IX

l parecer, todos ellos daban por descontado que Cadfael estaba de su parte y querría incorporarse a la conspiración. ¿Cómo hubiera podido ser de otro modo? Allí estaba la prueba irrefutable de que el muchacho no era un asesino y aquella prueba se hubiera podido depositar en las manos de Hugo Berengario, confiando plenamente en la justicia, de eso no cabía la menor duda. Pero no se podía hacer sin exponer a Jacinto al peligro del cual había escapado una vez y del que difícilmente hubiera podido escapar una segunda. Hugo estaba atado por la ley tan fuertemente como cualquier hombre e incluso el hecho de que hiciera la vista gorda no podría ayudar a Jacinto en cuanto Bosiet se enterara de dónde estaba y quién le daba cobijo.

—Entre nosotros —dijo Cadfael en tono levemente dubitativo— podríamos sacarte del condado e introducirte en Gales donde te verías libre de la persecución…

—No —dijo con firmeza Jacinto—, no quiero huir. Permaneceré escondido el tiempo que haga falta, pero no quiero seguir huyendo. Es lo que pretendía hacer cuando emprendí este camino, pero ahora he cambiado de idea.

—¿Por qué?

—Por dos buenas razones. Una, porque Ricardo se ha perdido y él fue quien me salvó el pellejo viniendo a avisarme, y estaré en deuda con él hasta que sepa que se encuentra a salvo en el lugar que le corresponde. Y otra, porque quiero encontrar mi libertad aquí en Inglaterra y en Shrewsbury y tengo intención de conseguir trabajo en la ciudad cuando pueda hacerlo, ganarme la vida y tomar esposa —mirando con sus claros y ambarinos ojos a Eilmundo, el joven esbozó una sonrisa—. ¡Si Annet me quiere!

—Será mejor que me pidas permiso para eso —dijo Eilmundo, pero con tal afabilidad que se vio en seguida que la idea no era una novedad para él ni le desagradaba necesariamente.

—Así lo haré cuando llegue el momento, pero no os quiero ofrecer a vos o a ella lo que soy y lo que tengo. Vamos a esperar, pero no lo olvidéis —advirtió el fauno, sonriendo—. Sin embargo, tengo que encontrar a Ricardo, ¡y lo encontraré! ¡Eso es lo primero!

—¿Qué puedes hacer tú que no estén haciendo Hugo Berengario y sus hombres? —preguntó Eilmundo con visión eminentemente práctica—. ¡Tú mismo estás siendo buscado y tienes a los sabuesos pisándote los talones! Vas a quedarte quieto como un chico juicioso y a esconder la cabeza hasta que la persecución de Bosiet le empiece a costar más cara de lo que vale su odio. Tal como finalmente tendrá que ocurrir. Ahora tiene que pensar en el gobierno de sus feudos.

Sin embargo, cabía dudar de que Jacinto fuera un chico juicioso. El muchacho permaneció sentado en silencio con aquella característica tensión suya en la que parecía encerrarse la promesa de una acción inminente mientras el suave resplandor del fuego de la chimenea de Annet le iluminaba los sutiles planos de las mejillas y las sienes, convirtiendo su bronce en oro. Annet, sentada a su lado sobre los almohadones del banco adosado a la pared, poseía un aire muy parecido al suyo. Su rostro estaba inmóvil, pero sus ojos eran tan brillantes como los zafiros. Dejó que los demás hablaran en su presencia sin experimentar la necesidad de añadir nada por su cuenta y ni siquiera rozó el suave hombro de Jacinto para confirmar su segura posesión. Si alguien tenía alguna duda sobre el futuro de Annet, la propia Annet no tenía ninguna.

—¿Ricardo se fue en cuanto hubo comunicado la advertencia? —preguntó Cadfael.

—Sí. Jacinto quería acompañarle hasta el lindero del bosque —contestó Annet—, pero él no quiso que lo hiciera. No se movería hasta que Jacinto regresara a su escondrijo y así prometimos hacerlo. Después, regresó por el mismo sendero. Nosotros volvimos a casa junto a mi padre y no vimos a nadie por el camino. No creo que Ricardo se acercara a Eaton, de lo contrario, su abuela lo hubiera podido retener. Lo que él quería era volver a la abadía e irse a la cama.

—Es lo que todos suponíamos —reconoció Cadfael—, incluso Hugo Berengario. Aun así, Hugo estuvo allí a primera hora de la mañana, lo revolvió todo de arriba abajo y el niño no se encuentra en el feudo. Creo que Juan de Longwood y la mitad de la servidumbre lo hubieran dicho si lo hubieran visto por allí. Doña Dionisia es una dama temible, pero Ricardo es el señor de Eaton y es a él a quien tendrán que obedecer en el futuro, no a ella. Si no se hubieran atrevido a hablar delante de ella, lo hubieran hecho a su espalda y en voz baja. No, el niño no está allí.

Ya era muy pasada la hora de vísperas e incluso si hubiera iniciado el camino de regreso en aquel momento, Cadfael hubiera llegado demasiado tarde para completas. Aun así, permaneció sentado revisando mentalmente aquella nueva situación y buscando alguna salida, a pesar de constarle que no se podía hacer nada sino esperar y seguir esquivando la persecución. Se alegró de que Jacinto no fuera un asesino; aquello, por lo menos, ya era una ventaja. Pero librarle de las manos a Bosiet ya era otra cuestión.

—Por el amor de Dios, muchacho —dijo Cadfael suspirando—, ¿qué demonios le hiciste a tu señor del condado de Northampton para suscitar en él tan amargo odio? ¿De veras atacaste a su administrador?

—Sí —contestó satisfecho Jacinto mientras se encendía en sus ojos un rojizo destello al recordarlo—. Fue después de la última cosecha y había una moza espigando los restos en uno de los campos de la propiedad. Ninguna moza estaba a salvo cuando se encontraba a solas con él. Fue una casualidad que yo andará por allí cerca. Él llevaba un bastón y soltó a la chica para golpearme la cabeza cuando aparecí. Sufrí unas cuantas magulladuras, pero le dejé tendido y sin conocimiento sobre las piedras de la franja sin labrar del borde del campo. Por consiguiente, lo único que podía hacer era escapar. No dejaba nada a mi espalda… Drogo había embargado a mi padre dos años antes cuando sufrió su última enfermedad y yo tuve que encargarme de todo, de nuestros campos y de las labores en los de Bosiet, y acabamos con deudas. Ya llevaba algún tiempo detrás de nosotros, decía que yo andaba siempre agitando a los siervos de la gleba contra él… Bueno, eso es cierto, pero lo hacía en defensa de sus derechos. Hay leyes que protegen la vida y los derechos de los siervos de la gleba, pero no significan nada en los feudos de Bosiet. Me hubiera medio matado por atacar a su administrador… me hubiera mandado ahorcar si no le hubiera sido útil. Era la ocasión que estaba esperando.

—¿En qué le eras útil? —preguntó Cadfael.

—Yo sé trabajar muy bien el cuero… cinturones, jaeces, bolsas y cosas por el estilo. Cuando me dejó sin tierras, me ofreció la casita a cambio de que le entregara todo mi trabajo para pagarme de este modo el sustento. No tuve más remedio que aceptar, pues era un siervo de la gleba. En seguida empecé a hacer trabajos más finos y usar el pan de oro. Una vez que deseaba conseguir un favor de un conde, me ordenó encuadernar un libro para ofrecérselo como regalo. Más tarde, el prior de los canónigos agustinos de Huntingdon lo vio y encargó una encuadernación especial para su gran códice y el viceprior de Cluny en Northampton quiso que le volviera a encuadernar su misal y el negocio empezó a prosperar. Pagaban muy bien, pero yo no recibía nada por ello. Drogo me supo sacar provecho. Ésa es otra de las razones por las cuales me quería recuperar vivo. Y por eso me querrá recuperar también su hijo Aymer.

—Si eres tan hábil en este oficio —dijo Eilmundo en tono de aprobación—, te podrías ganar muy bien la vida en cualquier sitio, una vez te libraras de esos Bosiets. Nuestro abad te podría enviar encargos y más de un mercader de la ciudad estaría encantado de ofrecerte un trabajo.

—¿Dónde y cómo conociste a Cutredo? —preguntó Cadfael con curiosidad.

—Fue en el priorato cluniacense de Northampton. Pasé la noche allí, pero no me atreví a entrar, pues allí había uno o dos que me conocían. Conseguí comida sentado entre los pordioseros de la puerta y, cuando me disponía a marcharme al amanecer, Cutredo salió también tras haber pernoctado en la hospedería —una enigmática sonrisa levantó las comisuras de los elocuentes labios de Jacinto cuyos sorprendentes ojos permanecían casi ocultos bajo los arqueados párpados dorados—. Me propuso viajar con él. Por caridad, por supuesto. Para que no tuviera que robar comida y hundirme en una situación mucho peor que la de antes —el joven levantó bruscamente los ojos, desvelando todo el resplandor de unos grandes ojos solemnemente clavados en el rostro de Eilmundo. Su sonrisa se había esfumado—. Ya es hora de que sepáis lo peor de mí, no quiero que haya mentiras entre nosotros. Vine aquí sin deberle nada al mundo y dispuesto a cometer cualquier fechoría, hubiera podido ser un bribón y un vagabundo y he sido ladrón por necesidad. Antes de que me ofrezcáis cobijo una hora más, debéis conocer por qué razón me lo podríais negar. Annet ya sabe lo que vos también debéis saber —añadió, suavizando la voz al pronunciar el nombre—. Tenéis este derecho. A ella le dije la verdad la noche en que fray Cadfael estuvo aquí para ensalmaros el hueso.

Cadfael recordó la inmóvil figura sentada pacientemente a la entrada de la casita y el apremiante susurro: «¡Tengo que hablar con vos!». Y recordó a Annet saliendo en la oscuridad y cerrando la puerta a su espalda.

—Fui yo quien llenó el arroyo de ramas de arbustos para que se inundaran vuestros plantones —dijo Jacinto con deliberada frialdad—. Fui yo quien socavó el terraplén y cubrió la zanja para que los venados penetraran en el soto. Fui yo quien desplazó una de las estacas de la valla de Eaton para que salieran las ovejas y se comieran los renuevos de los fresnos. Recibí órdenes de doña Dionisia de convertirme en una espina clavada en la carne de la abadía hasta que le fuera devuelto su nieto. Por eso instaló a Cutredo en la ermita, para colocarme a mí como criado suyo. Yo entonces no os conocía y me importabais un bledo; no podía rechazar algo que me proporcionaba una vida cómoda y un seguro refugio hasta que encontrara algo mejor. Yo tuve la culpa de que ocurriera lo peor y el árbol os cayera encima y os dejara atrapado en el arroyo, yo tengo la culpa de que estéis derrengado y no podáis salir de casa… aunque el corrimiento de tierras se produjo espontáneamente, yo no lo volví a tocar. Ahora ya lo sabéis todo —dijo Jacinto— y, si ahora consideráis oportuno despellejarme por ello, no levantaré una mano para impedirlo, y si después me echáis, me iré —extendiendo una mano hacia la de Annet, añadió categóricamente—: ¡Pero no muy lejos!

Hubo una prolongada pausa mientras los dos se miraban el uno al otro en silencio y Annet les observaba con recelo sin que ninguno de ellos dijera nada. Nadie había proferido exclamaciones contra él, nadie había interrumpido su desafiante confesión. Jacinto utilizaba la verdad como una daga y su humildad lindaba casi con la arrogancia. Si estaba avergonzado, su rostro no lo dejaba traslucir. Sin embargo, no le debió de ser muy fácil desprenderse de la consideración y la amabilidad que padre e hija le habían demostrado. Si no hubiera hablado, estaba claro que Annet no hubiera dicho ni una sola palabra. Por su parte, él no había hecho ninguna súplica ni había intentado justificarse. Estaba dispuesto a recibir el debido castigo sin una queja. Cabía dudar no obstante de que alguien, por muy elocuente y severo confesor que fuera, consiguiera suscitar en aquella escurridiza criatura un arrepentimiento superior al que estaba manifestando en aquellos momentos.

Eilmundo se removió, apoyando sus anchos hombros más cómodamente en la pared, y lanzó un profundo suspiro.

—Bueno, si me hiciste caer el árbol encima, también me lo quitaste de encima. Y, si crees que voy a entregar a un siervo de la gleba fugitivo porque me hizo todas estas malas pasadas, creo que no me conoces lo suficiente. Estoy seguro de que el susto que te llevaste aquel día fue todo el castigo que necesitabas. Y, puesto que desde entonces no me has causado más daños y todo está tranquilo en el bosque desde aquel día, supongo que la dama no debe de estar muy satisfecha del trato. Sé juicioso y quédate donde estás.

—Ya le dije que no le pagarías mal por mal —dijo Annet, esbozando una confiada sonrisa—. No había dicho nada hasta ahora porque sabía que él lo haría voluntariamente. Fray Cadfael sabe que Jacinto no es un asesino y ha confesado sus peores acciones. Ninguno de nosotros lo traicionará.

¡No, ninguno! Pero Cadfael estaba preocupado, pensando en lo que se podría hacer. La traición era imposible, por supuesto, pero la búsqueda seguiría adelante y podía extenderse de nuevo a aquel bosque, y entre tanto Hugo, naturalmente concentrado en la presa más probable, podría perder la posibilidad de encontrar al verdadero asesino. Hasta Drogo tenía derecho a que se hiciera justicia por mucho que él hubiera pisoteado los derechos de los demás. El hecho de ocultarle a Hugo la certeza y la prueba de la inocencia de Jacinto podía retrasar la búsqueda del culpable.

—¿Confiáis en mí y me dais permiso para comunicarle a Hugo lo que me habéis dicho? Concededme vuestra autorización para tratar de este asunto con él en privado… —les instó Cadfael al ver la consternación de sus semblantes.

—¡No! —gritó Annet, apoyando posesivamente la mano en el hombro de Jacinto y encendiéndose de pronto como un fuego atizado—. ¡No, no podéis entregarle! Hemos confiado en vos, no podéis fallarnos.

—¡No, no y no, eso no! Conozco muy bien a Hugo y sé que no sería capaz de devolver a un siervo de la gleba a su amo para que éste lo maltratara; él es partidario de la justicia antes que de la ley. Permitidme que le diga tan sólo que Jacinto es inocente y que le muestre las pruebas. No tengo por qué decirle cómo lo he sabido ni dónde está el chico. Hugo aceptará mi palabra. Entonces interrumpirá la búsqueda y te dejará en paz hasta que puedas salir y hablar abiertamente.

—¡No! —gritó Jacinto, levantándose con un elástico movimiento mientras sus ojos se convertían en dos amarillas llamas de alarma e inquietud—. ¡A él no le digáis ni una palabra, ni una sola palabra! Si hubiéramos pensado que ibais a acudir a él, jamás os hubiéramos tenido confianza. Él es el gobernador, tiene que ponerse necesariamente del lado de Bosiet… él también tiene feudos y siervos de la gleba, ¿creéis que iba a ponerse de mi parte en contra de mi señor legal? Me llevarían a rastras detrás de Aymer y me enterrarían vivo en su prisión.

Cadfael se volvió hacia Eilmundo en busca de ayuda.

—Os juro que podré eliminar la sospecha que pende sobre el chico si hablo con Hugo. Él aceptará mi palabra e interrumpirá la búsqueda… mandará retirarse a sus hombres o los enviará a otro lugar. Aún tiene que encontrar a Ricardo. Eilmundo, vos conocéis lo suficiente a Hugo Berengario como para no dudar de su imparcialidad.

Pero no, Eilmundo no lo conocía tan bien como Cadfael. El guardabosque sacudió dubitativamente la cabeza. Un gobernador era un gobernador y estaba obligado a hacer cumplir la ley, y la ley era dura y su peso caía especialmente sobre el campesino, el siervo y el hombre sin tierras.

—Es un hombre justo e imparcial, no lo dudo —dijo Eilmundo—, pero no me atrevo a entregar la vida de este muchacho en manos de ningún oficial del rey. No, dejadnos seguir tal como estamos. Cadfael. No le digáis nada a nadie hasta que Bosiet venga y se vaya.

Todos estaban en contra suya. Cadfael hizo lo que pudo, tratando de hacerles comprender el alivio que sentirían sabiendo que la persecución contra Jacinto había cesado y que su inocencia, una vez comunicada a Hugo, permitiría que las fuerzas de la ley buscaran en otro lugar al asesino de Drogo e intensificaran con más recursos la búsqueda de Ricardo en los bosques en los cuales el niño había desaparecido. Pero ellos también tenían argumentos convincentes.

—Aunque se lo dijerais al gobernador en secreto —terció Annet— y él os creyera, queda la cuestión de Bosiet. El criado de su padre le dirá que lo más seguro es que el fugitivo esté escondido por aquí, tanto si es el asesino como si no. Aunque el gobernador retire a sus hombres, él utilizará a sus sabuesos. No, no le digáis nada a nadie, todavía no. Esperad a que se den por vencidos y se vayan a casa. Entonces saldremos. ¡Prometedlo! ¡Prometednos el silencio hasta entonces!

No tenía más remedio y lo prometió. Habían confiado en él y, contra su terminante prohibición no podía hacer nada. Lanzó un suspiro y lo prometió.

Era ya muy tarde cuando al final se levantó, tras haber dado su palabra, para regresar a la abadía en la oscuridad de la noche. También le había hecho una promesa a Hugo sin pensar en lo difícil que podría ser de cumplir. Le había dicho que, si tuviera algo que decir, él sería el primero en enterarse. Una sutil e inocente tergiversación de las palabras podría permitir que una mente ingeniosa encontrara alguna salida, pero el significado estaba tan claro para Hugo como para Cadfael. Y ahora Cadfael no podía cumplir la promesa. Todavía no, hasta que Aymer empezara a ponerse nervioso, calculara los costes de su venganza y decidiera regresar a casa para disfrutar de su nueva herencia.

Ya en la puerta, se detuvo para hacerle a Jacinto una última pregunta que de pronto se le había ocurrido:

—¿Y Cutredo? Viviendo los dos juntos… ¿tuvo él algo que ver con todas tus fechorías en el bosque de Eilmundo?

Jacinto le miró levemente sorprendido y abrió cándidamente sus ambarinos ojos.

—¿Cómo hubiera podido hacer tal cosa? —replicó sencillamente—. Jamás abandona su ermita.

Aymer Bosiet llegó al gran patio de la abadía hacia el mediodía siguiente, acompañado de un joven mozo. Fray Dionisio el hospitalario tenía órdenes de conducirle ante el abad Radulfo en cuanto llegara, pues el abad no quería delegar en nadie la tarea de comunicarle la noticia de la muerte de su padre. Todo se hizo con una delicadeza aparentemente innecesaria. El desconsolado hijo permaneció sentado en silencio mientras analizaba la noticia y todas sus repercusiones. Después, tras haberla digerido y asimilado, manifestó el correspondiente dolor filial, pero su mente ya estaba pensando en otras cosas, pues era un hombre astuto y calculador en cuyo rostro, menos brutal y poderoso que el de su padre, apenas se advertía la menor traza de dolor. Frunció el ceño al pensar en los enojosos deberes que debería afrontar, como, por ejemplo, encargar un ataúd y contratar un carro y servicio adicional para el traslado a casa, procurando al mismo tiempo sacar el mayor provecho posible de su estancia en la abadía. Radulfo ya había dispuesto que Martín Bellecote, el maestro carpintero de la ciudad, hiciera un sencillo ataúd interior para el cuerpo que aún no estaba cubierto, pues Aymer desearía sin duda contemplar por última vez el rostro de su padre y despedirse de él.

El desconsolado hijo meditó sobre la cuestión y preguntó a bocajarro:

—No encontró a nuestro siervo fugitivo, ¿verdad?

—No —contestó Radulfo, el cual, si se escandalizó ante aquel comportamiento lo supo disimular muy bien—. Se comentó que el joven podría encontrarse por estos parajes, pero no hay certeza de que el muchacho en cuestión fuera realmente el que buscáis. Y ahora creo que nadie sabe adonde fue.

—¿Buscan al asesino de mi padre?

—Muy asiduamente, con todos los hombres del gobernador.

—Confío en que también busquen a mi siervo. Ambos acabarán resultando el mismo —dijo torvamente Aymer—. La ley tiene que hacer todo lo posible por recuperar lo que me pertenece. Este bribón es un estorbo, pero vale mucho. Por nada del mundo lo soltaría —añadió, rechinando sus grandes y fuertes dientes.

Era alto y tenía unos huesos tan largos como los de su padre, aunque su cuerpo era menos corpulento y su rostro menos mofletudo. Sin embargo, sus ojos de un opaco color indeterminado estaban engastados tan superficialmente como los de su padre y carecían de profundidad. Debía de tener unos treinta años y se complacía visiblemente en su nueva situación. Bajo la dura monotonía de su voz ya se advertía la satisfacción de su nueva condición de amo y señor. Ya hablaba de «lo que me pertenece». Aquel nuevo aspecto de su desolada aflicción no le había pasado ciertamente inadvertido.

—Tendré que ir a ver al gobernador a propósito de este sujeto que se hace llamar Jacinto. Si ha huido, ¿acaso eso no indica la posibilidad de que sea Brand? ¿Y de que haya tenido parte en la muerte de mi padre? Ya tengo un motivo de agravio contra él. No permitiré que semejante deuda se quede sin pagar.

—Eso corresponde a la ley secular, no a mí —dijo Radulfo con gélida cortesía—. No se dispone de ninguna prueba sobre quién mató al señor Drogo, la cuestión está totalmente abierta. Pero están buscando al culpable. Si queréis acompañarme, os conduciré a la capilla donde yace vuestro padre.

Aymer permaneció de pie junto al féretro abierto sobre el catafalco envuelto en colgaduras. La luz de los altos cirios que ardían a la cabeza y los pies de Drogo no permitió distinguir grandes cambios en el semblante de su hijo. Éste permaneció en silencio con el ceño fruncido, pero más bien porque estaba pensando en sus cosas, no porque estuviera apenado o enfurecido por semejante muerte.

—Lamento profundamente —dijo el abad— que un huésped de nuestra casa haya tenido un fin tan terrible. Hemos celebrado misas por el eterno descanso de su alma, pero las demás enmiendas no están al alcance de mi mano. Confío en que se haga justicia.

—¡En efecto! —convino Aymer, pero con aire tan distraído que el abad pudo ver bien a las claras que sus pensamientos estaban en otra parte—. No tengo más remedio que llevarlo a casa para que lo entierren. Pero todavía no puedo irme. Esta búsqueda no se puede abandonar tan pronto. Tengo que ir esta tarde a la ciudad e ir a ver al maestro carpintero para que haga un ataúd exterior, lo forre de plomo y lo selle. Es una lástima porque hubiera podido ser debidamente enterrado aquí, pero los hombres de nuestra casa están todos enterrados en Bosiet. Mi madre no estaría contenta de otro modo.

Lo dijo con un matiz de irritación. De no haber sido por la necesidad de tener que llevarse el cuerpo de su padre a casa, hubiera podido permanecer allí unos días, participando en la búsqueda de su siervo fugitivo. Aun así, pensaba aprovechar al máximo el tiempo y Radulfo no pudo por menos que intuir que lo que más vengativamente deseaba era encontrar al siervo y no al asesino de su padre.

Por casualidad, Cadfael estaba cruzando el patio cuando el recién llegado montó de nuevo en su caballo a primera hora de la tarde. Era la primera vez que veía al hijo de Drogo, por cuyo motivo se detuvo y se apartó a un lado para estudiarlo con interés. De su identidad no le cupo en ningún momento la menor duda, pues el parecido era muy acusado aunque las facciones del joven fueran ligeramente más suaves. Aquellos ojos tan curiosamente superficiales, sin la forma y las sombras que proporcionan las hundidas cuencas, revelaban la misma malevolencia y su manera de tratar al caballo en el momento de montar fue mucho más considerada que el trato que le dispensó a su mozo. La mano que sostenía el estribo fue apartada a un lado con la punta del látigo en cuanto él se acomodó en la silla y, cuando Warin brincó bruscamente hacia atrás para esquivar el golpe y el caballo se asustó y retrocedió sobre los adoquines, levantando la cabeza y resoplando, el jinete golpeó los hombros del mozo con el látigo con tal soltura y con tan poco enojo e irritación que cualquiera hubiera podido comprender que aquélla era su habitual manera de tratar a sus subordinados.

Sólo llevó consigo a la ciudad al más joven de los dos mozos, montando en el caballo de su padre, el cual estaba muy descansado y necesitaba hacer ejercicio. Warin debió de alegrarse sin duda de que lo dejaran en paz unas cuantas horas.

Cadfael alcanzó al mozo y se situó a su lado cuando se dirigía a las cuadras. Warin se volvió para mostrarle una magulladura que ya estaba desapareciendo, aunque todavía conservaba un amarillento color de pergamino viejo, y una boca todavía deformada por una costra que tiraba de ella en la comisura.

—No te he visto estos dos últimos días —le dijo Cadfael, examinando las huellas de pasadas violencias y buscando otras más recientes—. Ven conmigo al huerto de hierbas medicinales y te volveré a curar la herida. Él estará fuera por lo menos una o dos horas, puedes respirar tranquilo. No te vendrá mal otra cura aunque ya veo que la herida está limpia.

Warin vaciló sólo un instante.

—Se han llevado los dos caballos que estaban descansados y me han dejado los otros dos para que los almohace, pero podrán esperar un poco.

Acompañó, pues, con mucho gusto a Cadfael, el cual comprobó que estaba un tanto marchito para su edad y que su espíritu parecía dilatarse lejos de la presencia de su señor. En el agradable y aromático frescor de la cabaña, bajo los manojos de hierbas que susurraban levemente desde las vigas del techo, el mozo se sentó para que le lavaran la herida y le aplicaran ungüentos sin manifestar la menor prisa para regresar junto a sus caballos ni siquiera cuando Cadfael terminó de curarle.

—Está más empeñado que su padre en encontrar a Brand —dijo, sacudiendo la cabeza con impotencia mientras pensaba en la suerte de su antiguo compañero de fatigas—. Se debate entre el deseo de ahorcarle y el deseo de hacerle trabajar para él hasta la muerte y no será el hecho de que Brand haya matado o no al amo el que determine su decisión, pues no profesaba demasiado afecto a su padre. En aquella casa no impera demasiado el amor. En cambio, todos saben odiar muy bien.

—¿Hay otros? —preguntó Cadfael con interés—. ¿Drogo ha dejado viuda?

—Una pobre y pálida dama a la que han extraído todo el jugo —contestó Warin—, aunque de mejor cuna que los Bosiet y con poderosos parientes, por eso tenían que tratarla mejor que a los demás. Aymer tiene un hermano más chico. No es tan duro ni tan violento, pero posee más ingenio y tiene más capacidad para seguir caminos tortuosos. Así son ellos y ya es más que suficiente.

—¿Ninguno de ellos está casado?

—Aymer tuvo una esposa, pero era una joven enfermiza que murió muy pronto. Hay una heredera no lejos de Bosiet en la que ambos tienen puestos los ojos… aunque, en realidad, son sus tierras lo que ambicionan. Aymer es el heredero, pero Rogelio sabe hacerse querer más. Aunque, cuando ya ha conseguido sus propósitos, la cosa no dura mucho.

Las perspectivas parecían muy negras para la muchacha cualquiera que fuera el hermano que ganara la contienda, pero también podían ser una posible razón para que Aymer no se demorara demasiado allí so pena de perder las ventajas que tenía en casa. Cadfael se animó. El hecho de ausentarse de unas propiedades recién heredadas podía ser incluso peligroso en caso de que un inteligente y traicionero hermano menor hiciera un calculado uso de sus oportunidades. Aymer seguramente lo tendría en cuenta por más que lamentara tener que interrumpir su vengativa búsqueda de Jacinto. Cadfael aún no conseguía llamarle Brand, pues el nombre que el muchacho había elegido parecía cuadrarle mucho mejor.

—Me pregunto —dijo Warin, regresando inesperadamente a aquella misma persona tan escurridiza—, ¿adónde se habrá ido Brand? Por suerte para él, fuimos clementes, ¡y no es que mi señor lo pretendiera!, pues al principio creyeron que un mozo dotado de tanta habilidad manual se iría sin duda a Londres y perdimos una semana o más buscándole en todos los caminos que iban al sur. Llegamos más allá del Támesis antes de que uno de los hombres nos diera alcance a caballo, diciendo que Brand había sido visto en Northampton. Si se había dirigido al norte, Drogo pensó que seguiría adelante y después se desviaría hacia el oeste para entrar en Gales. Me pregunto si habrá llegado allí. Ni siquiera Aymer querrá seguirle al otro lado de la frontera.

—¿Y no supisteis de nadie más que le hubiera visto por el camino? —preguntó Cadfael.

—No, ni rastro. Pero nos hemos alejado mucho de las tierras donde le conocían y no todo el mundo quiere mezclarse en semejante asunto. Y él habrá tomado sin duda otro nombre —Warin se levantó reconfortado, pero sin demasiados deseos de regresar a sus deberes—. Espero que le vaya bien. Por mucho que digan los Bosiet, era un chico honrado.

Fray Winfrido estaba ocupado barriendo las hojas bajo los árboles del vergel, pues la humedad del otoño había provocado su caída, antes de que adquirieran el brillante color dorado de la estación, en una especie de suave lluvia verde que se estaba pudriendo dulcemente en el suelo. Fray Cadfael se quedó solo y sin nada que hacer tras la marcha de Warin. Tanta más razón para sentarse a reflexionar y rezar alguna oración por el niño que se había alejado en su negra jaca para cumplir una audaz y generosa misión, por el atolondrado joven que él pretendía salvar e incluso por el duro y perverso señor muerto sin tiempo para la penitencia o la absolución y acuciantemente necesitado de misericordia.

La campana de vísperas sacó a Cadfael de sus meditaciones y le indujo a responder gozosamente a la llamada, cruzando los huertos y el patio para dirigirse a la puerta sur de la iglesia y llegar temprano a su sitio. En los días anteriores se había perdido demasiados oficios y necesitaba el consuelo de la fraternidad.

Siempre había algunas personas de la barbacana que asistían al rezo de vísperas: las piadosas mujeres que vivían en las casas de beneficencia de la abadía, ancianos matrimonios deseosos de ocupar sus ratos de ocio y de reunirse con sus amigos en la iglesia y, con frecuencia, huéspedes de la abadía que regresaban de sus actividades al término de la jornada. Cadfael les oyó moverse más allá del altar parroquial, en el vasto espacio de la nave. Observó que Rafe de Coventry había entrado por el claustro y había elegido un lugar desde el que podría ver el coro, al otro lado del altar parroquial. Arrodillado en actitud de plegaria, conservaba la serena compostura propia del hombre que se siente seguro y en paz con su propio cuerpo y cuyo rostro inescrutable es más bien un escudo que una máscara. O sea que aún no se había ido para reunirse con sus proveedores de Gales. Era el único huésped que asistía al oficio. Aymer Bosiet aún estaría ocupado disponiendo todo lo necesario para el entierro en la ciudad o buscando a su fugitivo en los campos y los bosques.

Los monjes entraron y ocuparon sus lugares, seguidos a continuación de los novicios y de los escolares. La presencia de estos últimos era un amargo recordatorio, pues aún faltaba uno. No se podía olvidar a Ricardo. Hasta que no lo encontraran, no habría paz de espíritu ni alegría del corazón para ninguno de aquellos niños.

Al término de vísperas, Cadfael se demoró en su sitial, dejando que la procesión de monjes y novicios desfilara hacia el claustro sin él. El oficio poseía una belleza y un consuelo muy profundos, pero el silencio de la posterior soledad resultaba también extremadamente saludable una vez apagados los ecos de la música, y el hecho de permanecer solo allí a aquella hora del anochecer se le antojaba singularmente beneficioso, tal vez por la suave luz gris paloma que parecía envolverlo todo o quizá por la sensación de anchura que parecía dilatar el alma hasta llenar todos los espacios de los arcos de la bóveda de la misma manera que una gota de agua se confunde con el océano en el que cae. No había mejor momento para la plegaria y Cadfael lo necesitaba. En particular por el niño, igualmente solitario en algún lugar y tal vez asustado. Cadfael dirigió su súplica a santa Winifreda, un galés invocando a una santa galesa a la que se sentía muy unido y a la cual profesaba un afecto casi familiar. Ella que apenas era una niña cuando sufrió el martirio, no permitiría que otro niño amenazado sufriera ningún daño.

Fray Rhun, a quien ella había sanado de su mal, estaba recortando cuidadosamente los pabilos de los perfumados cirios que él mismo elaboraba para su relicario cuando Cadfael se acercó. El joven volvió la cabeza hacia él, le miró con unos ojos color aguamarina que parecían brillar con luz propia, esbozó una sonrisa y se retiró. No para esperar y terminar su trabajo cuando el peticionario hubiera rezado sus oraciones ni para ocultarse en las sombras y observarlo desde allí sino para abandonar el templo con aquellos ágiles y silenciosos pies antaño lisiados y doloridos y dejar toda la bóveda a su disposición para que recibiera la súplica en sus manos extendidas y la canalizara hacia lo alto.

Cadfael se levantó del suelo donde estaba arrodillado, experimentando un intenso consuelo, pero sin saber ni preguntarse el porqué. Fuera, la luz estaba menguando rápidamente mientras que allí dentro la lámpara del altar y los perfumados cirios de santa Winifreda creaban unas pequeñas islas de resplandeciente fulgor en medio de las grandes sombras que las envolvían cual una abrigada capa que las protegiera del gélido mundo exterior. La gracia que acababa de experimentar Cadfael tendría alcance suficiente para encontrar a Ricardo dondequiera que estuviera, liberarle si estaba prisionero, consolarle si estaba asustado y sanarle si estaba herido. Cadfael salió del coro, rodeó el altar parroquial y se adentró en la nave, consciente de haber hecho lo más necesario en aquellos momentos y dispuesto a esperar paciente y pasivamente hasta que la gracia se manifestara.

Al parecer, Rafe de Coventry también tenía solemnes y personales plegarias que ofrecer, pues se estaba levantando del suelo en la desierta y silenciosa nave cuando Cadfael pasó por su lado. Al reconocer a su amigo del patio de los establos, esbozó una enigmática, pero amistosa sonrisa que asomó brevemente a sus labios, pero se prolongó amablemente en sus ojos.

—¡Buenas tardes, hermano! —como ambos eran aproximadamente de la misma estatura, sus pasos se acompasaron con naturalidad mientras se dirigían al pórtico sur—. Espero que se me perdone el haber venido a la iglesia con las botas y las espuelas y sucio del polvo del camino, pero llegué tarde y no tuve tiempo de ir a cambiarme.

—Sois bienvenido de cualquier manera que vengáis —dijo Cadfael—. No todos los que se hospedan en nuestra casa asoman la cabeza por la iglesia. Casi no he tenido ocasión de veros estos dos últimos días, pues yo también he tenido que salir. ¿Os ha ido bien por aquí?

—Por lo menos, mejor que a uno de vuestros huéspedes —contestó Rafe, mirando de soslayo hacia la angosta puerta que conducía a la capilla mortuoria—. Pero no, no diría que he encontrado lo que necesitaba. ¡Todavía no!

—Su hijo está aquí ahora —dijo Cadfael, siguiendo la dirección de la mirada—. Vino esta mañana.

—Lo he visto —dijo Rafe—. Regresó de la ciudad poco antes de vísperas. Por la cara o por el tono de su voz, no parece que le hayan ido demasiado bien las cosas. Supongo que busca a un hombre, ¿verdad?

—En efecto. Al joven de quien os hablé —contestó secamente Cadfael, estudiando de reojo a su acompañante mientras ambos pasaban por delante del iluminado altar parroquial.

—Sí, lo recuerdo. Entonces eso significa que ha regresado con las manos vacías y sin ningún pobre desgraciado atado a la correa de su estribo.

Sin embargo, Rafe parecía mostrarse tolerantemente indiferente a los jóvenes y al clan de los Bosiet. Sus pensamientos estaban en otra parte. Al llegar a la altura del cepillo de las limosnas al lado del altar, se detuvo impulsivamente, introdujo la mano en la bolsa que llevaba colgada del cinto y sacó un puñado de monedas. Una de ellas le resbaló entre los dedos, pero él no se apresuró a agacharse para recogerla sino que echó primero las otras tres en el cepillo antes de volverse para recoger la otra. Para entonces, Cadfael ya la había recogido del embaldosado suelo y la sostenía en la palma de la mano.

Si ambos no se hubieran encontrado de pie en el lugar más iluminado por los cirios del altar, Cadfael no hubiera observado nada extraño en ella. Un penique de plata como cualquier otro penique de plata, la moneda universal. Sin embargo, no exactamente igual que las que él había visto antes en los cepillos de las limosnas. Era brillante y reluciente, pero burdamente nivelada y muy liviana. Torpemente dispuesto alrededor de la breve cruz del reverso, el nombre parecía ser Sigeberto, un acuñador cuyo nombre Cadfael no recordaba haber oído jamás en las regiones centrales del país. Cuando la volvió de cara, observó que la tosca cabeza no correspondía al conocido perfil de Esteban ni al difunto rey Enrique sino inequívocamente al de una mujer con toca y diadema. Casi no hubiera sido necesario que el nombre figurara escrito en el borde: «Matilda Dom. Ang.», el nombre y título oficiales de la emperatriz. Al parecer, sus monedas andaban escasas de peso.

Al levantar los ojos, vio que Rafe le estaba mirando fijamente con una sonrisita enigmática en la cual se encerraba más ironía que simple diversión. Ambos se miraron en silencio un instante.

—Sí —dijo finalmente Rafe—, estáis en lo cierto. Lo hubierais visto tras mi partida. Pero aquí también tiene valor. Vuestros pordioseros no la rechazarán por el hecho de haber sido acuñada en Oxford.

—Y no hace mucho tiempo —dijo Cadfael.

—No hace mucho tiempo.

—Mi pecado dominante es la curiosidad —añadió Cadfael, extendiendo la mano. Rafe tomó con la cara muy seria la moneda y, con deliberada lentitud, la echó al cepillo para que se reuniera con las otras—. Pero no me voy de la lengua. Ni soy contrario a la lealtad de un hombre honrado. Lástima que haya bandos y que los hombres honrados tengan que luchar entre sí, todos ellos convencidos de tener la razón de su parte. Podéis hablar con entera libertad.

—¿Vuestra curiosidad —dijo Rafe en un susurro en el cual se advertían los ecos de su irónica sonrisa— no os induce a preguntaros qué está haciendo aquí semejante hombre, tan lejos del campo de batalla? Vamos, estoy seguro de que ya habéis adivinado lo que soy. ¿Tal vez pensáis que consideré oportuno abandonar Oxford antes de que fuera demasiado tarde?

—No —contestó categóricamente Cadfael—, eso jamás entró ni hubiera entrado en mi mente. ¡Nunca hubiera pensado tal cosa de vos! ¿Por qué iba un hombre tan discreto como vos a adentrarse en el norte, en el territorio del rey?

—No, reconozco que eso hubiera revelado muy poca prudencia por mi parte —convino Rafe—. ¿Qué suponéis entonces?

—Se me ocurre una posibilidad —contestó en voz baja Cadfael—. Aquí supimos de un hombre que no huyó de Oxford por su propia voluntad aprovechando la ocasión sino que fue enviado por encargo de su señora, llevando consigo objetos de valor dignos de ser robados. Y que no llegó muy lejos, pues su caballo fue encontrado extraviado, con manchas de sangre y sin nada de lo que llevaba, y que el hombre desapareció de la faz de la tierra —Rafe lo estaba estudiando atentamente con el rostro tan impenetrable como siempre sin que la misteriosa sonrisa de sus labios hubiera experimentado la menor alteración—. Un hombre como vos —añadió Cadfael— podría haber venido al norte desde Oxford en busca del asesino de Reinaldo Bourchier.

Los ojos de ambos se cruzaron, aceptándose mutuamente e incluso aprobando lo que veían. Lentamente y con absoluta irrevocabilidad, Rafe de Coventry dijo:

—No.

Después, se movió y lanzó un suspiro, rompiendo de hecho el breve, pero profundo silencio que se produjo a continuación.

—Lo siento, hermano, pero no, no habéis acertado en vuestras conjeturas. No estoy buscando al asesino de Bourchier. La idea es buena, casi desearía que fuera cierta. Pero no lo es.

Dicho lo cual, reanudó su camino hacia el pórtico sur y salió al claustro bajo las primeras sombras del crepúsculo mientras Cadfael le seguía en silencio sin preguntar ni decir nada más. Sabía identificar la verdad cuando la escuchaba.