VIII

ugo llegó a la mansión de Eaton a primera hora de la mañana, seguido de seis hombres a caballo y otros doce desplegados a su espalda entre el río y el camino real con el fin de que batieran todos los campos y el bosque desde Wroxeter hasta Eyton e incluso más allá. Para buscar al fugitivo asesino tal vez tendrían que dirigirse hacia el oeste, pero Ricardo tenía que estar necesariamente en aquella región en caso de que efectivamente hubiera salido para avisar a Jacinto de la venganza que se cernía sobre él. El grupo de Hugo siguió el camino directo desde la barbacana de la abadía hasta Wroxeter y, desde allí, por el sendero más corto, a la ermita de Cutredo en el bosque, donde Ricardo hubiera tenido que encontrar a Jacinto. Según el relato del pequeño Edwin, el niño se había adelantado apenas unos minutos a Bosiet y debió de seguir el camino más corto y más rápido. Pero, al parecer, no había llegado a la ermita.

—¿El niño Ricardo? —dijo el ermitaño, asombrado—. Ayer no me preguntasteis por él sino tan sólo por el chico. No, Ricardo no vino. Recuerdo muy bien al joven señor, ¡Dios quiera que no le haya ocurrido nada malo! No sabía que se hubiera perdido.

—¿Y no lo habéis visto después? Lleva dos noches ausente.

—No, no lo he visto. Mis puertas están siempre abiertas, incluso de noche —contestó Cutredo— y yo siempre estoy aquí si alguien me necesita. Si el niño hubiera corrido peligro o hubiera tropezado con alguna dificultad cerca de aquí, sin duda hubiera venido corriendo. Pero no lo he visto.

Era cierto que ambas puertas estaban abiertas de par en par y que el escaso mobiliario de la pequeña sala y la capilla resultaba claramente visible desde el exterior.

—Si supierais algo de él —dijo Hugo—, enviádnoslo decir a mí o a la abadía o si vierais a mis hombres rastreando a vuestro alrededor, tal como sin duda los veréis, comunicadles a ellos el mensaje.

—Así lo haré —dijo Cutredo con semblante muy serio, permaneciendo de pie a la entrada de su pequeño huerto mientras sus visitantes se alejaban hacia Eaton.

Juan de Longwood salió corriendo de uno de los graneros que rodeaban la parte interior de la empalizada en cuanto oyó el rumor de los cascos de varios caballeros sobre la tierra batida del patio. Sus brazos desnudos y la pequeña calva de su cabeza eran del mismo lustroso color oscuro que el de la madera de roble, pues se pasaba casi todo el día trabajando al aire libre en todas las estaciones y no había ninguna tarea en la que él no pudiera echar una mano. Al ver a los hombres de Hugo, los miró más con curiosidad que con consternación e inmediatamente les salió al encuentro.

—Vaya, mi señor, ¿qué os trae aquí tan temprano? —ya había comprendido el significado de la visita. No llevaban perros ni halcones sino acero al cinto y dos de ellos portaban arcos colgados de los hombros. Se disponían a iniciar otra caza—. No hemos tenido ningún percance en estos parajes. ¿Qué se dice en Shrewsbury?

—Buscamos a dos transgresores —contestó rápidamente Hugo—. No me digáis que no os habéis enterado del asesinato que hubo hace dos noches entre aquí y la ciudad. Por si fuera poco, el chico del ermitaño ha huido y es sospechoso de ser el siervo fugitivo del muerto, con sobrados motivos para acabar con él y huir por segunda vez. Ésa es una de las presas que buscamos.

—Por desgracia, nos enteramos —dijo Juan—, pero apuesto a que a estas horas ya se encontrará a varias leguas de aquí. No le hemos vuelto a ver el pelo desde la última hora de aquella tarde en que vino aquí para recoger unos pastelillos de miel que nuestra señora quería enviarle a Cutredo. Ella tampoco estaba muy satisfecha de su comportamiento, pues oí que lo regañaba. Menudo descarado estaba hecho. Por la ventaja que lleva, no creo que lo volváis a ver. De todos modos, nunca le había visto llevar un arma de acero —añadió Juan, pensándolo con imparcialidad y frunciendo el ceño con aire dubitativo—. Es posible que otro acabara con su señor. La amenaza de que lo arrastraran de nuevo a la servidumbre hubiera sido suficiente para que el mozo se largara cual alma que lleva el diablo y cuanto más rápido, mejor. En un territorio desconocido, su señor hubiera tenido dificultades para encontrarlo. No era necesario que lo matara. No merecía la pena que se quedara y corriera este riesgo.

—El chico no es convicto y no ha sido acusado todavía —dijo Hugo— ni lo podrá ser hasta que lo capturen. Pero tampoco puede ser declarado inocente hasta entonces. En cualquier caso, quiero atraparle. Pero es que, además, andamos tras otro fugitivo, Juan. Ricardo, el nieto de vuestra señora, salió del recinto de la abadía aquel mismo atardecer, y todavía no ha regresado.

—¡El joven señor! —exclamó Juan, boquiabierto de asombro y consternación—. ¿Desapareció hace dos noches y nos enteramos ahora? ¡Dios nos valga, la señora se pondrá furiosa! ¿Qué ocurrió? ¿Quién fue a buscar al chico?

—Nadie le fue a buscar. Ensilló su jaca y se fue solo por su propia voluntad. Y nadie sabe qué ha sido de él desde entonces. Y, puesto que uno de los dos que busco puede ser un asesino, no dejaré ningún granero sin registrar y ninguna casa sin visitar, y he dado órdenes de que todo el mundo busque a Ricardo. Aunque reconozco que sois un buen administrador, Juan, ni siquiera vos podéis saber qué ratón puede haberse introducido en todos los establos, los rediles y los almacenes del feudo de Eaton. Y eso es lo que me propongo hacer ahora aquí y en todas partes entre aquí y Shrewsbury. Entrad y decidle a doña Dionisia que quiero hablar con ella.

Juan sacudió la cabeza con aire abatido y entró. Hugo desmontó y se dirigió a pie hacia los peldaños que conducían a la entrada de la sala construida sobre el sótano, preguntándose cómo actuaría Dionisia cuando apareciera en la puerta. Si de veras no se había enterado de la desaparición del niño hasta aquel momento en que el administrador ciertamente se lo diría, lo natural sería que se enfureciera y se mostrara comprensiblemente afligida y desolada. Si ya lo sabía, tendría tiempo para prepararse y simular un enfado, pero, aun así, se le podría escapar algo que la traicionara. En cuanto a Juan, su honradez resultaba evidente. Si su señora mantenía escondido al niño, Juan no habría tenido parte en ello. Ella no lo hubiera usado como instrumento para tal propósito, pues el hombre estaba firmemente empeñado en ser el administrador de Ricardo y no el suyo.

Emergió entre las sombras de la entrada con las azules faldas volando a su alrededor y los autoritarios ojos encendidos de rabia.

—¿Qué es eso que me dicen, mi señor? ¡No puede ser cierto! ¿Qué Ricardo ha desaparecido?

—Es cierto, señora —contestó Hugo, estudiándola atentamente, sin preocuparse por el hecho de tener que levantar la vista hacia ella, tal como también hubiera tenido que hacer aunque ella hubiera bajado los peldaños y se hubiera situado a su nivel, pues era más alta que él—. Desapareció de la escuela de la abadía hace dos noches.

Dionisia apretó las manos en puño y profirió un grito de indignación.

—¡Y me lo decís ahora! ¡Hace dos noches! ¿Ésa es la manera que tienen de cuidar de los niños? ¡Y ésa es la gente que me niega la custodia de mi propia sangre y carne! Considero al abad responsable de cualquier daño o desgracia que haya podido ocurrirle a mi nieto. La culpa recaerá sobre su cabeza. ¿Y vos qué estáis haciendo, mi señor, para recuperar al niño? Me decís que desapareció hace dos noches y venís a comunicármelo con tanto retraso…

El momentáneo silencio obedeció a que doña Dionisia tuvo que detenerse para recobrar el resuello, mirando con ojos enfurecidos a su visitante desde lo alto de los peldaños mientras su fina nariz aristocrática enrojecía de rabia. Hugo se aprovechó despiadadamente de aquella repentina calma, sabiendo que no duraría mucho.

—¿Ha estado aquí Ricardo? —preguntó bruscamente, desafiando su encolerizada exhibición de consternación y pérdida.

Doña Dionisia contuvo el aliento y lo miró boquiabierta de asombro.

—¿Aquí? No, aquí no ha venido. ¿Estaría yo tan desolada si hubiera venido?

—Sin duda hubierais mandado aviso al abad si el niño hubiera venido corriendo a casa, ¿no es cierto? —preguntó cándidamente Hugo—. En la abadía también están preocupados por él. Se fue solo y por su propia voluntad. ¿Dónde hubiéramos podido buscarlo primero sino aquí? Pero vos me decís que no está y que no ha venido. ¿Y su jaca no ha regresado sola a su antigua cuadra?

—Pues no, de lo contrario, me lo hubieran dicho. Si hubiera regresado a casa sin jinete —dijo Dionisia con las ventanas de la nariz dilatadas de furia—, hubiera enviado a todos mis hombres a batir los bosques en busca de Ricardo.

—Los míos lo están haciendo precisamente en estos momentos —dijo Hugo—. Pero, por supuesto, podéis enviar también a los hombres de Ricardo. Cuantos más seamos, mejor, pues no hemos tenido éxito y el niño no está aquí —añadió, estudiando su rostro con aire pensativo.

—¡No, no está aquí! —Dionisia ardía de furia—. ¡No, no ha estado aquí! Aunque, si se fue por su propia voluntad tal como vos decís, tal vez quería regresar a casa junto a mí. Consideraré a Radulfo responsable de cualquier cosa que haya podido ocurrirle por el camino. No está capacitado para conservar la custodia de un niño de noble cuna si no puede cuidar mejor de él.

—Así se lo diré —dijo Hugo servicialmente, añadiendo con exasperante amabilidad—: En tal caso, mi deber es proseguir la búsqueda, tanto la de Ricardo como la del ladrón que mató a un huésped de la abadía en el bosque de Eyton. No temáis que mi búsqueda no sea exhaustiva, señora. Dado que no os puedo exigir que ordenéis rondas diarias en todos los rincones del feudo de vuestro nieto, sin duda tendréis el gusto de concederme acceso a todas partes para que os pueda prestar este servicio. De este modo, daréis ejemplo a vuestros arrendatarios y vecinos.

Dionisia le dirigió una prolongada mirada de hostilidad y se volvió bruscamente hacia Juan de Longwood, el cual permanecía a su lado en actitud de impasible imparcialidad.

—¡Abrid mis puertas a estos oficiales! ¡Todas mis puertas! Que comprueben por sí mismos que aquí no doy cobijo a un asesino ni oculto a mi propia carne y sangre. Que todos los arrendatarios se sometan al registro tan libremente como yo. Mi señor gobernador —añadió, mirando con inmensa dignidad a Hugo—, entrad y registrad lo que queráis.

Hugo le dio cortésmente las gracias y, si ella vio en sus ojos un destello más propio de una sonrisa, se negó a reconocerlo, pues le volvió bruscamente la espalda y se retiró con furibundos pasos al interior de la sala, dejándole iniciar un registro que él ya imaginaba infructuoso. Sin embargo, la certeza no era absoluta y, si ella había hecho semejante invitación en la esperanza de que la tomaran como prueba y se alejaran convencidos e incluso avergonzados, estaba muy engañada. Hugo empezó a registrar todos los rincones de la sala y la solana de Dionisia, las cocinas y los almacenes, examinó todos los toneles, las carretillas de mano y las barricas del sótano, todos los establos, los graneros y las cuadras que bordeaban la empalizada, el taller del herrero y todos los heniles y los almacenes, se trasladó a los campos y los rediles y finalmente a las cabañas de todos los aparceros, arrendatarios y siervos de la gleba de Ricardo, pero no encontró al niño.

A media tarde, fray Cadfael se dirigió a caballo al claro del bosque de Eilmundo con las nuevas muletas que fray Simón había hecho a la medida del guardabosque. Eran unos excelentes soportes capaces de sostener un sólido peso. La fractura se estaba soldando bien y la pierna no había quedado más corta que la otra. Eilmundo no estaba acostumbrado a permanecer ocioso y sentía celos de que otras manos cuidaran de su bosque. En cuanto pudiera echar mano de las muletas, Annet tendría dificultades para retenerlo en el interior de la casa. Cadfael estaba seguro de que la forzada inmovilidad de su padre había permitido a la joven disfrutar de una insólita libertad para entregarse a unas actividades sin duda inocentes, aunque no sabía qué pensaría Eilmundo de ellas cuando se enterara.

Cuando se acercaba a la aldea de Wroxeter, Cadfael se cruzó con Hugo, el cual regresaba a la ciudad tras haberse pasado una larga jornada a lomos de su cabalgadura. Más allá, en los campos y los bosques, sus oficiales seguían buscando en todas las arboledas y los sotos, pero él volvía solo al castillo para recibir los informes que hubieran llegado, estudiar la mejor manera de cubrir el terreno restante y disponer hasta dónde se debería extender la búsqueda si ésta todavía no hubiera dado fruto.

—No —dijo Hugo, contestando a una tácita pregunta casi antes de que ambos estuvieran mutuamente al alcance de la voz—, ella no lo tiene. A juzgar por su reacción, ni siquiera se había enterado de que se había perdido hasta que yo se lo dije, aunque sé muy bien que a una mujer no le cuesta demasiado hacer comedia cuando le conviene, pero hemos removido toda la paja de sus graneros y lo que se nos haya pasado por alto debe de ser demasiado pequeño como para poderlo encontrar. No había ninguna jaca negra en las cuadras. Todos dicen lo mismo, desde Juan de Longwood hasta el mozo del herrero. Ricardo no está allí. Ni tampoco en ninguna casita u establo de esta aldea. El cura revolvió toda su casa para nosotros y nos acompañó en nuestro recorrido por el feudo. Es un hombre honrado.

Cadfael asintió con la cabeza, confirmando sombríamente sus propias dudas.

—Tenía la sensación de que habría algo más. Merecería la pena probar en Wroxeter, supongo. Y no es que tenga a Fulke Astley por un bribón… es demasiado gordo y prudente.

—De allí vengo precisamente —dijo Hugo—. Tres de mis hombres están registrando todavía los últimos rincones, pero estoy convencido de que tampoco se encuentra allí. No excluiremos nada… ni la mansión ni las casitas ni los claros del bosque. Si a todos los tratamos igual, ninguno de ellos se podrá quejar. Aunque Astley se resistió un poco a franquearnos el paso. Por dignidad señorial, pues allí no encontramos nada.

—La jaca tiene que estar encerrada en alguna parte —dijo Cadfael, mordiéndose el labio con aire meditabundo.

—A no ser —añadió sombríamente Hugo— que el otro fugitivo se la haya llevado lejos del condado y haya dejado al niño en tal estado que no pueda dar testimonio… ni siquiera cuando lo encontremos.

Ambos se miraron fijamente el uno al otro, reconociendo en silencio aquella negra y amarga posibilidad que no podía excluirse por entero.

—El niño se fue con él, si es eso efectivamente lo que hizo —añadió obstinadamente Hugo— sin decirle una palabra a nadie. ¿Y si se hubiera ido con un bribón y un asesino con toda inocencia? La jaca es un animal muy resistente e incluso demasiado grande pata Ricardo mientras que el mozo del ermitaño pesa muy poco y el niño era el único testigo. No digo que sea eso. Digo simplemente que son cosas que han sucedido y pueden volver a suceder.

—Muy cierto, no lo discuto —reconoció Cadfael. Algo en su tono de voz indujo a Hugo a afirmar con certeza:

—Pero no lo creéis —era algo de lo que el propio Cadfael no había estado demasiado seguro hasta aquel momento—. ¿Tenéis alguna corazonada? Si la tuvierais, me guardaría mucho de no prestarle atención —añadió, esbozando a regañadientes una sonrisa.

—No, Hugo —Cadfael sacudió la cabeza—. No sé nada que vos no sepáis, no soy el defensor de nadie en este caso como no sea de Ricardo… y con este mozo Jacinto apenas he intercambiado una palabra y sólo le he visto un par de veces, cuando transmitió el mensaje de Cutredo en el capítulo y cuando vino para avisarme de que el guardabosque se había lastimado. Lo único que puedo hacer es mantener los ojos muy abiertos entre aquí y la casa de Eilmundo, podéis estar seguro de que lo haré… incluso puede que busque un poco entre los arbustos por el camino. Si tengo algo que decir, tener por cierto que os enteraréis antes que nadie. Tanto si es bueno como si es malo, ¡pero quieran Dios y santa Winifreda otorgarnos una buena noticia!

Con tal promesa se separaron, Hugo para regresar al castillo y recibir las noticias que hubieran llegado por la tarde, y Cadfael para cruzar la aldea y dirigirse a los linderos del bosque. No quería darse prisa porque tenía muchas cosas en que pensar. Curiosamente, el solo hecho de reconocer la posibilidad de lo peor habría fortalecido su convicción de que tal cosa no había ocurrido ni ocurriría. Y, más curiosamente todavía, en cuanto hubo afirmado con toda sinceridad que no sabía nada de Jacinto y apenas había cruzado con él una palabra experimentó el profundo convencimiento de que muy pronto se subsanaría aquel fallo y averiguaría si no todo, por lo menos todo aquello que necesitara saber.

Eilmundo había recuperado el buen color de la tez, acogió con agrado la presencia de Cadfael y quiso probar en seguida las muletas. Los cuatro o cinco días que había permanecido encerrado en casa habían sometido a dura prueba su temperamento, pero el alivio de poder salir renqueando al huerto y de comprobar lo fácil que resultaba aprender el nuevo arte de usar sus nuevas piernas, le dio inmediatamente ánimos. Tras haber confirmado su habilidad, obedeció gustosamente las órdenes de Annet y se sentó para compartir la cena con Cadfael.

—Aunque, en realidad, tendría que regresar ahora que ya he visto lo mucho que habéis mejorado —dijo Cadfael—. El hueso se está soldando muy bien y está más recto que una lanza. No será necesario que venga aquí a incordiaros cada día. Por cierto, hablando de visitas molestas, ¿ha venido Hugo Berengario o alguno de sus hombres batiendo los bosques de los alrededores? Ya os habréis enterado de que andan buscando a Jacinto, el chico de Cutredo, como sospechoso de haber matado a su amo. Por si fuera poco, el pequeño Ricardo también ha desaparecido.

—Nos enteramos anoche —dijo Eilmundo—. Sí, unos hombres de la guarnición han estado batiendo el bosque entre el camino y el río. Incluso han registrado mi establo y mi gallinero. Guillermo Warden mascullaba para sus adentros que eso era una locura innecesaria, pero tenía que cumplir las órdenes. Dice que por qué perder el tiempo molestando a un hombre cuya honradez no les cabe duda, pero que no podía dejar ninguna choza sin registrar y ningún arbusto sin remover, pues los ojos de su señor lo vigilan todo. ¿Sabéis si han encontrado al niño?

—No, todavía no. No está en Eaton, eso seguro. Si os sirve de consuelo, Eilmundo, doña Dionisia también ha tenido que abrir sus puertas para el registro. Todos, tanto nobles como plebeyos, han tenido que pasar por lo mismo.

Annet les sirvió en silencio, trayendo pan y queso a la mesa. Sus pasos eran tan ligeros como siempre y su rostro se mostraba tan sereno como de costumbre. Sólo al oír mencionar a Ricardo su semblante pareció turbarse levemente. No hubiera sido posible adivinar qué se ocultaba tras su comedida expresión, pero Cadfael se aventuró a hacer una conjetura y se despidió muy temprano, pese a la hospitalaria insistencia de Eilmundo.

—Me he saltado demasiados oficios estos últimos días, será mejor que regrese a mis deberes y esta noche haga por lo menos acto de presencia en completas. Vendré a veros pasado mañana. Tened cuidado con las muletas. Y tú, Annet, no permitas que permanezca en pie demasiado rato. Si te da quebraderos de cabeza, quítale las muletas y no las dejes al alcance de su mano.

La muchacha se rio y dijo que así lo haría, pero su mente, pensó Cadfael, estaba sólo a medias allí y ella no había secundado las protestas de su padre ante la temprana marcha de su amigo. Esta vez tampoco lo acompañó hasta la verja sino tan sólo hasta la puerta y desde allí le vio montar y le saludó con la mano cuando él se volvió antes de adentrarse por el angosto sendero que discurría entre los árboles. Sólo cuando él desapareció de su vista, dio media vuelta y entró de nuevo en la casita.

Cadfael no se alejó mucho. A escasa distancia de allí había una verde hondonada rodeada por una espesa arboleda y allí desmontó y ató su caballo, dirigiéndose muy despacio y con mucho sigilo a un lugar desde el cual podría ver la puerta de la casa sin ser visto. La luz ya estaba empezando a adquirir el suave verdor del crepúsculo y el silencio era tan profundo que únicamente los últimos gorjeos de un pájaro rompían la quietud del bosque.

A los pocos minutos, Annet salió de nuevo a la puerta y permaneció unos instantes inmóvil y con la cabeza echada hacia atrás, mirando a su alrededor y prestando atención. Después, tras haberse cerciorado de que no había nadie, salió del huerto vallado y rodeó la casita por la parte de atrás. Cadfael la siguió desde el abrigo de los árboles. Las gallinas ya estaban encerradas en el gallinero y la vaca se encontraba en el establo; de aquellas habituales tareas nocturnas de Annet ya había regresado hacía más de una hora mientras su padre probaba las muletas sobre el herboso suelo del claro. Al parecer, la muchacha tenía que hacer algo más antes de que cayera la noche y ella cenara y atrancara la puerta. Salió, emprendiendo una gozosa carrera, y extendió las manos para separar los arbustos a ambos lados al llegar al borde del claro mientras el cabello se le soltaba y se derramaba sobre sus hombros y ella ladeaba la cabeza, como si mirara hacia las copas de los árboles de las cuales caía de vez en cuando una húmeda y silenciosa hoja marchita cual si fuera una lágrima de un año ya viejo.

No iba muy lejos. A no más de cien pasos, se detuvo con la misma gozosa actitud de huida bajo las ramas del primero de los añosos robles, el cual conservaba todavía todo su follaje, aunque un poco amarillento. Cadfael, no muy lejos de ella en la espesura, la vio echar la cabeza hacia atrás y lanzar un melodioso silbido hacia la copa del árbol. Desde arriba la contestó un murmullo de hojas, cayendo a través de las ramas como hubiera podido caer una bellota. En cuestión de un momento, el trémulo movimiento descendente llegó al suelo bajo la repentina forma de un joven tan silencioso como un gato, el cual se balanceó desde la rama más baja y cayó ágilmente de pie al lado de Annet. En cuanto rozó el suelo, ambos se abrazaron.

O sea que no se había equivocado. En cuanto se vieron, los jóvenes se gustaron, aprovechando venturosamente el terreno de los buenos servicios que él había prestado al padre de la muchacha. Estando Eilmundo inmovilizado en la casa, la chica podía dedicarse con más libertad a la tarea de ocultar y dar de comer a un fugitivo, pero ¿qué harían ahora que el guardabosque empezaría a moverse un poco por muy limitado que fuera el alcance de sus movimientos? ¿Sería justo someter al padre a aquella disyuntiva de lealtades, siendo un hombre sujeto a la ley, aunque sólo fuera la ley del bosque? Sin embargo, allí estaban ellos, tan cándidos como unos niños, con tal sugerencia de perduración en su abrazo que sin duda haría falta algo más que un padre, un señor, la justicia o el rey para que ambos se separaran. Ella con su larga melena suelta y sus pies desnudos, y él con la clásica elegancia de forma y movimiento y su gallarda e inquietante belleza, hubieran podido ser dos criaturas del antiguo bosque, un fauno y una ninfa de una profana, pero encantadora fábula. Ni siquiera las sombras del crepúsculo podían apagar su resplandor.

Bueno, pensó Cadfael, rindiéndose ante aquella visión, si tenemos que enfrentarnos con eso, tendremos que seguir adelante a partir de aquí, pues no podemos volver atrás. Avanzó entre los susurrantes arbustos y se acercó a ellos sin disimulo.

Ellos lo oyeron y se volvieron de inmediato, echando la cabeza hacia atrás mejilla contra mejilla cual venados que olfatearan un peligro. Al verlo, Annet extendió los brazos y empujó a Jacinto a su espalda contra el tronco del árbol con el rostro tan pálido y afilado como una espada, pero Jacinto rompió a reír, la levantó en volandas para apartarla a un lado y se adelantó un paso.

—¡Como si yo necesitara una prueba! —dijo Cadfael en un intento de tranquilizarlos al tiempo que se detenía sin acercarse demasiado aunque ellos ya sabían que de nada les serviría echar a correr. Yo no soy la ley. Si no has hecho nada malo, no tienes nada que temer de mí.

—Hace falta un hombre más audaz que yo —dijo la clara voz de Jacinto— para declarar que no ha hecho nada malo —bajo las crecientes sombras del crepúsculo, su enigmática sonrisa resplandeció perceptiblemente un instante—. Pero no he cometido ningún asesinato, si es a eso a lo que os referís. Fray Cadfael, ¿verdad?

—En efecto —Cadfael miró de un sobresaltado y cauteloso rostro a otro y vio que ambos ya estaban respirando un poco más tranquilos y que ya no parecían tan dispuestos a huir o atacar—. Has tenido suerte de que esta mañana no hayan traído a los perros. A Hugo nunca le gusta perseguir a un hombre con sabuesos. Lamento que mi visita de esta noche te haya sobresaltado más de lo debido en tu nido de aquí arriba, muchacho. Espero que pases las noches con más comodidad.

Al oír sus palabras, ambos jóvenes esbozaron una cautelosa sonrisa y lo miraron sin decir nada.

—¿Cómo te has ocultado durante la batida del sargento, pues no te encontraron?

Annet tomó una decisión con el mismo espíritu práctico con que solía hacer todas las cosas. Se agitó y estremeció mientras la sedosa capa de su cabello formaba una pálida nube alrededor de su cabeza. Después, respiró hondo y se rio.

—Si queréis saberlo, estaba bajo las mantas de la cama de mi padre mientras Guillermo Warden permanecía sentado en el banco bebiendo cerveza con nosotros y sus hombres buscaban entre las gallinas y removían la paja del henil. Me parece que vos pensabais —añadió, acercándose a Cadfael y tomando a Jacinto de la mano para que la siguiera— que mi padre ignoraba lo que yo estaba haciendo. ¿Acaso me lo reprochabais aunque sólo fuera un poco? No es necesario, él lo sabe todo, lo supo desde el principio o, por lo menos, desde el momento en que se inició la búsqueda. Y, ahora que nos habéis descubierto, ¿no sería mejor que regresáramos a la casa y tratáramos todos juntos de encontrar algún medio de resolver este enredo?

—Aquí ya no volverán —dijo tranquilamente Eilmundo, presidiendo la reunión desde el trono de su lecho, el mismo lecho bajo el cual Jacinto se había ocultado en presencia de sus perseguidores—. Pero, si volvieran, nos enteraríamos con tiempo. Nunca hay que utilizar dos veces el mismo escondrijo.

—¿Y nunca habéis tenido el menor escrúpulo ante la posibilidad de ocultar a un asesino? —preguntó Cadfael, deseando con toda su alma que lo convencieran.

—¡No hay por qué! Desde un principio supe que no era necesario que lo tuviera. Y vos también lo sabréis. Hablo de pruebas seguras, Cadfael, no de una mera cuestión de fe, aunque, bien mirado, la fe no es una mera cuestión. Vos estuvisteis aquí anoche y, a la vuelta, encontrasteis al muerto, el cual no llevaba más de una hora muerto cuando lo encontrasteis. ¿Decís que sí a eso?

—Con mucho gusto si sirve para confirmar vuestra prueba.

—Y vos me dejasteis cuando Annet regresó de las tareas que la ocupan por la noche. Recordaréis que le comenté lo mucho que había tardado y era cierto, pues estuvo fuera una hora larga. Por buenas razones ya quise había reunido con este mozo y ambos no tenían demasiada prisa en lo que estaban haciendo, lo cual supongo que no os sorprenderá demasiado. En resumen, que estos dos estuvieron juntos en el bosque a cosa de un cuarto de legua de aquí desde el momento en que Annet nos dejó a vos y a mí hasta que regresó casi dos horas más tarde. Allí los encontró el pequeño Ricardo y ella regresó con este mozo aquí y, unos diez minutos después de que vos os fuerais, lo trajo a mi presencia. No es un asesino porque durante todo este rato estuvo con ella o conmigo y después durmió en esta casa toda la noche. Jamás se acercó al hombre al que asesinaron y nosotros podemos jurarlo.

—Entonces, ¿por qué no habéis…? —empezó a preguntar Cadfael, pero inmediatamente interrumpió la inútil pregunta y levantó una mano para rechazar la obvia respuesta—. ¡No, no digáis nada! Comprendo muy bien por qué. Tengo el ingenio un poco embotado esta noche. Si os presentarais ante Hugo Berengario para decirle que el hombre al que persigue es incuestionablemente inocente, podríais sin duda librar al joven de este peligro. Pero, si un Bosiet ha muerto, se espera la llegada de otro a la abadía cualquier día de éstos… en este mismo momento ya podría estar allí. Es tan malo como su padre según dice el mozo y él tiene buenos motivos para saberlo, pues lleva las marcas. No, ya veo que estáis atado.

Jacinto, sentado sobre la alfombra de juncos a los pies de Annet y rodeándose con los brazos las rodillas dobladas, dijo sin pasión ni vehemencia sino con la serena irrevocabilidad de una decisión absoluta:

—No volveré allí.

—¡No, no tendrás que volver! —dijo Eilmundo con entusiasmo—. Comprenderéis, Cadfael, que cuando recibí al chico, aún no se hablaba para nada de asesinato. Acogí a un siervo de la gleba fugitivo que tenía buenas razones para haber huido y me había prestado el mejor servicio que un hombre le puede prestar a otro. Me gustó y por nada del mundo hubiera querido entregarle para que volvieran a maltratarlo. Después, cuando se supo lo del asesinato, no tuve motivo para pensar otra cosa, pues yo sabía que él no había tenido parte en ello. Me molestó un poco no poder decirles nada al gobernador, al abad y los demás, pero ya veis que era imposible. Y el resultado de todo ello es que ahora estamos aquí con este mozo y no sabemos qué hacer para garantizarle la seguridad.