n medio del general revuelo de asombro, duda e indignación que se transmitió como una súbita ráfaga de viento a través de todos los presentes, desde el escandalizado resoplido del prior Roberto hasta los inquisitivos y burlones murmullos de los novicios, lo más evidente para Cadfael fue la absoluta confusión de Fulke Astley. La cosa lo había pillado totalmente desprevenido y le había cortado la respiración. Mantenía los brazos colgando a los lados en actitud de impotencia como si se le hubiera escapado algo de sí mismo, dejándolo mudo y paralizado. Cuando recuperó el aliento, se limitó a decir lo que cabía esperar de él aunque sin la menor confianza ni convicción, más bien como si quisiera apartar de sí aquella inadmisible posibilidad.
—¡Mi señor abad, eso es una locura! El chico miente. Es capaz de decir cualquier cosa para justificarse. ¡Por supuesto que el padre Cutredo es sacerdote! Los monjes de Savigny de Buildwas nos lo enviaron, preguntádselo a ellos, veréis cómo no tienen dudas. Eso jamás se puso en tela de juicio. Es una maldad difamar de tal guisa a un santo varón.
—Semejante calumnia sería efectivamente una maldad —convino Radulfo, clavando severamente sus profundos ojos en Ricardo al tiempo que fruncía el entrecejo—. Piénsalo bien antes de repetirlo. Si es una estratagema para salirte con la tuya y permanecer aquí con nosotros, reflexiona y confiesa ahora. No serás castigado por ello. Si no fuera así, cabría suponer que has sido maltratado, secuestrado e intimidado, lo cual sería excusa suficiente. Así se lo quiero recordar también a sir Fulke. Pero, si no dices la verdad ahora, Ricardo, entonces incurrirás en un castigo.
—He dicho la verdad —dijo resueltamente Ricardo, proyectando su respetable barbilla hacia afuera y mirando los temibles ojos del abad sin parpadear—. Estoy diciendo la verdad. ¡Lo juro! Hice lo que me pedían porqué sabía que el ermitaño no es un sacerdote y una boda celebrada por él no sería una boda.
—¿Y cómo lo sabías? —preguntó Fulke, saliendo furiosamente de su confusión—. ¿Quién te lo dijo? Mi señor, todo eso es una artimaña infantil, y muy perversa por cierto. ¡Está mintiendo!
—¿Y bien? Puedes responder a estas preguntas —dijo Radulfo sin apartar los ojos de Ricardo—. ¿Cómo lo sabías? ¿Quién te lo dijo?
Sin embargo, Ricardo no podía responder a aquellas preguntas sin traicionar a Jacinto y poner a los cazadores sobre su rastro con renovado vigor.
—Padre —contestó con temerosa gallardía—, os lo diré sólo a vos, pero no aquí. Os ruego que me creáis, no miento.
—Te creo —el abad interrumpió bruscamente el examen que tanto había hecho temblar al niño—. Creo que estás diciendo lo que te han dicho y lo que tú consideras que es la verdad. Pero se trata de una cuestión mucho más seria de lo que imaginas y se tiene que aclarar. El hombre contra el cual se ha formulado tan grave acusación tiene derecho a defenderse y a demostrar su buena fe. Mañana temprano iré yo mismo y le preguntaré al ermitaño si es o no es sacerdote y quién le ordenó, dónde y cuándo. Estas cosas se pueden y se deben demostrar. Vos tendréis sin duda el mismo interés que yo en averiguar de una vez por todas si hubo efectivamente una boda, mi señor. Aunque debo advertiros —añadió con firmeza el abad— que, aunque la haya habido, se podría anular, pues está claro que no se consumó.
—Intentadlo —replicó Astley recuperando en parte el aplomo— y seréis combatido hasta el límite. Pero reconozco que es necesario averiguar la verdad. No podemos seguir con esta duda.
—Entonces, ¿no queréis reuniros conmigo en la ermita inmediatamente después de prima? Es justo que ambos oigamos lo que diga Cutredo. Estoy seguro —añadió sinceramente tras haber visto el efecto de las explosivas palabras de Ricardo— de que vos creíais implícitamente que el hombre era un sacerdote con derecho a casar y a enterrar. Eso no lo discuto. Ricardo tiene motivos para sostener lo contrario. Vamos a ponerlo a prueba.
Astley no podía poner ningún reparo y tampoco deseaba soslayar la cuestión, pensó Cadfael. La posibilidad de un engaño lo había trastornado profundamente y deseaba eliminar cuanto antes aquella duda tan perjudicial. No obstante, hizo un nuevo intento de recuperar al niño.
—Acudiré a la cita —dijo, extendiendo una mano hacia el hombro de Ricardo— y demostraré que este iluso muchacho está equivocado. Pero, por esta noche, le sigo considerando mi hijo y tendrá que acompañarme.
La mano se cerró sobre el brazo de Ricardo y el niño trató de librarse de la presa. Fray Pablo ya no pudo contenerse por más tiempo, salió de entre las filas de los perplejos monjes y atrajo al diablillo hacia sí.
—Ricardo se quedará aquí —dijo con firmeza Radulfo—. Su padre me lo confió y yo no pongo ningún límite a su estancia entre nosotros. De todos modos, debemos establecer de quién es hijo y de quién es esposo según la ley.
Fulke se estaba volviendo a ruborizar a causa de la rabia reprimida. Había estado a punto de atrapar al bribonzuelo y ahora se le había escapado de las manos y toda la estructura de los planes territoriales tanto suyos como de Dionisia corría peligro. No pensaba darse tan fácilmente por vencido.
—Asumís demasiadas responsabilidades, mi señor abad, negándoles ciertos derechos a sus parientes, vos que no tenéis ningún derecho de sangre sobre él —dijo—. Creo que el hecho de mantenerle aquí obedece al propósito de aseguraros sus tierras y sus bienes. Vos no queréis que el chico se case sino que permanezca aquí hasta que no conozca ningún otro mundo y entre sumisamente en el noviciado, legando su herencia a vuestra casa…
Estaba tan enfrascado en sus acusaciones y todos los presentes le estaban escuchando con tanto asombro por su atrevimiento que nadie se percató de que alguien acababa de llegar a la caseta de vigilancia. Todos mantenían los ojos clavados en Astley y le miraban boquiabiertos. Tras haber atado su caballo en la entrada, Hugo avanzó a pie sin hacer ruido. Se había adentrado unos diez pasos en el patio cuando sus ojos se posaron en el caballo tordo y la jaca negra en cuyos pelajes ya se estaba secando la espuma de la veloz carrera y cuyas bridas sostenía un mozo que permanecía de pie, contemplando consternado el grupo enmarcado por el arco del claustro. Hugo siguió la fascinada mirada del hombre y abarcó de un vistazo el mismo espectáculo: el abad y Fulke Astley cara a cara en visible actitud de enfrentamiento y fray Pablo rodeando protectoramente con su brazo los hombros de un pequeño, nervudo y desgreñado chiquillo cuyo rostro de grandes ojos levantados al cielo del anochecer y cuyos rasgos medio atemorizados y medio desafiantes no eran sino los del mismísimo Ricardo Ludel.
Radulfo, soportando en desdeñoso silencio aquellas injurias, fue el primero en advertir la presencia del recién llegado. Mirando sin dificultad por encima de la cabeza de su adversario, tal como le permitía hacer su considerable estatura, dijo con toda claridad:
—Sin duda el señor gobernador prestará la debida atención a vuestras acusaciones. Y probablemente tendrá también interés en saber cómo llegó Ricardo a vuestro poder en Leighton anoche. A él deberéis dirigir vuestras quejas.
Fulke dio media vuelta tan precipitadamente que a punto de perder el equilibrio. Hugo estaba cruzando el patio a grandes zancadas para reunirse con ellos. Mantenía una ceja arqueada hacia su negra mata de cabello y los ojos severamente clavados en Fulke.
—¡Vaya, vaya, mi señor! —dijo afablemente Hugo—. Veo que os habéis dado mucha prisa en descubrir y devolver al diablillo al que por poco yo no he encontrado en vuestro feudo de Leighton. Vengo de allí para informar de mi fracaso al señor abad como tutor que es de Ricardo y descubro que me habéis hecho el trabajo mientras yo andaba buscando infructuosamente por ahí. Os estoy muy agradecido. Lo tendré en cuenta cuando haya que considerar el pequeño detalle del secuestro y la forzada prisión. Al parecer, el pajarito del bosque que me susurró al oído que Ricardo estaba en Leighton me dijo la pura verdad, por más que yo no encontrara el menor rastro de él allí ni nadie reconociera haberle visto. Debisteis de alejaros de la casa media hora antes y por otro sendero cuando yo llegué a ella por el camino —los perspicaces ojos de Hugo examinaron la tensa figura y el receloso rostro de Ricardo, posándose finalmente en el abad—. ¿Lo habéis encontrado animado y sin haber sufrido el menor daño durante su encierro, mi señor? ¿Se halla en perfectas condiciones?
—Su cuerpo no ha sufrido el menor daño, por supuesto —contestó Radulfo—. Pero queda otra cuestión por resolver. Al parecer, anoche se celebró una suerte de casamiento en Leighton entre Ricardo y la hija de sir Fulke. Ricardo lo reconoce, pero asegura que no hubo tal casamiento, pues el ermitaño Cutredo que lo celebró no es sacerdote.
—¿Es eso cierto? —Hugo frunció los labios como en un silencioso silbido y se volvió hacia Fulke, el cual no había abierto la boca, consciente de la necesidad de mirar por donde pisaba y de reflexionar antes de hablar—. ¿Qué decís vos a eso, mi señor?
—Digo que es una absurda acusación que no se tiene en pie. Vino a nosotros con el beneplácito de los monjes de Buildwas. Nunca oí nada en contra de él y tampoco lo creo ahora. Hemos tratado con él de buena fe.
—De eso no me cabe la menor duda —dijo imparcialmente el abad—. Si hay algo de cierto en esta acusación, los que concertaron este casamiento no lo sabían.
—Pero creo que Ricardo no lo deseaba —dijo Hugo con una sonrisa un tanto siniestra—. Eso no puede quedar así, tenemos que averiguar la verdad.
—En eso estamos todos de acuerdo —dijo Radulfo— y sir Fulke se ha comprometido a reunirse conmigo mañana después de prima en la ermita para ver qué nos dice este hombre. Iba a mandaros aviso, mi señor gobernador, para informaros de lo ocurrido y pediros que me acompañarais mañana. Esta escena —añadió, mirando con expresión autoritaria a los excesivamente curiosos miembros de su rebaño— no tiene por qué prolongarse. Si queréis cenar conmigo, Hugo, os contaré lo sucedido. Roberto, disponed que nuestros hermanos se retiren. Lamento que esta noche se haya visto tan bruscamente alterada. Y vos, Pablo… —el abad miró a Ricardo, el cual permanecía fuertemente aferrado al hábito de fray Pablo, dispuesto a mantenerse firme en caso de que su situación se hubiera visto amenazada—. Lleváoslo, Pablo, aseadle, dadle de comer y traédmelo después de cenar. Tiene que contarnos muchas cosas que todavía no nos ha contado. Ya podéis dispersaros todos, aquí ya no hay nada más que ver.
Los monjes empezaron a desfilar para reanudar el interrumpido orden del anochecer, aunque sin duda habría muchos murmullos en el refectorio y más tarde todos comentarían emocionados lo ocurrido durante la hora de descanso antes de las colaciones. Fray Pablo se alejó con su recuperado corderillo para lavarlo y poderlo presentar como era debido ante el abad y el gobernador después de la cena. Aymer Bosiet, que había contemplado con cierta malévola satisfacción la inquietud y la confusión de otros como alivio de las suyas propias, se retiró con aire enfurruñado y cruzó el patio en dirección a la hospedería. Cadfael sintió el repentino impulso de mirar hacia atrás y vio que faltaba la única persona que él buscaba. Rafe de Coventry no estaba allí y, pensándolo bien, Cadfael supuso que debía de haberse ido discretamente antes de que finalizara la intrigante escena. ¿Porque no le interesaba y era perfectamente capaz de alejarse de un espectáculo que mantenía hechizados a casi todos los demás hombres? ¿O porque había encontrado él algo que le interesaba profunda y urgentemente?
Fulke se quedó en presencia de Hugo sin saber si le convenía más intentar justificarse y dar explicaciones o bien retirarse en un digno silencio, siempre y cuando le permitieran hacerlo, o, por lo menos, con el menor número de palabras posible y sin concesiones.
—Entonces, mi señor, mañana estaré en la ermita de Cutredo tal como he prometido —dijo, optando por la brevedad.
—¡Muy bien! Os conviene hacerlo —dijo Hugo— para que la protectora del ermitaño sepa que se dice de él. Es posible que ella también desee estar presente. En estos momentos, mi señor, no os necesito. Si os necesitara en el futuro, ya sé dónde encontraros. Podéis tener buenos motivos para alegraros de que Ricardo se haya librado del collar que lo sujetaba. Los males reparados mejor olvidarlos. Siempre y cuando no se tenga previsto cometer otros males.
Fulke procuró sacar el mejor partido de la situación. Inclinándose en breve reverencia ante el abad, dio media vuelta para recuperar su caballo, montó y cruzó la caseta de vigilancia con majestuosa y deliberada lentitud.
Fray Cadfael, llamado para incorporarse al coloquio en los aposentos del abad después de la cena, se apartó de su camino obedeciendo a un súbito impulso mientras se dirigía hacia allí y se fue al patio de los establos. La negra jaca de Ricardo estaba descansando tranquilamente en su casilla después de la alocada carrera, bien almohazada y abrevada y saboreando apaciblemente su forraje. En cambio, el gran caballo zaino con la blanca estrella en la frente había desaparecido junto con la silla y los arneses. Cualquiera que fuera el motivo de su silenciosa partida, Rafe de Coventry se había alejado para resolver algún asunto de carácter personal.
Sentado en un escabel junto a las rodillas del abad, lavado, peinado y humildemente agradecido por el hecho de encontrarse nuevamente en casa, Ricardo contó su historia o, por lo menos, la parte de ella que consideró justificado revelar. Aparte el abad, estaban presentes Hugo Berengario, fray Cadfael a petición de Hugo, y fray Pablo, todavía renuente a perder de vista a su pródigo recién recuperado. Ricardo había tolerado e incluso había disfrutado con el caótico proceso de las sacudidas, las palmadas y los frotamientos que habían dado lugar finalmente al pulcro y resplandeciente escolar digno de recuperar con éxito la inspección del abad. Había algunas lagunas en su historia y sabía que le harían preguntas, pero Radulfo pertenecía a una noble familia y comprendería que un noble no puede traicionar a quienes lo han ayudado y ni siquiera a los subordinados que, a instancias de sus amos, le han causado algún daño.
—¿Podrías identificar a los dos que te capturaron y te llevaron a Wroxeter? —preguntó Hugo.
Ricardo consideró la tentadora perspectiva de vengarse del apuesto mozo que se había burlado de sus esfuerzos y más tarde lo había obligado a esperar junto al vado, pero la rechazó a regañadientes como impropia de su nobleza.
—No estoy seguro. Ya estaba oscureciendo.
No insistieron. En su lugar, el abad preguntó:
—¿Contaste con la ayuda de alguien para escapar de Leighton? Es difícil que lo hicieras por tu cuenta, de lo contrario, lo hubieras hecho antes.
La respuesta a la pregunta le planteaba un problema. Si dijera la verdad, ello no constituiría ningún perjuicio para Hiltrudis allí entre sus amigos, pero, en caso de que su padre se enterara, le podría hacer mucho daño. Mejor atenerse a la explicación que ella seguramente habría dado; la de que el pestillo de la puerta quedó descorrido por una distracción y él aprovechó para escapar. Cadfael observó el leve rubor de las bien frotadas mejillas del niño mientras éste refería aquella parte de su aventura con notable brevedad y modestia. De haber sido cierta, Ricardo la hubiera explicado con rostro exultante de gozo.
—Fulke hubiera tenido que comprender la clase de escurridizo pez que había pescado —dijo Hugo con una sonrisa—. Pero aún no nos has dicho por qué fuiste a la abadía al principio ni tampoco quién te dijo que el ermitaño no es sacerdote tal como él pretende ser.
Aquello era lo peor. Ricardo había estado pensando en ello con insólito esfuerzo y dolor mientras se sometía a la afectuosa homilía de fray Pablo sobre la obediencia y el orden y las terribles consecuencias que aguardaban a los transgresores de las normas. Levantó cautelosamente los ojos hacia el rostro del abad, miró con inquietud a Hugo, cuyas reacciones como autoridad secular eran menos predecibles y dijo con la cara muy seria:
—Padre, os he dicho que os lo diría a vos, pero no a otros. Hay alguien que podría resultar perjudicado si yo contara lo que sé de él, y me consta que no lo merece. No puedo empujarlo al peligro.
—No quisiera que traicionaras a nadie —dijo gravemente Radulfo—. Mañana yo mismo te oiré en confesión y entonces me lo dirás y te alegrarás de haber cumplido con tu deber en la certeza de que tu confianza es sagrada. Ahora será mejor que te vayas a la cama, pues lo debes necesitar. ¡Lleváoslo, Pablo!
Ricardo hizo las debidas reverencias, alegrándose de haber salido tan bien librado, pero, al pasar por delante de Hugo, vaciló y se detuvo visiblemente preocupado por algo.
—Mi señor, vos habéis dicho que en Leighton todo el mundo dijo que no me había visto. Se comprende que temieran decir lo contrario. Pero ¿Hiltrudis también lo dijo?
Tal vez Hugo podía atar cabos con más rapidez que la mayoría de los hombres, pero, en caso de que inmediatamente atara aquel cabo, no lo dio a entender. Con respetuosa gravedad y semblante inexpresivo, dijo:
—¿La hija de Astley? Ni siquiera hablé con ella, no estaba en la casa.
¡No estaba! Por consiguiente, no se había visto obligada a mentir. Debió de alejarse discretamente en cuanto su padre se fue. Ricardo dio las buenas noches con rostro aliviado y agradecido y se fue a dormir con el corazón aligerado.
—Fue ella quien le dejó escapar, por supuesto —comentó Hugo en cuanto se cerró la puerta—. Ella era tan víctima como él. Ahora empiezo a comprender la situación. Ricardo es capturado mientras cabalga por el bosque de Eyton, y, ¿qué hay en el bosque de Eyton y a lo largo de aquel sendero sino la casa de Eilmundo y la ermita? A la ermita sabemos que no fue. ¿Y quién vino a Shrewsbury este mediodía y me instó a dirigirme inmediatamente a Leighton, lugar que de otro modo no hubiera alcanzado hasta mañana, sino la hija de Eilmundo? La chica no aclaró cómo se había enterado de la noticia. Se limitó a decir que un aldeano que pasaba por allí comentó que había visto a un niño que muy bien podía ser Ricardo. Y Ricardo a su vez no quiere decir por qué razón se dirigió en solitario allí ni quién le dijo que el ermitaño no es un auténtico sacerdote. Padre, me parece que alguien… ¡no vamos a llegar al extremo de nombrarle!… tiene muy buenos amigos entre nuestros conocidos. ¡Espero que sean tan buenos jueces como amigos! Bien, en todo caso mañana no habrá caza. Ricardo ya se encuentra aquí sano y salvo. Y, a decir verdad, dudo que consigamos sacar de su escondrijo a la otra presa. Mañana temprano tenemos un asunto pendiente. Procuremos resolverlo primero.
Al término del oficio de prima, el abad Radulfo, Hugo Berengario y fray Cadfael, que de todos modos tenía que ir aquel día a la casa de Eilmundo para ver qué tal estaba el guardabosque, montaron en sus cabalgaduras y salieron de la abadía. No era la primera vez que Cadfael adaptaba sus justificadas visitas de tal forma que se ajustaran a su comprensible curiosidad. El hecho de que pudiera contar con Hugo para el cumplimiento de sus planes era una ventaja añadida. Un testigo adicional con una penetrante mirada capaz de advertir los cambios infinitesimales por medio de los cuales el semblante humano se traiciona podía tener un valor incalculable en aquel encuentro.
La mañana era más clara y menos brumosa que las de los días anteriores y se había levantado un fuerte viento que estaba secando las hojas caídas en los senderos del bosque y coloreando el oro apagado de las que aún permanecían adheridas a las ramas de los árboles. Las primeras heladas suscitarían en las copas de los árboles unos vivos colores rojizos castaños y bermejos. En cuestión de una o dos semanas, Jacinto ya no podría refugiarse en los árboles cuando acudieran visitas inoportunas a la casa, pues hasta los robles estarían medio desnudos. Pero en cuestión de unos días, Dios mediante, Aymer abandonaría su venganza, empezaría a calcular sus pérdidas y se apresuraría a regresar a casa para asegurarse las ganancias. El cuerpo de su padre estaba a salvo en el ataúd y, aunque sólo llevaba consigo dos mozos, tenía el excelente caballo de Drogo para usarlo como animal de relevo para un amo con prisa y no tendría dificultad para contratar a portadores de parihuelas en cada etapa del camino. Ya había recorrido todos los parajes infructuosamente y se debatía entre dos deseados fines, el más provechoso de los cuales sería el que finalmente se impusiera. La libertad de Jacinto podía estar mucho más cerca de lo que él suponía. El mozo ya había servido y había hecho suficientes merecimientos, pues, ¿quién sino él le hubiera podido comunicar a Ricardo que el ermitaño no era lo que alegaba ser? Jacinto había viajado con él, y lo conocía muy bien antes de que pusiera los pies en Buildwas. Quizá Jacinto sabía cosas sobre su reverendo amo que nadie más sabía.
La espesura del bosque les impidió ver la ermita hasta que no estuvieron muy cerca. El súbito claro del bosque les sorprendió levemente, revelándoles en un instante la baja empalizada que protegía simbólicamente el verde huerto y la achaparrada casita de piedra gris en la que se advertían los recientes remiendos realizados con una piedra de un gris más pálido. La puerta de la casita estaba abierta a cuantos quisieran acercarse, tal como Cutredo había dicho que siempre estaría. No había nadie trabajando en el huerto a medio desbrozar y no se oía el menor sonido desde el interior cuando desmontaron junto a la verja y ataron sus caballos. Cutredo debía de estar dentro y, a juzgar por el silencio, era probable que estuviera rezando.
—Entrad vos primero, padre —dijo Hugo—. Eso corresponde más a vuestra jurisdicción que a la mía.
El abad tuvo que agachar la cabeza para pasar bajo el dintel de piedra. Una vez dentro, permaneció inmóvil un instante para que sus ojos se acostumbraran a la semioscuridad. A aquella hora del día, la luz que penetraba a través de la angosta ventana era muy escasa a causa de las cercanas copas de los árboles, por lo que los perfiles de la desnuda estancia sólo cobraron forma muy poco a poco. Allí se veía únicamente un estrecho catre adosado a la pared, una mesita y un banco, unos cuantos utensilios, una bandeja, un cuenco de barro cocido y una copa. A través de la puerta abierta de la capilla era visible el bloque de piedra del altar iluminado por el minúsculo resplandor de la lámpara que ardía encima de él y dejaba todo el resto en la penumbra. La lámpara estaba casi agotada y era apenas una chispa.
—¡Cutredo! —llamó Radulfo en medio del silencio—. ¿Estáis ahí dentro? ¡El abad de Shrewsbury os saluda por la gracia de Dios y en su nombre!
No hubo más respuesta que el leve eco de las piedras. Hugo se adelantó hacia la entrada de la capilla y allí se detuvo bruscamente, conteniendo la respiración.
Cutredo estaba efectivamente dentro, pero no rezando. Yacía boca arriba a los pies del altar con la cabeza y los hombros apoyados contra la piedra como si hubiera caído o le hubieran empujado hacia atrás mientras miraba hacia la puerta. El hábito formaba unos oscuros pliegues a su alrededor, dejando al descubierto los pies y los tobillos, mientras que la pechera estaba ennegrecida por una alargada mancha de sangre causada por el puñal que lo había matado. El rostro, entre el enmarañado pelo oscuro del cabello y la barba, mostraba una contraída mueca que hubiera podido ser de angustia o de cólera, los labios entreabiertos dejaban al descubierto los fuertes dientes y los ojos aparecían furiosamente entornados. Los brazos estaban extendidos y junto a su mano derecha, como si la hubiera soltado en el momento de caer, se veía una larga daga sobre el suelo de piedra.
Tanto si era sacerdote como si no, Cutredo ya no podría declarar en defensa propia. No hacía falta preguntar ni tocar nada para comprender que ya llevaba unas cuantas horas muerto por causa violenta.
—¡Cristo nos asista! —exclamó el abad en un susurro, de pie junto al cuerpo—. ¡Dios tenga misericordia de un hombre asesinado! ¿Quién puede haberlo hecho?
Hugo se arrodilló junto al muerto y tocó la carne ya fría y la cérea textura. Ya no se le podía preguntar nada al ermitaño Cutredo ni se podía hacer nada por él en este mundo como no fuera buscar el equilibrio final de la justicia.
—Lleva muerto unas cuantas horas por lo menos. Una segunda víctima abatida en mi condado, ¡y sin que todavía se haya resuelto el primer caso! Por Dios bendito, ¿qué es lo que anda suelto por esos bosques y provoca tan diabólicos efectos?
—¿Podría esto guardar alguna relación con lo que el niño nos ha dicho? —se preguntó el abad con aire apesadumbrado—. ¿Alguien le habrá atacado primero para evitar que respondiera en defensa propia? ¿Y, de este modo, enterrar las pruebas junto con el hombre? Ha habido muchas intrigas en torno a este casamiento, todo por la codicia de las tierras, pero ¿es posible que se haya llegado al extremo del asesinato?
—Si es que efectivamente se trata de un asesinato —terció fray Cadfael, hablando más para sus adentros que con los demás.
Había permanecido todo el rato en silencio junto a la puerta, mirando atentamente a su alrededor en aquella estancia que tan bien recordaba de su única visita allí, una estancia tan escasamente amueblada que cualquier detalle resultaba mejorable. La capilla era más espaciosa que el cuarto de la celda y en ella había sitio para moverse libremente e incluso para forcejear. Sólo el muro oriental con su ventanuco cuadrado ostentaba el bloque de piedra del altar encima del cual se encontraba el pequeño relicario labrado con la cruz de plata y un candelabro de plata a cada lado con una vela apagada. Sobre la piedra brillaba una lámpara frente al relicario… pero no había nada delante. Era curioso que aquel hombre hubiera sido derribado y muerto con tan violento desorden y que en el altar todo estuviera tan pulcro y ordenado. Sólo una cosa faltaba según la imagen que Cadfael llevaba grabada en la mente. El breviario encuadernado en cuero y digno de un príncipe con sus complicados arabescos y hojas y adornos dorados había desaparecido.
Hugo se levantó del suelo y retrocedió para mirar a su alrededor tal como estaba haciendo Cadfael. Ambos habían contemplado juntos aquel lugar y era lógico que sus recuerdos coincidieran.
—¿Veis algún motivo de duda? —preguntó Hugo, mirando directamente a Cadfael.
—Veo que iba armado.
Hugo ya estaba contemplando la larga daga junto a la mano abierta de Cutredo. No la había tocado. Retrocedió sin tocar nada ahora que ya se había cerciorado de que el cuerpo estaba frío.
—La soltó al caer. Esta daga es suya. Hay sangre en ella… pero no suya. Cualquier cosa que haya ocurrido aquí, no ha sido un apuñalamiento furtivo por la espalda.
De eso no cabía la menor duda. La herida le había alcanzado el corazón y la reseca mancha de sangre se había extendido hacia el centro. El puñal que lo había matado había dejado escapar la sangre al retirarse. La daga del suelo, por el contrario sólo tenía manchada una longitud equivalente a la de un dedo pulgar y apenas había dejado escapar una gota de sangre sobre la piedra en la que descansaba.
—¿Estáis diciendo —preguntó el abad, saliendo de su horrorizada inmovilidad— que hubo lucha? Pero ¿cómo es posible que un santo ermitaño llevara consigo una espada o una daga? Ni siquiera en su propia defensa contra los ladrones o los vagabundos semejante hombre no hubiera tenido que recurrir a las armas sino depositar su confianza en Dios.
—Si fue un ladrón —dijo Cadfael—, debía de ser muy raro. Aquí están la cruz y los candelabros de plata que no se ha llevado y ni siquiera se movieron de sitio durante la lucha. A menos que los volvieran a colocar después.
—Cierto —dijo el abad, sacudiendo la cabeza ante tan inexplicable misterio—. Eso no se hizo para robar. Pero entonces, ¿para qué? ¿Por qué iba un hombre a atacar a un religioso solitario que había abrazado voluntariamente la pobreza y cuyas únicas posesiones eran los ornamentos de su altar? Ha vivido sin que nadie le molestara entre nosotros, siempre abierto, servicial y accesible para cuantos acudían a él en sus necesidades y preocupaciones. ¿Por qué iba alguien a querer causarle daño? ¿Podría ser ésta la misma mano que mató al señor de Bosiet, Hugo? ¿O debemos temer la presencia de dos asesinos sueltos entre nosotros?
—Aún no hemos encontrado a su chico —dijo Hugo, frunciendo el ceño ante aquella posibilidad, pero sin poder descartarla por entero—. No lo hemos encontrado y yo ya estaba empezando a pensar que se había dirigido al oeste y había cruzado la frontera de Gales. Pero todavía podría estar muy cerca de aquí. Es posible que haya alguien que crea en él y lo haya acogido en su casa. Tenemos motivos para suponerlo. Si es efectivamente el siervo que se fugó de Bosiet, tenía razones para librarse de su amo. Supongamos ahora que Cutredo, tras haberle expulsado al enterarse de que había sido engañado, hubiera descubierto su escondrijo… sí, ése también podría ser un motivo para matar a Cutredo. No son más que conjeturas, pero no podemos descartarlas.
No, pensó Cadfael, hasta que Aymer Bosiet haya regresado al condado de Northampton y Jacinto pueda salir de su escondrijo y justificarse, y Eilmundo, Annet y Ricardo puedan declarar en su favor. Estoy seguro de que entre los tres podrán dar razón exacta de dónde ha estado Jacinto en todo momento y estoy seguro de que el chico no ha estado aquí. No, no tenemos que preocuparnos por Jacinto. Pero ojalá, pensó con tristeza, ojalá me hubieran permitido confiar en Hugo hace tiempo.
El sol ya había ascendido en el cielo y había encontrado, a través del follaje de los árboles, un ángulo a través del cual podía derramar sus rayos sobre el retorcido y lamentable cuerpo. Los faldones del raído hábito estaban amontonados a un lado, como si un poderoso puño los hubiera agarrado, pues en el lienzo de lana se veía una oscura y pegajosa mancha. Cadfael se arrodilló y separó los pliegues con cierta susurrante dificultad.
—Aquí secó la daga —dijo Cadfael—, antes de volverla a envainar.
—Dos veces —añadió Hugo observando la presencia de una segunda mancha apenas perceptible. Un hombre frío y eficiente que había limpiado metódicamente sus herramientas al terminar su trabajo—. Ved la arquilla del altar —Hugo rodeó cuidadosamente el cuerpo para examinar con más detenimiento la arquilla de madera labrada y pasar un dedo por el borde de la tapa por encima de la cerradura. El defecto no era más largo que la una de un dedo pulgar, pero mostraba con toda claridad el lugar donde la punta de una daga había sido introducida en un intento de abrir la arquilla. Retiró la cruz y levantó la tapa sin ninguna dificultad. La cerradura estaba rota y el cofre estaba vacío. Sólo se aspiraba en el aire el leve aroma de la madera. Dentro no había siquiera una capa de polvo; el cofre estaba muy bien hecho.
—O sea que algo se llevaron —dijo Cadfael.
No mencionó el breviario pese a constarle que Hugo había advertido su ausencia con tanta claridad como él.
—Pero no la plata. ¿Qué podía tener un ermitaño que valiera más que la plata de doña Dionisia? Vino a Buildwas a pie, llevando tan sólo una bolsa como cualquier peregrino, si bien el mozo Jacinto le llevaba un fardo. Ahora me pregunto si este cofre fue también un regalo de la dama o si él lo trajo aquí consigo —dijo Hugo.
Estaban tan ocupados observando lo del interior que no prestaron atención a lo que ocurría en el exterior, pues ningún sonido se lo advirtió. En medio del sobresalto de lo que habían descubierto casi habían olvidado la esperada presencia de otro testigo en aquel encuentro. Sin embargo, fue la voz de una mujer y no la de Fulke la que súbitamente habló a su espalda desde la puerta en tono de arrogante reproche.
—No tenéis por qué extrañaros, mi señor. Hubiera sido más sencillo y cortés preguntármelo a mí.
Los tres giraron en redondo en consternada alarma y vieron a doña Dionisia, alta, erguida y desafiante, interponiéndose entre ellos y la clara luz del exterior que la había dejado deslumbrada al entrar a la relativa oscuridad de la ermita. A pesar de que el cuerpo de Cutredo se interponía entre ellos, doña Dionisia sólo se sobresaltó al ver que Hugo se encontraba de pie junto al altar con la mano sobre el cofre abierto y que la cruz de plata se había retirado de la tapa en la cual descansaba. Fue lo único que vio con claridad bajo la mortecina luz de la lámpara.
—¿Qué es eso, mi señor? ¿Qué estáis haciendo con estos sagrados objetos? ¿Y dónde está Cutredo? ¿Os habéis atrevido a curiosear en su ausencia? —preguntó enfurecida.
El abad se desplazó para situarse más sólidamente entre ella y el muerto y se acercó a doña Dionisia para invitarla a salir de la capilla.
—Mi señora, lo sabréis todo, pero os ruego que salgáis a la otra estancia, os sentéis y esperéis un momento hasta que ordenemos un poco todo esto. Os aseguro que no ha habido la menor irreverencia.
La luz del exterior quedó ulteriormente ensombrecida por la mole de Astley, bloqueando la retirada que el abad estaba solicitando. Dionisia se mantuvo indignadamente firme en el lugar que ocupaba.
—¿Dónde está Cutredo? ¿Sabe que estáis aquí? ¿Cómo es posible que haya abandonado la ermita? Nunca lo hace…
La mentira se apagó en sus labios mientras ella inspiraba bruscamente el aire. Más allá de las vestiduras del abad había visto una pálida forma asomando por debajo de los revueltos faldones, un pie sin su correspondiente sandalia. Su visión ya se había aclarado un poco más. Esquivó la mano del abad y pasó resueltamente por su lado. Todas sus preguntas obtuvieron res puesta con una sola mirada devastadora. Cutredo estaba efectivamente allí y en aquella ocasión por lo me nos no había abandonado la ermita.
La aristocrática compostura del semblante de Dionisia adquirió un tono cetrino y pareció desintegrarse mientras sus duros perfiles se aflojaban. Emitiendo un desgarrador grito más de terror que de pesar, doña Dionisia dio un respingo y cayó hacia atrás en los brazos de Fulke Astley.