proximadamente a la misma hora en que Cadfael y Rafe de Conventry salían de la Iglesia después de vísperas, Jacinto abandonó sigilosamente la casita de Eilmundo y se dirigió hacia el río en medio de la espesura. Se había pasado todo el día encerrado en la casa, pues los hombres de la guarnición habían vuelto a batir el bosque y, aunque su paso fue muy rápido y superficial, pues su propósito era extender la búsqueda más allá, y aunque conocían a Eilmundo y no tenían intención de registrar su casa por segunda vez, hubieran podido entrar a saludarle y a preguntar si había visto algo que por casualidad le hubiera llamado la atención. A Jacinto no le gustaba permanecer encerrado y tanto menos esconderse. Al anochecer, ya no podía soportar el encierro. Para entonces, los perseguidores ya se habían ido y no reanudarían la caza hasta el día siguiente por lo que el muchacho era libre de salir de casa por su cuenta.
A pesar del cansancio y el temor que sentía y reconocía con su indefectible y audaz sinceridad, no podía dejar de pensar en Ricardo, el cual había acudido corriendo a avisarle con tanta gallardía como imprudencia. Sin embargo, el niño no hubiera tenido que correr ningún peligro. ¿Por qué iba a correrlo en sus propios bosques y entre su gente? En una Inglaterra tan trastornada, no cabía duda de que muchos forajidos andaban sueltos por los bosques, pero aquel condado llevaba más de cuatro años al margen de la guerra y parecía disfrutar de un grado de paz y orden sin parangón en el sur, y, además, la ciudad se encontraba a un tiro de piedra y el gobernador era un hombre joven y enérgico, muy apreciado por la población en toda la medida en que podían serlo los gobernadores. Cuanto más Jacinto pensaba en ello, tanto más claro le parecía que la única amenaza para Ricardo, que él supiera, era la intención de Dionisia de casarlo con los dos feudos que ambicionaba. Para ello, la dama no había dudado en recurrir a toda suerte de ardides. El propio Jacinto había sido uno de sus instrumentos y no podía olvidarlo. Ella tenía que ser la fuerza que se ocultaba detrás de la desaparición del niño.
Cierto que el gobernador había acudido a Eaton y había registrado todos los rincones sin encontrar la menor huella ni a nadie, en una casa acérrimamente fiel al niño, capaz de arrojar la menor sombra de duda sobre la indignada inocencia de doña Dionisia, la cual no disponía de ninguna otra propiedad en la que ocultar al niño o la jaca. Y, aunque Fulke Astley hubiera estado dispuesto a echarle una mano, confiando con ello en asegurarse la posesión de Eaton de la misma manera que ella confiaba en apoderarse de la herencia de su hija, el feudo de Wroxeter también había sido exhaustivamente registrado sin el menor éxito.
Aquel día, la caza se había extendido más allá y, según lo que Annet había averiguado a través de los sargentos que regresaban, al día siguiente seguiría adelante aunque todavía no habían llegado a Leighton, situada a una legua escasa río abajo. Y, aunque Astley y los de su casa preferían vivir en Wroxeter, el más remoto feudo de Leighton también le pertenecía.
Era el único punto de partida que se le ocurría a Jacinto y merecía la pena probarlo. Si Ricardo había sido apresado en el bosque por algunos de los hombres de Astley o algunos de los de Eaton dispuestos a servir a Dionisia, cabía la posibilidad de que hubieran considerado oportuno trasladarlo a Leighton en lugar de ocultarlo en otro lugar más cercano a su casa. Por otra parte, si Dionisia seguía empeñada en imponerle aquel matrimonio al niño (había medios para conseguir las respuestas adecuadas incluso en el caso de los niños más tercos, echando mano de los halagos más que del terror), necesitaría a un sacerdote y Jacinto llevaba viviendo en los alrededores de la aldea de Eaton el tiempo suficiente como para saber que el padre Andrés era un hombre honrado que jamás se hubiera prestado a ser instrumento de semejante fin. En cambio, el sacerdote de Leighton, menos al corriente de los entresijos del asunto, podría ser más doblegable.
Por lo menos, valía la pena intentarlo. De nada había servido que Eilmundo le aconsejara juiciosamente que permaneciera donde estaba y no corriera el riesgo de que lo apresaran; el propio Eilmundo comprendía y aprobaba lo que él mismo calificaba de locura. Annet tampoco trató de disuadirle sino que se limitó a proporcionarle una negra y raída capa de Eilmundo que, por cierto, le estaba demasiado grande, pero le sería muy útil para moverse invisiblemente en la noche, y un capuchón oscuro para ocultarse el rostro.
Entre el bosque y los meandros del río, corriente abajo desde el molino, las pesqueras y las pocas casitas cuyos moradores se ocupaban de aquellos menesteres, se extendían los prados que bordeaban el agua. Allí perduraba todavía la luz y una breve bruma se cernía sobre el verdor, flanqueando el río cual si fuera una serpiente de plata. Sin embargo, en la ribera norte, el bosque proseguía y se extendía hasta casi medio camino de Leighton. Más allá de aquel punto, el terreno se elevaba hasta las primeras estribaciones del Wrekin y Jacinto tendría que tratar de ocultarse donde pudiera. Pero allí donde los árboles y la hierba se entremezclaban, podía moverse con rapidez, manteniéndose en los linderos del bosque, y aprovechando la luz de los campos abiertos. El silencio, la quietud y el sigilo de sus propios movimientos le permitirían advertir la presencia de cualquier otra criatura que se agitara en la noche.
Había cubierto cosa de media legua cuando le llegaron los primeros sonidos amortiguados, obligándole a detenerse y a aguzar el oído. Una sola nota metálica a su espalda como de un arnés y, a continuación, el suave susurró de unos arbustos rozados por algo al pasar. Después, a pesar de la distancia, una inequívoca voz, hablando en murmullos y en tono de pregunta, lo cual significaba que había dos personas y no una sola. Montadas a caballo y avanzando por el lindero del bosque tal como estaba haciendo él, cuando lo más sencillo hubiera sido cabalgar por los prados. Unos jinetes nocturnos tan poco deseosos de que los vieran como él y dirigiéndose al mismo lugar. Jacinto aguzó el oído para captar el rumor de los cascos sobre la alfombra de hojas y tratar de adivinar la dirección que estaban siguiendo a través de los árboles. Muy cerca del lindero para aprovechar la luz, pero más preocupados por el sigilo que por la prisa.
Con mucho cuidado, Jacinto se adentró en el bosque y esperó inmóvil para dejarles pasar. Aún quedaba la suficiente luz como para que los desconocidos fueran algo más que unas oscuras siluetas al pasar en fila, uno detrás de otro; primero, un alto caballo que parecía una pálida mancha en movimiento, probablemente un tordo, montado por un corpulento individuo barbado, con la cabeza descubierta y con los pliegues del capuchón caídos sobre los hombros. Jacinto conocía la figura y el porte, pues había visto montar y cabalgar a aquel hombre, sentado como un saco en la sólida silla, en ocasión del entierro de Ricardo Ludel. ¿Qué estaba haciendo Fulke Astley de noche en aquellos parajes, dirigiéndose furtivamente y no por los caminos sino a través del bosque desde uno de sus feudos al otro? ¿A qué otro lugar hubiera podido dirigirse si no?
La figura que le seguía, a lomos de una vigorosa yegua, era ciertamente una mujer y no podía ser otra que su hija, aquella desconocida Hiltrudis que tan vieja y desagradable se le antojaba al pequeño Ricardo.
O sea que, en realidad, su propósito no era tan misterioso. Era natural que quisieran celebrar el matrimonio cuanto antes, si tenían a Ricardo en su poder. Habían esperado unos días mientras los hombres del gobernador registraban Eaton y Wroxeter, pero, ahora que la caza se había extendido a un territorio más vasto, ya no esperarían más. Por muchos peligros que corrieran, en cuanto la boda fuera una realidad, podrían capear todas las tormentas que se produjeran a continuación. Incluso podrían permitirse el lujo de dejar que Ricardo regresara a la abadía, pues nada ni nadie sino la autoridad de la iglesia podría liberarle de su esposa.
En tal caso, ¿qué se podía hacer para impedirlo? No había tiempo para regresar a casa de Eilmundo y decirle a Annet que transmitiera la noticia al castillo o la abadía o de ir directamente a la ciudad, aparte el hecho de que Jacinto se mostraba todavía humanamente reacio a perder su única oportunidad de libertad. Sin embargo, la oportunidad no se le ofreció, pues ya no quedaba tiempo. Si regresara, cuando llegaran sus salvadores Ricardo ya estaría casado. Tal vez habría tiempo para descubrir dónde lo tenían escondido y llevárselo de allí bajo sus propias narices. Aquellos dos cabalgaban sin prisa y doña Dionisia aún tenía que cubrir la corta distancia desde Eaton sin que nadie la viera. Y el sacerdote… ¿dónde habrían encontrado a un sacerdote dispuesto a casar a la pareja? Nada se podía hacer sin un sacerdote.
Jacinto abandonó su escondrijo y se adentró en el bosque, sin preocuparse por el sigilo sino tan sólo por la rapidez. Al paso que iban aquellos dos, podría adelantarles por un sendero e incluso, en caso necesario, por el camino real a riesgo de cruzarse con otras personas dedicadas a tareas legales. Pero había otro sendero demasiado próximo al camino como para que los Astley lo utilizaran, el cual confluía en el camino una vez cruzada la loma. Jacinto lo alcanzó y echó a correr sobre la mullida alfombra de hojas demasiado húmeda y reblandecida como para crujir bajo sus pies.
Una vez en el camino, bajó hacia la aldea, que todavía se encontraba a algo más de media legua de distancia, se adentró en los campos que bordeaban el agua y corrió entre los arbustos en la certeza de que ya había adelantado a los Astley. Vadeó la pequeña corriente que bajaba de las estribaciones del Wrekin para verter sus aguas en el Severn y avanzó por la orilla del río. Una aislada lengua de bosque llegaba casi hasta el agua y desde allí Jacinto pudo ver por primera vez la baja empalizada de la mansión y el alargado tejado del edificio del interior, recortándose claramente contra el apagado brillo del agua y la palidez del cielo.
Fue una suerte que los árboles se acercaran tanto a la empalizada en el lado más próximo a la orilla del río. Jacinto corrió de árbol en árbol, llegó a un roble que extendía sus ramas hasta el otro lado de la barrera y trepó hábilmente a la copa para mirar al interior del recinto. Estaba contemplando la fachada posterior de la casa, al otro lado de los tejados del granero, la cuadra y el establo adosados a la valla. El edificio poseía la habitual disposición sobre un sótano, con una sala, una cámara y una cocina en el piso superior. Los peldaños de la única entrada debían de estar en el otro lado. Allí sólo había la entrada del sótano y una ventanita cerrada con postigos. Debajo de ella se había construido una pequeña ala que ampliaba el sótano. El tejado de ripias era muy inclinado y los aleros estaban muy lejos. Jacinto lo estudió con aire pensativo y se preguntó hasta qué extremo serían seguros aquellos postigos. Llegar hasta ellos sería posible, pero entrar por allí podría ser más difícil. No obstante, la parte posterior de la casa era la única que estaba al abrigo de la vista. Toda aquella inicua actividad de los Astley y los Ludel se centraría alrededor de la única puerta de acceso a la sala, situada al otro lado.
Se dio impulso y quedó colgando de la rama en la parte interior de la empalizada. Entonces se dejó caer a un oscuro rincón entre el granero y el establo. El hecho de lanzarse a aquel viaje nocturno le había librado por lo menos de un temor. Ricardo se encontraba sin duda allí dentro, estaba vivo y a salvo, tal como ellos lo querían, bien alimentado, bien cuidado y probablemente muy mimado en la esperanza de engatusarlo para que accediera voluntariamente a cumplir sus propósitos. Mimado hasta el extremo de disfrutar de todo lo que pudiera desear y ellos pudieran proporcionarle, excepto la libertad. Ése era el primero y el más profundo alivio. Pero ahora había que sacarle de allí.
Nada se movía en el oscuro patio. Jacinto abandonó sigilosamente su rincón y avanzó pegado a la empalizada hasta doblar una esquina y alcanzar el lado oriental de la casa. Por encima de él había unas ventanas sin postigos a través de las cuales se escapaba una mortecina luz. Jacinto se refugió en la profunda entrada del sótano, aguzó el oído tratando de oír alguna voz desde arriba y le pareció escuchar unos murmullos como si la finalidad fuera mantener en secreto lo das las actividades de aquella noche. Al otro lado de la siguiente esquina donde se encontraba la empinada escalera que conducía a la entrada de la sala debía de haber una antorcha encendida, pues se veían unos intermitentes parpadeos de luz sobre la tierra batida. Jacinto oyó las pisadas y los murmullos de unos criados y el sordo rumor de los cascos de unos caballos entrando en el patio. Habían llegado la novia y su padre, pensó Jacinto, preguntándose por un instante qué debía de pensar la muchacha de aquella boda y si no se sentiría tan agraviada y desairada como Ricardo y tal vez todavía más impotente que él.
Retrocedió a toda prisa, pues los mozos conducirían en seguida los caballos a las cuadras situadas junto a la esquina más próxima del patio donde él había oído a las bestias moviéndose en sus casillas cuando se había encaramado al árbol. El ala añadida del sótano lo protegía de la vista. La rodeó y se pegó al oscuro ángulo de los muros situados detrás de aquel obstáculo y oyó que un solo mozo conducía a las dos cabalgaduras.
No podía moverse hasta que el hombre se hubiera ido y el tiempo le mordía los talones cual un perro pastor mordiéndoles las patas a las ovejas. Pero el mozo terminó en seguida y no perdió el tiempo con los animales, tal vez porque ya era muy tarde y estaba deseando irse a la cama. Jacinto oyó cerrarse la puerta de la cuadra y las rápidas pisadas alejándose y rodeando la esquina de la casa. Sólo entonces, cuando pudo apartarse y echar otro vistazo a aquella fachada casi ciega de la mansión, pudo Jacinto observar lo que antes le había pasado inadvertido. A través de los gruesos postigos de la única ventana de la casa que estaba cerrada a pesar de la tibieza de la noche, se filtraba un rayo de luz. Y más todavía, en una de las tablas, cerca de la juntura, había un pequeño y redondo ojo de luz correspondiente al lugar en el que se había caído un nudo de la madera dejando un agujero. ¿Por qué iba a estar cerrada e iluminada aquella ventana posterior a no ser que hubiera un huésped al que se pretendía mantener encerrado en secreto? Jacinto no sabía si el espacio que mediaba entre los parteluces sería lo suficientemente ancho como para permitir la entrada de un hombre, pero tal vez lo fuera para permitir la salida de un niño de diez años que, además, era más bien menudo para su edad. Habiendo aquel tejado bajo la ventana, se habrían asegurado de que no escapara, impidiendo al mismo tiempo que cualquier fisgón pudiera verle desde fuera.
Por lo menos, se podía probar. Jacinto saltó para agarrarse al alero y se encaramó al tejado de ripias, pegándose al muro de piedra para escuchar, aunque apenas había hecho ruido y no había nadie que pudiera oírle. Después, empezó a arrastrarse por el inclinado tejado hacia la ventana cerrada con postigos. Los postigos eran sólidos y estaban asegurados por dentro, pues cuando introdujo una mano bajo la parte central donde se juntaban e intentó separarlos, se mantuvieron inmóviles cual si fueran de hierro; no tenía herramientas para intentar abrirlos y dudaba mucho que pudiera haberlo hecho aunque hubiera dispuesto de todo un arsenal de instrumentos. Los goznes eran muy recios y no había manera de moverlos. Debía de haber unos resistentes pestillos de hierro en la parte interior. El tiempo se estaba acabando. Ricardo era terco, obstinado e ingenioso. Si hubiera podido escapar de su encierro, ya lo habría hecho hacía mucho tiempo.
Jacinto pegó el oído a la rendija de luz, pero no oyó el menor movimiento en el interior. Tenía que cerciorarse de que no estaba perdiendo el precioso tiempo que ya se le estaba acabando. Aun a riesgo de que descubrieran su presencia, golpeó con los nudillos el postigo y, acercando los labios al minúsculo ojo de luz, soltó un estridente silbido a través del orificio.
Esta vez, se oyó un audible jadeo desde dentro, seguido de un apresurado movimiento como de alguien que, acurrucado a la defensiva en un rincón, se hubiera levantado, hubiera dado un par de pasos y se hubiera detenido de nuevo, presa de la duda y la alarma. Jacinto volvió a llamar y dijo suavemente a través del orificio:
—Ricardo, ¿eres tú?
Unas ligeras pisadas se acercaron corriendo y un pequeño cuerpo se pegó a la parte interior de los postigos.
—¿Quién es? —musitó en tono apremiante la voz de Ricardo muy cerca de la rendija de luz—. ¿Quién anda ahí?
—¡Jacinto! Ricardo, ¿estás solo? No puedo llegar hasta ti. ¿Te encuentras bien?
—¡No! —contestó la voz en un tono de indignada queja, demostrando con la vehemencia de su cólera que el niño estaba animado y en excelentes condiciones—. No me quieren dejar salir, siguen empeñados en que haga lo que ellos quieren y acceda a casarme. La van a traer esta noche, me van a obligar a…
—Lo sé —dijo Jacinto—, pero yo no puedo sacarte. Y no hay tiempo para avisar al gobernador. Mañana podría hacerlo, pero les he visto venir aquí esta noche.
—No me dejarán salir hasta que haga lo que ellos quieren —dijo Ricardo con voz sibilante a través de la rendija—. Casi estuve a punto de decir que sí. Insisten constantemente y yo ya no sé lo que hacer y tengo miedo de que me escondan en otro lugar si me niego porque ellos saben que están registrando todas las casas —la voz de Ricardo estaba perdiendo el audaz tono beligerante y hundiéndose en la aflicción. Era muy difícil para un niño de diez años rechazar las exigencias de unos implacables adultos que ejercían dominio sobre él—. Mi abuela me ha prometido darme lo que más me guste y lo que desee si digo las palabras que ella quiere que diga. Pero yo no quiero una esposa…
—Ricardo… Ricardo… —repitió una y otra vez Jacinto mientras el niño le manifestaba sus quejas sin prestarle atención—. ¡Escucha, Ricardo! Tendrán que traer a un sacerdote para que te case… el padre Andrés por supuesto que no, tendría escrúpulos de conciencia… pero alguien tendrá que ser. Habla con él, dile que es contrario a tu voluntad, dile… Ricardo, ¿sabes quién será? —se le acababa de ocurrir una nueva e impresionante posibilidad—. ¿Quién te va a casar?
—Les oí decir que no podían confiar en el padre Andrés —musitó Ricardo un poco más tranquilo—. Mi abuela va a traer al ermitaño para que lo haga.
—¿Cutredo? ¿Estás seguro? —preguntó Jacinto, tan asombrado que casi se le olvidó bajar la voz.
—Sí, Cutredo. Estoy seguro, se lo oí decir.
—¡Pues, entonces, escúchame bien, Ricardo! —Jacinto acercó los labios a la rendija—. Si te niegas, te van a llevar a otro sitio. Es mejor que hagas lo que ellos quieren. No, confía en mí, haz lo que te digo, es la única manera que tenemos de frustrar sus planes. Créeme, no tendrás nada que temer, no tendrás que cargar con una esposa, estás tan a salvo como en un santuario. Haz lo que te digo, sé sumiso y obediente, hazles creer que te han domado y entonces puede que incluso te permitan tomar la jaca y regresar a la abadía porque ya tendrán lo que quieren y pensarán que lo hecho no se puede deshacer. ¡Pero se puede! ¡No te preocupes, no querrán nada más de ti durante muchos años! ¡Confía en mí y hazlo! ¿Lo harás? ¡Rápido, antes de que vengan! ¿Querrás hacerlo?
Confuso y trastornado, Ricardo balbució:
—¡Sí! —pero no pudo por menos que protestar inmediatamente después—: Pero ¿cómo es posible? ¿Por qué dices que es seguro?
Jacinto se pegó al postigo y musitó la respuesta. Comprendió por la súbita, exultante y fugaz carcajada que el niño la había comprendido. Justo a tiempo, pues en aquel momento se oyó el ruido de un pestillo descorrido y de una puerta que se abría mientras la voz de doña Dionisia, medio miel y medio hiel, medio lisonjera y medio amenazadora, decía con firmeza:
—Tu novia ha llegado, Ricardo. Aquí está Hiltrudis. Serás amable y cortés con ella, ¿no es cierto?, y nos complacerás a todos, ¿verdad?
Ricardo debió de apartarse de la ventana al oír el primer contacto de una mano con el pestillo, pues su débil y cautelosa voz dijo en tono apenas audible desde cierta distancia:
—¡Sí, abuela!
Obediente a la fuerza, maldispuesto y sin apenas voluntad, pero sería suficiente.
La satisfecha, pero todavía cautelosa voz de Dionisia, diciendo «¡Así me gusta mi niño!», fue lo último que oyó Jacinto mientras se deslizaba cuidadosamente por el tejado y saltaba al suelo.
Jacinto regresó a casa sin prisa y muy complacido de su actuación. Nada lo apremiaba y podía permitirse el lujo de ir despacio, recordando que él también estaba siendo perseguido. El niño estaba vivo, bien cuidado y alimentado y extremadamente animado. No le había ocurrido ni le ocurriría ningún daño por más que le molestara permanecer prisionero. Al final, podría reírse de sus secuestradores. Jacinto siguió adelante en medio de la suave y fresca noche perfumada por la densa bruma que se cernía sobre los prados y por el intenso y mohoso aroma de las hojas caídas de los árboles del bosque.
Salió la luna, pero tan velada por las nubes que sólo despedía un opaco brillo grisáceo. A medianoche, Jacinto ya habría regresado a su refugio del bosque de Eyton. Y, a la mañana siguiente, Annet intervendría y Hugo Berengario sabría exactamente dónde buscar al escolar perdido de fray Pablo.
Tras haber hecho a regañadientes lo que ellos querían, Ricardo pensó que le manifestarían su gratitud y que tal vez incluso le permitirían abandonar aquella estancia que era su prisión por muy cómoda que fuera. No era tan necio como para suponer que lo dejarían en libertad para que hiciera lo que quisiera. Tendría que simular acatamiento durante algún tiempo y reprimir el regocijo interior que sentía por el hecho de estar burlándose de ellos en secreto antes de que ellos se atrevieran a presentarle de nuevo ante el mundo, por más que él no acertara a imaginar qué suerte de historia se inventarían para justificar su pérdida y su reaparición, aunque seguramente ya se lo habrían aprendido todo de memoria. Dirían, por supuesto, que él había aceptado voluntariamente la recién terminada ceremonia, pues, a su juicio, ya sería demasiado tarde para que el niño dijera lo contrario dado que lo que ya estaba hecho no se podía deshacer. Sólo Ricardo sabría que no se tendría que deshacer nada, pues nada se había hecho. Tenía una confianza absoluta en Jacinto. Todo lo que decía Jacinto era verdad.
Aun así, pensaba que ellos le estarían agradecidos por su obediencia. Mantuvo el rostro enfurruñado, pues hubiera sido alarmante dejar que se le escapara la risa, y repitió todas las palabras que le dictaron e incluso tomó la mano de Hiltrudis cuando le pidieron que lo hiciera, pero no la miró ni una sola vez hasta que el sonido de su apagada y suave voz repitiendo las promesas en tono tan resignado como el suyo propio, lo sobresaltó, induciéndole a preguntarse por un instante si ella también habría sido obligada. Jamás hasta entonces se le había ocurrido aquella posibilidad. Levantó furtivamente los ojos hacia su rostro. No era muy alta ni tan vieja como él creía y más parecía una víctima que una amenaza. Cabía incluso la posibilidad de que no fuera tan fea como aparentaba si su rostro no hubiera mostrado una expresión tan apagada y sombría. Su repentino impulso de simpatía hacia ella se mezcló con una leve sensación de resentimiento ante el hecho de que ella pareciera tan deprimida por casarse con él como lo estaba él por casarse con ella.
Sin embargo, después de su docilidad, no recibió ni una sola palabra de gratitud. Muy al contrario, su abuela lo estudió con expresión siniestra y él creyó ver en sus ojos una sombra de sospecha mientras ella lo amonestaba con la cara muy seria:
—Has hecho bien en acceder a cumplir finalmente con tu deber y a comportarte como corresponde con las personas que saben mejor que tú lo que te conviene. ¡Procura tenerlo en cuenta, mi señor! Y ahora dale las buenas noches a tu esposa. Mañana tendrás ocasión de conocerla mejor.
Hizo lo que le mandaban y lo dejaron allí encerrado aunque le enviaron un criado con una ración de la cena de la que ellos estarían disfrutando sin duda en la sala. El niño se sentó en su cama, reflexionando acerca de todo lo que había ocurrido en el transcurso de unas pocas horas nocturnas y en todo lo que iba a ocurrir al día siguiente. Se olvidó de Hiltrudis en cuanto ésta desapareció de su vista. Ya sabía lo que eran aquellas cosas. Por alguna razón, cuando uno tenía diez años, no lo obligaban a convivir con su esposa hasta que se hacía mayor. Mientras ella permaneciera bajo el mismo techo, uno tenía que mostrarse amable y tal vez incluso atento con ella, pero después ella regresaba a su casa con su padre hasta que los mayores consideraban que uno ya era lo bastante mayor como para compartir con ella el lecho y la casa. Ahora que lo pensaba, a Ricardo no le parecía que el lucho de estar casado fuera a reportarle ninguna ventaja, pues su abuela lo seguiría tratando igual que antes, como un niño sin importancia, regañándolo, abofeteándolo en caso de que la molestara e incluso golpeándolo en caso de que la desafiara. En resumen, que al señor de Eaton le convenía recuperar cuanto antes su libertad por el medio que fuera y huir de su dominio. Ahora ya no podía ser muy interesante para ella, pues ya había cumplido su propósito, lo importante eran las tierras. Si ella creyera que eso ya lo tenía asegurado, puede que muy pronto se mostrara dispuesta a prescindir del instrumento.
Ricardo se dio la vuelta bajo las cálidas mantas de su cama y se quedó dormido. El hecho de que ellos permanecieran en la sala, discutiendo de lo que deberían hacer con él, no turbó para nada sus sueños. Era demasiado joven y demasiado inocente como para perder la esperanza y llevarse los problemas a la cama.
La puerta todavía estaba cerrada a la mañana siguiente y el criado que le sirvió el desayuno no le dio ocasión de escaparse aunque, a decir verdad, él tampoco tenía intención de probarlo, pues sabía que no llegaría muy lejos y ahora le convenía ser dócil y borrar cualquier recelo que ellos pudieran tener. Cuando su abuela abrió la puerta y entró, él se levantó, más por costumbre que por astucia, y, tal como le habían enseñado a hacer, le ofreció la mejilla para que se la besara. El beso de doña Dionisia no fue más frío de lo que siempre habían sido sus besos hasta el punto de que, por un instante, el niño experimentó la ineludible atracción de la sangre entre ambos, cosa por otra parte que él jamás había puesto en duda, aunque ella raras veces la hubiera manifestado. El contacto lo hizo estremecerse mientras sentía en sus ojos el repentino y sorprendente escozor de las lágrimas, tan inevitable como la oleada de obstinado disgusto que de pronto invadió su mente. Ella le miró desde su erguida e impresionante estatura con expresión levemente conmovida.
—Bien, mi señor, ¿cómo te encuentras esta mañana? ¿Vas a ser un niño bueno y obediente y a hacer todo lo que puedas por complacerme? En tal caso, podrás comprobar que tú y yo nos llevaremos muy bien. Ya has empezado, ahora sigue de la misma manera. Y avergüénzate de haberme desafiado durante tanto tiempo.
Ricardo bajó las largas pestañas y se miró los pies.
—Sí, abuela —después preguntó humildemente—: ¿Hoy podré salir? No me gusta estar encerrado aquí como si todo el día fuera de noche.
—Ya veremos —contestó Dionisia, pero su tono de voz le hizo comprender a Ricardo que no accedería. No quería razonar ni llegar a ningún acuerdo con él, sólo quería imponerle su ley—. Pero todavía no, no te lo has merecido. Primero demuéstrame que has aprendido cuál es tu deber, y entonces podrás volver a disfrutar de tu libertad. No estás mal atendido, aquí tienes todo lo que puedas necesitar, confórmate hasta que hayas ganado cosas mejores.
—¡Pero si ya me las he ganado! —exclamó enfurecido Ricardo—. Hice lo que querías, ahora tú tienes que hacer lo que yo quiero. Es injusto que me mantengas encerrado aquí, injusto y desconsiderado. Ni siquiera sé lo que has hecho con mi jaca.
—La jaca está a salvo en las caballerizas —dijo secamente Dionisia— y tan bien atendida como tú. Será mejor que cuides tus modales conmigo, mi señor, de lo contrario, tendrás ocasión de lamentarlo. En esa escuela de la abadía te han enseñado a ser insolente con los mayores, pero te conviene desaprender la lección cuanto antes por tu propio bien.
—Yo no soy insolente —replicó Ricardo en tono de malhumorada súplica—. Sólo quiero salir y ver la luz del día, no permanecer aquí sentado sin poder ver siquiera los árboles y la hierba. Me aburro mucho aquí sin ninguna compañía…
—Tendrás compañía —le prometió Dionisia, satisfecha de poder dar una respuesta satisfactoria a aquella queja—. Te enviaré a tu esposa para que te haga compañía. Quiero que la conozcas mejor, pues pasado mañana regresará a Wroxeter con su padre y tú, Ricardo, regresarás conmigo a tu feudo y ocuparás el lugar que te corresponde —añadió en tono de advertencia—. Espero que allí te comportes como es debido y no eches de menos aquella escuela, ahora que eres un hombre rico y casado. Eaton es tuyo y es allí donde debes estar y yo espero que así lo manifiestes, si alguien, quienquiera que sea, lo pusiera en duda. ¿Me has comprendido, mi señor?
La había comprendido muy bien. Lo estaban engatusando, intimidando y avasallando para que declarara, incluso ante fray Pablo y el padre abad si fuera necesario, que había huido a casa junto a su abuela por su propia voluntad y que había accedido voluntariamente a contraer el matrimonio que ellos habían dispuesto. Ricardo estrechó gozosamente contra su pecho su conocimiento secreto y contestó sumisamente:
—¡Sí, señora!
—¡Muy bien! Y ahora te enviaré a Hiltrudis, procura portarte bien. Tendrás que acostumbrarte a ella y ella a ti, por consiguiente, es mejor que empecéis ahora.
Doña Dionisia se mostró tan benévola como para volver a besarle antes de retirarse aunque su gesto más pareció un cachete que una caricia. Después, salió en medio de un revuelo de verdes faldas y Ricardo oyó el rumor del pestillo de la cerradura.
El niño sólo había conseguido averiguar que su jaca estaba en las caballerizas. Si consiguiera llegar hasta ella, tal vez podría escapar. Poco después entró Hiltrudis, cumpliéndose de este modo la amenaza de Dionisia, y Ricardo se sintió dominado por una infantil cólera teñida de resentimiento y desagrado, a pesar de que la muchacha no lo merecía.
A Ricardo le seguía pareciendo por lo menos tan mayor como la madre a la que apenas recordaba, pero no era realmente fea, pues poseía una clara y pálida tez y unos grandes y cautelosos ojos castaños y, aunque su cabello fuera liso y del mismo color pardusco que el de un ratón, por lo menos era muy abundante y lo llevaba peinado en una gruesa trenza que le llegaba hasta la cintura. No parecía una joven de mal carácter, pero se la veía amargamente resignada y desdichada.
Permaneció de pie un instante de espaldas a la puerta, contemplando con aire pensativo al niño sombríamente acurrucado en su cama.
—O sea que te han enviado para que seas mi perro guardián —dijo Ricardo en tono malhumorado.
Hiltrudis cruzó la estancia, se sentó en el antepecho de la ventana y le miró sin el menor aprecio.
—Sé que no te gusto —dijo con una tristeza no exenta de un inesperado vigor—. No hay razón para ello y, si quieres que te diga la verdad, tú tampoco me gustas a mí. Pero parece ser que nos han unido y ahora ya no hay remedio. ¿Por qué, por qué accediste? Yo dije finalmente que sí porque estaba segura de que tú estabas a salvo en la abadía y no te dejarían salir. Pero entonces vas tú y caes en sus manos como un tonto y dejas que te convenzan. ¡Y ahora aquí estamos, Dios se apiade de nosotros! —la joven suavizó un poco la nota de exasperación de su voz y terminó con una cierta benevolencia un tanto cansada—: Tú no tienes la culpa, no eres más que un niño, ¿qué otra cosa podías hacer? No es que no me gustes, ni siquiera te conozco, es que no te quería y no te quiero, de la misma manera que tú no me quieres a mí.
Ricardo la miró boquiabierto de asombro al descubrir que no era un embarazoso obstáculo ni una rueda de molino alrededor de su cuello sino una persona de verdad con criterio propio y en modo alguno insensata. Poco a poco, estiró las delgadas piernas y apoyó los pies en el suelo para sentir una sustancia sólida bajo su cuerpo. Poco a poco preguntó con una vocecita levemente sobresaltada:
—¿Tú no querías casarte conmigo?
—¿Con un niño pequeño como tú? —replicó la joven sin temer ofenderle—. No, jamás.
—Entonces, ¿por qué diste tu consentimiento? —preguntó Ricardo, tan indignado por la capitulación de la joven que hasta pasó por alto el despectivo comentario sobre su edad—. Si hubieras dicho que no y te hubieras mantenido firme, ambos nos hubiéramos salvado.
—Porque a mi padre es muy difícil decirle que no y él siempre me decía que ya era demasiado mayor para tener otro pretendiente y, si no te aceptaba a ti, me vería obligada a entrar en un convento y quedarme allí hasta que me muriera. Y eso todavía me apetecía menos. Pensé que el abad te retendría y que jamás ocurriría nada de lo que ellos pretendían. Y ahora aquí estamos los dos, ¿qué vamos a hacer?
Sorprendido por el interés y la curiosidad que despertaba en él aquella joven que se había despojado de la falsa piel que la cubría ante sus ojos, presentándose tan viva y real como él mismo, Ricardo preguntó casi con timidez:
—¿Qué deseas tú? Si pudieras hacer tu voluntad, ¿qué te gustaría tener?
—Me gustaría —contestó Hiltrudis mientras en sus ojos castaños se encendía un brillo de angustiosa pérdida— un joven llamado Everardo que gobierna el feudo de mi padre y es su administrador en Wroxeter y que también me quiere a su vez, tanto si te lo crees como si no. Pero es un segundón y carece de tierras y, si no hay tierras que añadir a las suyas, a mi padre no le interesa. Tiene un tío que podría dejarle en herencia su feudo, pues le aprecia mucho y no tiene hijos, pero mi padre quiere tierras ahora, no unas hipotéticas tierras futuras —el fuego de sus ojos se apagó mientras ella apartaba la cabeza—. Pero ¿por qué te cuento estas cosas? No puedes comprenderlo y no tienes la culpa. No puedes hacer nada por mejorar la situación.
Ricardo estaba empezando a pensar que tal vez podría hacer algo por ella, siempre y cuando ella hiciera a su vez algo por él. Con mucha cautela le preguntó:
—¿Qué están haciendo ahora tu padre y mi abuela? Ella me ha dicho que regresarás a Wroxeter pasado mañana. ¿Qué se proponen? ¿Sabes si el padre abad me ha estado buscando desde que me fui?
—¿Acaso no sabes nada? No sólo te busca el abad sino también el gobernador con todos sus hombres. Han registrado Eaton y Wroxeter y están haciendo batidas por todo el bosque. Mi padre tenía miedo de que hoy llegarán aquí, pero ella pensó que no. No sabían si llevarte a Eaton de noche, pues el feudo ya había sido registrado, pero doña Dionisia pensó que aún les quedaban muchos días de trabajo antes de llegar a Leighton y, en cualquier caso, dijo, si se estableciera una vigilancia adecuada, habría tiempo suficiente para trasladarte a la otra orilla del río con una escolta y enviarte a Buildwas donde permanecerías en custodia. Eso sería mejor, dijo, que trasladarte hacia Shrewsbury.
—¿Dónde están ahora? —preguntó ansiosamente Ricardo—. ¿Y mi abuela?
—Ha regresado a Eaton para que todo esté como tiene que estar. El ermitaño regresó a la ermita por la noche. No conviene que nadie se entere de su ausencia.
—¿Y tu padre?
—Está visitando a sus arrendatarios de aquí, pero no se alejará mucho. Le acompaña su escribano. Supongo que querrá cobrar alguna deuda atrasada —la muchacha no tenía el menor interés por las actividades de su padre, pero sentía cierta curiosidad por saber lo que le rondaba por la cabeza al niño, pues de pronto se había encendido en su voz un destello de esperanza y sus desconsolados ojos se habían animado—. ¿Por qué? ¿Eso qué más te da a ti? ¡O a mí! —añadió amargamente.
—Tal vez podría hacer algo por ti —contestó Ricardo, mirándola con semblante resplandeciente—, algo muy bueno a cambio de que tú hicieras algo por mí. Si ninguno de los dos está en la casa, ayúdame a escapar mientras estén fuera. Mi jaca está en la cuadra según me dijo mi abuela. Si pudiera llegar hasta ella, tú podrías volver a cerrar la puerta y nadie se enteraría de que me he ido hasta la noche.
La joven sacudió enérgicamente la cabeza.
—¿Y a quién le echarían la culpa? No querría que culparan a uno de los criados y no me apetece demasiado cargar yo con esta responsabilidad. ¡No, gracias, ya tengo suficientes quebraderos de cabeza! —al ver que el esperanzado fuego del niño no daba muestras de extinguirse, añadió cautelosamente—: Pero estaría dispuesta a buscar el mejor medio de que te escaparas si eso pudiera beneficiarme a mí. Sin embargo, ¿cómo es posible? Si pudiera verme libre de esta situación, me atrevería a enfrentarme con cualquier cosa que mi padre pudiera decir o hacer. Pero ¿de qué serviría, si ahora tú y yo estamos atados y no hay ninguna salida?
Ricardo se levantó de un salto de la cama y cruzó apresuradamente la estancia para sentarse confiada mente el lado de la joven en el ancho antepecho cicla ventana.
—Si yo te cuento un secreto —le dijo en voz baja al oído—, ¿juras que lo guardarás hasta que esté lejos de aquí y me ayudarás a escapar? Te prometo que merecerá la pena.
—Tú estás soñando —replicó la muchacha, volviéndose a mirarle con indulgencia y sorprendiéndose de que su incredulidad no hubiera hecho la menor mella en el misterioso entusiasmo del niño—. No podemos escapar del matrimonio a menos que tú fueras un príncipe y pudieras contar con la benevolencia del Papa, pero ¿quién se va a preocupar de unos peces chicos como nosotros? Cierto que aún no se ha consumado el matrimonio ni se consumará hasta dentro de unos años, pero, si crees que tu abuela y mi padre aceptarían una anulación, pierdes el tiempo y la esperanza. Ya se han salido con la suya y jamás accederán a desprenderse de sus ganancias.
—No, no se trata de nada de todo eso —dijo Ricardo—, no necesitamos ni al Papa ni la ley. Tienes que creerme. Por lo menos, prométeme que no dirás nada y que, cuando sepas de qué se trata, estarás dispuesta a ayudarme.
—Muy bien —dijo Hiltrudis, llevándole la corriente, ya medio convencida de que él sabía algo que ella ignoraba aunque dudando todavía de que eso pudiera salvarlos—. Muy bien, te lo prometo. ¿Cuál es este precioso secreto?
Ricardo acercó gozosamente los labios a su oído mientras un mechón del cabello de Hiltrudis le cosquilleaba la mejilla, y le reveló en voz baja el secreto como si temiera que los postigos tuvieran oídos. Tras un instante de incrédulo silencio, la muchacha empezó a reírse muy quedo hasta que, de pronto, estalló en una carcajada y, echándole los brazos al cuello, lo estrechó brevemente contra su corazón.
—¡A cambio de eso, vas a recuperar la libertad, por muy caro que me cueste! ¡Te lo mereces!