vez de eso?

—No gran cosa. Ha viajado mucho, claro está.

—Por negocios, supongo.

—Supongo que sí.

—¿Qué negocios tiene?

—No lo sé.

—Es algo relacionado con armamento, ¿verdad?

—Nunca me lo ha dicho.

—Bueno, pues no es necesario que le digas que te lo he preguntado. Me interesaba. Se le vio mucho el otoño pasado en compañía de Dewsbury, presidente de Armas Unidas. Rosemary veía con frecuencia a Anthony Browne, ¿verdad?

—Sí… sí que le veía.

—Pero no le conocía desde hacía mucho; era, como quien dice, un conocido casual. La solía llevar a bailes, ¿no es cierto?

—Sí.

—Me sorprendió bastante que ella quisiera invitarle a su fiesta de cumpleaños. No me había dado cuenta de que le conociese tanto.

—Baila muy bien… —manifestó Iris.

—Sí… sí, claro…

Sin querer, Iris dejó que cruzara en su mente el recuerdo de aquella noche.

La mesa redonda en el Luxemburgo, las luces amortiguadas, las flores. La orquesta con su ritmo insistente.

Las siete personas sentadas a la mesa: ella, Anthony Browne, Rosemary, Stephen Farraday, Ruth Lessing, George y, a la derecha de éste, la mujer de Stephen Farraday, lady Alexandra Farraday, con su cabello claro y liso, las fosas nasales levemente arqueadas, y la voz clara y arrogante. ¡Había sido una fiesta alegre! ¿Lo había sido en realidad?

Y en plena fiesta, Rosemary… No, no; más valía no pensar en eso. Mejor sería recordar tan sólo el hecho de que ella había estado sentada junto a Tony, que era aquélla la primera vez que le había visto en realidad. Hasta entonces sólo había sido un hombre, una sombra en el vestíbulo, una espalda que bajaba los escalones de la entrada, acompañando a Rosemary hasta el taxi que aguardaba.

Tony…

Volvió a la realidad con sobresalto. George estaba repitiendo la pregunta:

—Es raro que se largara tan pronto después. ¿Adónde se fue? ¿Lo sabes?

Ella contestó con vaguedad:

—Oh… a Ceilán, creo, o a la India.

—No dijo una palabra de eso aquella noche.

—¿Por qué había de decirlo? —replicó Iris tajante—. ¿Es preciso que hablemos… de aquella noche?

Él se puso muy colorado.

—No, no. Claro que no. Perdona, querida. A propósito. Invita a Browne una noche a cenar. Me gustaría volver a verle.

Iris quedó encantada. George empezaba a ablandarse. Fue transmitida la invitación y aceptada; pero, en el último instante, Anthony tuvo que salir apresuradamente para el norte por cuestión de negocios y no pudo asistir.

Un día de fines de julio George sorprendió a Lucilla y a Iris con la noticia de que había comprado una casa en el campo.

—¿Que has comprado una casa? —exclamó Iris con incredulidad—. Pero ¡si yo creía que íbamos a alquilar esa casa de Goring por dos meses!

—Resulta mucho más agradable tener casa propia ¿verdad? Podemos ir a pasar los fines de semana durante todo el año.

—¿Dónde está? ¿A orillas del río?

—No del todo. Mejor dicho, ni siquiera cerca. En Sussex. Marlingham. Se llama Little Priors. Cinco hectáreas. Una casita estilo georgiano.

—¿Es posible que la hayas comprado sin haberla visto nosotras siquiera?

—Fue cuestión de oportunidad. Acababan de ponerla en venta. Aproveché la ocasión.

—Supongo que habrá que hacer muchas reformas y llamar a un decorador —dijo Mrs. Drake.

—Oh, Ruth se ha encargado de todo eso ya —contestó George, sin darle mucho importancia.

Le oyeron pronunciar el nombre de Ruth Lessing, la eficiente secretaria de George, con respetuoso silencio. Ruth era una institución, una de la familia, como quien dice. Bien parecida, con sus severos vestidos negros y blancos, era la eficiencia personificada combinada con la diplomacia.

En vida de Rosemary era corriente oírle decir:

«Encarguemos eso a Ruth. Es maravillosa. Dejemos que Ruth se cuide de eso».

La hábil miss Lessing siempre podía resolver las dificultades. Sonriente, agradable, distante, vencía todos los obstáculos. Dirigía el despacho de George y se sospechaba que al propio George también. Él le tenía mucho afecto, se apoyaba en ella y seguía su criterio en todo. Ruth no parecía tener necesidades ni deseos propios.

No obstante, Lucilla Drake se molestó en esta ocasión.

—Mi querido George, a pesar de la capacidad de Ruth, la verdad… ¡a las mujeres de la familia les gusta escoger el decorado de su propia casa! Deberías haber consultado a Iris. No digo nada de mí. Yo no soy nadie. Pero es violento para Iris.

George pareció contrariado ante la angustia de Lucilla.

—¡Quería que fuese una sorpresa! —exclamó.

Lucilla tuvo que sonreír.

—¡Eres un crío, George!

—No me importa la decoración —manifestó Iris—. Estoy segura de que Ruth lo habrá hecho perfectamente. ¡Es tan hábil! ¿Qué haremos allí? Supongo que habrá una pista de tenis.

—Sí, y un campo de golf a seis millas de distancia. Y sólo dista del mar unas catorce millas. Además, tendremos vecinos. Siempre es prudente, en mi opinión, habitar un lugar en el que se conozca a alguien.

—¿Qué vecinos? —preguntó Iris con brusquedad.

George esquivó su mirada.

—Los Farraday —contestó—. Viven a cosa de milla y media de distancia, al otro lado del parque.

Iris lo miró con sorpresa. Adquirió inmediatamente el convencimiento de que la compra de la finca y su decoración se habían llevado a cabo con un solo objetivo: el de poner a George en íntima relación con Stephen y Sandra Farraday. Siendo vecinos en el campo, con fincas colindantes, las dos familias habrían de relacionarse íntimamente a la fuerza. O eso, o mostrarse deliberadamente frías.

Pero ¿por qué? ¿A qué se debía aquella insistencia en la cuestión de los Farraday? ¿Por qué tan costoso método para alcanzar un fin incomprensible?

¿Sospechaba George que Rosemary y Stephen Farraday habían sido algo más que amigos? ¿Era aquélla una extraña manifestación de celos póstumos? No, no era posible. Sería llevar las cosas demasiado lejos.

Pero ¿qué querría George de los Farraday? ¿Qué significaban las extrañas preguntas que le dirigía continuamente a ella? ¿No le pasaba algo muy raro a George últimamente? ¡La expresión de aturdimiento que tenía por las noches! Lucilla lo atribuía a una copa de oporto más de la cuenta. Una opinión típica de Lucilla.

No, algo raro había en George últimamente. Parecía hallarse bajo la influencia de una excitación en la que se intercalaban momentos de apatía durante los cuales parecía sumirse en un estado de inconsciencia.

Pasaron la mayor parte de agosto en el campo, en Little Priors. ¡Horrible casa! Iris se estremeció. La odiaba. Una casa de airosa silueta, bien amueblada y decorada con gusto. ¡Ruth Lessing siempre hacía las cosas bien! Y, curiosamente, una casa vacía. No vivían allí. La ocupaban. De igual manera que ocupan los soldados un puesto avanzado.

Lo que la hacía horrible era la vida veraniega normal, que parecía una capa superpuesta. Invitados de fin de semana, partidos de tenis, comidas informales con los Farraday. Sandra Farraday se había mostrado encantadora, dispensándoles la acogida perfecta que se da a vecinos que ya son amigos. Les presentó a toda la comarca, aconsejó a George e Iris en la cuestión de caballos y dio muestras de deferencia ante Lucilla por ser una mujer mayor.

Y nadie era capaz de saber lo que pensaba tras la máscara de su pálido y sonriente rostro. Una mujer como una esfinge.

A Stephen le habían visto menos. Estaba muy ocupado y se ausentaba con frecuencia por asuntos políticos. A Iris se le antojaba evidente que evitaba encontrarse con el grupo de Little Priors todo lo posible.

Pasó agosto y septiembre, y se decidió que en octubre volverían a Londres.

Iris había exhalado un suspiro de alivio. Tal vez cuando ya estuviera de regreso, George volvería a normalizarse.

Y de pronto, la noche anterior, la despertó una llamada a su puerta. Encendió la luz y consultó el reloj. La una nada más. Se había acostado a las diez y media y le había parecido que era mucho más tarde.

Se puso una bata y se acercó a la puerta. Sin saber por qué, aquello le parecía más natural que decir: «¡Adelante!».

George aguardaba fuera. No se había acostado y aún iba vestido de etiqueta. Respiraba agitado y su rostro tenía un extraño color azul.

—Baja al despacho, Iris —dijo—. Tengo que hablar contigo. Tengo que hablar con alguien.

Ella obedeció extrañada, medio aturdida aún por el sueño.

Una vez en el despacho, cerró la puerta y la invitó a que se sentara ante la mesa, frente a él. Empujó hacia ella la caja de cigarrillos, después de haber sacado uno para él y encenderlo con mano temblorosa tras un par de intentos.

—¿Sucede algo, George? —le preguntó.

Ahora estaba verdaderamente alarmada. El aspecto de él era terrible y hablaba jadeando, como si hubiese estado corriendo.

—No puedo continuar así. No puedo callarlo por más tiempo. Es preciso que me digas lo que opinas… si crees que es verdad… si es posible

—¿De qué me hablas, George?

—Tienes que haber notado o visto algo. ¿Algo diría ella, no? Debe haber alguna razón

Ella le miró boquiabierta.

George se pasó la mano por la frente.

—No comprendes de qué estoy hablando. Ya lo veo. No pongas esa cara de asustada, muchacha. Tienes que ayudarme. Es preciso que recuerdes todos los detalles que puedas. Vamos, vamos, ya sé que hablo con cierta incoherencia, pero lo comprenderás todo dentro de un instante… cuando te haya enseñado las cartas.

Abrió uno de los cajones de la mesa y sacó dos hojas de papel.

Eran de un color azul desvaído, con unas cuantas palabras escritas en letra pequeña y de imprenta.

—Lee esto —dijo George.

Iris miró el papel. Lo que decía era claro y conciso.

USTED CREE QUE SU MUJER SE SUICIDÓ. NO HIZO TAL COSA. LA MATARON.

La segunda hoja decía:

SU ESPOSA, ROSEMARY, NO SE SUICIDÓ. LA MATARON.

Mientras Iris seguía contemplando boquiabierta aquellas palabras, George prosiguió:

—Llegaron hace cosa de tres meses. Al principio creí que se trataba de una broma… una broma de mal gusto… cruel. Luego me puse a pensar. ¿Por qué había de haberse suicidado Rosemary?

—Por la depresión que le dejó la gripe —contestó Iris maquinalmente.

—Sí, pero cuando uno se para a pensar eso, resulta una tontería, ¿no te parece? Mucha gente coge una gripe y se siente deprimida después, ¿verdad?

—Tal vez se sintiera… ¿desgraciada? —dijo Iris, haciendo un esfuerzo.

—Es posible. —George reflexionó sobre el particular con toda tranquilidad—. No obstante, no concibo que Rosemary cometiera suicidio nada más que porque se sintiese desgraciada. Podría amenazar con hacerlo; pero no creo que se decidiera cuando llegase el momento.

—¡Tiene que haberlo hecho, George! ¿Qué otra explicación hay? ¡Si hasta encontraron el veneno en su bolso!

—Lo sé. Todo parece confirmar esa teoría. Pero desde que llegó esto —señaló los anónimos—, he estado dándole vueltas al asunto. Y cuanto más he pensado en ello, más me he convencido de que hay algún fundamento en la acusación. Por eso te he hecho todas esas preguntas sobre si Rosemary tenía enemigos. O si había dicho alguna vez algo que pareciera indicar que temiese a alguien. Quienquiera que la matase, había de tener un motivo.

—Pero, George, tú estás loco…

—A veces creo estarlo. Otras, sé que voy por buen camino. Pero es preciso que sepa más. Es preciso que lo averigüe. Tienes que ayudarme, Iris. Tienes que pensar. Tienes que recordar. Eso es: recordar. Pasa revista a aquella noche, una y otra vez. Llegarás a la conclusión de que si la mataron, tuvo que hacerlo alguna de las personas que estuvieron sentadas a la mesa aquella noche. Eso sí que lo comprendes, ¿verdad?

Sí, eso lo había comprendido. No había manera de desterrar de su imaginación aquella escena por más tiempo. Necesitaba recordarlo todo. La música, el redoble de tambores, las luces amortiguadas, el cabaret, las luces que brillaban de nuevo con toda su potencia, y Rosemary, echada hacia delante sobre la mesa con el rostro azulado y convulso.

Iris se estremeció. Estaba asustada ahora, terriblemente asustada.

Era preciso que pensara, que evocase el pasado, que recordara.

Rosemary es el símbolo del recuerdo.

No debía olvidarlo.